"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

Compra el disco de Paqui Sánchez

Disfruta de la música de Paqui Sánchez donde quieras y cuando quieras comprando su disco.

Puedes comprar el disco Óyelo bien de Paqui Sánchez Galbarro de forma segura y al mejor precio.

La cartuja de Parma - Stendhal

Aclamada unánimemente como una de las grandes novelas de todos los tiempos, La cartuja de Parma narra las aventuras del joven Fabricio del Dongo durante el apogeo de las campañas napoleónicas en Italia. Celos, amoríos e intrigas políticas recorren las páginas de esta gran obra en la que se perfilan algunos de los personajes femeninos más inolvidables de la literatura. Desde su publicación en 1839, la obra maestra de Stendhal ha suscitado la incondicional admiración de escritores de todos los tiempos, desde Balzac a Philip Roth. Stendhal La cartuja de Parma ePub r1.0 IbnKhaldun 18.09.14 Título original: La Chartreuse de Parme Stendhal, 1839 Traducción, introducción, y notas: Juan Díaz de Atauri Editor digital: IbnKhaldun ePub base r1.1 Introducción A la edad de cincuenta y cinco años, entre el 4 de noviembre y el 25 de diciembre de 1838, en sólo cincuenta y dos días, como no deja de anotar ningún comentarista, Stendhal dicta a un secretario las quinientas páginas de La cartuja de Parma, su tercera novela acabada y su segunda obra maestra —en el tiempo—. Cada mañana lee la última página escrita el día anterior y luego dicta infatigablemente a lo largo de toda la jornada. Entre febrero y marzo de 1839 corrige las pruebas. El libro ve la luz a principios de abril. Sin llegar a ser clamorosa, la primera edición tuvo una acogida aceptable; a finales de 1840, estaba casi agotada. El 25 de septiembre de 1840, en su Revue Parisienne, Balzac publica un extenso artículo —setenta y dos páginas— dedicado al análisis encomiástico de la novela. Tras distinguir la duplicidad entre Literatura de imágenes y Literatura de ideas (una literatura, la primera, en la que dominaría la utilización del lenguaje antes que la información, y otra, la de ideas, en la que lo esencial sería lo significado, lo expresado mediante el lenguaje[1]), dice, entre otras muchas cosas, que La cartuja es la obra maestra contemporánea de la literatura de ideas; que en el libro de Stendhal lo sublime estalla capítulo a capítulo; que se trata de una obra que sólo apreciarán los espíritus verdaderamente superiores; califica la novela de Príncipe moderno; se pregunta por qué un hombre que demuestra tan altísima capacidad es tan sólo cónsul en Civitavecchia, cuando debería ser embajador en Roma… Por otra parte, no deja de hacerle algún reproche. Respecto a la disposición de los materiales, considera que toda la parte inicial dedicada a la escapada de Fabricio a la guerra se alarga demasiado y rompe la unidad con la trama general, la de la corte de Parma, y que, del mismo modo, la novela queda estrangulada al final, que el corte resolutivo es muy brusco y que muy bien podría ser el arranque de otra novela frustrada. También hace algún reproche al estilo: la reiteración de algunas fórmulas y palabras y algunas deficiencias sintácticas, que justifica, no obstante, por la robustez del pensamiento, por la fuerza del contenido. Cuando Stendhal recibe la revista en Civitavecchia, donde desempeñaba la función de cónsul, experimenta la mayor alegría de su carrera literaria. Contesta a Balzac con una carta que requiere tres borradores, que se conozcan. De alguna de las críticas que le hace Balzac ya era consciente. Desde noviembre de 1839 había empezado a corregir la escritura sobre un ejemplar impreso de la novela; cuando recibe el artículo, intenta acortar el arranque de la novela y rehacer los primeros capítulos en orden a anunciar los distintos personajes y desarrollar «más convenientemente» el personaje de Clelia (el abrupto final de la novela se lo había impuesto el editor por razones comerciales). Hasta el fin de sus días, no dejó de corregir la novela sobre ejemplares de la primera edición. No es fácil conjeturar si una segunda edición de su mano hubiera mejorado La cartuja de Parma que conocemos, una de cuyas virtudes geniales —quizá la que comprenda todas las demás— es la condición de chorro incontenible de vida, mucho más evidente que en Rojo y Negro y que en todas sus demás novelas. Stendhal no fue un escritor precoz y, desde luego, fue un novelista tardío. Publica su primer libro, Cartas sobre Haydn, Mozart y Metastasio (1814), a los treinta y dos años, con el seudónimo de Bombet, y cuando publica su primera novela Armancia (1827) tiene cuarenta y cuatro años. La escritura, que fue para él una dedicación plena e intensa, ocupó, pues, la tercera etapa de su vida. Recordemos, aquí, algunos de los datos más significativos de tales etapas. Había nacido en Grenoble, en 1783; su verdadero nombre fue el de Henri Beyle. Su familia pertenecía a la vieja burguesía local. Cuando estalló la revolución, su padre, Chérubin Beyle, abogado en el Parlamento del Delfinado, adoptó el partido de los aristócratas. Tras la muerte de su madre, Henriette Gagnon, ocurrida pocos meses después, Stendhal concibió un odio minucioso y definitivo por su padre —a quien juzgó responsable de aquella muerte— y se sintió estrechamente unido a su abuelo materno, el doctor Gagnon, admirador de Voltaire y muy considerado en su ciudad, que se ocupó de su educación. Hasta los diecisiete años vivió en Grenoble. Su infancia fue solitaria. En Vida de Henri Brulard, confiesa que nunca tuvo una peonza y que miraba con envidia a los otros niños desde su ventana. De todo ello se resarcía leyendo apasionadamente el Quijote, que le hacía reír a carcajadas. De su familia le quedó el sentimiento del honor y el orgullo, la consideración del dinero como algo despreciable, aunque nunca dejara de valorarlo como instrumento que le permitiera ese mismo desprecio, y un espíritu aristocrático en los gustos personales y en la autoestima que será definitivo en su vida y en su concepción del mundo. En el plano de las ideas, el joven Beyle se situó al lado de la república frente a su familia decididamente monárquica. En esos años estudió, primero con un preceptor, el abate Raillane, a quien odió tan concienzudamente como a su padre, y luego en la École Centrale. Destacó en matemáticas y quiso ingresar en la École Polytechnique de París, adonde se trasladó en noviembre de 1799, aunque no se presentó al examen. En París, a partir del golpe del 18 Brumario de Napoleón Bonaparte, Beyle vivió una segunda etapa de su vida. Su pariente Daru lo empleó en el Ministerio de la Guerra. Asistió, como subteniente, a la campaña de Italia, país del que quedó prendado para siempre. Durante dos años fue intensamente feliz, se enamoró, fue ayudante de campo del teniente general Michaud, intervino en un duelo, fue asiduo de la vida brillante de Milán. A los dos años abandonó el ejército, cansado de la vida militar. De nuevo en París, tras un intento fallido de dedicarse al teatro y, luego, al comercio, volvió a ingresar en la administración militar, donde llegó a ser un alto funcionario, muy dotado, prestigiado y eficaz (campaña de Austria, Rusia, Lutzen…), fue auditeur au Conseil d’État y, más tarde, Inspecteur du mobilier et des bâtiments de la Couronne. Durante estos años se convirtió en un brillante hombre de mundo, que frecuentaba los cafés, la ópera; tuvo distintas amantes; viajó. La caída de Napoleón supuso el cese de Henri Beyle; inició, entonces, una carrera de hombre de letras: Cartas sobre Haydn, Mozart y Metastasio (1814); Historia de la pintura en Italia (1817); Roma, Nápoles y Florencia (también de 1817 y su primera obra firmada como Stendhal). Acusado de espionaje, fue expulsado de Milán por el gobierno austriaco en 1821; volvió a París; viajó otra vez a Italia, a Inglaterra, a España; escribió Del Amor (1822); Racine y Shakespeare (1823); Vida de Rossini (su primer éxito, también en 1823); Armancia (1827); Paseos en Roma y Vanina Vanini (ambos en 1829). En 1830, el año de la Revolución de Julio, publicó Rojo y Negro (Crónica del siglo XIX) y ese mismo año, gracias a la intervención de sus amigos liberales, fue nombrado cónsul en Trieste, pero Metternich, irritado por la lectura de Roma, Nápoles y Florencia, le negó el exequátur, finalmente fue nombrado cónsul en Civitavecchia. Entre esta fecha y 1838, en que escribió La cartuja de Parma, sólo publicó Memorias de un turista (1838), pero escribió Recuerdos de egotismo (en 1832); empezó Una posición social, en 1832; Luden Leuwen —varias veces, en 1834 la primera de ellas—; Vida de Henri Brulard, en 1835; Recuerdos sobre Napoleón, en 1836; El Rosa y el Verde, en 1837. Tras la publicación de La cartuja de Parma publica, enseguida, también en 1839, Crónicas italianas; con Lamiel, empezada en 1840, intenta escribir la versión femenina de Julián Sorel. El 15 de marzo de 1841 padece un primer ataque de apoplejía y regresa a París, donde, un año después, el 22 de marzo, le sobreviene un segundo ataque en la calle y muere a tas pocas horas, a las dos de la madrugada del día 23. En 1821 (en una necrológica escrita por él mismo) había redactado su epitafio, cuyos segundo y tercer renglón se copiaron en su tumba en el cementerio de Montmartre (rond-point de la Croix, 4ème ligne, n.° 11): «Qui giace / Arrigo Beyle Milanese, / Visse, scrisse, amo / Se n’andiede di anni… / Nell 18… / Il aima Cimarosa, Shakespeare, Mozart, Le Corrège. Il aima passionnément V… M… A… Ange, M… C…, et quoiqu’il ne fût rien moins que beau, il fut aimé beaucoup de quatre ou cinq de ces lettres initiales. / Il respecta un seul homme: NAPOLÉON»[2]. Como cabe deducir de este apretado resumen de su vida, amó el éxito y el placer y, cuando tuvo ocasión de mostrar y ejercer su talento en la Administración Pública y en el gran mundo, halló en el éxito y en el placer un modo de desarrollar brillantemente su condición singular. La definitiva caída del Emperador lo apartó de aquel mundo; plasmó entonces en las letras su conciencia de la propia diferencia; la incomodidad que le causaba el tiempo en que le había tocado vivir se proyectó primero en sus trabajos sobre música y pintura, sobre Italia y sobre el amor. Más adelante, ya metido en la cuarentena, cuando le apremió la necesidad de examinar la propia existencia y el mundo en que vivía, optó por tratar de dar cuenta de todo ello de un modo artístico, con la novela. Julián Sorel, el protagonista de Rojo y Negro —probablemente el personaje más sólido de la novelística stendhaliana, como suele reconocerse—, sólo es imaginable en la Restauración; toda la riqueza y complejidad del personaje llega al lector como un producto de su tiempo; con ello Stendhal no sólo se adelantaba —como él mismo proclamaría— cien años a la comprensión de los lectores sino que además efectúa el más implacable ajuste de cuentas con el momento histórico que le ha tocado vivir, aunque no pretenda analizar ese momento, aunque no se plantee un estudio del devenir social y sus causas, sino tan sólo el análisis de un corazón humano. Del mismo modo, su adscripción al republicanismo y a la democracia no era resultado de una crítica rigurosa del antiguo régimen y del significado histórico y social de la aristocracia, sino una autoafirmación racionalista. Tal lucidez individualista estaba más cerca, en cierto modo, de un talante aristocrático que de la sensibilidad de la burguesía ascendente. Su sentido de la felicidad se ciñe al mundo del espíritu, al arte, a la pasión, a la gloria personal; su realización no deja de implicar ciertas contradicciones con el sentido de la felicidad que había inspirado la Revolución. «Conviene recordar qué entienden los liberales por virtuoso: esto es, el que se esfuerza por conseguir la felicidad para la mayoría. Al conde eso le parecía una simpleza», puede leerse en el capítulo 16 de La cartuja, y, evidentemente, ese juicio del conde es el juicio de Beyle. La nueva burguesía, y el ordenamiento político que genera, le inspira igualmente serias prevenciones: «En América, en la república, tienes que pasarte el día adulando en serio a mediocres tenderos para convertirte en un tonto como ellos, y allí no hay ópera», dice en el capítulo 24 de la misma novela la voz de un narrador que no se distingue en ningún momento de la del autor. La clase obrera, los campesinos, la clase media baja no aparecen en sus novelas, salvo como oscura comparsa. En Henri Brulard, confiesa: «Aborrezco la chusma —la “canaille”— (para tener trato con ella) al tiempo que, con el nombre de pueblo, deseo apasionadamente su felicidad, que sólo se le puede procurar, en mi opinión, haciéndole preguntas sobre lo importante. Es decir, convocándola a que se nombre diputados». Y, pese a la mención a Napoleón en su epitafio, detestó la tiranía del Emperador que robaba la libertad a Francia. Con su ironía inimitable llegó a decir: «En 1807, yo deseé apasionadamente que no conquistara Inglaterra. ¿Dónde íbamos a refugiarnos, entonces?». Tal es la compleja persona de Henry Beyle-Stendhal, que, tras haber tenido la idea dos meses antes, se encierra a escribir La cartuja de Parma. Aquellas portentosas cincuenta y dos jornadas de creación de la novela estuvieron enmarcadas en unas vacaciones de tres años. El cónsul francés en Civitavecchia se aburría mortalmente en la provincia italiana, pese a la cercanía de Roma, pese al trato agradable de algunas amistades. El aburrimiento le impedía que fructificara la escritura. En 1836 había conseguido de su protector, el ministro Molé, un permiso especial por motivos de salud, con la mitad del sueldo, que consiguió alargar hasta 1839. Aprovechó bien esos tres años, además de escribir las Memorias de un turista, las Crónicas italianas y La cartuja, viajó, frecuentó el Café Anglais, asistió al teatro, acudió a los salones, el de la condesa de Montijo, entre otros… y vivió, sobre todo en la escritura de una obra maestra: no tuvo que inventar el esquema argumental de la novela; siguió, como se sabe, el esqueleto de un viejo relato italiano, Origine delle grandezze della famiglia Farnese, que forma parte de una colección de manuscritos antiguos, cuyas copias había venido reuniendo desde 1833. Aunque más que guión, se trata de un hilo descarnado. Los eruditos han aclarado sus claves y correspondencias: Fabricio del Dongo es Alejandro Farnesio; Gina es Vandozza; Mosca, Rodrigo; la fortaleza, el castillo de Sant’Angelo; etcétera. Han encontrado asimismo otras fuentes para personajes como Ferrante Pallavicino; para episodios enteros —tal la prisión de Fabricio (en Mis prisiones, de Silvio Pellico o en la Vida de Benvenuto Cellini)—; para la ciudad de Parma, en Módena… Otros estudiosos han visto en los personajes referencias autobiográficas y, así, en Gina del Dongo se ha pretendido ver a alguna de las mujeres que amó, como Angela Pietragua o Mathilde Dembowski (Métilde); en el conde Mosca a Metternich… Refiriéndose a las fuentes de sus personajes, en uno de los borradores de la ya mencionada carta a Balzac, dice el propio Stendhal que el personaje de la duquesa Sanseverina está inspirado en el efecto que le produce la pintura de Correggio. Quizá, con ello, Stendhal estaba haciendo una referencia al procedimiento retórico —él, que tan enemigo era de la retórica— de la fusión de percepciones (el color, la composición, etcétera, de un cuadro, percibidos como un modo de ser, como un carácter), aplicado al proceso de invención artística, adelantándose así a un procedimiento que„ desde los simbolistas, tendría tanto éxito en el siglo XX. En una cosa están de acuerdo, al final, todos los comentaristas, y es que tanto la novela como los personajes son producto de una vida: los personajes son Stendhal, la historia que narra, larga e intrincada, es Stendhal. Y siendo Stendhal, es una novela compleja; es, como dice Italo Calvino en Por qué leer los clásicos (Tusquets, 1992), muchas novelas: es una novela de formación, si consideramos que trata del aprendizaje y desarrollo de Fabricio; es una novela de capa y espada en los episodios de Giletti o en el episodio, llamémoslo lateral, de Fausta; es, sobre todo, una novela de amor que relata los amores y amoríos de Fabricio del Dongo, de Gina Valserra, del conde Mosca, de Clelia Conti, de Ferrante Pallavicino, de Fausta, de Marieta… y sus cruces y entrelazamientos; es una novela histórica —en el mejor aspecto del subgénero, el que comprende más los efectos de los acontecimientos que los acontecimientos mismos—, si consideramos el relato de la entrada de los franceses como liberadores en Milán, o el genial relato de la batalla de Waterloo, o la presentación de una corte del tiempo de la Restauración, con su ambiente pacato y temeroso, sus conspiraciones e intrigas; es una novela psicológica en su estudio del corazón de Fabricio o del, más complejo y quizá más interesante, de la duquesa Sanseverina. La de La cartuja es la pluralidad de las grandes novelas, la pluralidad del Quijote —una de las primeras lecturas de Beyle y patrón del género—. Si la novela es un espejo colocado en el camino, según la definición del propio Stendhal, lo que se verá en el espejo —la emoción que deberá transmitir— será múltiple porque lo que pasa en los caminos es complejo y plural. En el genio de Stendhal está la creación de unas líneas de fuerza que arman el libro, que le dan una firme coherencia, pese a —permítaseme— la objeción de Balzac. Veamos algunas. En el relato de Waterloo se presenta, probablemente por primera vez en la historia de la novela, como dice Calvino, la verdad de una batalla; y esa verdad aparece en lo accidental, en la humedad y el barro o en la suciedad de los pies de un soldado muerto, detalles de ambiente que dan cuenta de lo fundamental, la crueldad de la guerra, por ejemplo, mucho más eficazmente que si hubiera tratado de contarlo directamente; otras veces describe minuciosamente algún pormenor, como el del efecto de las balas en los surcos de los sembrados, que remite a la imaginación de los cañones y su devastadora fuerza sin enunciarlos; en ocasiones, se fija en algún elemento aislado singularmente conmovedor, en el caballo reventado que enreda las patas en los propios intestinos, por ejemplo. Técnicas narrativas utilizadas con dominio magistral y que adaptará el cine un siglo largo más tarde (piénsese, por ejemplo, en la genial utilización del primer plano para contar una batalla en Campanadas a medianoche de Orson Welles). Pero en los cuatro capítulos dedicados a la aventura bélica de Fabricio, además de contarnos con prodigiosa habilidad la guerra, arrebatando ya nuestra atención hasta el final[3] de la novela (y cuya supresión en una hipotética segunda edición hubiera supuesto una pérdida sustancial para la historia de la novela), además —decía— en estos capítulos esenciales se gesta una de las ideas-fuerza de la novela. En la psicología de Fabricio se genera un mecanismo de doble sospecha: sobre la realidad, por un lado, y sobre su relación con ella, por otro: «Le quedó el interrogante de si había sido una verdadera batalla todo aquello que había presenciado, y, en segundo lugar, si había sido la batalla de Waterloo» (capítulo 5). Tal aprensión será uno de los rasgos de su personalidad que lo ligarán a su tía. La duquesa lo amará, también, por ese escrúpulo de conciencia, que comparará con la petulancia que esa misma vicisitud habría suscitado en cualquier otro adolescente (y el amor de su tía será, asimismo, uno de los mecanismos esenciales de la invención narrativa, de la generación de nuevos sucesos). Fabricio hará extensiva esa tendencia a sospechar de sí mismo al sentimiento amoroso, y ello se convertirá en la razón de ser de todas sus relaciones con las mujeres, lo que, directa e indirectamente, es el acicate para nuevos episodios hasta el final de la novela. Ese talante coherente de Fabricio, esa persistencia en la búsqueda, lo constituye como un héroe unitario, compacto, por muy dispersa que sea la peripecia de su vida; y esa unidad se da también en los demás personajes. La duquesa Sanseverina, capaz de provocar un amor tan denso y maduro como el del conde Mosca, es un ser tan adorable como perverso, de una perversidad absoluta, por ocasional que sea y por mucho que el lector, como todos cuantos la rodean en la ficción, también se enamore de ella por obra de la maestría de la narración. Su encanto, su belleza, su inteligencia hacen gravitar en su derredor a los hombres más interesantes de la corte, como el príncipe, un pequeño déspota, aterrorizado por las consecuencias de su propio despotismo, o a Ferrante Pallavicino, el poeta tan sublime en su arte como en su locura revolucionaria. Una línea rigurosa define a este personaje: su omnipotencia procedente de su capacidad de seducción y su inquebrantable voluntad. El conde Mosca (el balzaquiano príncipe moderno) es el único personaje disociado y complicado en su doble vocación. Vocación de poder, que ejerce con más sabiduría que nadie en la corte y, por ello mismo, con un distanciamiento rayano en el cinismo; y vocación al amor, absoluto, total, maduro, amor-pasión, que, en ocasiones, hace tambalear su clarividencia. En este caso es la dualidad la que presta al personaje una linealidad que, naturalmente, no es como la de los demás personajes, más resultado de la trabazón de pulsiones contrarias que de una única tensión. Una dualidad semejante se instituye también como otra línea de fuerza, ahora temática; me refiero al amor, uno de los factores centrales de la novela. Del mismo modo que en Del Amor Stendhal encama dos concepciones distintas de ese sentimiento, el amor-pasión y el amor como tensión al placer físico, en dos personajes, en La cartuja, a lo largo de buena parte de la novela, Fabricio encama el amor que se realiza en el placer, mientras que el conde encama el amor-pasión; y, aun así, hay algo en común en ambos personajes (y también en una semejanza convergen sus vidas), como si la novela presentara desdoblado en dos personajes a un solo hombre, en su juventud, Fabricio, y en su madurez, el conde. Otros personajes enamorados figuran otros matices del amor: Ferrante Pallavicino, el amor absolutamente entregado, que no pide nada, casi platónico; los príncipes (padre e hijo), el amor de quienes creen poder conseguirlo por el poder que ejercen, etcétera. Lo dual (la duplicidad, si se prefiere) afecta también a la estructura de la novela, a la organización del argumento y del sentido, de un modo que se podría denominar irónico, si se considera que lo que los personajes pretenden suele tener un efecto absolutamente contrario al pretendido, como cuando, por ejemplo, la duquesa quiere favorecer a Fabricio sacándole de la cárcel y lo hace sumamente desgraciado. Otras veces la ironía adquiere el matiz (regocijante) del doble sentido de las situaciones, como cuando Fabricio se siente feliz en la cárcel y se pregunta si su alma no será la de un héroe clásico; o cuando se convierte en predicador de fama y excita teatralmente la piedad de sus feligreses, siendo la piedad, para él, sólo un artilugio para poder ver a Clelia. Hasta aquí he esbozado algunos (muy pocos; no es éste el lugar de un estudio, sino simplemente de una invitación a la lectura) de los rasgos del argumento y del sentido de la novela que la hacen genial, mencionaré ya sólo uno más, el último y probablemente el más importante, por ser el más artístico. En una página de uno de los ejemplares de la primera edición el propio Stendhal, probablemente, anotó: «Improvisaba al dictar; nunca sabía, cuando dictaba un capítulo, qué iba a pasar en el siguiente». Seguramente ése es, para nosotros, lectores, el rasgo más determinante, porque una novela es una inmersión gozosa en otras vidas, en otros mundos, un enajenarse en el pasado, entrar en el alma de hombres y mujeres fascinantes, sumergirse en acontecimientos ajenos, ir de sorpresa en sorpresa. Que, en el momento de la escritura, la invención de acontecimientos fuera algo determinante como revelan las palabras de Stendhal (fechadas el 4 de noviembre de 1840, es decir pocos meses después de la publicación de la novela y probablemente como dato para la carta a Balzac), asegura el encuentro de la invención en la lectura: la ansiedad del lector por saber qué va a pasar —como en la novela de folletón— coincide con la probable ansiedad del escritor. Para esta traducción he seguido la cuidadísima y definitiva edición de Henri Martineau (Éditions Gallimard, 1948). En relación con el tan cacareado descuido de Stendhal, no me he ocupado, en lo más mínimo, de reproducirlo en castellano. Semejante pretensión de mi mano hubiera traicionado con toda seguridad el estilo del autor, que he tratado de respetar en el modo en que se puede respetar —a mi juicio— en una traducción; esto es, siendo lo más fiel que he podido al significado de cada frase, al significado de cada palabra; pero, necesariamente, las lenguas son distintas. He respetado alguna de las reiteraciones, como la del adjetivo «singular» —especialmente caro a Stendhal—, cuya frecuencia se convierte en significativa, carácter que he pretendido conservar en la traducción. Diré por último que una traducción es una lectura múltiple de un libro y que, en los grandes libros, cada lectura es un libro nuevo; no me queda, pues, más que agradecer al destino haber vuelto a leer varias veces uno de los libros que me abrieron los ojos a la literatura (y a la vida) en mis remotísimos dieciséis años y haber encontrado, en cada ocasión, nuevas cosas, nuevos incentivos a la felicidad. Cronología 1783 El 23 de enero nace Henry Beyle en Grenoble, en la rué des Vieux Jésuites (hoy rué Jean-Jacques Rousseau). Su padre era abogado en el Parlamento del Delfinado y su madre, Henriette Gagnon, hija de un prestigiado médico de la ciudad. (A partir de 1817 utilizará el nombre de Stendhal). 1784 Censo en Francia: 24 millones de habitantes. Beaumarchais: Las bodas de Fígaro. David: El juramento de los Horacios. 1786 Nace Pauline, la hermana preferida de Stendhal. 1787 Mozart: Don Giovanni. 1788 Nace Zénaide, una hermana mucho menos querida. Bernardin de Saint Pierre: Pablo y Virginia. 1789 Revolución Francesa. Washington, primer presidente de los Estados Unidos de América. Primeros poemas de William Blake. 1790 Muere su madre. Stendhal queda desconsolado; a partir de ese momento vivirá más tiempo en casa de su abuelo, Henri Gagnon, que en la de su padre, a quien culpará de aquella muerte. 1792 Pasa a ser discípulo del abbé Raillane, su preceptor, a quien odiará tanto como a su padre. 1796 Ingresa en la École Centrale de Grenoble; destacará en matemáticas. Campaña de Italia de Napoleón Bonaparte. Diderot publica Ensayo sobre la pintura (escrito en 1765). 1797 Bonaparte ocupa Roma. 1798 Gana el primer premio de literatura. Expedición de Bonaparte a Egipto. Primera exposición en París de las obras de arte traídas de Italia. 1799 Gana el primer premio de matemáticas. Viaja a París para examinarse de ingreso en la Escuela Politécnica, pero no se presenta; le decepciona la ciudad y cae enfermo; vive en casa de sus parientes los Daru; su primo Pierre Daru le proporciona su primer empleo como funcionario en el Ministerio de la Guerra. 18 Brumario: final del Directorio; Napoleón Bonaparte, Primer Cónsul. En enero los franceses ocupan Nápoles; en marzo la Toscana. 1800 En mayo parte a Italia, siguiendo al ejército de reserva. Cruza los Alpes con el ejército. En septiembre es nombrado subteniente de caballería y destinado al 6.° regimiento de dragones. Conoce a Angela Pietragua. 1801 Recorre la Italia septentrional, probablemente llega a Florencia en marzo. A finales de diciembre, harto de la vida militar, consigue un permiso por enfermedad y se traslada a Grenoble. 1802 Abandona la carrera militar. 1804 Napoleón emperador. Beethoven: Tercera sinfonía (Heroica). 1805 Amante de la actriz Mélanie Guilbert, la sigue a Marsella; fracasa en sus poco entusiastas intentos de hacerse comerciante. 1806 Vuelve a París; su primo Pierre Daru le consigue un cargo de funcionario imperial. Viaja a Alemania; asiste, a distancia, a la campaña de Austria. 1808 Los franceses invaden España; Gros pinta La batalla de Eylau; Canova esculpe Paulina Bonaparte. 1809 Viaja a Viena con Daru; sintiéndose enfermo, no puede asistir a la campaña de Wagram. Goethe escribe Las afinidades electivas; Friedrich pinta La abadía en el encinar. A finales de agosto viaja a Italia de vacaciones. Se convierte en amante de Angela Pietragua. En septiembre visita Bolonia, Florencia, Roma y Nápoles. Escribe un diario. Parte a las campañas de Rusia y a la nueva campaña de Alemania; de septiembre a noviembre pasa una convalecencia en Milán, donde vuelve a encontrarse con Angela Pietragua. 1812 Viaja a Rusia, donde será testigo del incendio de Moscú. Trabaja en su Historia de la pintura en Italia, pero pierde el manuscrito durante la retirada de Rusia. Byron: Childe Harold. Turner: Tormenta de nieve: Aníbal y su ejército cruzando los Alpes. 1814 Viaja por Italia (Milán, Génova, Livorno, Pisa, Florencia, Bolonia, Parma, Milán). Escribe Cartas escritas desde Viena, en Austria, sobre el célebre compositor Haydn, seguidas de una vida de Mozart y de consideraciones sobre Metastasio y el estado presente de la música en Italia (publicado con el pseudónimo Louis-Alexandre-César-Bombet). 1815 Rompe con Angela Pietragua. Reemprende en Italia la escritura de Historia de la pintura en Italia. Batalla de Waterloo. 1817 Publica la Historia de la pintura en Italia y Roma, Nápoles y Florencia, su primer libro personal y también el primero firmado como Stendhal. También con la firma de Stendhal publica las Cartas sobre Haydn…, ahora con el título Vidas de Haydn, Mozart y Metastasio. 1818 Trabaja en una biografía de Napoleón. Se enamora de Matilde Viscontini Dembowski (Métilde). 1819 Viaja a Volterra siguiendo a Métilde. Muere su padre, arruinado. 1820 Escribe Del amor y envía el manuscrito a París. 1821 El gobierno austriaco lo considera sospechoso de pertenecer a los carbonarios y se ve obligado a abandonar Milán. Tiene que despedirse de Métilde. 1822 Publica Del amor. Escribe Racine y Shakespeare. Hugo: Odas y baladas. Champollion descifra los jeroglíficos. Delacroix: Dante y Virgilio en los infiernos. 1823 Publica Racine y Shakespeare. Tiene su primer éxito literario con la publicación de Vida de Rossini. 1824 Inicia relaciones con la condesa Clémentine Curial. 1825 Publica la segunda edición (muy renovada) de Racine y Shakespeare. Publica A propósito de un nuevo complot contra los industriales. Muere Métilde. 1827 Publica Armancia, su primera novela. Publica una segunda edición de Roma, Nápoles y Florencia. Viaja a Italia. 1828 El 1 de enero la policía austriaca lo expulsa de Milán. 1829 Publica Paseos en Roma y Vanina Vanini, novela corta que incluirá en las Crónicas italianas. 1830 Publica Rojo y Negro (Crónica del siglo XIX), que pasa desapercibida. Revolución de Julio, que acaba con el reinado de Carlos X y abre el camino a la monarquía burguesa de Luis Felipe. Es nombrado cónsul en Trieste. 1831 Los austriacos rechazan su nombramiento. Es nombrado cónsul en Civitavecchia. 1832 Escribe Recuerdos de egotismo. Empieza a escribir Una posición social, novela que quedará inacabada. 1833 Descenso del Ródano entre Lyon y Marsella con Georges Sand y Alfred de Musset. 1834 Empieza a escribir El teniente, que será luego la novela inacabada Luden Leuwen. Musset: Lorenzaccio. Lytton: Los últimos días de Pompeya. Delacroix: Mujeres de Argel. Corot: Vista de Florencia. 1835 Abandona la escritura de Luden Leuwen y empieza Vida de Henri Brulard. 1836 Consigue un permiso, con la mitad del sueldo, que le permite viajar a París. Trabaja en las Memorias sobre Napoleón. 1837 Trabaja en El Rosa y el Verde. Comienza Memorias de un turista. 1838 Publica Memorias de un turista, primer libro publicado desde 1830. Escribe La cartuja de Parma. 1839 Publica La cartuja de Parma. Publica Crónicas italianas. Regresa a Civitavecchia. 1840 Empieza a escribir una réplica femenina de Julián Sorel con Lamiel, novela que no acabará. 1841 El 15 de marzo padece un primer ataque de apoplejía y vuelve a París. 1842 El 22 de marzo le sorprende en la calle un segundo ataque de apoplejía. Pocas horas después, ya el día 23, a las dos de la mañana, muere en su casa. Es enterrado en el cementerio de Montmartre. Bibliografía seleccionada Aragón, L., La lumière de Stendhal, París, Denoël, 1954. Auerbach, E., Mimesis. La representación de la realidad en la literatura, México, Fondo de Cultura Económica, 1986. Ballano Olano, I., Stendhal en España: un siglo de recepción crítica: 1835-1935, Bilbao, Deustuko Unibersitatea, Argitalpenak, 1994. Bergés Rábago, C., Stendhal y su mundo, Madrid, Alianza Editorial, 1983. Berthier, Ph., Lac de Côme sur les traces de Stendhal, La Renaissance du livre, Tournai (Francia), 2002. Crouzet, M., Stendhal, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 1992. Dédeyan, Ch., Stendhal captivé et captif ou le mythe de la prison, París, Didier Érudition, 1998. Desalmand, P., Cher Stendhal. Un pari sur la gloire, París, Presses de Valmy, 1999. Didier, B., Stendhal ou la dictée du bonheur, París, Klincksieck, 2002. Genette, G., Figure II, París, Seuil, 1969. Lampedusa, G. T. di, Stendhal, Barcelona, Edicions 62, 1996. Litto, V. del (director de la publicación), Bibliographie stendhalienne générale, Moncalieri (Italia), Cirvi, 2000. —, Une Somme stendhalienne, París, Champion, 2002. Lukács, G., Materiales sobre el realismo, Barcelona, Grijalbo, 1976. Macchia, G., Stendhal tra romanzo e autobiografia; Stendhal, l’amico e la statua, en Il mito di Parigi, Turín, Einaudi, 1965. Magherini, G., El síndrome de Stendhal, Madrid, Espasa-Calpe, 1990. Martino, P., «Compte rendu de La Chartreuse de Parme», Revue d’histoire littéraire de la France, abril-junio, 1934. Pérez Blas, M., Stendhal y el género autobiográfico, Oviedo, Universidad de Oviedo, Servicio de Publicaciones, 1993. Ortega y Gasset, J., Del amor; Amor en Stendhal, Madrid, Alianza Editorial, 2003. Proust, M., Notes sur Stendhal en Contre Sainte-Beuve, París, Gallimard, 1954. Starobinski, J., L’oeil vivant, París, Gallimard, 1961. Suárez Martín, P. M., Stendhal et la révolution industrielle, Oviedo, Universidad de Oviedo, Servicio de Publicaciones, 1991. Suzuki, S., Stendhal et le théâtre (con un prólogo de V. Del Litto), Moncalieri (Italia), Cirvi, 1998. Valéry, P., Variété, París, Gallimard, 1924-1944. —, Stendhal, Barcelona, Universitat de Barcelona, Servei d’Informació i publicacions, 1987. I Gia mi fur dolci inviti a empir le carte I luoghi ameni.[4] ARIOSTO, Sat. IV Advertencia Esta novela fue escrita en el invierno de 1830 y a trescientas leguas de París, lo que explica que no haya en ella ninguna alusión a las cosas de 1839. Muchos años antes de 1830, cuando nuestros ejércitos recorrían Europa, la casualidad me deparó una boleta de alojamiento para la casa de un canónigo. Era en la encantadora ciudad italiana de Padua. La estancia se prolongó y el canónigo y yo nos hicimos amigos. Cuando, a finales de 1830, volví a pasar por la ciudad, lo primero que hice fue ir a casa del buen canónigo. Como me había imaginado, no vivía ya, pero yo quería volver a ver aquel salón en que habíamos pasado tantas y tan agradables veladas, y que tanto había añorado después. Vivían entonces en la casa el sobrino del canónigo y su mujer, que me recibieron como a un viejo amigo. Aquel mismo día acudieron también algunas otras personas y la visita se prolongó hasta muy tarde. El sobrino hizo traer un excelente zabayón[5] del café Pedroti; aunque lo que alargó tanto la reunión fue la historia de la duquesa Sanseverina, que yo había mencionado en la conversación, y que el sobrino tuvo la deferencia de contar entera en mi honor. —En el país al que voy —les dije a mis amigos— no tendré ocasión de pasar ratos como éste, así que para entretener las largas horas de la noche escribiré una novela con esta historia. —En ese caso —dijo el sobrino— le voy a dar las memorias de mi tío. Tienen un apartado dedicado a Parma, en el que cuenta algunas de las intrigas de aquella corte en la época en que la duquesa hacía y deshacía a su antojo. Pero tenga mucho cuidado, la historia no tiene nada de moral y podría crearos fama de asesino, ahora que ustedes en Francia hacen gala de pureza evangélica. Publico esta novela sin cambiar nada del manuscrito de 1830, lo que puede acarrear dos inconvenientes: El primero para el lector, pues los personajes son italianos y quizá no acaben de interesarle; tienen un corazón muy distinto del de los franceses. Los italianos son sinceros, buenas personas y, nada tímidos, dicen siempre lo que piensan y sólo en ocasiones tienen ataques de vanidad; se convierte entonces en pasión y recibe el nombre de «puntiglio». Por último, para ellos la pobreza no es motivo de ridículo. El segundo inconveniente se refiere al autor. Debo confesar que he tenido el atrevimiento de dejar en los personajes las asperezas de sus caracteres; en compensación, y lo declaro abiertamente, condeno desde la moral más rigurosa muchos de sus actos. ¿Por qué conferirles la alta moralidad y la delicadeza del carácter de los franceses, que aman el dinero por encima de todas las cosas y que casi nunca pecan ni por odio ni por amor? Los italianos de esta novela son, más o menos, todo lo contrario. Tengo la impresión, por otra parte, de que, cuando uno se desplaza desde el sur hacia el norte, cada doscientas leguas, se da tanto un cambio de paisaje como una nueva novela. La amable sobrina del canónigo, que conoció a la duquesa Sanseverina y la quiso mucho, me ruega que no cambie nada de sus aventuras, que, desde luego, son censurables. 23 de enero de 1839. Capítulo primero Milán en 1796 El 15 de mayo de 1796, el general Bonaparte entró en Milán al frente del joven ejército que acababa de pasar el puente de Lodi y de mostrar al mundo que, después de tantos siglos, César y Alejandro tenían un sucesor. Los milagros de genio y valentía que Italia pudo contemplar en unos pocos meses despertaron a un pueblo que estaba dormido. Apenas ocho días antes de la llegada de los franceses, no eran éstos, para los milaneses, más que un puñado de bandidos acostumbrados a huir siempre ante las tropas de Su Majestad Imperial y Real; al menos eso es lo que repetía tres veces por semana un periodiquillo del tamaño de una mano, impreso en un papel sucio. En la Edad Media los lombardos republicanos habían dado prueba de un valor igual al de los franceses, lo que les valió ver su ciudad enteramente arrasada por los emperadores de Alemania. Desde que se habían convertido en súbditos fieles, su ocupación mayor consistía en imprimir sonetos en unos pañuelitos de tafetán rosa cada vez que se casaba alguna muchacha perteneciente a una familia rica o noble. A los dos o tres años de aquel gran momento de su vida, la joven solía tomar un caballero servidor; en ocasiones el nombre de aquel caballero acompañante, elegido por la familia del marido, figuraba en un sitio destacado en el contrato matrimonial. Tales costumbres afeminadas fueron borradas por las intensas emociones que suscitó la imprevista llegada de los franceses; muy pronto surgieron otras nuevas y apasionadas. El 15 de mayo de 1796, un pueblo entero se dio cuenta de que todo lo que había respetado hasta entonces era soberanamente ridículo y, en ocasiones, odioso. La partida del último regimiento austriaco marcó la caída de las viejas ideas. Se puso de moda exponer la vida; los lombardos se dieron cuenta de que, tras siglos de sensaciones anodinas, para poder ser dichosos era necesario amar a la patria con amor verdadero y procurar llevar a cabo acciones heroicas. Con la prolongación del celoso despotismo de Carlos V y Felipe II, habían estado hundidos en una noche oscura; pero derribaron sus estatuas y, de súbito, se encontraron inundados de luz. Desde hacía unos cincuenta años, al tiempo que en Francia estallaban la Enciclopedia y Voltaire, los frailes predicaban al buen pueblo de Milán que aprender a leer, o aprender lo que fuere, era un esfuerzo perfectamente inútil, que bastaba con pagar escrupulosamente el diezmo al párroco y contarle minuciosamente todos los pecadillos para tener prácticamente asegurado un buen sido en el cielo. Para terminar de arrebatarle el nervio a un pueblo como éste, antaño tan terrible como inteligente, Austria le había vendido barato el privilegio de no tener que contribuir con levas a su ejército. En 1796 el ejército milanés se componía de veinticuatro bergantes uniformados en color rojo, que guardaban la ciudad en colaboración con cuatro magníficos regimientos de granaderos húngaros. La libertad de costumbres era extrema, pero apenas alentaba la pasión. Por otra parte, además de la contrariedad de tener que contárselo todo al cura, so pena de condenación, incluso en este mundo, el buen pueblo de Milán estaba sometido a determinadas gabelas monárquicas, que no dejaban de ser humillantes. Por ejemplo, el archiduque, que residía en Milán y gobernaba en nombre de su primo el Emperador, había tenido la lucrativa ocurrencia de comerciar con trigo. En consecuencia, prohibición a los labradores de vender su grano mientras Su Alteza no tuviera sus silos llenos. En mayo de 1796, tres días después de la entrada de los franceses, un joven pintor miniaturista llamado Gros, llegado con el ejército —que estaba un poco loco y que más tarde se haría célebre—, oyó contar en el gran café de los Servi (de moda por entonces) las hazañas del archiduque, quien, por más señas, era enorme. Cogió este pintor la carta de helados —una hoja de infame papel amarillo impresa por una sola cara— y pintó en el dorso al gordo archiduque: un soldado francés le clavaba un bayonetazo en el vientre y, en vez de sangre, de la herida brotaba una increíble cantidad de trigo. La cosa —un chiste o caricatura— no se conocía aún en aquel país de cauteloso despotismo. El dibujo, que Gros abandonó en la mesa del café de los Servi, pareció un milagro caído del cielo. Lo grabaron durante la noche y al día siguiente se vendieron veinte mil ejemplares. Aquel mismo día aparecía en las paredes un edicto anunciando una contribución de guerra de seis millones, lo dictaban las necesidades del ejército francés que, tras ganar seis batallas y conquistar veinte provincias, no carecía más que de zapatos, pantalones, uniformes y sombreros. Tan grandes eran la felicidad y el placer que habían llevado a Lombardía aquellos franceses tan pobres, que sólo los curas y algunos nobles se dieron cuenta de lo gravoso de aquella contribución de seis millones, a la que muy pronto seguirían muchas más. Los soldados franceses se pasaban el día riendo y cantando; tenían menos de veinticinco años y su general en jefe, que tenía veintisiete, era, al parecer, el hombre más viejo de aquel ejército. Tanta alegría, tanta juventud, tanta despreocupación eran la divertida respuesta a los furibundos sermones de los frailes que, desde hacía seis meses, anunciaban, desde lo alto del púlpito sagrado, que los franceses eran monstruos, obligados bajo pena de muerte a quemarlo todo y a cortarle la cabeza a todo el mundo, y que para esto último precisamente todos los regimientos avanzaban llevando al frente la guillotina. En los campos, ante la puerta de las chozas, podía verse a soldados franceses meciendo al niño de la casa en que se alojaban, y casi no había noche en que algún tambor no empuñara el violín y se improvisara un baile. Como las contradanzas eran demasiado rígidas y complicadas y a los soldados, que, por otra parte, apenas las sabían bailar, les resultaba muy difícil enseñárselas a las mujeres del país, eran éstas las que les enseñaban la Monferina, la Saltarina y otros bailes italianos a los jóvenes franceses. A los oficiales se los había alojado, en la medida de lo posible, en casas acomodadas; tenían mucha necesidad de reponerse. A un teniente, que se llamaba Robert, por ejemplo, se le dio una boleta de alojamiento en el palacio de la marquesa del Dongo. Toda la fortuna que poseía aquel oficial, un joven y resuelto requisador, cuando llegó al palacio, consistía en un escudo de seis francos que acababan de darle en Piacenza. Tras pasar el puente de Lodi, había cogido unos magníficos pantalones de nanquín completamente nuevos del cadáver de un guapo oficial austriaco, al que había matado una bala de cañón; nunca prenda alguna le había sentado mejor. Sus hombreras de oficial eran de lana, y el paño de su guerrera iba cosido al forro de las mangas para que no se le desprendieran los pedazos; pero aún concurría en él una circunstancia más lamentable: las suelas de sus zapatos estaban hechas con trozos de sombrero, recogidos también en el campo de batalla tras el paso del puente de Lodi. Tales suelas improvisadas iban fijadas al resto del zapato por debajo, mediante unas cuerdecillas perfectamente visibles, de modo que cuando el mayordomo de la casa se presentó en el cuarto del teniente Robert para invitarlo a cenar con la señora marquesa, éste sintió una desazón mortal. Él y su asistente se pasaron las dos horas que faltaban para la cena fatal intentando remendar un poco la guerrera y teñir con tinta negra los malhadados cordelillos de los zapatos. Finalmente llegó el momento terrible. «En la vida lo he pasado tan mal —me decía el teniente Robert—; aquellas señoras pensaban que yo iba a inspirarles miedo, pero yo temblaba mucho más que ellas. Miraba mis zapatos y no sabía cómo andar con una mínima soltura. La marquesa del Dongo —añadía— estaba entonces en el momento más esplendoroso de su belleza; usted se acordará de sus bellos ojos, dulces como los de un ángel, y de su precioso pelo rubio cenceño que dibujaba perfectamente el óvalo de su cara encantadora. Tenía en mi habitación una Herodías de Leonardo de Vinci, que parecía ser su retrato. Quiso Dios que me quedara tan impresionado con aquella belleza sobrenatural que me olvidé por completo de mi indumentaria. Hacía dos años que no veía más que fealdad y miseria en las montañas de la región de Génova; y me atreví a dirigirle alguna palabra sobre la emoción que sentía. »Pero tuve la suficiente sensatez como para no detenerme en galanterías. Mientras le daba vueltas a la construcción de mis frases, vi en el comedor, todo de mármol, a doce lacayos y criados vestidos con lo que me pareció el colmo de la magnificencia. Imagínese usted, ¡aquellos granujas no sólo iban bien calzados, llevaban, por si fuera poco, hebillas de plata en sus zapatos! Veía yo por el rabillo del ojo sus estúpidas miradas pendientes de mi ropa y seguramente también de mis zapatos, y se me llevaban los demonios. Me hubiera bastado una palabra para aterrorizarlos a todos, pero ¿cómo iba a ponerlos en su sitio sin asustar al mismo tiempo a las señoras? Porque la marquesa, para darse un poco de valor —y eso me lo ha contado cientos de veces después— había mandado que trajeran del convento en que estaba interna a Gina del Dongo, hermana de su marido, que luego sería la encantadora condesa Pietranera; nadie más alegre ni con un espíritu más amable en los momentos de prosperidad, como nadie más valiente ni que tenga mayor serenidad de espíritu en los tiempos adversos. »Gina, que por entonces tendría unos trece años, aunque aparentaba dieciocho, y que era tan viva y espontánea como usted sabe, tenía tanto miedo a soltar la carcajada ante mi indumentaria, que no se atrevía ni a comer; por el contrario, la marquesa me abrumaba con una amabilidad forzada, y notaba perfectamente en mi mirada la impaciencia que me embargaba. En una palabra, yo estaba dando una imagen más bien estúpida y me estaba tragando el desprecio, algo imposible para un francés, según dicen. Entonces me vino del cielo una idea luminosa y me puse a contarles a aquellas señoras mis miserias y todo lo que habíamos sufrido desde hacía dos años en las montañas de la región de Génova, donde nos habían retenido unos generales viejos e imbéciles. Nos pagaban —les conté— con dinero republicano, que no tenía curso legal en la zona, y nos daban tres onzas de pan al día. No habían pasado ni dos minutos desde que empezara a referirles aquellas cosas, cuando a la buena marquesa se le inundaron los ojos de lágrimas y Gina se había puesto seria. —¿Qué nos dice, señor teniente? —dijo ésta—, ¡tres onzas de pan! —Sí señorita; pero, además, la distribución fallaba unas tres veces por semana y como los campesinos en cuyas casas nos alojábamos eran aún más pobres que nosotros, les dábamos parte de nuestro pan. »Al levantarnos de la mesa le ofrecí el brazo a la marquesa hasta llegar a la puerta del salón, luego volví rápidamente sobre mis pasos y le di al criado que me había servido aquel único escudo de seis francos que tenía y con el que tantas veces había hecho mis cuentas de la lechera. »Ocho días después —seguía contando Robert— cuando se tuvo la seguridad de que los franceses no guillotinaban a nadie, el marqués del Dongo volvió de su castillo de Grianta, a orillas del lago de Como, donde valerosamente se había refugiado ante la llegada del ejército, dejando expuestas a los azares de la guerra a su joven y hermosa mujer y a su hermana. El marqués nos tenía un odio tan grande como el miedo que le inspirábamos, o sea, inconmensurable; no dejaba de tener su gracia contemplar su rostro obeso, pálido y devoto cuando me hacía cumplidos. Al día siguiente de su llegada recibí tres varas de paño y doscientos francos de la contribución de los seis millones; me pude vestir y me convertí en el caballero de las dos señoras, pues empezaron los bailes». La historia del teniente es, más o menos, la de todos los franceses; en vez de burlarse de la miseria de aquellos valientes soldados, los milaneses se apiadaron de ellos y les cogieron cariño. Esta época de felicidad imprevista y de exaltación no duró más que dos cortos años; aquella locura fue tan general y tan excesiva que me resulta imposible dar una idea de la misma, si no es mediante la profunda reflexión histórica de que aquel pueblo se aburría desde hacia cien años. La voluptuosidad natural de los países meridionales también había reinado antaño en las cortes de los Visconti y de los Sforza, las famosas familias ducales de Milán. Pero desde 1624, fecha en que los españoles se apoderaron del Milanesado y se convirtieron en sus señores, unos señores taciturnos, desconfiados, orgullosos y siempre temerosos de la rebelión, la alegría había desaparecido. La población había hecho suyas las costumbres de sus amos y, mucho más que a gozar del momento presente, se dedicaba a pensar en la puñalada con que vengar el menor insulto. Entre el 15 de mayo de 1796, fecha en que entraron los franceses en Milán, y el mes de abril de 1799, en que fueron expulsados tras la batalla de Cassano, la alegría loca, la dicha, la voluptuosidad, el olvido de los pensamientos tristes, o simplemente razonables, se exaltaron hasta tal punto que hubo viejos comerciantes millonarios, viejos usureros, viejos notarios, que durante ese tiempo se olvidaron de ganar dinero y de su taciturnidad. De todas formas, cabe citar algunas familias pertenecientes a la alta nobleza, que se retiraron a sus palacios de la provincia, en una muestra de reprobación de la alegría general y de la expansión de los corazones. También es verdad que estas familias aristocráticas y ricas habían sido enojosamente distinguidas en el reparto de los impuestos de guerra exigidos por el ejército francés. El marqués del Dongo, molesto ante tanta alegría, había sido uno de los primeros en volverse a su magnífico castillo de Grianta, al otro lado de Como, adonde las señoras llevaron al teniente Robert. El castillo, situado en un paraje seguramente único en el mundo, elevado en una meseta a unos ciento cincuenta metros por encima de este lago sublime, al que en buena parte domina, fue en tiempos una fortaleza. Lo habían construido los del Dongo en el siglo quince, como lo atestiguaban los numerosos escudos de armas labrados en mármol. Aún se veían los puentes levadizos y el foso profundo, aunque sin agua. Con sus muros de más de veinticinco metros de altura y casi dos de espesor, el castillo estaba a salvo de cualquier golpe de mano; y eso era lo que más le gustaba al receloso marqués. Rodeado de veinticinco o treinta criados, a los que, al parecer, consideraba fieles a toda prueba, pues no había vez que les hablara que no les injuriara, se encontraba allí menos atormentado por el miedo que en Milán. No era del todo gratuito este miedo, pues el marqués mantenía una intensa correspondencia con un espía que los austriacos habían apostado en la frontera suiza, a tres leguas de Grianta, con objeto de ayudar a escapar a los prisioneros hechos en el campo de batalla, lo que, de saberlo, hubiera podido ser tomado en serio por los generales franceses. El marqués había dejado a su joven esposa en Milán, donde se ocupaba de los asuntos de la familia y se encargaba de hacer frente a las contribuciones impuestas a la casa del Dongo, como la llaman en la región; trataba de que les rebajaran tales impuestos, lo que la obligaba a frecuentar a aquellos nobles que habían aceptado cargos públicos e, incluso, a quienes sin ser nobles eran muy influyentes. Tuvo lugar, entonces, un acontecimiento importante en la familia. El marqués había dispuesto el casamiento de Gina, su hermana, con un personaje muy rico y de la más alta alcurnia; pero se daba la circunstancia de que se empolvaba el pelo[6], por lo que Gina lo recibía en medio de carcajadas; al poco tiempo, Gina cometió la locura de casarse con el conde Pietranera. Un caballero muy bien plantado y de excelente familia, aunque arruinado desde varias generaciones atrás, y, por si fuera poco, partidario ferviente de las nuevas ideas. Además, Pietranera era, para mayor desesperación del marqués, subteniente de la legión italiana. Tras estos dos años de locura y de felicidad, el Directorio de París, considerando su soberanía bien asentada, empezó a manifestar un odio mortal por todo lo que no fuera mediocre. Los generales ineptos que destinó al ejército de Italia perdieron batalla tras batalla en los mismos llanos de Verona que dos años antes habían sido testigos de los prodigios de Arcole y de Lonato. Los austriacos llegaron hasta cerca de Milán; el teniente Robert, que estaba ya al frente de un batallón y que había sido herido en la batalla de Cassano, se alojó por última vez en casa de su amiga la marquesa del Dongo. La despedida fue triste; cuando partió Robert, con él se fue el conde Pietranera, que seguía a los franceses en su retirada hacia Novi. La joven condesa, a quien su hermano le había negado su legítima, siguió al ejército en una carreta. Empezó entonces la época de reacción y de vuelta a las viejas ideas que los milaneses llaman «i tredici mesi» (los trece meses), porque, efectivamente, quiso su buena suerte que aquella vuelta a la estupidez no durara más que trece meses, hasta Marengo. La decadencia, la beatería, el mal humor volvió a ponerse al frente de todos los asuntos y se hizo con la dirección de la sociedad. Poco después, los fieles a la doctrina verdadera propalaban por las aldeas que a Napoleón lo habían ahorcado los mamelucos en Egipto, como tenía más que merecido. Entre todos los que se habían ido resentidos a sus tierras y que volvían ávidos de venganza, el marqués del Dongo se distinguía por su furia; su desmesura lo llevó, de un modo natural, a la cabeza del partido. Estos señores, muy buenas personas cuando no tenían miedo, pero que estaban siempre temblando, llegaron a convertirse en el círculo más próximo del general austriaco, quien siendo lo suficientemente propicio, se dejó convencer de que la severidad era alta política y, así, mandó detener a ciento cincuenta patriotas, la mejor gente de Italia en aquellos momentos. Inmediatamente se los deportó a las bocas de Cattaro, donde se los arrojó a unas cuevas subterráneas, en las que la humedad y, sobre todo, la falta de pan dieron buena y rápida cuenta de todos aquellos «granujas». El marqués del Dongo consiguió un puesto muy importante y, como, junto a otras hermosas cualidades, lo caracterizaba una avaricia sórdida, se jactaba públicamente de no enviar ni un solo escudo a su hermana, la condesa Pietranera, quien, locamente enamorada, no quería abandonar a su marido y con él se moría de hambre en Francia. La buena marquesa estaba desesperada; finalmente consiguió robar algunos diamantes pequeños de su propio joyero, que su marido le cogía todas las noches para encerrarlo en una caja de hierro que escondía debajo de la cama. La marquesa le había dado a su marido ochocientos mil francos en calidad de dote, pero éste no le daba a ella más que ochenta al mes para sus gastos personales. Durante los trece meses que los franceses estuvieron fuera de Milán, esta mujer tan tímida encontró siempre algún pretexto para no abandonar el color negro. Debemos confesar que, siguiendo el ejemplo de muchos graves autores, hemos empezado la historia de nuestro héroe un año antes de su nacimiento. Este personaje esencial no es otro, en efecto, que Fabricio Valserra, marchesino del Dongo, como dicen en Milán[7] Acababa precisamente de tomarse el trabajo de nacer, cuando los franceses fueron expulsados; era, por azar de nacimiento, el segundo hijo de ese marqués del Dongo, ese gran señor, cuya cara pálida y fofa, falsa sonrisa y odio ilimitado a las ideas nuevas ya conoce el lector. El heredero universal de la fortuna familiar era su hermano mayor, Ascanio del Dongo, vivo retrato de su padre. Tenía ocho años y Fabricio dos, cuando, súbitamente, aquel general Bonaparte, que todo bien nacido creía ahorcado desde hacía tiempo, bajó del monte San Bernardo y entró en Milán. Ese momento sigue siendo único en la historia. Imagínese el lector todo un pueblo locamente enamorado. Pocos días más tarde, Napoleón ganó la batalla de Marengo. Lo que siguió no es para contarlo. El entusiasmo de los milaneses fue desbordante, pero esta vez estaba entreverado con ideas de venganza. A aquel buen pueblo le habían enseñado a odiar. Al poco, regresaron los pocos patriotas supervivientes de las bocas de Cattaro; su regreso fue celebrado con una fiesta nacional. Sus caras pálidas, sus enormes ojos asombrados, sus cuerpos demacrados, presentaban un raro contraste con la alegría que estallaba por todas partes. Su llegada fue la señal de partida para las familias más comprometidas. El marqués del Dongo fue uno de los primeros en huir y se refugió en su castillo de Grianta. Los cabezas de las grandes familias estaban llenos de odio y de miedo, pero sus mujeres y sus hijas recordaban los festejos de la primera estancia de los franceses y añoraban Milán y aquellos bailes tan alegres; e inmediatamente después de Marengo, volvieron a organizarse en la Casa Tanzi. Pocos días después de la victoria, el general francés encargado de mantener la paz en la Lombardía se dio cuenta de que todos los campesinos pecheros de los nobles y que todas las viejas del campo, lejos de seguir teniendo la imaginación ocupada con la asombrosa victoria de Marengo, que había cambiado los destinos de Italia y reconquistado trece plazas fuertes en un solo día, no pensaban más que en una profecía de San Giovita, el patrón de Brescia. Según aquel augurio sagrado, la ventura de los franceses y de Napoleón acabaría a las trece semanas justas de Marengo. Lo único que excusa un poco al marqués del Dongo y a todos aquellos nobles resentidos instalados en la provincia es que se creían verdaderamente la profecía. Todos ellos, que no habían leído arriba de cuatro libros en toda su vida, hacían abiertamente preparativos para volver a Milán al cabo de las trece semanas; pero el tiempo, en su transcurso, se iba jalonando con nuevos éxitos para la causa de Francia. A su vuelta a París, Napoleón salvaba la revolución en el interior mediante prudentes decretos, como la había salvado del enemigo exterior en Marengo. Entonces, los nobles lombardos, refugiados en sus castillos, se dieron cuenta de que habían interpretado mal la predicción del santo patrón de Brescia; el plazo no era de trece semanas, sino de trece meses. Pasaron los trece meses, y la prosperidad de Francia seguía aumentando de día en día. Nos saltamos los diez años de progreso y felicidad que van de 1800 a 1810. Fabricio pasó la primera parte de esa época en el castillo de Grianta, jugando con los chicos de la aldea, dando y recibiendo puñetazos y sin aprender nada, ni siquiera a leer. Luego, lo enviaron al colegio de los jesuitas de Milán. El marqués, su padre, exigió que le enseñaran latín, pero que de ninguna manera fuera con aquellos autores antiguos que no hacen más que hablar de repúblicas; tenía que ser en la genealogía latina de los Valserra, marqueses del Dongo, publicada en 1650 por Fabricio del Dongo, arzobispo de Parma; un magnífico volumen ilustrado con más de cien grabados, obras maestras de artistas del siglo XVII. Habiendo sido los Valserra gente de armas en su mayoría, los grabados reproducían sobre todo batallas, y casi todos tenían como motivo algún héroe de ese nombre dando enormes estocadas. El libro le gustaba mucho al pequeño Fabricio. Su madre, que lo adoraba, conseguía de vez en cuando permiso para visitarlo en Milán, pero su marido no le daba nunca dinero para tales viajes; se lo prestaba su cuñada, la amable condesa Pietranera. Tras el regreso de los franceses, la condesa se había convertido en una de las mujeres más brillantes de la corte del virrey de Italia, el príncipe Eugenio. Cuando Fabricio hizo la primera comunión, la condesa consiguió que el marqués, que seguía en su exilio voluntario, le permitiera sacarlo alguna vez del colegio. Le pareció un chico singular, inteligente, muy serio, pero guapo; un muchacho que no desentonaría en absoluto en el salón de ninguna mujer de moda. En otro orden de cosas, su ignorancia era pasmosa, hasta el punto de que apenas sabía escribir. La condesa, que en todo cuanto hacía manifestaba su carácter entusiasta, le prometió al jefe del establecimiento escolar que si su sobrino Fabricio hacía progresos notables, si a fin de curso obtenía muchos premios, podría contar con su protección. Y precisamente para proporcionarle al chico instrumentos que contribuyeran a hacerlo merecedor de tales premios, enviaba a buscarlo todos los sábados por la noche y, a menudo, no lo devolvía a sus profesores sino hasta el miércoles o el jueves. Aunque el príncipe virrey quería mucho a los jesuitas, éstos habían sido ilegalizados en Italia por las leyes del reino, y el superior del colegio, un hombre hábil, se dio cuenta de todo el partido que podía sacar de su relación con una mujer todopoderosa en la corte. No se le ocurrió quejarse de las ausencias de Fabricio, quien, más ignorante que nunca, al final del año obtuvo cinco primeros premios. Cumpliendo su palabra, la brillante condesa Pietranera, acompañada de su marido, general de una de las divisiones de la guardia, y de cinco o seis de los más grandes personajes de la corte del virrey, asistió a la ceremonia del reparto de premios en el colegio de los jesuitas. El superior fue felicitado por sus jefes. La condesa llevaba a su sobrino a todas las brillantes fiestas que fueron rasgo distintivo del reinado, demasiado corto, del amable príncipe Eugenio. Sin encomendarse a nadie más que a su propia autoridad, lo había hecho oficial de húsares, y Fabricio, que contaba entonces doce años, lucía uniforme de tal. Un día, la condesa, encantada con el magnífico tipo del muchacho, le pidió al príncipe una plaza de paje para él, lo que significaba que la familia del Dongo acataba finalmente el nuevo régimen. Al día siguiente tuvo que desplegar toda su influencia para conseguir que el virrey no tuviera en cuenta la petición, a la que no faltaba otro requisito que el consentimiento paterno del futuro paje, consentimiento que hubiera sido negado ostensiblemente. Como consecuencia de esta locura, que hizo temblar las carnes del desabrido marqués, éste encontró un pretexto para llamar al joven Fabricio a Grianta. La condesa despreciaba soberanamente a su hermano; lo tenía por un necio triste, que hubiera sido malo si hubiera tenido capacidad para ello. Pero estaba loca por Fabricio y, aunque llevaba diez años sin dirigir la palabra al marqués, le escribió para reclamar a su sobrino. La carta no obtuvo respuesta. A su regreso al formidable palacio, construido por sus antepasados más belicosos, Fabricio no tenía otra clase de saber que la que pueda corresponder al ejercicio físico y a montar a caballo. El conde Pietranera, tan encariñado con el muchacho como su mujer, le hacía montar muy a menudo y se lo llevaba consigo a los desfiles. Cuando Fabricio llegó al castillo de Grianta, con los ojos aún enrojecidos por el llanto que le produjo tener que abandonar los preciosos salones de su tía, sólo encontró las caricias tiernas de su madre y de sus hermanas. El marqués se encerraba en su despacho con el marchesino Ascanio, el primogénito. Elaboraban allí cartas cifradas que tenían el honor de ser enviadas a Viena; padre e hijo no salían del aposento más que a las horas de las comidas. El marqués repetía con afectación que enseñaba a su sucesor a llevar por partida doble las cuentas de la producción de cada una de sus tierras. En realidad, el marqués era demasiado celoso de su poder como para hablar de tales asuntos con un hijo, aunque fuera el heredero de todas las tierras del mayorazgo. Lo tenía dedicado a cifrar los despachos, de quince a veinte páginas, que dos o tres veces por semana hacía llegar a Suiza, desde donde se remitían a Viena. El marqués pretendía informar a sus soberanos legítimos de la situación interior del reino de Italia, situación que ignoraba por completo, y, aun así, sus cartas tenían mucho éxito. Véase cómo lo hacía. El marqués enviaba a algún agente de su confianza a contar el número de soldados de tal o cual regimiento francés o italiano que cambiaba de guarnición y que se desplazaba por la carretera general; en su informe a la corte de Viena tenía buen cuidado de disminuir en más de una cuarta parte el número de los soldados en cuestión. Estas cartas, por ridículas que fueran, tenían el mérito de desmentir otras más verdaderas, por lo que eran recibidas con agrado. Y, así, poco antes de la llegada de Fabricio al castillo, el marqués había recibido la placa de una orden famosa, la quinta que adornaba su uniforme de chambelán. A decir verdad, tenía la pesadumbre íntima de no atreverse a lucir dicho uniforme fuera de su gabinete; aunque no se permitía dictar un solo despacho sin llevar puesta su casaca bordada, con todas sus órdenes prendidas. Le habría parecido una falta de respeto actuar de otro modo. A la marquesa la dejaron maravillada las gracias de su hijo. Había mantenido la costumbre de escribir dos o tres veces al año al general, conde de A***, como era conocido por entonces el teniente Robert. La marquesa aborrecía mentir a las personas que quería; interrogó a su hijo y se quedó espantada de su ignorancia. «Si a mí me parece poco instruido —se decía—, a mí que no sé nada, a Robert, que es tan sabio, le parecerá que su educación ha sido un desastre; y más ahora que tan necesario es el mérito personal». Otra cosa que le produjo casi tanta extrañeza como la ignorancia de Fabricio, fue que el chico se hubiera tomado en serio todas las creencias religiosas que le habían imbuido los jesuitas. Aun siendo ella muy piadosa, el fanatismo del muchacho la estremeció; «si el marqués tiene la perspicacia de intuir esta vía de influencia, me va a arrebatar el amor de mi hijo» —pensó. Lloró mucho por estas cosas, y con ello su pasión por Fabricio aumentó. La vida en aquel castillo, donde había una servidumbre de treinta a cuarenta criados, era fúnebre, y Fabricio pasaba los días enteros cazando o navegando en barca por el lago. Enseguida estrechó lazos con los cocheros y los mozos de cuadra, que, partidarios acérrimos de los franceses, se burlaban abiertamente de los devotos criados asignados a la atención personal del marqués o de su hijo mayor. El principal motivo de las bromas dirigidas contra tan graves personajes era que llevaban el pelo tan empolvado como sus amos. Capítulo segundo … Alors que Vesper vient embrunir nos yeux, Tout épris d’avenir, je contemple les cieux, En qui Dieu nous escrit, par notes non oscures, Les sorts et les destins de toutes créatures. Car lui, du fond des cieux regardant un humain, Parfois mû de pitié, lui montre le chemin; Par les astres du ciel qui sont ses caractères, Les choses nous prédit et bonnes et contraires; Mais les hommes chargés de terre et de trépas, Méprisent tel écrit, et ne le lisent pas. RONSARD[8] El marqués profesaba un odio intenso a las luces. «Son las ideas —decía— lo que ha perdido a Italia». No sabía bien cómo conciliar el santo horror que le inspiraba la instrucción con el deseo de ver a su hijo Fabricio perfeccionar la educación tan brillantemente empezada con los jesuitas. Para correr el menor riesgo posible, le encargó al buen abate Blanes, el cura de Grianta, que le siguiera enseñando latín a Fabricio. Antes habría hecho falta que el cura supiera dicha lengua, a la que, por otra parte, despreciaba; sus conocimientos de la materia se limitaban a recitar de memoria las oraciones de su misal, cuyo sentido sólo de un modo aproximado podía explicarles a sus feligreses. No obstante, aquel cura era muy respetado, e incluso temido, en el lugar. Siempre había afirmado que no eran en absoluto trece semanas, ni siquiera trece meses, los que habrían de transcurrir para que se cumpliera la célebre profecía de San Giovita, patrón de Brescia. Y añadía, cuando hablaba de ello con amigos de su entera confianza, que aquel número trece debía interpretarse de un modo que asombraría a mucha gente, si se pudiera hablar con exactitud (1813). El hecho es que el abate Blanes, un hombre de honradez y virtud primitivas, e inteligente además, se pasaba toda la noche en lo alto del campanario, pues era un entusiasta de la astrología. Tras haber pasado el día calculando conjunciones y posiciones de estrellas, empleaba la mayor parte de sus noches en seguirlas por el cielo. Como era pobre, no tenía más instrumento que un largo catalejo de cartón. Cabe imaginar el desprecio que a un hombre que dedicaba su vida a descubrir la época exacta de la caída de los imperios y de las revoluciones que cambian la faz de la tierra le inspiraba el estudio de las lenguas. ¿Qué añade a mis conocimientos sobre el caballo, le decía a Fabricio, enterarme de que en latín se le llama equus? Los aldeanos temían al abate Blanes como se teme a un gran mago. Y él estaba convencido de que, mediante el miedo que les inspiraban los ratos que pasaba en el campanario, era él quien les impedía robar. Sus colegas, los curas de los alrededores, envidiosos de su influencia, lo detestaban; el marqués del Dongo se limitaba a despreciarlo, porque razonaba demasiado para ser un hombre de tan baja condición. Fabricio lo adoraba; algunas veces, para darle gusto, se pasaba tardes enteras haciendo sumas o multiplicaciones enormes. Luego subía al campanario. Era éste un grandísimo privilegio que el abate Blanes no había concedido a nadie, pero quería al niño por su ingenuidad. Si no te vuelves hipócrita, le decía, quizá llegues a ser un hombre. Unas dos o tres veces al año, por lo menos, Fabricio, intrépido y apasionado en sus gustos, pasaba por el trance de estar a punto de ahogarse en el lago. Era el jefe de todas las grandes expediciones de los niños de Grianta y de la Cadenabia. Los chicos se habían hecho con unas llavecillas y, bien entrada la noche, intentaban abrir los candados de las cadenas que amarraban las barcas a alguna piedra grande o a algún árbol del borde del lago. Sépase que los ingeniosos pescadores del lago de Como colocan por las noches aparejos durmientes a bastante distancia de la orilla; atan el cabo superior de la cuerda a una tablilla que lleva un flotador de corcho, y en una ramita de avellano muy flexible, que va fijada a esta tablilla, ponen una campanilla que suena cuando pica el pez y sacude la cuerda. El gran objetivo de las expediciones nocturnas, que tenían a Fabricio como comandante en jefe, era visitar aquellos aparejos nocturnos antes de que los pescadores oyeran el aviso de las campanillas. Solían esperar a que hubiera tormenta y zarpar de madrugada, una hora antes del amanecer. Creían los chicos que embarcándose corrían el mayor de los peligros y en ello estaba el aspecto más hermoso de su acción; así que, siguiendo el ejemplo de sus padres, recitaban con toda devoción un avemaría. Pues bien, a menudo, justamente en el momento de la partida, nada más terminar la oración, Fabricio sentía vivamente algún presagio. Tal era el fruto que había sacado de los estudios astrológicos de su amigo el abate Blanes, en cuyas predicciones, por otra parte, no creía en absoluto. Según su viva imaginación infantil, tal presagio le anunciaba con absoluta certeza el éxito o el fracaso de la expedición. Y como su voluntad era la más fuerte, poco a poco todo el grupo adquirió la costumbre de los presagios y, así, si en el momento de embarcar veían a un cura en tierra, o un cuervo volando por la izquierda, volvían a echar inmediatamente el candado a la cadena de la barca y se iba cada uno a su cama. De tal forma, el abate Blanes, que no había conseguido transmitir su complejo saber a Fabricio, le había infundido, sin quererlo, una ilimitada confianza en los signos que pueden predecir el futuro. El marqués era consciente de que cualquier percance que le ocurriera a su correspondencia cifrada podría ponerlo a merced de su hermana; así que todos los años, por Santa Ángela, onomástica de la condesa Pietranera, le daba permiso a Fabricio para que pasara ocho días en Milán; éste pasaba todo el año con la ilusión o con la añoranza de esos ocho días. Con ocasión de tanta importancia y para que pudiera llevar a cabo tal viaje político, el marqués le daba a su hijo cuatro escudos, y, siguiendo su costumbre, no le daba nada a su esposa, que acompañaba al muchacho, Pero la víspera del viaje eran enviados a Como un cocinero, seis lacayos y un cochero con dos caballos y todos los días, ya en Milán, la marquesa tenía a su disposición un coche y una mesa con doce cubiertos. La vida de resentido que llevaba el marqués del Dongo era, sin duda alguna, muy poco estimulante; tal tipo de vida, sin embargo, tenía la ventaja de enriquecer a las familias que habían tenido el gusto de asumirlo. El marqués, que tenía una renta de más de doscientas mil libras, no llegaba a gastar ni una cuarta parte; vivía de esperanzas. Durante los trece años que transcurrieron entre 1800 y 1813, no dejó de creer en un solo momento y con toda firmeza que Napoleón caería antes de seis meses. ¡Considérese su regocijo cuando, a principios de 1813, se enteró del desastre de Beresina! La toma de París y la caída de Napoleón casi le hicieron perder la cabeza; se permitió entonces dirigir contra su mujer y su hermana los más ultrajantes comentarios. Por fin, tras catorce años de espera, experimentó el inefable gozo de volver a ver entrar al ejército austriaco en Milán. Siguiendo órdenes llegadas de Viena, el general austriaco recibió al marqués del Dongo con una consideración que rayaba en la reverencia; se apresuró a ofrecerle uno de los primeros puestos en el gobierno, que él aceptó como si se tratara del pago de una deuda. A su hijo mayor lo hicieron teniente de uno de los regimientos más lucidos de la monarquía; pero el segundo se negó a aceptar el empleo de cadete que le ofrecieron. Este triunfo, en que el marqués se complacía con sorprendente insolencia, apenas duró unos meses, y concluyó con un revés humillante. Nunca había tenido talento para los negocios, y los catorce años que había pasado en el campo sin otra compañía que sus criados, su notario y su médico, junto al mal humor de una vejez que le había sobrevenido de golpe, lo habían convertido en un hombre absolutamente incapaz. Y en los dominios austriacos es imposible conservar un puesto importante si se carece de la inteligencia que exige la lenta, complicada, pero sumamente razonable, administración de aquella vieja monarquía. Las meteduras de pata del marqués del Dongo escandalizaban a los empleados y llegaban a interrumpir el curso de los asuntos. Sus opiniones ultramonárquicas irritaban a los administrados, a quienes pretendía sumergir en el letargo y en la incuria. Un buen día, le comunicaron que Su Majestad se había dignado aceptar la dimisión que presentaba de su empleo en la administración, y que, al mismo tiempo, le concedía el cargo de segundo gran mayordomo mayor del reino lombardo-véneto. El marqués se indignó con la injusticia atroz que con él se cometía; y le pidió a un amigo que imprimiera una carta, él que abominaba de la libertad de prensa. Por último escribió al emperador comunicándole que sus ministros lo traicionaban y que no eran sino un hatajo de jacobinos. Hecho todo lo cual, se volvió tristemente a su castillo de Grianta. Aún tuvo un consuelo. Tras la caída de Napoleón, ciertos poderosos personajes de Milán hicieron matar a golpes, en la calle, al conde Prina, ex ministro del rey de Italia y hombre de verdadero mérito. El conde Pietranera expuso su vida para salvar la del ministro, que fue asesinado a paraguazos y que murió tras un suplicio de cinco horas. Hubo un sacerdote, confesor del marqués del Dongo, que hubiera podido salvar a Prina, si hubiera abierto la verja de la iglesia de San Giovanni, ante la que arrastraban al desventurado ministro, quien, al menos durante un instante, fue abandonado en mitad del arroyo por sus torturadores; pero se negó, entre burlas, a abrir su puerta y, seis meses después, el marqués tuvo el placer de conseguirle un jugoso beneficio. Odiaba al conde Pietranera, su cuñado, quien, sin llegar apenas a percibir una renta de cincuenta luises, tenía la desfachatez de estar contento, la osadía de ser fiel a cuanto había amado toda su vida y la insolencia de preconizar un espíritu de justicia que alcanzara por igual a todas las personas, lo que al marqués no le parecía más que jacobinismo infame. El conde se había negado a entrar al servicio de Austria; no pasó desapercibido ese rechazo, y, algunos meses después de la muerte de Prina, los mismos personajes que habían pagado a los asesinos consiguieron que el general Pietranera fuera encerrado en la cárcel. Entonces, la condesa, su mujer, solicitó un salvoconducto y caballos de posta para ir a Viena a contarle la verdad al Emperador. Los asesinos de Prina tuvieron miedo, y uno de ellos, precisamente un primo de la señora Pietranera, fue a su casa a medianoche, una hora antes de su partida hacia Viena, a llevarle la orden de libertad para su marido. Al día siguiente, el general austriaco hizo llamar al conde Pietranera; lo recibió con la mayor deferencia y le aseguró que su pensión de retiro le sería liquidada en el plazo más breve de tiempo y en las mejores condiciones que le fuera posible. El valiente general Bubna, un hombre inteligente y bueno, parecía muy avergonzado del asesinato de Prina y del encarcelamiento del conde. Tras esta borrasca, conjurada por el carácter decidido de la condesa, ambos esposos vivieron —más bien modestamente— con la pensión del retiro que, gracias a la recomendación del general Bubna, no se hizo esperar. Afortunadamente, desde hacía cinco o seis años, la condesa mantenía una estrecha amistad con un joven sumamente rico, íntimo amigo también del conde, que ponía a su disposición el más hermoso tiro de caballos ingleses que había en Milán, su palco en el teatro de la Scala y su castillo en el campo. El conde tenía una clara conciencia de su propio coraje y un alma generosa y se dejaba arrastrar por sus emociones; en tales ocasiones, se permitía decir cosas poco convencionales. Un día, estando de caza con unos jóvenes, uno de ellos, que había servido bajo banderas distintas a las suyas, se permitió bromear sobre la valentía de los soldados de la república cisalpina, el conde le dio una bofetada; se batieron inmediatamente y, siendo el único perteneciente al partido contrario del de todos aquellos jóvenes, el conde resultó muerto. Se habló mucho de aquel extraño duelo, y los implicados en él consideraron más prudente marcharse a Suiza. No era propia de la condesa esa necia valentía que se denomina resignación, la valentía del tonto que se deja apresar sin decir palabra. Furiosa por la muerte de su marido, hubiera querido que Limercati, aquel joven rico e íntimo amigo suyo, tuviera el gesto de viajar a Suiza y dispararle un tiro al asesino del conde Pietranera, o abofetearlo. Pero a Limercati semejante proyecto le pareció perfectamente ridículo; a partir de aquel momento, la condesa se dio cuenta de que en ella el desprecio había matado al amor. Así que empezó a hacerle mucho más caso a Limercati; pretendía, con ello, reavivar en él el amor para plantarlo inmediatamente y dejarlo sumido en la desesperación. Para que semejante plan pueda entenderse en Francia, diré que en Milán, tan lejos de nuestro país, aún se da la desesperación por amor. La condesa, a quien el luto sentaba espléndidamente y que eclipsaba con mucho a todas sus rivales, coqueteó abiertamente con los jóvenes más de moda, y uno de ellos, el conde N…, que ya había dicho tiempo atrás que Limercati le parecía más bien torpe y acartonado para una mujer tan inteligente, se enamoró perdidamente de la condesa. La condesa le envió la siguiente nota a Limercati: ¿Se portará usted, aunque sólo sea en esta ocasión, con un poco de sentido común? Hágase a la idea de que no me ha conocido. No sin cierto desprecio, queda suya, GINA PIETRANERA Cuando Limercati leyó la nota, se retiró a uno de sus castillos; su amor creció hasta la exaltación, se volvió loco y habló de volarse la tapa de los sesos, algo inusitado en un país que aún cree en el infierno. Al día siguiente de su llegada al campo, escribió a la condesa pidiéndole su mano y poniendo a su disposición sus doscientos mil libras de renta. Ella le envió al mozo de cuadra del conde N… con la carta sin abrir. A partir de entonces, Limercati pasó tres años en sus tierras; viajaba a Milán cada dos meses, sin tener valor para quedarse, y allí aburría a todos sus amigos con su apasionado amor por la condesa y el relato detallado de las bondades con que antaño le favorecía. En sus primeros viajes, añadía que ella se perdía con el conde N…, que con semejante relación se deshonraba. En realidad, a la condesa el conde N… no le inspiraba ningún amor y, en cuanto estuvo segura de la desesperación de Limercati, así se lo dijo. El conde, hombre mundano al fin, le rogó que no divulgase aquella triste verdad que le confesaba: «Si tuviera usted la extrema bondad —añadió— de seguir recibiéndome con todos los signos externos que corresponden al amante reinante, me libraré de quedar mal ante todo el mundo». Tras esta heroica declaración, la condesa ya no quiso ni los caballos ni el palco del conde N… Y, tras quince años de haber vivido en la sociedad más elegante, tuvo que enfrentarse al difícil o, mejor dicho, imposible problema de vivir en Milán con una pensión de mil quinientos francos. Dejó su palacio, alquiló dos habitaciones en un quinto piso y despidió a todo el personal de servicio, incluida su doncella, a la que reemplazó por una pobre vieja que le hacía las faenas de la casa. De hecho, este sacrificio era menos heroico y menos doloroso de lo que pueda parecemos a nosotros; en Milán la pobreza no tiene nada de ridícula y no se les plantea a los atribulados espíritus como ningún mal terrible. Tras algunos meses de esta honrada pobreza, asediada por las continuas cartas de Limercati y por las del conde N…, que también quería casarse con ella, acaeció que el marqués del Dongo, a quien normalmente caracterizaba una avaricia execrable, dio en pensar que sus enemigos podrían muy bien aprovecharse de la miseria de su hermana. ¡Lo que faltaba, una del Dongo reducida a vivir de la pensión que la corte de Viena —corte que también a él había dado motivos de queja— concede a las viudas de sus generales! Le escribió diciéndole que en el castillo de Grianta le esperaban unas dependencias y un trato dignos de una hermana suya. El flexible espíritu de la condesa abrazó con entusiasmo la idea de este nuevo tipo de vida; hacía veinte años que no había estado en el venerable castillo que se alza majestuoso entre los viejos castaños plantados en tiempos de los Sforza. «Allí —se decía—, encontraré sosiego, ¿y, a mi edad, no es acaso lo mismo que la felicidad? (Como tenía treinta y un años, pensaba que le había llegado el momento de retirarse). Junto al lago sublime en que nací, me espera finalmente una vida feliz y tranquila». Yo no sé si la condesa se equivocaba o no, pero lo que es absolutamente seguro es que aquella alma apasionada, que con tanta naturalidad acababa de rechazar el ofrecimiento de dos fortunas inmensas, llevó la dicha al castillo de Grianta. Sus dos sobrinas estaban locas de alegría. «Me has devuelto los días felices de la juventud —le decía la marquesa abrazándola—; el día anterior a tu llegada tenía cien años». La condesa se dedicó, en compañía de Fabricio, a volver a recorrer los encantadores parajes de las proximidades de Grianta, tan celebrados por los viajeros: la villa Melzi, al otro lado del lago, justo enfrente del castillo, desde la que se ofrece una magnífica vista del mismo; el bosque sagrado de los Sfondrata[9], más arriba, y el fiero promontorio que separa las dos ramas del lago, la de Como, tan voluptuosa, y la que se adentra hacia Leco, tan severa; unas vistas sublimes y llenas de gracia que el panorama más famoso del mundo, la bahía de Nápoles, puede igualar pero no superar. La condesa evocaba encantada los recuerdos de su primera juventud y los comparaba con sus sensaciones actuales. «El lago de Como —se decía— no tiene nada que ver con el de Ginebra, rodeado de grandes fincas, bien cercadas y labradas con los métodos mejores, que hacen pensar inmediatamente en el dinero y en la especulación. Aquí, mire a donde mire, no veo más que colinas de distintas alturas cubiertas de bosquecillos de árboles crecidos al azar, sin echar a perder por la mano del hombre, sin que nadie los fuerce a producir beneficios. En medio de estas colinas de maravillosas formas, que se alzan sobre el lago con pendientes tan singulares, puedo mantener la ilusión de las descripciones de Tasso y Ariosto. Todo es noble y dulce, todo habla de amor, nada recuerda la fealdad de la civilización. Los pueblos de las laderas se esconden bajo las frondas de los árboles y por encima de las copas se alza la graciosa arquitectura de los campanarios. De vez en cuando, algún campo pequeño, de no más de cincuenta pasos de anchura, rompe los bosquecillos de castaños y cerezos silvestres; entonces el ojo se complace a la vista de las plantas, que allí crecen más fuertes y hermosas que en otras partes. Más allá de las colinas, salpicadas en sus cumbres de ermitas, que invitan todas a vivir en ellas, ese mismo ojo ahora asombrado descubre los picos de los Alpes, siempre cubiertos de nieve, y su áspera austeridad trae a la imaginación sinsabores de la vida, lo que contribuye, en último término, a acrecentar la complacencia actual. Conmueve a la imaginación el sonido lejano de la campana de alguna aldea escondida bajo los árboles; estos sones, atenuados por las aguas que han sobrepasado, toman un timbre de dulce melancolía y de resignación, y parece que le dijeran al hombre: “La vida se escapa, no pongas trabas a la dicha que se te ofrece, apréstate a gozar”». El lenguaje de estos lugares de ensueño, sin igual en el mundo, devolvió a la condesa su corazón de los dieciséis años. No entendía cómo había podido pasar tantos años sin haber vuelto a ver el lago. «Ha sido ahora probablemente, al principio de la vejez —se decía—, cuando la felicidad ha encontrado su hueco». Compró una barca, que adornaron con sus propias manos entre Fabricio, la marquesa y ella, pues en aquella casa no había dinero para nada, aun cuando pasaba por uno de sus momentos de mayor esplendor. Efectivamente, tras su caída en desgracia, el marqués del Dongo había redoblado el fasto aristocrático. Para ganarle, por ejemplo, diez pasos de tierra al lago, cerca de la famosa avenida de plátanos, junto a la Cadenabia, estaba construyendo un dique cuyo coste se elevaba a ochenta mil francos. Al final del dique, construida con enormes sillares de granito, veíase alzarse una capilla, diseñada por el famoso marqués de Cagnola, y dentro, Marchesi, el escultor de moda de Milán, le erigía una tumba, en la que quedarían representadas, en numerosos bajorrelieves, las hazañas de sus antepasados. El hermano mayor de Fabricio, el marchesino Ascanio, se apuntó a los paseos de las señoras, pero su tía le echaba agua a los cabellos empolvados, y todos los días tenía alguna pulla nueva con que zaherir su circunspección. Acabó, pues, por librar de la visión de su lívida carota a la alegre partida, que ni siquiera se atrevía a reírse en su presencia. Creían que era el espía de su padre, el marqués, y había que tratar con muchísimo cuidado a aquel déspota intransigente que estaba siempre de un humor imposible tras su dimisión forzada. Ascanio juró vengarse de Fabricio. En una ocasión les sorprendió una tempestad y pasaron algún peligro; aunque no tenían dinero, pagaron generosamente a los dos barqueros para que no le dijeran nada al marqués, a quien no le gustaba nada que llevaran con ellos a sus dos hijas. Aún se vieron en medio de otra tempestad. En aquel hermoso lago, las tormentas son terribles e imprevisibles; las ráfagas de viento surgen inesperadamente de las dos gargantas de montañas que se abren en direcciones opuestas y luchan entre sí encima de las aguas. En aquella segunda ocasión, la condesa quiso desembarcar en medio del huracán y del estruendo de los truenos. Decía que, en una roca aislada en medio del lago, no mayor que una habitación pequeña, disfrutaría del espectáculo único de verse asediada por todas partes por olas furiosas. Pero al saltar de la barca, cayó al agua. Fabricio se lanzó tras ella para salvarla y las aguas los arrastraron a los dos bastante lejos. Sin duda alguna no tiene nada de bonito morir ahogado, pero tampoco hay duda de que el aburrimiento había sido fulminantemente desterrado de aquel castillo feudal. A la condesa le apasionaba el carácter primitivo y la astrología del abate Blanes. Y el poco dinero que le quedaba después de comprar la barca lo dedicó a la adquisición de un pequeño telescopio de ocasión; casi todas las noches, en compañía de sus sobrinas y de Fabricio, se instalaba en lo alto de una de las torres góticas del castillo. Fabricio era el experto del grupo. Allí pasaban muchas horas muy divertidas, a salvo de los espías. Preciso es reconocer que había días en que la condesa no le dirigía la palabra a nadie; se la veía pasear bajo los altos castaños, abstraída en sombrías ensoñaciones. Era una mujer demasiado inteligente como para no sentir a veces el tedio que produce no poder intercambiar ideas. Al día siguiente, no obstante, volvía a reír como la víspera; eran las quejas de la marquesa, su cuñada, las que inducían aquel sombrío humor en su espíritu de natural activo. —¡Y tener que pasar lo que nos queda de juventud en este triste castillo! —se lamentaba la marquesa. Antes de la llegada de la condesa ni siquiera tenía valor para quejarse. Así pasaron los inviernos de 1814 y 1815. En dos ocasiones, a pesar de su pobreza, la condesa fue a Milán a pasar unos días; el motivo era asistir a las funciones de ballet del sublime Vigano, en el teatro de la Scala, y el marqués no se opuso a que su mujer acompañara a su hermana. Aprovechaban para cobrar la exigua pensión de la condesa, lo que daba ocasión para que la pobre viuda del general cisalpino prestara unos cequíes a la riquísima marquesa del Dongo. Estos viajes fueron deliciosos; invitaron a cenar a viejos amigos y se animaron riendo, como niños, por cualquier cosa. Esa alegría italiana, llena de brío y espontaneidad, les hacía olvidar la sombría tristeza que las miradas del marqués y de su primogénito extendían en su derredor en el castillo de Grianta. Fabricio, que apenas tenía dieciséis años, representaba muy bien el papel de señor de la casa. El 7 de marzo de 1815, dos días después de que hubieran vuelto de un agradabilísimo viaje a Milán, estaban las dos señoras dando un paseo por la hermosa avenida de los plátanos —prolongada, hacía muy poco, hasta la misma orilla del lago—, cuando vieron llegar una barca que venía de la parte de Como y desde la que les hacían extrañas señas. Enseguida saltó al dique un agente del marqués: Napoleón acababa de desembarcar en el Golfo-Juan. Toda Europa tuvo la ingenuidad de sorprenderse ante el acontecimiento; no así, en absoluto, el marqués del Dongo, que escribió a su soberano una carta efusiva en la que volcaba su corazón: ponía a su disposición todo su talento y unos cuantos millones, y volvía a repetirle que sus ministros eran unos jacobinos aliados con los cabecillas de París. El día 8 de marzo, a las seis de la mañana, el marqués, con todas sus condecoraciones puestas, se hacía dictar por su hijo mayor el borrador de un tercer informe político; se entregaba solemnemente a la tarea de transcribirlo con su preciosa, y más esmerada, caligrafía en un papel que llevaba en filigrana la efigie del soberano. En aquel mismo momento, Fabricio se hacía anunciar ante la condesa Pietranera. —Me marcho —le dijo—, voy a reunirme con el Emperador, que es también el rey de Italia; ¡quería tanto a tu marido! Iré por Suiza. Anoche, en Menagio, mi amigo Vasi, el vendedor de barómetros, me dio su pasaporte; dame tú ahora algunos napoleones[10], porque yo no tengo más que dos; aunque, si no queda más remedio, iré a pie. La condesa lloraba de angustia y alegría: —¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué se te habrá ocurrido semejante idea? —exclamaba, emocionada, tomando entre las suyas las manos a Fabricio. Se levantó y fue a coger en el ropero una bolsita adornada con perlas, que tenía allí cuidadosamente escondida. Era todo lo que poseía en el mundo. —¡Toma —le dijo—, pero, por Dios, no dejes que te maten! ¿Qué haríamos tu pobre madre y yo si tú nos faltaras? El éxito de Napoleón, querido mío, es imposible; ya se las arreglarán nuestros señores para hacerlo perecer. ¿No oíste, hace ocho días, en Milán, la historia de las veintitrés confabulaciones para asesinarlo, todas ellas bien urdidas, y de las que sólo un milagro le permitió escapar? Y eso que entonces era todopoderoso. Si algo no les falta a nuestros enemigos, y tú lo sabes muy bien, es la voluntad de acabar con él. Francia no ha vuelto a ser nada desde su marcha. La condesa le hablaba del destino de Napoleón vivamente emocionada. —Y al dejar que vayas a reunirte con él —le decía—, le sacrifico lo que más quiero en el mundo. A Fabricio se le llenaron los ojos de lágrimas y abrazó a la condesa, pero su determinación de partir no flaqueó ni un instante. Le contó entonces, enardecido, a aquella amiga tan querida, todas las razones por las que tomaba su decisión, que a nosotros, permítasenos decirlo, no dejan de parecemos divertidas. —«Ayer por la tarde, ya sabes, estábamos paseando por la avenida de los plátanos, a orillas del lago, un poco más abajo de la Casa Sommariva, íbamos hacia el sur y eran las seis menos siete minutos. Ése fue el momento exacto en que vi de lejos el barco que venía de Como trayendo la gran noticia. Cuando miré hacia el barco no pensaba en el Emperador, sino en la envidia que me daba la gente que puede viajar; enseguida, me sobrecogió una honda emoción. El barco atracó, mi padre habló con el agente en voz baja, se le cambió el color de la cara y nos llamó aparte para anunciarnos la “terrible noticia”. Yo tuve que volverme hacia el lago para que no se me vieran las lágrimas de alegría que se me escapaban. En aquel mismo momento, altísima, a mi derecha, vi un águila, el ave de Napoleón; volaba majestuosamente en dirección a Suiza, es decir, en dirección a París. Yo también —me dije inmediatamente— atravesaré Suiza con la rapidez del águila e iré a ofrecer al gran hombre todo lo que tengo, aunque sea muy poco, la contribución de mi débil brazo. Él intentó darnos una patria y quería mucho a mi tío. Súbitamente, teniendo aún la vista puesta en el águila, por un extraño fenómeno, mis lágrimas se secaron; y prueba de que esta idea me vino de lo alto es que, en el mismo momento, sin vacilación alguna, tomé la decisión y vi los medios que tenía que poner para hacer este viaje. En un abrir y cerrar de ojos, esa tristeza que —tú ya lo sabes— envenena mi vida, sobre todo los domingos, se me disipó como por un soplo divino. Vi esa gran imagen de Italia alzarse desde el fango en que la tienen hundida los alemanes[11]; alargaba sus mortificados brazos aún cargados de algunas cadenas hacia su rey y libertador. Y yo —me dije—, hijo aún desconocido de esta desventurada madre, partiré e iré a morir o a vencer con ese hombre señalado por el destino, que ha intentado purificarnos del desprecio en que nos tienen incluso los más humillados y viles de los habitantes de Europa. »Verás —añadió en voz baja, acercándose más a la condesa y fijando en ella unos ojos que llameaban—, ¿te acuerdas del castaño que plantó mi madre con sus propias manos el invierno en que nací, junto a la fuente grande, en nuestro bosque, a dos leguas de aquí? No tenía nada que hacer y lo fui a ver. Apenas ha empezado la primavera, me dije, bueno, pues si mi árbol tiene hojas, será una señal. También yo tengo que salir del estado de letargo en que vegeto en este triste y frío castillo. ¿No te parece a ti que estos muros viejos y renegridos, símbolo hoy —e instrumento antaño— del despotismo, son la imagen misma del triste invierno? Para mí son lo que el invierno es para mi árbol. »¿Te lo creerás, Gina? Ayer, a las siete y media, fui hasta el castaño; ¡tenía hojas, unas preciosas hojitas, ya bastante crecidas! Las besé muy suavemente y, después, con el mayor respeto, ahuequé la tierra alrededor de mi querido árbol. Y, sin pensarlo más, fortalecido con un nuevo entusiasmo, crucé el monte y llegué a Menagio; necesitaba un pasaporte para entrar en Suiza. El tiempo se me había pasado volando y ya era la una de la madrugada cuando llegué a casa de Vasi. Pensé que tendría que llamar muchas veces para despertarlo, pero estaba levantado, con tres amigos suyos. Apenas había empezado a hablar cuando gritó: “¡Te vas! ¡A unirte a Napoleón!”, y me abrazó. Los otros también me abrazaron emocionados. “¡Si no estuviera casado!”, decía uno de ellos». La señora Pietranera se había quedado pensativa; se creyó en la obligación de oponer algunas objeciones. Si Fabricio hubiera tenido una mínima experiencia, se hubiera dado cuenta de que ni la condesa misma se creía las razones que insistía en plantearle. Pero, a falta de experiencia, era resuelto y no se dignó ni siquiera escuchar tales razones. La condesa se conformó enseguida con obtener de él que, al menos, hiciera partícipe del proyecto a su madre. —Pero ella se lo dirá a mis hermanas, ¡y éstas, mujeres al fin y al cabo, me traicionarán sin darse cuenta! —Habla con más respeto del sexo que hará tu fortuna —dijo la condesa, sonriendo entre lágrimas—, porque a los hombres siempre los contrariarás, eres demasiado apasionado para los espíritus prosaicos. Cuando se enteró del sorprendente plan de su hijo, la marquesa se deshizo en lágrimas; no era sensible al heroísmo, e hizo todo lo posible por retenerlo. Cuando se convenció de que nada en el mundo, salvo los muros de una prisión, le impediría partir, le dio el poco dinero de que disponía; luego se acordó de que, desde el día anterior, tenía de ocho a diez diamantes pequeños que le había confiado el marqués para que los hiciera montar en Milán y que podrían valer hasta diez mil francos. Fabricio devolvió entonces a aquellas menesterosas mujeres sus míseros napoleones, y cuando la condesa estaba cosiendo los diamantes en la casaca de viaje de nuestro héroe, entraron sus hermanas. Las muchachas se entusiasmaron con el plan, lo abrazaban con un alborozo tan escandaloso, que él cogió los pocos diamantes que quedaban por disimular y quiso marcharse sin más dilación. —Me vais a traicionar sin —les dijo—. Llevando tanto dinero, me parece innecesario cargar con ropa, que puedo encontrar en cualquier parte. Abrazó a aquellos seres, a los que tanto quería, y se fue, sin entrar siquiera en su habitación. Con el temor constante de que le persiguiera gente a caballo, anduvo tan deprisa que llegó a Lugano aquella misma noche. Gracias a Dios, estaba en una ciudad suiza; se sintió libre del miedo a ser cogido en algún camino solitario por gendarmes pagados por su padre. Le escribió desde allí una hermosa carta, una debilidad filial que dio consistencia a la cólera del marqués. Fabricio tomó la posta y pasó el San Gotardo; el viaje fue rápido y entró en Francia por Pontarlier. El Emperador estaba en París. Allí empezaron las desgracias de Fabricio. Había partido con la firme intención de hablar con el Emperador; nunca imaginó que esto pudiera ser difícil. En Milán veía al príncipe Eugenio diez veces al día y, en cualquier momento, hubiera podido dirigirle la palabra. En París iba al patio de las Tullerías todas las mañanas para estar presente cuando el Emperador pasaba revista, pero jamás pudo acercarse al Emperador. Nuestro héroe estaba convencido de que todos los franceses estaban tan hondamente conmovidos como él por el gravísimo peligro que corría la patria. Y en el comedor del hotel en que se alojaba no ocultó en ningún momento su consagración a la causa. Había allí unos jóvenes amables, tan entusiastas como él, que en pocos días le robaron todo el dinero que tenía. Afortunadamente, y sólo por modestia, no había hablado de los diamantes que le había dado su madre. La mañana en que, después de una orgía, se dio cuenta definitivamente de que le estaban robando, compró dos hermosos caballos, tomó como criado al mozo de cuadra del mismo tratante que se los vendió, un ex soldado, y henchido de desprecio hacia los facundos jóvenes parisienses fue a unirse al ejército. Lo único que sabía es que se estaba concentrando en la zona de Maubeuge. Cuando llegó a la frontera le pareció ridículo alojarse en una casa y calentarse junto a una buena chimenea, mientras los soldados vivaqueaban. Así que, pese a los consejos de su criado, que no carecía de sentido común, corrió a mezclarse imprudentemente con los vivaques de la última línea fronteriza, en la carretera de Bélgica. Cuando llegó al primer batallón al lado de la carretera, los soldados no dejaban de mirar a aquel joven burgués, en cuya indumentaria no había nada que recordara un uniforme. Caía la noche y soplaba un viento frío. Fabricio se acercó a una de las hogueras y pidió hospitalidad a cambio de algún dinero. Los soldados se miraron extrañados, sobre todo de la idea de pago, y le hicieron con amabilidad sitio junto al fuego; su criado le preparó un refugio. Cuando, una hora después, el ayudante del batallón pasó por allí, los soldados fueron a informarle de la llegada de aquel joven extranjero que hablaba mal el francés. El ayudante interrogó a Fabricio, que le habló con entusiasmo del Emperador con un acento sumamente sospechoso, por lo que el suboficial le pidió que le acompañara a una granja cercana, donde estaba alojado el coronel. El criado de Fabricio se acercó con los dos caballos. Cuando los vio, el ayudante suboficial se mostró muy sorprendido e inmediatamente cambió de idea y se puso a interrogar también al criado. Éste, que había sido soldado, adivinando enseguida las ideas de su interlocutor, habló de los protectores de su amo, y añadió que, desde luego, nadie le iba a birlar sus hermosos caballos. Inmediatamente, un soldado al que había llamado el ayudante le echó mano al cuello, mientras otro se hacía cargo de los caballos; con gesto severo, el ayudante le ordenó a Fabricio que le siguiera sin rechistar. Tras hacerle andar más de una legua en medio de una oscuridad que las hogueras que brillaban por todas partes hacían parecer más densa, el ayudante entregó a Fabricio a un oficial de la gendarmería; éste le pidió los papeles con severidad. Fabricio le mostró su pasaporte que lo acreditaba como vendedor de barómetros «transportando su mercancía». —¡Pero qué imbéciles —exclamó el oficial—; esto es demasiado! Interrogó entonces a nuestro héroe, que se explayó sobre el Emperador y la libertad con el más vivo entusiasmo, lo que suscitó en el oficial de la gendarmería grandes carcajadas. —¡Dios mío, qué tonto eres! —le interrumpió—. ¡Cómo se atreverán a enviarnos niñatos como tú! Y por mucho que dijo Fabricio, que se esforzó en explicar que, ciertamente, no era un vendedor de barómetros, el oficial lo envió a la cárcel de B***, una pequeña ciudad que había cerca de allí, adonde nuestro héroe llegó a eso de las tres de la madrugada, irritado a más no poder y muerto de cansancio. Aturdido primero, furioso después, Fabricio pasó treinta y tres largos días en aquella mísera prisión, sin entender absolutamente nada de lo que le estaba ocurriendo. No hacía más que escribir cartas al comandante de la plaza, que entregaba, para que las remitiera, a la mujer del carcelero, una guapa flamenca de treinta y seis años; pero como ésta no tenía ninguna gana de que fusilaran a un chico tan guapo, que además le pagaba bien, las echaba al fuego a medida que se las daba. Por la noche, ya tarde, se acercaba a escuchar las quejas del prisionero; le había dicho a su marido que el pipiolo tenía dinero, con lo que el avisado carcelero le había dado carta blanca. Ella utilizó tal permiso y se hizo con algunos napoleones de oro, pues el ayudante sólo se había apoderado de los caballos y el oficial de la gendarmería no le había confiscado nada. Una tarde del mes de junio, Fabricio oyó un fuerte cañoneo, bastante lejos. ¡Al fin se combatía! El corazón le saltaba de impaciencia. También oyó mucho ruido en la ciudad; había, en efecto, un intenso movimiento, tres divisiones estaban atravesando B***. Cuando a las once de la noche la mujer del carcelero vino a escuchar sus penas, Fabricio se mostró más amable aún que de costumbre, y tomándole las manos le decía: —Sácame de aquí, te juro por mi honor que volveré a la cárcel en cuanto haya terminado el combate. —¡Venga ya! ¿Tienes pasta? Fabricio se sintió turbado, no entendía la palabra «pasta». La carcelera tomó aquella vacilación por carencia de fondos y, en lugar de hablarle de napoleones de oro, como había pensado, mencionó sólo francos. —Mira —le dijo—, si me das unos cien francos, yo pondré un doble napoleón en cada ojo del cabo que venga a relevar la guardia esta noche. No podrá ver cómo te vas de la cárcel y, si su regimiento se va mañana mismo, seguro que acepta. Cerraron el trato inmediatamente. La carcelera, incluso, escondió a Fabricio en su cuarto, desde donde escaparía más fácilmente a la mañana siguiente. Antes de que amaneciera, la mujer, enternecida, le dijo a Fabricio: —Mira, mi niño, aún eres muy joven para tan mal oficio; créeme, no te metas en esto. —¿Pero qué dices? —protestaba Fabricio—, ¿acaso es un crimen querer defender la patria? —Está bien. Acuérdate siempre de que te he salvado la vida. Tu caso estaba clarísimo, te habrían fusilado; no le cuentes nada a nadie, porque nos harías perder el empleo a mi marido y a mí. Y sobre todo no vuelvas a repetir esa historia tan mala del noble milanés disfrazado de vendedor de barómetros, es demasiado estúpida. Te voy a dar el uniforme de un húsar que murió anteayer en la cárcel. Procura no abrir la boca; pero, si un sargento o algún otro oficial te interroga y no te queda más remedio que contestar, di que has estado enfermo en casa de un campesino que te recogió por caridad cuando estabas tiritando de fiebre en una zanja del camino. Si no les satisface la respuesta, añade que vas a reunirte con tu regimiento. Es muy probable que te arresten por tu acento; diles, entonces, que eres del Piamonte, que te reclutaron y que te quedaste en Francia el año pasado, etcétera, etcétera. Fue entonces, tras treinta días de rabia, cuando Fabricio entendió lo que le estaba pasando. Lo habían tomado por un espía. Se explicó con la carcelera, que aquella mañana estaba muy tierna. Y, mientras, armada de aguja e hilo, ella le arreglaba la ropa del húsar, él le contó minuciosamente su historia a la asombrada mujer. Por un momento le creyó; ¡tenía un aspecto tan ingenuo y estaba tan guapo vestido de húsar! —Si tenías tantas ganas de luchar —le dijo, aún no muy convencida—, lo que tenías que haber hecho al llegar a París era haberte enrolado en un regimiento. Te hubiera bastado con invitar a cualquier sargento a unos vasos. La carcelera siguió dándole muchos buenos consejos para el porvenir, y, cuando se hicieron las primeras luces, puso a Fabricio en la puerta de su casa, no sin haberle hecho jurar antes, cientos de veces, que, pasara lo que pasara, no volvería a pronunciar su nombre jamás. Cuando Fabricio estuvo fuera de la ciudad, caminando gallardamente con su sable de húsar bajo el brazo, le asaltó un vago temor. «Aquí estoy —se decía—, con el uniforme y las credenciales de un húsar muerto en prisión, adonde le había llevado, al parecer, el robo de una vaca y unos cubiertos de plata. De algún modo, sin pretenderlo ni haberlo podido prever, he heredado su entidad… ¡Ojo con la cárcel… El presagio está claro, aún he de padecer mucha cárcel!». No haría aún una hora que Fabricio había dejado a su bienhechora, cuando empezó a llover con tanta violencia que el nuevo húsar apenas podía andar; aquellas botazas que llevaba y que evidentemente no habían sido hechas para él se lo impedían. Se encontró con un campesino montado en un caballo matalón, y se lo compró por señas, siguiendo el consejo de la carcelera de hablar lo menos posible no fuera a traicionarlo su acento. Aquel día, el ejército, que acababa de ganar la batalla de Ligny, marchaba en pleno hacia Bruselas; era la víspera de la batalla de Waterloo. Al mediodía seguía lloviendo a cántaros, Fabricio oyó el ruido de los cañones; la dicha le hizo olvidar los horribles momentos de desesperación que acababa de pasar en aquel cautiverio tan injusto. Siguió caminando hasta muy entrada la noche y, como empezaba a ser algo más prudente, fue a buscar acomodo a una casa de campesinos muy alejada del camino. Aquel labriego, gimoteando, juraba que le habían quitado todo; Fabricio le dio un escudo a cambio de avena. «No es nada bonito este caballo mío —se dijo—, pero eso no quita para que pueda antojársele a cualquier ayudante», y se fue a la cuadra a dormir a su lado. Al día siguiente, una hora antes de que amaneciera, Fabricio estaba ya de camino; a fuerza de caricias, había conseguido poner al trote a su caballo. Hacia las cinco oyó el cañoneo; eran los preliminares de la batalla de Waterloo. Capítulo tercero Al poco encontró Fabricio a unas cantineras y, movido por el intenso agradecimiento que sentía hacia la carcelera de B***, se acercó a hablar con ellas. Le preguntó a una de tales mujeres dónde estaba el cuarto regimiento, al que pertenecía. —No corras tanto, soldadito —dijo la cantinera, impresionada por la palidez y por los bellos ojos de Fabricio—. Aún no tienes tú la mano lo bastante fuerte para los sablazos que se van a dar hoy. Si al menos tuvieras un fusil, no digo yo que no pudieras disparar tu bala como cualquier otro. El consejo no le gustó nada a Fabricio, pero por más que arreaba a su caballo no conseguía que fuera más deprisa que la carreta de la cantinera. De vez en cuando, el estruendo de los cañonazos sonaba más cerca, lo que les impedía oírse, pues a Fabricio el entusiasmo y la alegría lo habían puesto tan fuera de sí, que había reanudado la conversación. Cada palabra de la cantinera redoblaba su felicidad, al hacérselo comprender. Salvo su nombre y su fuga de la prisión, acabó por contarle todo a aquella mujer que parecía tan buena. La mujer estaba asombrada y no entendía nada de lo que le contaba aquel joven y guapo soldado. —Ya entiendo lo que pasa —gritó, al fin, con aire triunfal—. Usted es un señorito que se ha enamorado de la mujer de algún capitán del cuarto de húsares. Seguro que ese uniforme que lleva se lo ha regalado su enamorada y ahora corre tras ella. Que me caiga muerta aquí mismo si ha sido soldado alguna vez en la vida, pero como es un chico valiente y su regimiento está batiéndose, no quiere dejar de estar en la batalla ni que nadie pueda decir que no tiene usted redaños. Fabricio asintió a todo. Le parecía que era el único medio para recibir buenos consejos. «No tengo ni idea de cómo son las costumbres de estos franceses —se decía—; si no me dejo guiar por alguien, me volverán a meter en la cárcel y me robarán el caballo». —Mira, mi niño —dijo la cantinera, que iba tomándole cada vez más cariño—, tú no tienes veintiún años; no creo que llegues ni a los diecisiete. Era la verdad y Fabricio no tuvo el menor inconveniente en reconocérselo. —O sea, que tampoco eres un recluta, y sólo es la cara bonita de esa señora lo que te impulsa a hacerte matar. ¡Maldita sea; buena caprichosa debe estar hecha! Si aún te queda alguno de los amarillitos[12] que te ha mandado, lo primero que tienes que hacer es comprar otro caballo; mira cómo levanta las orejas ese penco cada vez que el cañón suena un poco más cerca. Ése es un caballo de aldeano que hará que te maten en cuanto te pongas a tiro. Ves el humo blanco que se levanta por encima de aquella barda: ¡es fuego de fusilería, mi niño! Prepárate para morirte de miedo cuando oigas silbar las balas. Harías bien en comer algo, ahora que todavía tienes tiempo. Fabricio siguió el consejo. Le dio un napoleón a la cantinera, y le pidió que se cobrara. —¡Qué pena de chico —exclamó la mujer—; ni siquiera sabe gastar el dinero el pobrecillo! Te habría estado bien empleado que hubiera agarrado tu napoleón y hubiera puesto a Cocotte a su mejor trote. ¡A ver si tu penco podía seguirme! ¿Qué habrías hecho tú, pipiolo, cuando hubieras visto que me las piraba? Más vale que te enteres de que no se enseña el dinero cuando gruñe la bestia. Toma —siguió—, ahí tienes: dieciocho francos con cincuenta céntimos, tu comida cuesta uno y medio. No tardaremos en poder comprar un caballo. Si el animal es pequeño, das diez francos por él y en ningún caso más de veinte francos, así sea el mejor caballo del mundo. Al terminar el almuerzo, una mujer que venía cruzando los campos y que cruzó la carretera interrumpió a la cantinera, que no dejaba de hablar. —¡Eh, eh —gritó la mujer—, eh Margot! ¡Tu sexto ligero está a la derecha! —Voy a tener que dejarte, mi niño —dijo la cantinera a nuestro héroe—; me das mucha pena, de veras; te he cogido cariño, mira tú. No tienes ni idea y te van a enseñar. ¡Ya lo creo que sí! ¡Anda, vente al sexto ligero conmigo! —Ya sé que no sé nada —dijo Fabricio—; pero quiero luchar y he decidido ir hacia allí, hacia donde está el humo blanco. —¡Mira cómo menea las orejas tu caballo! En cuanto llegue allí, a pocas fuerzas que le queden, te forzará la mano, se pondrá a galopar y sabe Dios a dónde te llevará. Hazme caso. En cuanto estés con los demás soldaditos, coge un fusil y una cartuchera, ponte a su lado y haz exactamente lo que hagan los demás. Aunque estoy segura de que ni siquiera sabes romper un cartucho. Fabricio, no sin sentirse picado, le confesó a su nueva amiga que así era. —¡Pobrecillo! ¡Como hay Dios que lo matan en menos que canta un gallo! ¡No va a durar nada! ¡Tú te vienes conmigo! —insistió con autoridad la cantinera. —Pero yo quiero luchar. —Claro que lucharás; ¿qué te crees?, el sexto ligero es muy conocido y, además, hoy va a haber para todos. —¿Y tardaremos mucho en llegar a donde está tu regimiento? —Un cuarto de hora, como mucho. «Recomendado por esta buena mujer —se dijo Fabricio—, esta ignorancia mía sobre todas las cosas no dará pie a que me tomen por espía y podré combatir». En aquel mismo momento redobló el estruendo del cañón; las detonaciones se sucedían sin intervalos. «Es como un rosario», se dijo Fabricio. —Ya se empieza a oír el fuego de fusilería —dijo la cantinera al tiempo que arreaba a su caballito que parecía animado con el fuego. La cantinera viró a la derecha y tomó un camino que atravesaba los prados; había como unos treinta centímetros de barro; el carrito estuvo a punto de quedar embarrancado; Fabricio tuvo que empujar la rueda. Su caballo cayó dos veces. Luego, el camino, algo más seco, se convirtió en poco menos que una senda por entre el césped. No había avanzado ni quinientos pasos Fabricio, cuando su penco se paró de golpe: un cadáver atravesado en el sendero aterrorizaba al caballo y al caballero. La cara de Fabricio, ya pálida de natural, se tomó verde. La cantinera, tras mirar al muerto, dijo como si hablara consigo misma: —Ése no es de nuestra división. Luego, tras dirigir la mirada hacia nuestro héroe, rompió a reír: —¡Ja, ja, mi niño! ¿Has visto qué golosina? Fabricio se había quedado helado. Lo que más le llamaba la atención era la suciedad de los pies del cadáver, que ya había sido despojado; no le habían dejado más que unos malos calzones sucios de sangre. —Acércate —dijo la cantinera—, baja del caballo; más vale que te acostumbres; ¡mira —exclamó— le han dado en la cabeza! Le había entrado una bala muy cerca de la nariz y le había salido por la sien opuesta, lo que desfiguraba espantosamente al cadáver, que tenía aún un ojo abierto. —¡Anda, bájate del caballo, chico —dijo la cantinera—, y tiéndele la mano; a ver si te la da! Sin dudarlo un instante, aunque muerto de asco, Fabricio echó pie a tierra, cogió la mano del cadáver y le dio un buen apretón. Luego quedó como anonadado, pensó que no tendría fuerzas para volver a montar. Lo que más horror le daba era aquel ojo abierto. «La cantinera va a pensar que soy un cobarde» —se decía con desconsuelo—, pero se sentía incapaz de hacer un solo movimiento; estaba a punto de caer. Fue un momento espantoso; estuvo a punto de desmayarse. La cantinera se dio cuenta y bajó de su carro inmediatamente, para darle, sin decir palabra, un vaso de aguardiente que él bebió de un trago. Pudo entonces montar en su penco y siguió el camino en silencio. De vez en cuando, la cantinera le miraba por el rabillo del ojo. —Ya combatirás mañana, mi niño —dijo finalmente—, hoy te quedas conmigo. Tú mismo te habrás dado cuenta de que aún tienes que aprender el oficio de soldado. —Ni hablar, quiero pelear ahora mismo —prorrumpió nuestro héroe con un aire sombrío, que a la cantinera le pareció de buen augurio—. Se intensificó el ruido del cañón, como si se acercara. Los cañonazos empezaban a formar un sonido de base continuo; las detonaciones se sucedían sin intervalos, y por encima de aquel estruendo de fondo, que recordaba el fragor de un torrente lejano, se distinguía muy bien el fuego de fusilería. En aquel lugar, la carretera se metía en un bosquecillo. La cantinera vio tres o cuatro soldados de los nuestros que venían corriendo a todo correr hacia ella; saltó con ligereza de su carro y corrió a esconderse a unos quince o veinte pasos del camino. Se acurrucó en el hueco que había dejado un gran árbol que acababa de ser arrancado. «¡Bueno, ahora veremos si soy o no un cobarde!» —se dijo Fabricio. Se detuvo junto a la carreta abandonada por la cantinera y sacó su sable. Los soldados no le prestaron la menor atención y pasaron corriendo, siguiendo el borde del bosque a la izquierda de la carretera. —Son de los nuestros —dijo tranquilamente la cantinera, cuando volvía, muy sofocada, al carro—; si tu caballo fuera capaz de galopar, te diría que te acercases hasta el final del bosque y vieras si hay alguien en el llano. Fabricio no esperó a que se lo repitiera, arrancó una rama de un álamo, le quitó las hojas y se puso a fustigar a su caballo con todas sus fuerzas; el penco se puso al galope unos momentos para volver enseguida a su trotecillo de costumbre; pero la cantinera había puesto al galope a su caballo. «Para, para» —gritaba Fabricio. Enseguida estuvieron los dos fuera del bosque, al borde de la llanura; se oía allí un estrépito infernal: el cañón y la fusilería tronaban por todas partes, a la derecha, a la izquierda, detrás… Como el bosquecillo de donde acababan de salir se alzaba unos dos metros o tres por encima del llano, podían ver bastante bien una parte del campo de batalla; pero en el prado que se extendía más allá del bosquecillo no se veía a nadie. El prado en cuestión estaba flanqueado, a unos mil pasos de distancia, por una larga fila de sauces muy frondosos, y por encima de aquella línea aparecía un humo blanco que en algunos sitios se elevaba hacia el cielo haciendo volutas. —¡Si al menos supiera dónde está el regimiento! —decía la cantinera, sofocada—. No nos conviene atravesar ese prado por el medio. A propósito —dijo, dirigiéndose a Fabricio—, si ves a un soldado enemigo, clávale el sable de punta, no vayas a ponerte a hacer esgrima. En ese momento, la cantinera vio a los cuatro soldados de hace un momento. Salían al llano desde el bosque, por la izquierda de la carretera. Uno de ellos iba a caballo. —Ahí tienes tu oportunidad —dijo, dirigiéndose a Fabricio—. ¡Eh —gritó, dirigiéndose al que tenía el caballo—, acércate a echar un trago de aguardiente! Los soldados se aproximaron. —¿Dónde está el sexto ligero? —les preguntó a gritos. —Por allí, a unos cinco minutos, más allá del canal que corre a lo largo de los sauces; precisamente acaban de matar al coronel Macon. —Te doy cinco francos por el caballo, ¿hace? —¡Cinco francos! Estás de broma, mamaíta, un caballo de oficial que pienso vender por cinco napoleones antes de un cuarto de hora. —Dame uno de tus napoleones —dijo la cantinera a Fabricio, y luego, acercándose al soldado del caballo—: Baja ya, y toma, tu napoleón. El soldado echó pie a tierra y Fabricio saltó alegremente a la silla, mientras la cantinera desataba el pequeño portamantas que llevaba atado el penco. —¡Eh, vosotros! ¡Ayudadme! —dijo a los soldados— ¡Vais a dejar que trabaje una señora sin echarle una mano! En cuanto el caballo notó el portamantas empezó a encabritarse y Fabricio, que montaba muy bien, tuvo que emplear toda su fuerza para contenerlo. —¡Buena señal! —dijo la cantinera—, el señor no está acostumbrado a las cosquillas del portamantas. —¡Un caballo de general! —exclamaba el soldado que lo había vendido—. ¡Un caballo que vale diez napoleones por cuatro perras! —Toma veinte francos —le dijo Fabricio, que no cabía en sí de gozo teniendo entre sus piernas un caballo que se moviera. En aquel preciso momento, una bala de cañón dio en la línea de sauces; el proyectil alcanzó los árboles al sesgo, y ante Fabricio se desplegó el espectáculo de una infinidad de ramitas volando a un lado y a otro como segadas por una hoz. —Ya está aquí la bestia —dijo el soldado, guardándose los veinte francos. Serían las dos de la tarde. Aún estaba Fabricio encandilado con el sorprendente espectáculo, cuando un grupo de generales, seguido de una veintena de húsares, cruzó al galope uno de los ángulos del extenso prado que se dilataba ante él. Su caballo relinchó, se encabritó dos o tres veces y empezó a dar fuertes cabezadas contra la brida que lo sujetaba. «¡Está bien! ¡Vayamos allá!» —se dijo Fabricio. Nada más soltarle las riendas, el caballo arrancó al galope en dirección a la escolta que seguía a los generales. Fabricio contó hasta cuatro sombreros bordados. Un cuarto de hora más tarde, por algunas palabras que un húsar intercambió con su compañero, Fabricio se enteró de que uno de aquellos generales era el famoso mariscal Ney. Su dicha no podía ser mayor, aunque no podía adivinar cuál de los cuatro generales era el mariscal; hubiera dado todo el oro del mundo por saberlo, pero recordó que no podía hablar. La escolta se detuvo; había que atravesar una zanja bastante ancha que, con la lluvia del día anterior, se había llenado de agua. Estaba flanqueada por grandes árboles y a la izquierda terminaba en el prado en cuya entrada Fabricio había comprado el caballo. Casi todos los húsares habían echado pie a tierra. El borde de la zanja caía a pico y era muy resbaladizo; el agua estaba a un metro, o poco más, por debajo del nivel del prado. Fabricio, distraído en su alegría, pensaba más en el mariscal Ney y en la gloria que en su caballo, que, eufórico, saltó a la zanja; el agua salpicó a mucha altura. Uno de los generales quedó empapado y soltó una andanada: «¡Demonio de bestia j…!». Fabricio se sintió profundamente herido por la injuria. «¿Tendría que exigirle una disculpa?» —se preguntó—. Mientras tanto, para demostrar que no era tan torpe, intentó hacer que su caballo subiera por el borde opuesto de la zanja; pero también estaba cortado a pico y se alzaba como unos dos metros. Renunció. Remontó la corriente; el agua le llegaba al caballo casi a la cabeza. Finalmente encontró una especie de vado y pudo alcanzar el otro lado de la zanja inundada por una suave pendiente. Fue el primer hombre de la escolta que la cruzó. Se puso a trotar orgullosamente a lo largo de la orilla; mientras, en medio de la zanja, los húsares se debatían bastante apurados por su situación, pues en muchos sitios el agua tenía una profundidad de metro y medio. Dos o tres caballos se asustaron y trataron de echarse a nadar ocasionando un terrible chapoteo. Un sargento se dio cuenta de la maniobra que acababa de efectuar aquel novato de aspecto tan poco marcial. —¡Atrás, atrás! ¡Hay un vado a la izquierda! —gritó. Y, poco a poco, pasaron todos. Al llegar a la otra orilla, Fabricio se había encontrado con los generales solos. El estruendo del cañón le pareció mucho más intenso. Apenas podía oír al mismo general que había empapado, que le gritaba al oído: —¿Dónde has cogido ese caballo? Fabricio estaba tan nervioso que contestó en italiano: —L’ho comprato poco fa. (Acabo de comprarlo hace poco). —¿Qué dices? —gritó el general. Pero el ruido se hizo tan atronador en aquel momento que Fabricio no pudo contestarle. Hemos de reconocer que en aquel momento nuestro héroe estaba muy poco heroico. Pero en él el miedo estaba en un segundo plano; lo que le alteraba, más que nada, era aquel ruido tan intenso que le producía dolor en los oídos. La escolta se puso al galope; atravesaban una extensa zona de tierra de labor, al otro lado del canal, y el campo estaba sembrado de cadáveres. —¡Uniformes rojos! ¡Uniformes rojos! —gritaban alegres los húsares de la escolta. En un primer momento Fabricio no entendía nada; luego se dio cuenta de que casi todos aquellos cadáveres llevaban uniformes de color rojo. Algo en ellos le hizo estremecerse de horror; muchos de aquellos desgraciados aún estaban vivos; se quejaban pidiendo socorro, pero nadie se detenía para prestárselo. Nuestro héroe, tan humano, se esforzaba denodadamente para que su caballo no pisara a ninguno de aquellos soldados de uniforme rojo. La escolta se detuvo; Fabricio, que no prestaba demasiada atención a sus obligaciones de soldado, seguía galopando, absorto en su cuidado de no patear a ninguno de aquellos desdichados. —¿Quieres pararte, novato? —gritó el sargento. Fabricio se dio cuenta de que estaba a veinte pasos a la derecha, y por delante, de los generales, en la misma dirección precisamente en que estaban mirando con sus anteojos. Cuando volvió a colocarse a la zaga de los otros húsares, que se habían detenido algunos pasos atrás, se fijó en que el más gordo de aquellos generales estaba hablando con el que tenía al lado, con aire de autoridad, casi como si le estuviera regañando; maldecía. Fabricio no pudo contener su curiosidad, y, a pesar del consejo de mantener la boca cerrada de su amiga la carcelera, articuló mentalmente una frasecita muy francesa y muy correcta, dirigiéndose al que tenía al lado: —¿Quién es el general que le lee la cartilla al otro? —¡Jobar! ¡El mariscal! —¿Qué mariscal? —¡El mariscal Ney, idiota! ¿Pero, tú, dónde has servido hasta ahora? A Fabricio, aun siendo muy susceptible, ni siquiera se le ocurrió enfadarse por el insulto; se había quedado mirando, extasiado en una admiración infantil, al famoso príncipe del Moskowa, al valiente entre valientes. De súbito todos se pusieron a galope tendido. Y pocos momentos después, a veinte pasos por delante, Fabricio vio un campo labrado cuya tierra estaba siendo removida de un modo singular. El fondo de los surcos estaba totalmente encharcado y la tierra que formaba los lomos, muy húmeda, volaba en pequeños fragmentos negros que saltaban hasta un metro, o más, de altura. No dejó de observar tan singular efecto Fabricio, aunque de pasada, pues su pensamiento volvió enseguida a sumergirse en la gloria del mariscal. Oyó un grito seco junto a él: eran dos húsares que caían alcanzados por las balas de cañón, y, cuando se volvió para mirarles, estaban ya a veinte pasos de la escolta. Lo que le pareció horrible fue un caballo envuelto en sangre que forcejeaba en la tierra labrada, con las pezuñas enredadas en sus propias entrañas; quería seguir a los demás; la sangre corría por el barro. «¡Por fin! ¡Estoy en medio del fuego! —se dijo—. ¡He visto el fuego! —se repetía a sí mismo con satisfacción—. ¡Ya soy un verdadero soldado!». Iba entonces la escolta a galope tendido, y nuestro héroe se dio cuenta de que lo que levantaba la tierra por todas partes eran las balas de cañón. Por más que aguzaba la vista para ver de dónde venían aquellas balas, no veía más que el humo blanco de la batería a una distancia enorme, y, en medio del estruendo uniforme y continuo de los cañonazos, creyó oír descargas mucho más cerca. No entendía nada. En aquel momento, los generales y la escolta bajaron a un sendero anegado, que estaba rehundido como metro y medio. El mariscal se detuvo y volvió a mirar con el catalejo. Esta vez, Fabricio pudo contemplarlo a su antojo. Le pareció muy rubio, con una gran cabeza rojiza. «No tenemos rostros así en Italia —se dijo—. Con mi palidez y mi pelo castaño, nunca seré como él» —siguió pensando con tristeza—. Y con ello quería decir: «Nunca seré un héroe». Luego miró a los húsares; menos uno, todos tenían bigotes rubios. Cuando Fabricio miró a los húsares, éstos le miraron a él. Lo ruborizó aquella mirada, y, para acabar con su apuro, volvió la cabeza hacia el enemigo. Eran líneas muy largas de hombres uniformados de rojo; pero lo que más le extrañó fue que los hombres le parecieran muy pequeños. Aquellas filas tan largas, que eran regimientos o divisiones, no le parecían más altas que cercados. Una línea de jinetes de rojo trotaba para acercarse al camino rehundido que el mariscal y la escolta seguían ahora al paso, chapoteando en el lodo. Por delante, en la dirección en que avanzaban, el humo no dejaba ver nada; de vez en cuando, se vislumbraban jinetes al galope que surgían entre el humo blanco. De pronto, Fabricio vio a cuatro hombres que venían del lado enemigo a galope tendido. «Nos atacan» —pensó—, pero enseguida vio que dos de aquellos hombres hablaban con el mariscal. Uno de los generales que lo acompañaban partió al galope hacia el lado enemigo, seguido de dos húsares de la escolta y de los cuatro hombres que acababan de llegar. Tras atravesar un pequeño canal con todos los demás, Fabricio se encontró al lado de un sargento que tenía cara de buena persona. «Voy a hablarle a éste —pensó—; a lo mejor, así, dejan de mirarme». Estuvo pensándolo un buen rato. —Señor —dijo, finalmente, dirigiéndose al sargento—, ésta es la primera vez que entro en batalla; ¿es esto una auténtica batalla? —Más o menos. Y ¿usted quién es? —Soy hermano de la mujer de un capitán. —Y ¿cómo se llama ese capitán? Nuestro héroe se sintió en un buen aprieto, pues no había previsto en absoluto semejante pregunta. Afortunadamente, el mariscal y la escolta reemprendieron entonces el galope. «¿Qué nombre francés puedo decirle?» —se preguntaba. Finalmente se acordó del nombre del dueño del hotel en que se había alojado en París; acercó su caballo al del sargento y gritó con todas sus fuerzas: —¡El capitán Meunier! En medio del estruendo del cañón, no le oyó bien y le contestó: —¡Ah! ¿El capitán Teulier? Pues lo han matado. «¡Bravo! —pensó Fabricio—, el capitán Teulier. Habrá que poner cara de pena». —¡Dios mío! —gritó, con un gesto de consternación. Acababan de abandonar el camino rehundido, cruzaban un pequeño prado, iban al galope y las balas de cañón volvían a caer en torno a ellos. El mariscal se dirigió hacia una división de caballería. La escolta estaba otra vez en medio de cadáveres y de heridos, pero a nuestro héroe aquel espectáculo no le causaba ya tanta impresión; tenía otras cosas en que pensar. Mientras estaba parada la escolta, vio el carrito de una cantinera y, dejándose llevar de su tierno afecto por este cuerpo respetable, partió al galope hacia donde estaba. —¡Párese, c…! —gritó el sargento. «¿Qué puede hacerme aquí?» —pensó Fabricio. Y siguió galopando hacia la cantinera. Cuando espoleaba a su caballo, había tenido cierta esperanza de que fuera su buena cantinera de la mañana; el caballo y el carrito eran muy parecidos, pero la dueña era otra muy distinta; a nuestro héroe le pareció que ésta tenía cara de mala persona. Cuando llegaba a donde estaba, le oyó decir: —¡Era tan guapo! Un espectáculo nada agradable le esperaba al nuevo soldado: estaban cortándole la pierna, a la altura del muslo, a un coracero, un guapo joven de un metro noventa de estatura. Fabricio cerró los ojos y se bebió, uno tras otro, cuatro vasos de aguardiente. —¡Qué manera de beber, mequetrefe! —exclamó la cantinera. El aguardiente le dio una idea: «No estará de más que me gane la simpatía de mis compañeros los húsares de la escolta». —Deme usted el resto de la botella —le dijo a la cantinera. —¿Ya sabes tú que, hoy, el resto de la botella —respondió ella— cuesta diez francos? Al acercarse a la escolta, oyó al sargento exclamar: —¡Vaya, nos traes de beber! ¿Por eso desertabas? Trae acá. Corrió la botella; el último de la ronda la tiró al aire tras haber bebido: —¡Gracias, camarada! —gritó, dirigiéndose a Fabricio. Todos los ojos lo miraban con simpatía. A Fabricio aquellas miradas le quitaron del corazón un peso de cien libras. Era el suyo uno de esos corazones delicados, hechos para el afecto de cuanto los rodea. ¡Por fin dejaba de estar mal visto por sus compañeros, había establecido lazos con ellos! Fabricio respiró hondo. Luego, en un tono desenvuelto le dijo al sargento: —Si han matado al capitán Teulier, ¿cómo podré encontrar a mi hermana? Se creía un pequeño Maquiavelo por decir Teulier en vez de Meunier. —Esta noche podrás enterarte —le contestó el sargento. La escolta reemprendió la marcha, ahora se dirigía hacia unas divisiones de infantería. Fabricio se sentía completamente embriagado; había bebido demasiado aguardiente y se tambaleaba en la silla. Se acordó muy oportunamente de un dicho del cochero de su madre: «Si empinas el codo, mira entre las orejas del caballo y haz exactamente lo que haga tu vecino». El mariscal estuvo mucho tiempo ocupado con algunas unidades de caballería a las que mandó cargar; y, durante una hora o dos, nuestro héroe apenas tuvo conciencia de lo que pasaba a su alrededor. Se sentía muy cansado, y cuando galopaba su caballo, en cada tranco, caía a plomo sobre la silla. Súbitamente el sargento gritó a sus hombres: —¡Es que no veis al Emperador, c…! Al instante la escolta prorrumpió en un ensordecedor «¡Viva el Emperador!». No es difícil imaginar cómo abrió los ojos nuestro héroe y con qué intensidad miró, pero no vio más que a unos generales que galopaban seguidos, a su vez, de una escolta. Las largas crines colgantes que llevaban en sus cascos los dragones del séquito del Emperador no le dejaron ver las caras. «¡Y no he podido ver al Emperador en el campo de batalla por culpa de los malditos vasos de aguardiente!». Este pensamiento le despejó completamente. Volvieron a meterse en un camino lleno de agua, los caballos querían beber. —¿Entonces, el que ha pasado era el Emperador? —preguntó al que tenía al lado. —¡Pues claro! Era el que no llevaba la guerrera bordada; ¿es que no lo has visto? —le contestó su compañero en un tono cariñoso. Fabricio tuvo el impulso de galopar tras la escolta del Emperador para unirse a ella. ¡Qué ventura combatir de verdad tras el héroe! A esto había venido a Francia. «Podría hacerlo perfectamente —se dijo—, pues, en realidad, la única razón para seguir en el servicio este en que estoy ha sido la voluntad de mi caballo, que se ha puesto a galopar tras los generales». Lo que le decidió a quedarse donde estaba era que los húsares, sus compañeros, le miraban con buena cara. Empezaba a creerse íntimo amigo de todos aquellos soldados con quienes galopaba desde hacía unas horas. Veía entre ellos y él la misma noble amistad que reinaba entre los héroes de Tasso y Ariosto. Si se unía a la escolta del Emperador tendría que conocer nuevos soldados; probablemente le pondrían mala cara, pues tales jinetes eran dragones, y él llevaba uniforme de húsar, como los que seguían al mariscal. Y la manera en que los húsares le miraban colmaba de felicidad a nuestro héroe; lo hubiera dado todo por sus camaradas; su corazón y su inteligencia estaban en las nubes. Le parecía que todo había cambiado de aspecto desde que estaba entre amigos; se moría de ganas de hacer preguntas. «Pero aún estoy un poco borracho —se dijo—, más vale que me acuerde de la carcelera». Cuando abandonaron el camino, se dio cuenta de que el mariscal Ney ya no estaba con ellos; ahora seguían a un general alto, delgado, con un rostro seco y una mirada terrible. Aquel general era el conde de A***, el teniente Robert del 15 de mayo de 1796. ¡Cómo se hubiera alegrado de encontrarse con Fabricio del Dongo! Hacía ya tiempo que Fabricio no veía volar la tierra en terroncillos negros por obra de las balas de cañón; llegaron hasta donde estaba un regimiento de coraceros, oyó claramente el ruido del choque de la metralla contra las corazas y vio caer a algunos hombres. El sol estaba ya muy bajo. Empezaba a oscurecer. La escolta dejó un camino hundido y subió una pequeña pendiente de un metro o metro y medio para entrar en un sembrado. Fabricio oyó un ruido singular, no muy fuerte, cerca de él; volvió la cabeza y vio cuatro hombres caídos con sus monturas. También el general había sido arrojado a tierra, pero se estaba levantando completamente cubierto de sangre. Fabricio miraba a los húsares derribados; tres de ellos hacían aún algún movimiento convulsivo, el cuarto gritaba: «Sacadme de aquí debajo». El sargento y dos o tres hombres habían echado pie a tierra para ayudar al general que, apoyándose en su ayudante de campo, intentaba dar algunos pasos; trataba de alejarse de su caballo que pugnaba en el suelo y tiraba unas coces furiosas. El sargento se acercó a Fabricio. Nuestro héroe oyó entonces que, detrás de él, muy cerca, alguien decía: «Es el único que puede galopar». Sintió que le cogían por los pies y se los alzaban al tiempo que alguien lo aferraba por los sobacos; lo hicieron pasar por la grupa del caballo y lo dejaron caer, sentado, a tierra. El ayudante de campo cogió de la brida al caballo de Fabricio y el general, con la ayuda del sargento, montó y salió al galope; los seis hombres que quedaban le siguieron. Fabricio se puso en pie rabioso y se puso a correr detrás de ellos gritando: «¡Ladri!, ¡ladri!» (¡Ladrones!, ¡ladrones!). No dejaba de ser gracioso correr detrás de los ladrones en medio de un campo de batalla. La escolta y el general, conde de A***, desaparecieron enseguida tras una hilera de sauces. También Fabricio, ciego de ira, llegó hasta los sauces y se encontró allí con un canal muy profundo, que cruzó. Cuando llegó al otro lado, aún vio al general y a la escolta, muy lejos, perdiéndose entre los árboles, y de nuevo prorrumpió en maldiciones. «¡Ladrones!, ¡ladrones!», gritaba, ahora en francés. Desesperado, mucho más por la traición que por la pérdida del caballo, se dejó caer al borde de una zanja, cansado y muerto de hambre. Si hubiera sido el enemigo quien le hubiera quitado su precioso caballo no le habría importado; pero que lo hubiera traicionado y robado aquel sargento a quien tanto quería y aquellos húsares que eran como hermanos para él le rompía el corazón. No podía consolarse de tanta infamia, y, con la espalda apoyada en un sauce, vertió lágrimas amargas. Todos sus hermosos sueños de amistad caballeresca y sublime, como los de la Jerusalén libertada, se diluían. Ver la llegada de la muerte no tenía ninguna importancia si uno estaba rodeado de almas heroicas y tiernas, de nobles amigos que le apretaran la mano en el momento del último suspiro, ¡pero cómo mantener el ánimo rodeado de unos viles bribones! Como todo hombre indignado, Fabricio exageraba. Al cuarto de hora de aquel abandono, vio que las balas de cañón empezaban a llegar hasta la línea de los árboles a cuya sombra meditaba. Se levantó y trató de orientarse. Observó aquellos prados bordeados por un canal ancho y por la hilera de sauces frondosos y creyó saber dónde estaba. A un cuarto de legua por delante de donde estaba, una unidad de infantería estaba atravesando la zanja y adentrándose en los prados. «Ya iba a dormirme; no puedo dejar que me cojan prisionero» —se dijo—, y se puso a caminar muy deprisa. A medida que avanzaba se tranquilizó, reconoció el uniforme; los regimientos por los que había temido ser apresado, eran franceses. Torció a la derecha para llegar hasta ellos. Además del dolor moral de haber sido tan indignamente traicionado y robado, aún tenía otro que cada vez se le hacía más patente: se estaba muriendo de hambre. Su alegría fue, pues, inmensa cuando, después de haber andado, o corrido, mejor dicho, durante más de diez minutos, vio que la unidad de infantería, que también avanzaba muy deprisa, se detenía como para tomar posiciones. Unos minutos después estaba entre los primeros soldados. —Camaradas, ¿podríais venderme un poco de pan? —¡Mira, hombre! ¡Uno que nos toma por panaderos! La frase y las burlas generalizadas que la siguieron dejaron a Fabricio hundido. ¡La guerra ya no era aquel noble y común impulso de almas sedientas de gloria que había imaginado a partir de las proclamas de Napoleón! Se sentó o, más bien, se dejó caer en la hierba; estaba muy pálido. El soldado de la primera chacota, que se había parado a unos diez pasos a limpiar el fusil con un pañuelo, se acercó hasta donde estaba y le tiró un trozo de pan; luego, al ver que no lo recogía, se lo puso en la boca. Fabricio abrió los ojos y comió aquel pan; no tenía fuerzas para hablar. Cuando buscó con la mirada al soldado para pagarle, se dio cuenta de que estaba solo; los soldados más cercanos estaban a cien pasos, habían reemprendido la marcha. Se levantó maquinalmente y los siguió. Entró en un bosque; no podía más de cansancio; estaba buscando con la mirada un sitio donde dejarse caer, cuando tuvo la súbita alegría de reconocer el caballo, primero, el carrito, después, y a la misma cantinera de aquella mañana, por último. Corrió la mujer hasta él y se quedó asustada al verle la cara. —Aún hay que andar un poquito, mi niño —le dijo—, ¿estás herido?, ¿dónde está tu bonito caballo? Así, con aquellas palabras, lo llevó hasta el carro y lo ayudó a subir sujetándolo por las axilas. En cuanto estuvo arriba, nuestro héroe, extenuado, se quedó profundamente dormido[13]. Capítulo cuarto Nada pudo despertarlo, ni los disparos de fusil, que sonaban muy cerca del carrito, ni el trote del caballo, al que la cantinera fustigaba con todas sus fuerzas. El regimiento, tras haberse creído victorioso a lo largo de toda la jornada, había sido atacado por nutridas oleadas de caballería prusiana, y se batía en retirada o, mejor, huía hacia Francia. El joven coronel, guapo y bizarro, que había sustituido a Macon, cayó abatido a sablazos; el jefe de batallón que lo reemplazó en el mando, un viejo de pelo cano, ordenó que se detuviese el regimiento. —¡J… —gritó, dirigiéndose a los soldados—, en tiempos de la república tenía que obligarnos el enemigo para que echáramos a correr…! ¡Defended cada pulgada de terreno, dejaos matar —gritaba, maldiciendo—, es el suelo patrio lo que los prusianos quieren invadir! El carrito se detuvo y Fabricio se despertó de golpe. Hacía ya tiempo que el sol se había puesto; le extrañó mucho ver que era ya casi de noche. Los soldados corrían de un lado para otro en un desorden que sorprendió a nuestro héroe, y le pareció que tenían aspecto de avergonzados. —¿Qué pasa? —le preguntó a la cantinera. —Nada, que nos han machacado, mi niño; que la caballería prusiana nos está corriendo a sablazos, nada más que eso, mi niño. El imbécil del general se había creído que ganábamos nosotros. Vamos, deprisa, ayúdame a arreglar ese tirante de Cocotte que se ha roto. Sonaron algunos disparos de fusil a unos diez pasos de distancia. Nuestro héroe, ya descansado y dispuesto, pensó: «En realidad, no he combatido en toda la jornada. No he hecho otra cosa que escoltar a un general». —Tengo que ir a luchar —le dijo a la cantinera. —¡Tranquilo; ya lucharás, y más de lo que te imaginas! Estamos perdidos. —Aubry, chico —gritó, dirigiéndose a un cabo que pasaba en aquel momento—, no dejes de echarle una ojeada, de vez en cuando, a mi carrito. —¿Se dirige usted al combate? —preguntó Fabricio a Aubry. —¡No, voy a cambiarme de zapatos para ir al baile! —Lo sigo a usted. —Cuídame al husarcillo —gritó la cantinera—; el señorito es valiente. El cabo Aubry avanzaba sin decir palabra. Unos ocho o diez soldados se acercaron corriendo; él los condujo hasta una encina grande rodeada de matorral y, siempre en silencio, los dispuso en una línea muy extendida, en el lindero del bosque; cada uno de ellos estaba a más de diez pasos de su compañero. —Y que no se os ocurra disparar —dijo el cabo, y era la primera vez que abría la boca para hablar— antes de oír la orden. Haceos a la idea de que no tenéis más que tres cartuchos. «¿Qué estará pasando?», se preguntaba Fabricio. Luego, cuando tuvo delante al cabo, le dijo: —No tengo fusil. —¡Lo primero, te callas! Adelántate por allí, y a unos cincuenta pasos por delante del bosque, te encontrarás alguno de esos pobres soldados del regimiento que acaban de caer en la carga; cógele el fusil y la cartuchera. No vayas a despojar a un herido; quítaselos a uno que esté bien muerto; y aligera, no vayan a dispararte los nuestros. Fabricio partió a la carrera y enseguida volvió con un fusil y una cartuchera. —Carga el fusil y ponte detrás de ese árbol y, sobre todo, no dispares antes de que yo te lo diga… ¡Ahí va, Dios! —exclamó, interrumpiéndose—, ¡ni siquiera sabe cargar el arma…! —Ayudó a Fabricio, sin dejar de hablar—. Si se te acerca un enemigo al galope con el sable en alto, rodea el árbol y no dispares hasta que no estés seguro de darle, hasta que no esté ni a tres pasos de ti; tienes que tocarle casi el uniforme con tu bayoneta. Y tira ese sable —gritó—, ¿o es que quieres enredarte con él y caerte? ¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué soldados nos mandan ahora! Y diciendo esto, cogió él mismo el sable, y lo tiró con rabia lo más lejos que pudo. —¡Seca la piedra del fusil con tu pañuelo! ¿Has disparado alguna vez con un fusil? —Soy cazador. —¡Alabado sea Dios! —suspiró el cabo—. Y, sobre todo —prosiguió—, no dispares antes de que yo lo ordene. —Y se fue. Fabricio estaba contentísimo. «¡Por fin voy a combatir realmente —se decía—, voy a matar a un enemigo! Esta mañana nos lanzaban cañonazos, y lo único que hacía yo era exponerme a que me mataran; vaya un oficio idiota». Miraba a todas partes con avidez. Al poco oyó siete u ocho tiros de fusil muy cerca de él. Pero, como no había recibido la orden de disparar, se mantuvo tranquilo detrás de su árbol. Era casi de noche; imaginó que estaba a la espera, en una cacería de osos, en el monte Tramezzina, más arriba de Grianta. Se le ocurrió una idea de cazador: sacó un cartucho de la cartuchera y le extrajo la bala, «no puedo fallar, si lo veo» —se dijo— y metió aquella segunda bala en el cañón del fusil. Oyó otros dos disparos al lado mismo de su árbol y, simultáneamente, vio un jinete con uniforme azul que pasaba al galope de derecha a izquierda por delante de él. «No está a tres pasos —pensó—, pero a esa distancia estoy seguro de darle»; siguió al jinete con la punta de su fusil y apretó el gatillo. Cayeron jinete y caballo. Nuestro héroe creyó estar de caza: corrió lleno de contento hacia la pieza que acababa de abatir. Estaba ya casi tocando al hombre que le pareció moribundo, cuando con increíble rapidez dos jinetes prusianos se le echaron encima con el sable levantado. Fabricio echó a correr lo más que pudo en dirección al bosque. Tiró su fusil para correr mejor. Tenía ya los jinetes prusianos a unos tres pasos cuando llegó a una plantación de encinas jóvenes, no más gruesas que un brazo, que crecían muy derechas al borde del bosque. Los arbolillos detuvieron por un instante el avance de los caballos, aunque pasaron enseguida y se precipitaron tras Fabricio que atravesaba un calvero. Estaban a punto de alcanzarlo otra vez, cuando llegó a un grupo de siete u ocho árboles grandes entre los que se metió. En aquel preciso momento casi le queman la cara las llamaradas de cinco o seis disparos de fusil hechos delante de él. Bajó la cabeza y, cuando volvió a levantarla, se encontró cara a cara con el cabo. —¿Has matado al tuyo? —le preguntó el cabo Aubry. —Sí, pero he perdido el fusil. —No son fusiles lo que nos falta. A pesar de tu cara de panoli, tienes lo que hay que tener, te has ganado el jornal; esos soldados de ahí, en cambio, acaban de fallar a los dos que te perseguían y que venían derechos hacia ellos; yo no los he podido ver. Ahora, lo que hay que hacer es largarse cuanto antes. El regimiento debe de estar a medio cuarto de legua y, además, está ahí ese pradillo donde podrían sorprendernos fácilmente. Sin dejar de hablar, el cabo avanzaba deprisa a la cabeza de sus diez hombres. A doscientos pasos de allí, al adentrarse en el prado al que acababa de referirse, se encontraron con un general herido que era transportado por su ayudante de campo y un criado. —Va usted a darme cuatro hombres —dijo, dirigiéndose al cabo con voz apenas audible—, tienen que llevarme al hospital de campaña; tengo la pierna astillada. —¡Vete a hacer p…! —respondió el cabo—, tú y todos tus generales. Hoy habéis traicionado todos al Emperador. —¿Cómo? —dijo furioso el general—. ¿Desobedece usted mis órdenes? Sepa usted que yo soy el general conde B***, y que soy el jefe de su división… —siguió discurseando. El ayudante de campo se lanzó sobre los soldados. El cabo le tiró un bayonetazo al brazo y se alejó con sus hombres a un paso más ligero. —Así se quedaran todos como tú —repetía el cabo, maldiciendo—, con los brazos y las piernas rotos. ¡Hatajo de badulaques! ¡Vendidos todos a los Borbones; traidores del Emperador! Fabricio escuchaba impresionado tan terrible acusación. A eso de las diez de la noche, el grupo alcanzó el regimiento a la entrada de un pueblo grande con callejuelas muy estrechas; Fabricio observó que el cabo Aubry evitaba dirigirse a ningún oficial. —¡Es imposible avanzar! —exclamó el cabo. Todas aquellas calles estaban atestadas de infantería y, sobre todo, de carros y furgones de artillería. El cabo se llegó a la salida de tres de aquellas calles; apenas podían avanzar veinte pasos sin tener que volver a detenerse. Todo el mundo estaba irritado, todo el mundo maldecía. —¡También es un traidor el que manda aquí! —clamaba el cabo—, Si al enemigo se le ocurriera rodear el pueblo, nos haría prisioneros a todos como a perros. ¡Vosotros seguidme! Fabricio miró en su derredor; ya no quedaban más que seis soldados con el cabo. Por un portón abierto pasaron a un corral grande; del corral a una cuadra, que tenía una puerta pequeña, por la que llegaron a un jardín. Allí estuvieron algún tiempo perdidos, errando de un lado para otro. Y, finalmente, tras cruzar un seto, se encontraron en una finca grande sembrada de trigo sarraceno. En menos de media hora, guiados por los gritos y la confusa barahúnda, llegaron a la carretera general al otro lado del pueblo. Las cunetas estaban llenas de fusiles abandonados; Fabricio escogió uno. Aunque muy ancha, la carretera estaba tan atestada de fugitivos y de carretas que, al cabo de media hora, el cabo y Fabricio apenas habían avanzado quinientos pasos. Decían que era la carretera de Charleroi. Cuando sonaron las once en el reloj del pueblo, el cabo ordenó: —De nuevo, campo a través. Ahora el pequeño pelotón sólo se componía del cabo, Fabricio y tres soldados más. Se habían alejado un cuarto de legua de la carretera. —No puedo más —dijo uno de los soldados. —Ni yo —dijo otro. —¡Vaya una noticia! Estamos todos igual —contestó el cabo—; obedecedme y todo saldrá bien. Estaban en un campo muy extenso sembrado de trigo, en medio había un ribazo con cinco o seis árboles. —¡A los árboles! —ordenó el cabo. —Nos acostaremos aquí —dijo cuando hubieron llegado— y, por encima de todo, no hagáis el menor ruido. Antes de dormir, ¿cuál de vosotros tenía pan? —Yo —dijo uno de los soldados. —Trae —ordenó el cabo. Y con habilidad magistral, lo cortó en cinco trozos y se quedó con el más pequeño. —Un cuarto de hora antes del amanecer —dijo mientras comía—, tendremos encima a la caballería enemiga. No hay que dejar que carguen sobre nosotros. En estos llanos, con la caballería detrás, uno solo está perdido; en cambio, cinco pueden escapar. Quedaos junto a mí, sin separaros para nada; no disparéis si no es a quemarropa; y mañana por la noche estaréis en Charleroi, estoy seguro. El cabo los despertó una hora antes del alba; mandó que volvieran a cargar las armas. Se seguía oyendo el estruendo de la carretera, que había durado toda la noche; era como el fragor de un torrente lejano. —Huyen como un rebaño de corderos —dijo Fabricio al cabo ingenuamente. —¡Tú te callas, novato! —dijo éste indignado. Y los tres soldados que con Fabricio formaban la tropa a su mando miraron a éste encolerizados, como si hubiera blasfemado. Había insultado a la nación. «Ésta sí que es buena —pensó nuestro héroe—. Aunque esto ya lo había visto yo en la corte del virrey en Milán. ¡Ellos no huyen, no! A estos franceses no se les puede decir la verdad cuando toca a su vanidad. Me río yo de sus malas caras; se van a enterar». Avanzaban siguiendo, a quinientos pasos, una línea paralela a aquel torrente de fugitivos que llenaba la carretera general. Tras haber marchado una legua, el cabo y su grupo atravesaron un camino que corría hacia la carretera, había allí muchos soldados echados en el suelo. Fabricio compró un caballo bastante bueno, que le costó cuarenta francos, y, entre todos los sables que había en el suelo, escogió cuidadosamente uno grande y recto. «Si hay que clavar, como dicen —pensó—, éste es el mejor». Así equipado, puso su caballo al galope hasta alcanzar, enseguida, al cabo, que había seguido andando. Se apoyó firmemente en los estribos, cogió con la mano izquierda la vaina de su sable recto, y les dijo a los cuatro franceses: —Esos que huyen por la carretera general parecen un rebaño de corderos… van como corderos espantados… En vano hacía hincapié Fabricio en la palabra «cordero», sus compañeros no se acordaban ya de que una hora antes les hubiera molestado tal palabra. En esto se pone de manifiesto uno de los contrastes entre los temperamentos francés e italiano; el francés tiene, sin duda, mejor carácter, resbala por los acontecimientos de la vida y no guarda rencor. No ocultaremos que Fabricio se quedó muy satisfecho de sí mismo tras haber hablado de los corderos. Avanzaban charlando entre sí. A dos leguas de allí, el cabo, cada vez más sorprendido de no ver a la caballería enemiga, dijo dirigiéndose a Fabricio: —Usted es nuestra caballería, galope hasta aquella granja, la del cerrillo, y pregúntele al amo si nos quiere vender comida, déjele claro que no somos más que cinco. Si ve que vacila, adelántele cinco francos de su dinero y quede tranquilo que los recuperaremos después de comer. Fabricio miró al cabo; había en su cara una seriedad imperturbable, tenía un aspecto de auténtica superioridad moral. Obedeció. Todo sucedió como había previsto el comandante en jefe, salvo que Fabricio insistió en que no le arrebataran al campesino los cinco francos que le había dado. —El dinero es mío —les dijo a sus compañeros—, y no pago lo vuestro sino la avena que le ha dado a mi caballo. Fabricio pronunciaba tan mal el francés que sus camaradas creyeron percibir en sus palabras un tono de superioridad. Estaban muy molestos, y empezaron a pensar en una pelea para el final de la jornada. Lo encontraban muy diferente y eso les extrañaba. Fabricio, por el contrario, empezaba a sentir afecto por ellos. Hacia dos horas que avanzaban en silencio, cuando el cabo, tras mirar hacia la carretera, gritó muy contento: —¡El regimiento! Enseguida llegaron a la carretera; pero ¡ay!, apenas había doscientos hombres en torno al águila. Fabricio distinguió enseguida a la cantinera; iba a pie, tenía los ojos enrojecidos y lloraba. Por más que miró, no vio Fabricio ni al carrito ni a Cocotte. —¡Asaltados, perdidos, robados! —se quejó la cantinera en respuesta a la muda pregunta de nuestro héroe, quien, sin decir palabra, se bajó del caballo, le cogió la brida, y le dijo a la mujer: —Monte. Ella no se lo hizo repetir. —Acórtame los estribos —le dijo. Una vez bien acomodada en el caballo, se dispuso a contarle a Fabricio todos los desastres de la noche. Tras un relato infinitamente largo, que nuestro héroe, aun sin entender absolutamente nada, escuchó con avidez, pues le tenía verdadero afecto a la cantinera, ésta añadió: —¡A quien se le diga que los que me han asaltado, pegado, armiñado eran, encima, franceses! —¡Pero cómo! ¿No ha sido el enemigo? —preguntó Fabricio con una expresión ingenua que hacía encantador su hermoso rostro serio y pálido. —¡Qué tonto eres, mi niño! —dijo la cantinera, sonriendo en medio de las lágrimas—, ¡y qué simpático! —Y, ahí, donde usted lo ve, se ha cargado su prusiano —dijo el cabo Aubry, que, en medio de aquella batahola, se encontraba casualmente al otro lado del caballo que montaba la cantinera—. Aunque también es orgulloso —continuó el cabo… Fabricio hizo un gesto. —En fin, ¿cómo te llamas? —prosiguió el cabo—, porque si tengo que hacer un informe, me gustaría mencionarte. —Me llamo Vasi —contestó Fabricio, poniendo una cara rara—; o sea, Boulot —se corrigió rápidamente. Boulot había sido el titular de las credenciales que la carcelera de B*** le había dado; la antevíspera se las había estudiado con todo cuidado mientras marchaba, pues empezaba a pensar un poco y ya no estaba tan alterado por todo lo que le rodeaba. Además de las credenciales del húsar Boulot, conservaba con todo cuidado el pasaporte del italiano, mediante el cual podía acceder al uso del noble nombre de Vasi, vendedor de barómetros. Cuando el cabo le había reprochado su orgullo, había estado a punto de contestar: «¿Orgulloso yo?, ¿yo? ¿Fabricio Valserra?, ¿marchesino del Dongo, que consiente en llevar el nombre de un Vasi, vendedor de barómetros?». Mientras se hacía estas reflexiones y se decía a sí mismo «Tengo que acordarme de que me llamo Boulot, o acabaré en esa cárcel que el destino me depara», el cabo y la cantinera habían intercambiado entre sí un largo coloquio sobre él. —No me tache de curiosa —le dijo la cantinera dejando de tutearle—, porque se lo pregunto por su bien, pero ¿quién es usted realmente? Fabricio tardó en contestar. Pensaba que nunca encontraría amigos mejores a quienes pedir consejo y tenía verdadera necesidad de consejos. «Vamos a entrar en una plaza en estado de guerra, el gobernador querrá saber quién soy, y si por mis respuestas dejo ver que no conozco a nadie del cuarto regimiento de húsares, cuyo uniforme llevo, ¡lo que me espera es la cárcel!». Como súbdito austriaco sabía bien la importancia que hay que dar a un pasaporte. Los miembros de su familia, aunque nobles y leales, aun perteneciendo al partido de los vencedores, habían sido humillados en multitud de ocasiones por culpa de sus pasaportes; de suerte que no le extrañó nada la pregunta que le dirigía la cantinera. Pero como tardaba en contestar buscando las palabras francesas más claras, la cantinera, presa de una viva curiosidad, añadió para animarle: —Tanto el cabo Aubry como yo podemos darle buenos consejos para que pueda arreglárselas. —Estoy seguro de ello —respondió Fabricio—. Me llamo Vasi y soy de Génova; mi hermana, que es una mujer famosa por su belleza, está casada con un capitán. Como no tengo más que diecisiete años, me había invitado a que conociera Francia y me educara un poco; pero no la encontré en París, y, como sabía que estaba en este ejército, he venido; la he buscado por todas partes, pero no he podido dar con ella. Los soldados, extrañados por mi acento, hicieron que me arrestaran. Entonces yo tenía dinero, así que se lo di al gendarme, que me dio papeles y un uniforme y me dijo: —Lárgate y júrame que jamás pronunciarás mi nombre. —¿Cómo se llamaba? —le preguntó la cantinera. —He dado mi palabra —dijo Fabricio. —Tiene razón —medió el cabo—, el gendarme es un bellaco, pero el camarada no debe dar su nombre. ¿Y cómo se llama ese capitán, marido de su hermana? Sin su nombre, no podemos buscarlo. —Teulier, capitán del cuarto de húsares —respondió nuestro héroe. —¿Así que —dijo el cabo con perspicacia— los soldados lo tomaron por espía por su acento? —¡Ésa fue la acusación denigrante! —exclamó Fabricio con ojos brillantes—. ¡A mí que quiero tanto al Emperador y a los franceses! Ese insulto fue lo que más me humilló. —No había insulto, en eso se equivoca; el error de los soldados era muy natural —dijo el cabo con circunspección. Luego le explicó con minucia pedante que en el ejército hay que pertenecer a una unidad y llevar un uniforme y, de no ser así, lo más fácil es que lo acusen a uno de espía. —El enemigo nos cuela muchos. En esta guerra no hay más que traidores. Fue entonces cuando se enteró Fabricio; cuando se dio cuenta de que se había equivocado en la interpretación de cuanto le había ocurrido desde hacía dos meses. —Lo que hace falta es que el chico nos cuente todo —dijo la cantinera, a quien picaba cada vez más la curiosidad. Fabricio obedeció; y cuando terminó, dijo la cantinera dirigiéndose al cabo con expresión seria: —La verdad es que este niño no tiene nada de militar. Y ésta va a ser una guerra bien sucia, ahora que hemos sido traicionados y estamos derrotados. ¿Qué necesidad tiene de que le rompan el alma gratis pro Deo? —Ni siquiera sabe —dijo el cabo— cargar un fusil, ni en doce tiempos, ni a discreción. Fui yo quien le cargó el cartucho que liquidó al prusiano. —Y, por si fuera poco, le enseña el dinero a todo el mundo —añadió la cantinera—; lo desplumarán en cuanto se separe de nosotros. —El primer suboficial de caballería que lo encuentre —dijo el cabo—, le confisca lo que tiene para quedárselo y gastárselo en vino. Incluso pueden reclutarlo para el enemigo, ahora que no hay más que traidores. Seguirá al primero que le ordene que le siga. Lo mejor será que se quede en nuestro regimiento. —¡No!, ¡por favor!, ¡mi cabo! —exclamó vivamente Fabricio—; es mucho más cómodo ir a caballo; yo no sé cargar el fusil, y, como usted ha visto, sí sé montar. A Fabricio le gustó mucho su propio discursito. No reproduciremos la larga discusión sobre el futuro de nuestro héroe que mantuvieron cabo y cantinera. Fabricio observó que, en la discusión, aquellos dos repetían, hasta en cuatro ocasiones, las circunstancias de su historia: las sospechas de los soldados; el gendarme que le vendió credenciales y uniforme; la manera que había tenido, el día anterior, de formar parte de la escolta de un mariscal; el Emperador visto al galope; el caballo birlado… Con curiosidad femenina, la cantinera volvía una y otra vez sobre el modo en que había sido desposeído del buen caballo que ella le había hecho comprar. —¡Así que te sentiste cogido por los pies, te hicieron resbalar por encima de la cola del caballo y te sentaron en el suelo! «¿Qué necesidad habrá de repetir tantas veces —se preguntaba Fabricio— lo que los tres sabemos perfectamente?». No sabía aún que tal es el modo que tienen las clases populares de Francia de ir en busca de ideas. —¿Cuánto dinero tienes? —le preguntó de súbito la cantinera. Fabricio no vaciló en contestar; estaba seguro de la nobleza de espíritu de la mujer: el lado bueno de Francia. —En total, me quedarán treinta napoleones de oro y ocho o diez escudos de diez francos. —¡Entonces tienes vía libre! —exclamó la cantinera—; abandona este ejército derrotado; despístate, toma la primera carretera un poco despejada que encuentres a tu derecha; pica tu caballo y aléjate todo lo que puedas de este ejército. En cuanto puedas, compra ropa de paisano. Cuando estés a ocho o diez leguas y ya no veas ningún soldado, toma la posta y vete a descansar ocho días seguidos, a comer buenos filetes en alguna buena ciudad. No le digas nunca a nadie que has estado en el ejército o los gendarmes te meterán en la cárcel por desertor; y, aunque eres muy simpático, mi niño, aún no sabes lo suficiente como para contestar a los gendarmes. En cuanto tengas puesta ropa de señorito, rompe tus credenciales en mil pedazos y recupera tu verdadero nombre; di que eres Vasi. —Y dirigiéndose al cabo, preguntó: «Y ¿de dónde dirá que viene?». —De Cambrai del Escalda; es una buena ciudad, pequeñita, ¿sabes?, y tiene catedral y a Fénelon. —Eso es —dijo la cantinera—, y no digas nunca que has estado en la batalla, no menciones B***, ni el nombre del gendarme que te vendió las credenciales. Cuando quieras volver a París, vete primero a Versalles, y entra en París por allí, paseando, a pie, como el que no quiere la cosa. Cósete los napoleones en el forro de los pantalones; y, sobre todo, cuando tengas que pagar algo, no enseñes nada más que el dinero justo. Lo que más siento yo es que te van a timar, te van a desplumar; ¿y qué será de ti cuando no tengas dinero, tú que no sabes arreglártelas? La buena cantinera siguió hablando mucho tiempo todavía. El cabo corroboraba sus opiniones con inclinaciones de cabeza, pues no podía meter baza. De súbito, la multitud que llenaba la carretera general apretó el paso, primero, y luego, en un abrir y cerrar de ojos, cruzó la cuneta de la izquierda y huyó corriendo a todo correr por los campos. —¡Los cosacos! ¡Los cosacos! —se oía gritar por todas partes. —¡Toma tu caballo! —gritó la cantinera. —¡Dios me libre! —dijo Fabricio—. ¡Corra, póngase al galope! ¡Huya! Se lo regalo. ¿Quiere usted volver a comprar un carrito? La mitad de lo que tengo es suyo. —¡Que cojas tu caballo te digo! —gritó la cantinera enfadada—, y empezó a echar pie a tierra. Fabricio desenvainó el sable y con la parte plana le dio dos o tres golpes al caballo, que se puso al galope siguiendo a los que huían. Nuestro héroe extendió la mirada por la carretera; un momento antes se afanaban por ella unas tres o cuatro mil personas, apretadas como campesinos en una procesión. Tras la palabra cosacos, allí no quedaba nadie. En la huida habían quedado abandonados chacos, fusiles, sables… Sorprendido, Fabricio subió a un ribazo a la derecha de la carretera que se alzaba unos nueve o diez metros; dirigió la mirada en ambas direcciones de la carretera general y por el llano, y no vio ni rastro de cosacos. «¡Qué raros son estos franceses! —se dijo—. Si he de desviarme hacia la derecha, más vale que lo haga ya; es posible que esta gente tuviera alguna razón para correr que a mí se me escapa». Cogió un fusil, comprobó que estaba cargado, hurgó la pólvora del detonante y limpió la piedra; luego escogió una cartuchera bien provista y volvió a mirar otra vez a todos los lados. Estaba completamente solo en medio de aquel llano tan lleno de gente hacía poco. Muy lejos, aún podía ver a los que huían, que empezaban a desaparecer detrás de los árboles sin dejar de correr. «¡Esto sí que es raro!» —se dijo—, y, acordándose de la maniobra del cabo, el día anterior, fue a sentarse en medio de un campo de trigo. No se iba porque quería volver a ver a sus buenos amigos, la cantinera y el cabo Aubry. Cuando estuvo entre el trigo, comprobó que, en vez de los treinta napoleones que creía tener, no tenía más que dieciocho; aunque sí tenía los diamantes que había escondido en la vuelta de las botas del húsar, cuando aún estaba en la habitación de la carcelera, por la mañana, antes de marcharse de B***. Escondió los napoleones lo mejor que pudo, pensando intensamente en tan repentina desaparición. «¿Será esto un mal presagio?» —se decía—. Con todo, lo que más le inquietaba era no haberle preguntado al cabo Aubry: «¿Pero de verdad he estado en una batalla?». Creía que sí, pero para él habría supuesto el colmo de la felicidad estar seguro de ello. «Aun así —se dijo—, ¡he estado con el nombre de un preso, tenía en mi bolsillo las credenciales de un preso y, lo que es más, llevaba encima sus ropas! Esto es fatal para el futuro. ¿Qué diría el abate Blanes? ¡Y ese pobre Boulot murió en la cárcel! Todo esto es un augurio siniestro; el destino me llevará a la cárcel». Fabricio hubiera dado todo el oro del mundo por saber si el húsar Boulot había sido realmente culpable; esforzándose, le parecía recordar que la carcelera de B*** le había dicho que al húsar no lo habían detenido sólo por unos cubiertos de plata, sino también por haberle robado una vaca a un campesino y haberle dado una descomunal paliza. A Fabricio no le cabía la menor duda de que un día lo meterían en la cárcel por una falta que estaría en relación con la del húsar Boulot. Se acordaba de su amigo el cura Blanes, ¡lo que hubiera dado por poder consultarle! Luego se acordó de que no había escrito a su tía desde que había salido de París. «¡Pobre Gina!» —pensó—; y se le llenaron los ojos de lágrimas. De repente oyó un ruido muy cerca de donde estaba; era un soldado que había llevado tres caballos al campo de trigo a que comieran; les había quitado el bocado y los tenía sujetos por las riendas; parecían muertos de hambre. Fabricio se levantó del trigo como una perdiz, el soldado se asustó. Nuestro héroe lo advirtió y cayó en la tentación de hacer el papel de húsar por un rato. —¡Uno de esos caballos es mío, c…! —exclamó—, pero, mira, voy a darte cinco francos por el trabajo que te has tomado de traérmelo hasta aquí. —¿Estás de broma, no? —dijo el soldado. Fabricio se echó el arma a la cara y le apuntó con ella; estaba a seis pasos de distancia. —¡Suelta el caballo o te dejo frito! El soldado llevaba el fusil en bandolera e hizo ademán de volver el hombro para cogerlo. —¡Si haces el menor movimiento eres hombre muerto! —gritó Fabricio, echándosele encima. —¡Bueno, bueno! Deme los cinco francos y coja uno de los caballos —dijo el soldado, confundido, tras echar una mirada a la carretera general donde no había absolutamente nadie—. Fabricio, sosteniendo el fusil con la mano izquierda, le arrojó con la derecha tres monedas de cinco francos. —Baja o eres hombre muerto… embrida al negro y lárgate con los otros dos… si haces un movimiento en falso, te frío. El soldado obedeció con el gesto torcido. Fabricio se acercó al caballo, le pasó la brida con el brazo izquierdo, sin perder de vista al soldado que se alejaba lentamente; cuando vio que estaba a unos cincuenta pasos, saltó ágilmente al caballo. Estaba buscando el estribo derecho con el pie para afirmarse en la montura, cuando una bala le silbó muy cerca. Le había disparado el soldado. Presa de cólera, Fabricio se lanzó al galope tras él, que corría todo lo que podía; lo vio montar en uno de los dos caballos y ponerse a galopar. «Vaya, ya está fuera de alcance» —se dijo—. El caballo que acababa de comprar era magnífico, pero parecía estar muerto de hambre. Fabricio volvió a la carretera, donde seguía sin haber un alma viviente; la cruzó y puso el caballo al trote para llegar a una ondulación del terreno, en el lado izquierdo, donde esperaba encontrar a la cantinera; pero cuando estuvo en lo alto del cerrillo, no vio más que algunos soldados aislados a una legua de distancia. «¡Debe de estar escrito que no la veré más —se dijo suspirando—; una mujer buena y valiente!». Se acercó a una granja que había visto desde lejos, a la derecha de la carretera. Sin apearse y tras haber pagado por adelantado, mandó que trajeran avena para su caballo; el pobre animal estaba tan hambriento que mordía el comedero. Una hora después, Fabricio trotaba por la carretera general, sin dejar de alentar la vaga esperanza de encontrar a la cantinera o, al menos, al cabo Aubry. Sin detenerse y sin dejar de mirar a todos lados, llegó hasta un río pantanoso que cruzaba un puente de madera bastante estrecho. Al otro lado del puente, a mano derecha, había una casa aislada con un rótulo en que podía leerse El Caballo Blanco. «Cenaré ahí» —se dijo Fabricio—. Había un oficial de caballería, a la entrada del puente; llevaba un brazo en cabestrillo; iba montado y tenía un semblante muy triste; a diez pasos de él, tres soldados de caballería, a pie, estaban cargando sus pipas. «Éstos —pensó Fabricio— tienen toda la pinta de querer comprarme el caballo bastante más barato de lo que me ha costado». El oficial herido y los tres de a pie miraban hacia él mientras se acercaba; parecían estar esperándolo. «No debería pasar ese puente; mejor sería seguir la orilla del río por la derecha. Eso es lo que me habría aconsejado la cantinera para salir del apuro… Ya —siguió diciéndose nuestro héroe—, y mañana me moriré de vergüenza. En cualquier caso, mi caballo es buen corredor y seguro que el del oficial está cansado; si hace ademán de desmontarme, me pondré a galope». Mientras se hacía estas reflexiones, Fabricio sujetaba su montura y avanzaba al paso más corto que podía. —¡Acérquese de una vez, húsar! —le gritó el oficial con autoridad. Fabricio avanzó unos pasos y se detuvo. —¿Va usted a quitarme el caballo? —preguntó, también a gritos. —¡De ninguna manera! ¡Acérquese! Fabricio se fijó en el oficial. Tenía el bigote blanco, y una cara de absoluta honradez; el pañuelo que le sujetaba el brazo izquierdo estaba empapado de sangre y llevaba la mano derecha envuelta también en un paño ensangrentado. «Van a ser los de a pie los que agarren mi caballo por la brida» —pensó Fabricio—; pero cuando estuvo más cerca, vio que también ellos estaban heridos. —¡Por su honor! —dijo el oficial, que llevaba charreteras de coronel—, quédese aquí de guardia y ordene a todos los dragones, cazadores y húsares que vea que se reúnan conmigo, con el coronel Le Baron; yo estaré en la venta. El viejo coronel tenía el rostro crispado de dolor. Desde sus primeras palabras había ganado la voluntad de nuestro héroe, que muy razonablemente le contestó: —Soy muy joven, señor, para hacerme obedecer; mejor sería que tuviera una orden escrita por usted. —Tiene razón —dijo el coronel, observándolo con atención; La Rose, tú que tienes la mano en condiciones, escribe la orden. Sin decir nada, La Rose sacó del bolsillo un cuadernillo de pergamino; escribió en él unas líneas, arrancó la hoja y se la dio a Fabricio. El coronel le repitió la orden y añadió que, como era justo, a las dos horas sería relevado de la guardia por uno de los tres de caballería que estaban allí. Tras decir esto, entró en la venta con sus hombres. Fabricio los vio ir y se quedó inmóvil a la entrada del puente de madera, impresionado por el dolor silencioso y taciturno de aquellos tres personajes. «Parecen genios encantados» —se dijo—. Luego desplegó el papel doblado y leyó la orden, redactada en los siguientes términos: El coronel Le Baron, del 6.° de dragones, al mando de la segunda brigada de la primera división de caballería del 14.° cuerpo, ordena a todos los hombres de caballería, dragones, cazadores y húsares que no crucen el puente y que se reúnan con él en la venta de El Caballo Blanco, junto al puente, donde está su cuartel general. En el cuartel general, junto al puente de La Sainte, el 19 de junio de 1815. En nombre del coronel Le Baron, herido en el brazo derecho, y por orden suya, el sargento LA ROSE Apenas llevaba media hora de guardia en el puente Fabricio, cuando vio llegar seis cazadores montados y tres a pie. Les comunica la orden del coronel. —Ahora volvemos —dicen cuatro de los cazadores montados. Y pasan el puente a un trote largo. Fabricio se dirige entonces a los otros dos. En medio de la discusión que se produce, los tres de a pie pasan el puente. Uno de los dos cazadores montados que quedan le pide la orden para verla; se la lleva diciendo: «Se la voy a llevar a mis camaradas, que no dejarán de venir; tú espera sin moverte». Parte a galope. Su camarada le sigue. Todo esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Fabricio estaba furioso; llamó a los de la venta; uno de los soldados heridos se asomó a la ventana. El soldado, que tenía galones de sargento, bajó hasta donde estaba y le gritó al llegar: —¡Sable en mano! Está usted de guardia. Fabricio obedeció, luego dijo: —Se han llevado la orden. —Están así de soliviantados por lo que pasó ayer —dijo el otro con cara sombría—. Le voy a dar una de mis pistolas; si vuelven a desobedecer la orden, dispare al aire y vendré, o se presentará el propio coronel. Fabricio se fijó en el gesto de sorpresa que puso el sargento cuando le dijo que le habían robado la orden; se dio cuenta de que aquello había sido un insulto personal y se prometió a sí mismo no dejarse burlar otra vez. Armado con la pistola de arzón del sargento, Fabricio había vuelto orgullosamente a su guardia, cuando vio que llegaban siete húsares a caballo. Se había colocado impidiendo el paso al puente. Les informa de la orden del coronel; reaccionan con ademán de contrariedad; el más atrevido trata de pasar; Fabricio, siguiendo el consejo sabio de la cantinera que la mañana anterior le había dicho que había que clavar y no esgrimir, baja la punta de su gran sable recto y hace ademán de asestar un golpe al que quiere saltarse la orden. —¡Vaya hombre! ¡El novato quiere matarnos! —gritan los húsares—. ¡Como si no nos hubieran matado bastante ayer! Desenvainan todos sus sables y caen sobre Fabricio. Se vio muerto, pero recordó la sorpresa del sargento y no quiso ser despreciado otra vez. Retrocediendo en el puente, trataba de asestar estocadas de punta. Ofrecía un aspecto tan gracioso manejando aquel sable de coracero tan grande y recto, demasiado pesado para él, que los húsares se dieron cuenta enseguida de con quien se las tenían y procuraron limitarse a cortarle la ropa sin llegar a herirlo. Recibió, así, tres o cuatro sablazos ligeros en los brazos. Él, a su vez, que no olvidaba el consejo de la cantinera, lanzaba estocadas de punta con toda su alma. Por desgracia, uno de tales puntazos hirió a un húsar en la mano, y éste, encolerizado de que le hiriera semejante soldado, respondió con una estocada a fondo que le alcanzó en la parte alta del muslo. Contribuyó a favorecer esta estocada el caballo de nuestro héroe, que, lejos de rehuir la pelea, parecía que le gustara lanzarse contra los asaltantes. Éstos, al ver correr la sangre de Fabricio por su brazo derecho, pensando que habían llevado el juego demasiado lejos, lo empujaron contra la barandilla de la derecha del puente y escaparon al galope. Cuando Fabricio tuvo un momento de respiro disparó su pistola al aire para avisar al coronel. Cuando sonó el disparo llegaban al puente cuatro húsares a caballo y otros dos a pie del mismo regimiento que los anteriores; estaban a unos doscientos pasos, y observaban cuidadosamente lo que ocurría en el puente. Pensando que Fabricio había disparado a sus camaradas, se lanzaron contra él a galope enarbolando los sables; era una auténtica carga. El coronel Le Baron, que había oído el pistoletazo, abrió la puerta de la venta y corrió al puente; llegó al mismo tiempo que los húsares y les ordenó que se detuvieran. —¡Aquí ya no hay coroneles que valgan! —gritó uno de ellos picando su caballo. El coronel, irritado, interrumpió la reprimenda que les estaba dirigiendo, y cogió con la mano derecha, herida, la rienda de aquel caballo un poco más arriba del bocado. —¡Detente, mal soldado! —ordenó al húsar—; te conozco, eres de la compañía del capitán Henriet. —¡Pues que me dé la orden el capitán! Lo mataron ayer —añadió con tono sarcástico—; vete a hacer p… Diciendo esto intenta pasar y empuja al viejo coronel, que cae sentado en el puente. Fabricio, que estaba también en el puente, dos pasos más allá, pero mirando hacia la parte de la venta, pica su caballo y, mientras el pecho del caballo del húsar empuja al coronel, que no ha soltado la rienda del caballo a la altura del bocado, Fabricio, indignado, le tira a aquel un puntazo a fondo. Por fortuna, el caballo del húsar, sintiéndose derribado hacia el suelo por la rienda que tenía agarrada el coronel, da un brusco respingo hacia un lado, de suerte que toda la hoja del gran sable de caballería de Fabricio resbala por el chaleco del húsar, pasando, entera, ante sus ojos. Furioso, el húsar se revuelve y le tira una estocada con todas sus fuerzas, que atraviesa la manga de Fabricio y entra, honda, en su brazo. Nuestro héroe cae. Uno de los húsares de a pie, al ver por tierra a los dos defensores del puente, aprovecha la ocasión, monta el caballo de Fabricio e intenta apoderarse de él, lanzándolo a galope por el puente adelante. El sargento, que había salido corriendo de la venta y que había visto caer a su coronel e imaginado que estaba herido de gravedad, corre tras el caballo de Fabricio y hunde la punta de su sable en los riñones del ladrón, que cae. Los demás húsares, cuando ven que en el puente no queda en pie más que el sargento, pasan al galope y se pierden en la lejanía. El que iba a pie corre por los campos. El sargento se acercó a los heridos. Fabricio se había levantado ya; no le dolía mucho la herida, pero perdía mucha sangre. El coronel se levantó lentamente; estaba aturdido por la caída, pero no le habían herido. —No me duele nada más que la herida vieja de la mano. El húsar herido por el sargento agonizaba. —¡El diablo se lo lleve! —exclamó el coronel. Luego llamó a los otros dos de caballería y al sargento y les ordenó que se ocuparan de Fabricio: —Ocupaos de ese chico a quien tan inoportunamente he expuesto. Yo me quedaré en el puente para intentar detener a estos perturbados. Llevad al chico a la venta y vendadle el brazo; coged una de mis camisas. Capítulo quinto Toda esta aventura apenas había durado un minuto; las heridas de Fabricio eran poca cosa; le envolvieron el brazo con vendas cortadas de la camisa del coronel y quisieron instalarle una cama en el primer piso de la venta. —Pero mientras yo esté aquí, en el primer piso, rodeado de cuidados, mi pobre caballo, solo, en la cuadra, se aburrirá y se irá con cualquier otro amo —le dijo Fabricio al sargento. —No está mal para no ser más que un recluta —dijo el sargento—, e instalaron a Fabricio en una cama de paja fresca en el mismo establo en que estaba amarrado su caballo. Luego, como Fabricio se sentía muy débil, el sargento le trajo una escudilla de vino caliente y se quedó un rato charlando con él. Ciertos elogios esparcidos por la conversación llevaron a nuestro héroe al séptimo cielo. Fabricio no se despertó hasta el amanecer del día siguiente. Los caballos lanzaban unos relinchos larguísimos y hacían un ruido espantoso. La cuadra estaba llena de humo. Al principio Fabricio no entendía nada de toda aquella barahúnda; ni siquiera sabía dónde estaba; al fin, medio asfixiado por el humo, tuvo el atisbo de que la casa estaba ardiendo. En un abrir y cerrar de ojos estuvo fuera de la cuadra y a caballo. Alzó la mirada; salía muchísimo humo por las dos ventanas que estaban encima de la cuadra, y el tejado estaba cubierto de un humo negro y arremolinado. Durante la noche había llegado a la venta de El Caballo Blanco un centenar de fugitivos; gritaban y maldecían. Los cinco o seis que Fabricio vio de cerca le parecieron completamente ebrios. Uno de ellos quería detenerlo y le gritó: —¿Adónde te llevas mi caballo? Cuando Fabricio estuvo a un cuarto de legua, volvió la cabeza; no le seguía nadie, la casa estaba envuelta en llamas. Reconoció el puente; pensó en su herida y sintió el brazo envuelto apretadamente en las vendas y muy caliente. «¿Qué habrá sido del viejo coronel? Cedió su camisa para que vendaran mi brazo». Nuestro héroe experimentaba aquella mañana una serenidad total; la pérdida de sangre lo había liberado de todo lo novelesco que había en su carácter. «¡A la derecha! —se dijo—, y larguémonos de aquí». Se puso a seguir tranquilamente el curso del río, que, a partir del puente, corría a la derecha de la carretera. Se acordó de los consejos de la cantinera. «¡Qué buena amiga —se dijo—, qué magnífico carácter!» Tras una hora de marcha, se sintió sumamente débil. «¡Ay, ay, ay, que voy a desmayarme! —se dijo—; y si me desmayo, me robarán el caballo y, probablemente, también la ropa y, con la ropa, mi tesoro». Apenas podía dirigir el caballo y tenía que hacer un gran esfuerzo para mantener el equilibrio en la silla. Un campesino que estaba cavando en un campo junto a la carretera, notó su palidez y se acercó a darle un vaso de cerveza y un trozo de pan. —Cuando le he visto tan pálido, me he imaginado que era usted uno de los heridos de la gran batalla —le dijo el campesino. No pudo ser más oportuna aquella ayuda. Estaba Fabricio masticando el trozo de pan negro, cuando notó que le dolían los ojos al mirar hacia delante. En cuanto se sintió con fuerzas dio las gracias y preguntó: —¿Dónde estoy? El campesino le informó que a tres leguas de allí estaba Zonders, un pueblo grande, donde lo cuidarían muy bien. Fabricio llegó a aquel pueblo sin saber muy bien cómo, tratando únicamente de no caerse del caballo. Vio un portón abierto y entró. Era la venta de La Almohaza. Enseguida acudió el ama, una mujer enorme y bondadosa, que llamó pidiendo ayuda con una voz alterada por la compasión. Dos muchachas ayudaron a Fabricio a desmontar, pero en cuanto echó pie a tierra se desmayó. Llamaron a un médico, que lo sangró. Ni ese día ni los que lo siguieron tuvo conciencia Fabricio de qué le estaban haciendo, pues los pasó durmiendo. El sablazo en el muslo amenazaba con una infección considerable. En cuanto recobraba el sentido, pedía que cuidaran de su caballo, y no dejaba de repetir que pagaría bien, lo que no hacía sino ofender a la ventera y a sus dos hijas. Hacía ya quince días que lo cuidaban admirablemente y empezaba a tener ordenadas sus ideas, cuando, una noche, se dio cuenta de que sus hospederas tenían cara de preocupación. Al punto, entró en su cuarto un oficial alemán. En las contestaciones a aquel alemán se servían de una lengua que no entendía; se dio cuenta, de todas formas, de que hablaban de él y fingió estar dormido. Poco después, cuando pensó que el oficial ya habría salido llamó a las venteras: —¿No habrá venido ese oficial a apuntarme en una lista y hacerme prisionero? —La ventera asintió con lágrimas en los ojos. —Bueno, pues en mi dormán hay dinero —dijo, muy excitado, incorporándose en la cama—; vayan a comprarme ropa de paisano y esta misma noche me iré a caballo. Ustedes ya me han salvado la vida una vez, cuando me acogieron en el momento en que iba a caerme muerto en la calle; sálvenmela ahora una vez más, facilitándome los medios para que pueda volver a casa con mi madre. Cuando dijo esto, las hijas de la ventera se echaron a llorar. Estaban asustadas por Fabricio, y, como apenas comprendían el francés, se acercaron a su cama para hacerle preguntas. Discutieron en flamenco con su madre, pero a cada instante volvían sus ojos a nuestro héroe con tiernas miradas. Éste creyó entender que su huida podría comprometerlas gravemente, pero que, aun así, estaban dispuestas a correr el riesgo. Se lo agradeció efusivamente juntando las manos. Un judío de la localidad proporcionó un traje completo; pero cuando lo llevó, a las diez de la noche, las muchachas pudieron ver, tras compararlo con el dormán de Fabricio, que había que estrecharlo muchísimo. Se pusieron a la obra inmediatamente, no había tiempo que perder. Fabricio les indicó dónde estaban escondidos en su uniforme los napoleones, y les pidió que los cosieran en la ropa que acababan de comprar. Además de la ropa, habían comprado unas buenas botas nuevas. Fabricio no dudó en pedirles a aquellas excelentes muchachas que cortaran las botas de húsar por donde él les dijera. Luego escondieron de nuevo los diamantes en el forro de las botas nuevas. Por algún extraño efecto de la pérdida de sangre y de la consiguiente debilidad, Fabricio había olvidado prácticamente el francés y se dirigía en italiano a las venteras, que le respondían en un dialecto flamenco, de suerte que casi no se entendían más que por señas. Cuando las chicas, que no tenían nada de interesadas, vieron los diamantes, su entusiasmo por él se incrementó fuera de todo límite; pensaron que era un príncipe disfrazado. La más pequeña, Aniken, que era también la más ingenua, le dio un beso espontáneamente. Por su parte, a Fabricio le parecían encantadoras, y, hacia las doce de la noche, tras beber un poco de vino siguiendo la recomendación del médico en vista del camino que iba a emprender, casi hubiera preferido no marcharse. «¿Dónde iba a estar yo mejor que aquí?» —decía. Pero cuando fueron las dos de la madrugada, se vistió. En el momento de salir del cuarto, la ventera le dio la noticia de que su caballo se lo había llevado el oficial que había venido a la casa unas horas antes. —¡El muy canalla! —exclamó, maldiciendo—, ¡robar a un herido! No era lo suficientemente filósofo nuestro joven italiano como para recordar a qué precio había comprado él aquel mismo caballo. Aniken le informó, entre sollozos, que habían alquilado un caballo para él; a ella le hubiera gustado que no se marchara. La despedida fue tierna. Dos jóvenes fornidos, parientes de la buena ventera, alzaron a Fabricio hasta la silla. Por el camino, se ocupaban de sostenerlo encima del caballo, mientras un tercero, que precedía a la pequeña expedición en unos centenares de metros, vigilaba por si había alguna patrulla sospechosa. Tras dos horas de marcha se detuvieron en casa de una prima de la ventera de La Almohaza. Por mucho que Fabricio insistiera, aquellos muchachos no consintieron en abandonarlo; argumentaban que ellos conocían mejor que nadie las sendas de los bosques. —Pero, mañana por la mañana, cuando se den cuenta de mi huida y no os vean en el pueblo, vuestra ausencia os comprometerá —les decía Fabricio. Volvieron a emprender la marcha. Por fortuna, cuando amaneció, el llano estaba cubierto de una niebla espesa. A eso de las ocho de la mañana llegaron a las afueras de una pequeña ciudad. Uno de los muchachos se adelantó a ver si habían robado los caballos de la posta. El encargado había tenido tiempo de ocultarlos y sustituirlos por unos pencos infames con los que había guarnecido sus cuadras. Fueron a buscar dos caballos a los pantanos en que los había escondido, y, tres horas más tarde, Fabricio montaba en un cabriolé pequeño y destartalado, pero tirado por dos buenos caballos de posta. Había recuperado fuerzas. El momento de la separación de aquellos jóvenes, parientes de la ventera, fue en extremo conmovedor; y de ninguna manera, por más que Fabricio se esforzó en buscar razones amables, consintieron en aceptar dinero. —En su situación, señor, usted lo necesita mucho más que nosotros —contestaban sistemáticamente aquellos valerosos muchachos. Por último, se fueron con unas cartas en las que Fabricio, a quien el ajetreo de la marcha lo había repuesto un poco, había tratado de transmitir a sus anfitrionas lo que sentía por ellas. Las había escrito con lágrimas en los ojos, y la que dirigía a la pequeña Aniken no carecía de amor. En el resto del viaje no sucedió nada extraordinario. Al llegar a Amiens la herida del muslo le dolía mucho. Al médico del pueblo no se le había ocurrido desbridar la herida y, a pesar de las sangrías, se le había infectado. En los quince días que estuvo en la posada de Amiens, que era de una familia servil y codiciosa, los aliados invadieron Francia, y Fabricio, a raíz de las profundas reflexiones a que se entregó sobre cuanto le acababa de suceder, se convirtió en otro hombre. Como resto pueril le quedó el interrogante de si había sido una verdadera batalla todo aquello que había presenciado, y, en segundo lugar, si había sido la batalla de Waterloo. Por primera vez en su vida halló placer en la lectura; leía los periódicos, o los relatos de la batalla, en la esperanza de encontrar alguna descripción que le permitiera reconocer los sitios que había recorrido en el séquito del mariscal Ney y con el otro general, después. Mientras estuvo en Amiens escribió casi todos los días a sus buenas amigas de La Almohaza. En cuanto estuvo curado, viajó a París. En el hotel en que ya había estado albergado la vez anterior, encontró veinte cartas de su madre y de su tía en las que le pedían que volviera cuanto antes. En la última carta de la condesa Pietranera halló cierto tono enigmático que le inquietó mucho; aquella carta lo sacó de todas sus ensoñaciones sentimentales. Bastaba una palabra para hacerle temer las mayores desgracias, y su imaginación se encargaba inmediatamente de pintar tales desgracias con los detalles más horribles. «No firmes las cartas que nos envíes dándonos noticias tuyas —le decía la condesa—. Cuando regreses, no vengas directamente al lago de Como, detente en Lugano, en territorio suizo». Debía llegar a aquella pequeña ciudad con el nombre de Cavi. En el hotel más importante de la localidad se encontraría con el criado de la condesa, que le indicaría lo que debía hacer. Su tía terminaba con las siguientes palabras: «Por encima de todo, oculta la locura que has hecho y no se te ocurra conservar ningún papel impreso o escrito; en Suiza acabarás rodeado de los amigos de Santa Margarita[14]. En cuanto tenga dinero —seguía diciéndole la condesa—, te enviaré a alguien al hotel de Las Balanzas, que te informará de los detalles que no puedo poner por escrito y que, sin embargo, es imprescindible que sepas antes de llegar. Pero, por Dios bendito, no te quedes un solo día más en París, donde te reconocerían nuestros espías». La imaginación de Fabricio voló a las cosas más extraordinarias, y, a partir de aquel momento, fue incapaz de ningún placer que no fuera tratar de adivinar qué era aquello tan extraño que tenía que comunicarle su tía. Al atravesar Francia, fue detenido en dos ocasiones; aunque supo salir del paso. La causa de ambos arrestos estuvo en su pasaporte italiano y en la extraña profesión de vendedor de barómetros que figuraba en él y que no tenía nada que ver con su cara de chico y su brazo en cabestrillo. Finalmente, en Ginebra, se encontró con un hombre de la condesa que tenía el encargo de informarle de que él, Fabricio, había sido denunciado en Milán como comisionado ante Napoleón con las proposiciones adoptadas por una vasta conspiración organizada en el ex reino de Italia. Pues, de no haber sido éste el objeto de su viaje —se preguntaba la denuncia—, ¿qué otro motivo podía haber tenido para tomar un nombre supuesto? A todo ello respondería su madre tratando de demostrar la verdad de los hechos, a saber: 1.° Que nunca había ido más allá de Suiza; 2.° Que si había abandonado repentinamente el castillo había sido a causa de una disputa con su hermano mayor. Estas noticias suscitaron en Fabricio un sentimiento de orgullo. «¡Si ello hubiera sido así, habría sido una especie de embajador ante Napoleón! —se dijo—. ¡Habría tenido el honor de hablar con el gran hombre! ¡Ojalá!». Y se acordó de su séptimo abuelo, el nieto del que llegó a Milán con Sforza, que tuvo el honor de ser decapitado por los enemigos del duque cuando lo sorprendieron camino de Suiza con propuestas para los encomiables cantones y la misión de reclutar soldados. Veía con los ojos del alma el grabado, uno de los que ilustraba la genealogía de la familia, en que se representaba aquel hecho. Fabricio insistió en sus preguntas al criado y acabó por enterarse de algo que tenía indignado al hombre y que acabó por confesar pese a las órdenes expresas y reiteradas de la condesa. El que le había denunciado a la policía de Milán había sido Ascanio, su hermano mayor. La cruel noticia produjo en nuestro héroe una especie de acceso de locura. El camino de Ginebra a Italia pasa por Lausana. Fabricio quiso partir a pie de inmediato, y hacer así, andando, diez o doce leguas, aunque la diligencia de Ginebra a Lausana saldría dos horas más tarde. Antes de salir de Ginebra tuvo un altercado en uno de los tristes cafés de la ciudad con un joven que le miraba, según él, de una manera rara. Nada más lejos de la verdad; el joven y flemático ginebrino, que no pensaba en otra cosa que en el dinero, debió de pensar que estaba loco. Al entrar en el local, Fabricio había lanzado miradas furibundas a todos lados, luego se había derramado en los pantalones la taza de café que le servían. En esta riña, la primera reacción de Fabricio fue enteramente siglo XVI; en vez de proponerle un duelo al joven ginebrino, sacó el puñal y se lanzó contra él para clavárselo. En aquel momento de apasionamiento, Fabricio había olvidado cuanto había aprendido sobre las reglas del honor, y había respondido únicamente a su instinto o, mejor dicho, a los recuerdos de la primera infancia. Cuando el hombre de absoluta confianza que le aguardaba en Lugano le dio más detalles, su furia aumentó. Fabricio era muy querido en Grianta, nadie hubiera mencionado su nombre; si no hubiera sido por la amable intervención de su hermano, todo el mundo habría fingido que estaba en Milán y la policía de dicha ciudad jamás habría reparado en su ausencia. —Seguro que los aduaneros tienen su descripción —le dijo el enviado de su tía—, y si vamos por la carretera general lo detendrán en la frontera del reino lombardo-véneto. Fabricio y sus acompañantes conocían todos los vericuetos de la montaña que separa Lugano del lago de Como. Se disfrazaron de cazadores, es decir de contrabandistas, y como eran tres y tenían aspecto de gente decidida, los aduaneros con que se encontraron se limitaron a saludarlos. Fabricio se las arregló para llegar al castillo a medianoche. A aquella hora, su padre y todos sus empolvados criados dormían desde hacia mucho rato. No le costó ningún trabajo bajar al hondo foso; entró en el castillo por el ventanuco de una bodega, donde le estaban esperando su madre y su tía y adonde no tardaron en acudir sus hermanas. Transcurrió un buen rato de lágrimas y abrazos y, apenas habían empezado a hablar, cuando las primeras luces del día vinieron a advertir a aquellos seres, que tan desafortunados se sentían, que el tiempo volaba. —Espero que tu hermano no haya sospechado tu llegada —le dijo la señora Pietranera—; desde su hazaña, apenas le he dirigido la palabra y, dado su amor propio, me ha honrado con muestras de estar muy ofendido. Esta noche, durante la cena, he tenido la deferencia de dirigirle la palabra; necesitaba una argucia para esconder la alegría loca que me embargaba y que podía inducirle a sospechar. Luego, cuando he visto que esa aparente reconciliación lo llenaba de orgullo, he aprovechado para hacerle beber más de la cuenta; no creo que se le haya podido ocurrir ponerse al acecho en desempeño de su oficio de espía. —Que nuestro húsar se esconda en tus habitaciones —dijo la marquesa—; no puede marcharse ahora. En este momento estamos muy trastornadas y hay que pensar muy bien la manera de despistar a esa terrible policía de Milán. Así lo hicieron pero, al día siguiente, el marqués y su primogénito se dieron cuenta de que la marquesa pasaba todo el rato en el cuarto de su cuñada. No nos entretendremos en relatar los raptos de ternura y de alegría en que aquellos seres tan dichosos pasaron aquel día. El corazón de los italianos se atormenta mucho más que el nuestro con las sospechas y los delirios que les pinta su ardiente imaginación, pero en compensación sus alegrías son mucho más intensas y duraderas. Aquel día la condesa y la marquesa estaban absolutamente enloquecidas. Obligaron a Fabricio a volver a contar una y otra vez toda su historia. Finalmente decidieron ir a esconder su común alegría a Milán, pues les parecía dificilísimo ocultarse por más tiempo a la policía del marqués y de su hijo Ascanio. Tomaron la barca de la casa para ir a Como; si hubieran actuado de otro modo hubieran suscitado mil sospechas; pero cuando llegaron al puerto de Como, la marquesa recordó que había olvidado en Grianta unos papeles de la mayor importancia, así que envió inmediatamente por ellos a los barqueros; de tal suerte, aquellos hombres no pudieron dar ningún informe de cómo emplearon su tiempo en Como las dos señoras. Nada más llegar alquilaron al azar uno de los coches que esperaban a la posible clientela al pie de la alta torre medieval que se alza un poco más arriba de la puerta de Milán. Partieron inmediatamente sin que el cochero tuviera ocasión de hablar con nadie. A un cuarto de legua de la ciudad, se encontraron con un joven cazador, conocido de las señoras, quien, como no iban acompañadas de ningún hombre, se ofreció galantemente a escoltarlas hasta las puertas de Milán, hacia donde se dirigía cazando. Todo discurría normalmente; las damas conversaban alegremente con el joven viajero; de súbito, tras una curva que describe la carretera para rodear la deliciosa colina y el bosque de San-Giovanni, tres gendarmes disfrazados se abalanzaron a las riendas de los caballos. —¡Ay! ¡Mi marido nos ha traicionado! —exclamó la marquesa, y se desmayó. Un sargento que se había quedado un poco rezagado se acercó trastabillando al coche y con una voz que delataba un reciente paso por la taberna dijo: —Me disgusta la misión que debo cumplir, pero queda usted arrestado, general Fabio Conti. Fabricio pensó que el sargento se mofaba de él llamándole general. «Ya me las pagarás» —se dijo—. No dejaba de mirar a los gendarmes disfrazados, dispuesto, al menor descuido, a saltar del coche y escapar campo a través. La condesa sonrió por lo que pudiera pasar —creo yo— y luego le dijo al sargento: —Pero, mi querido sargento, ¿de verdad cree usted que este niño de dieciséis años es el general Conti? —¿No es usted la hija del general? —dijo el sargento. —Le presento a mi padre —dijo la condesa, señalando a Fabricio. A los gendarmes les entró una risa loca. —Enséñenme sus pasaportes sin contestar —continuó el sargento molesto con el regocijo general. —Estas damas no lo llevan nunca para ir a Milán —dijo el cochero de un modo frío y filosófico—; vienen del castillo de Grianta. Ésta es la señora condesa Pietranera, y esta otra es la señora marquesa del Dongo. El sargento, muy desconcertado, se adelantó un poco y consideró la situación con sus hombres. Llevarían unos cinco minutos largos de consejo, cuando la condesa Pietranera pidió a aquellos señores que les permitieran adelantar el coche unos pasos hasta colocarlo a la sombra; aunque no fueran todavía más que las once de la mañana, el calor era asfixiante. Fabricio, que miraba con la mayor atención a un lado y a otro buscando el modo de escapar, vio que de un senderillo que a través de los campos confluía en la carretera, llena de polvo, salía una muchachita de catorce o quince años que lloraba tímidamente ocultando el rostro tras un pañuelo. Venía a pie, entre dos gendarmes uniformados; detrás, también entre dos gendarmes, iba un hombre alto y seco que afectaba aires de dignidad, como un gobernador en una procesión. —¿Dónde los habéis encontrado? —preguntó el sargento, completamente borracho ya a aquellas alturas. —Escapando por el campo y sin pasaporte alguno. El sargento dio la impresión de haber perdido completamente la cabeza; tenía ante sí cinco prisioneros en lugar de los dos que necesitaba. Se alejó unos pasos, dejando sólo a un hombre para guardar al prisionero que afectaba majestad y otro para impedir que avanzaran los caballos. —Espera —le dijo la condesa a Fabricio, que había ya saltado a tierra—; todo va a arreglarse. Oyeron que un gendarme gritaba: —¿Y qué importa? Si no tienen pasaporte, el arresto está bien hecho. Pero el sargento no parecía estar tan decidido. El nombre de la condesa Pietranera lo inquietaba; había conocido al general, de cuya muerte no estaba enterado. «El general no es hombre que vaya a dejar de vengarse, si arresto a su esposa sin justificación» —se decía. Mientras tenía lugar esta deliberación, que fue larga, la condesa había trabado conversación con la muchacha, que estaba de pie en la carretera, en medio del polvo, junto a la calesa. Estaba impresionada con su belleza. —Le va a sentar mal el sol, señorita; seguro que ese valiente soldado —añadió, dirigiéndose al gendarme que se había colocado delante de los caballos— le permite subir a la calesa. Fabricio, que andaba por allí en torno a la calesa, se acercó para ayudar a la muchacha a subir al coche. Tenía ésta ya un pie en el estribo y el brazo sostenido por Fabricio, cuando el solemne caballero, que estaba a unos seis pasos detrás del coche, gritó con una voz impostada en el deseo de parecer digna: —¡Quédese usted en la carretera! ¡No suba a un coche que no le pertenece! Fabricio no había oído esta orden; la muchacha, en vez de subir a la calesa, quiso volver a bajar, pero Fabricio seguía sosteniéndola; cayó en sus brazos. Él sonrió; ella se ruborizó intensamente; se quedaron un instante mirándose después de que ella se desprendiera de sus brazos. —Ésta sería una encantadora compañera de cárcel —se dijo Fabricio—: ¡qué hondura de pensamiento tras esa frente! Seguro que sabría amar. El sargento se acercó con ademán autoritario: —¿Cuál de estas señoras se llama Clelia Conti? —Yo —dijo la muchacha. —Y yo —gritó el hombre de edad— soy el general Fabio Conti, gentilhombre de cámara de S.A.S. monseñor el príncipe de Parma; y me parece en extremo impropio que un hombre de mi condición sea perseguido como un vulgar ladrón. —¿No mandó usted a paseo anteayer, cuando estaba embarcándose en el puerto de Como, al inspector de policía que le pidió el pasaporte? ¡Pues bien! Hoy, es el inspector quien le impide pasearse. —Me iba ya en mi barca; tenía prisa; amenazaba temporal; un hombre de paisano me gritó desde el muelle que volviera a puerto; le di mi nombre y seguí mi viaje. —Y esta mañana, ¿ha huido usted de Como? —Un hombre como yo no coge el pasaporte para ir de Milán a ver el lago. Esta mañana, en Como, se me ha dicho que seria detenido en la puerta, he salido a pie con mi hija; esperaba encontrar en la carretera algún coche que me llevara a Milán, donde, téngalo usted por seguro, lo primero que haré será ir a exponer mis quejas al general comandante en jefe de la provincia. Pareció como si al sargento lo libraran de un gran peso. —Pues bien, General, queda usted arrestado, yo seré quien lo lleve a Milán. Y usted, ¿quién es? —dijo dirigiéndose a Fabricio. —Mi hijo —contestó la condesa—: Ascanio, hijo del general de división Pietranera. —¿Sin pasaporte, señora condesa? —preguntó el sargento en un tono mucho más suave. —Dada la edad que tiene, no lo lleva nunca encima; jamás viaja solo; siempre va conmigo. Durante este diálogo el general Conti había ido adoptando unos aires de dignidad cada vez más ofendida con los gendarmes. —¡Menos cuento —le dijo uno de ellos—; está usted detenido y no hay más que hablar! —Dese usted con un canto en los dientes —dijo el sargento— si le permitimos que alquile un caballo a cualquier campesino; porque, si no, con todo el calor que hace y el polvo que hay, y con todo el grado de Gentilhombre de Parma, irá usted a pie en medio de nuestros caballos. El general se puso a maldecir. —¡Te quieres callar! —volvió a decirle el gendarme—. ¿Dónde está tu uniforme de general? ¡Cualquiera puede decir que es general! El general se enfadó aún más. Mientras, en la calesa las cosas iban mucho mejor. La condesa trataba a los gendarmes como si estuvieran a su servicio. Acababa de dar un escudo a uno de ellos para que fuera a por vino y, sobre todo, a por agua fresca a una casilla que se veía a unos doscientos pasos de allí. Había conseguido calmar a Fabricio, que a toda costa quería escaparse al bosque que poblaba la colina: «Tengo dos buenas pistolas» —decía éste—. También había conseguido que el irritado general permitiera a su hija subir al coche. Con ocasión de lo cual, el general, a quien le gustaba mucho hablar de sí mismo y de su familia, contó a aquellas señoras que su hija no tenía más que doce años, pues había nacido en 1803, el 27 de octubre; pero que era tan sensata todo el mundo le suponía catorce o quince. «Un hombre de lo más corriente» —decía la mirada que la condesa dirigió a la marquesa—. Gracias a la condesa, tras una hora de razonamientos, todo acabó por arreglarse: uno de los gendarmes, que casualmente tenía un asunto que resolver en el pueblo más cercano, alquiló su caballo al general Conti, no sin que antes la condesa le hubiera dicho: «Le daré a usted diez francos». El sargento se fue solo con el general; los otros gendarmes se quedaron a la sombra de un árbol en compañía de cuatro enormes botellas de vino, una especie de damajuanas que el gendarme había traído de la casilla ayudado por un aldeano. El digno gentilhombre concedió su autorización a Clelia Conti para que aceptara un sitio en el coche de las señoras para volver a Milán, y a nadie se le ocurrió detener al hijo del valiente general Pietranera. Tras unos momentos dedicados a la cortesía y a los comentarios sobre el pequeño incidente que acababa de zanjarse, Clelia Conti se dio cuenta del tono entusiasta con que una señora tan guapa como la condesa hablaba de Fabricio; evidentemente no era su madre. Lo que más le llamó la atención, de todas formas, fueron las repetidas alusiones a algo heroico, audaz, extremadamente peligroso que él había hecho hacía muy poco; pero, pese a su aguda inteligencia, la joven Clelia no consiguió adivinar de qué se trataba. Miraba con asombro a aquel héroe joven en cuyos ojos parecía arder aún todo el fuego de la acción. Y él…; él estaba aturdido por la tan singular belleza de aquella muchachita de doce años y enrojecía cada vez que se cruzaban sus miradas. Cuando estaban a una legua de Milán, Fabricio dijo que tenía que ir a ver a su tío y se despidió de las señoras. —Si consigo salir de ésta —dijo, dirigiéndose a Clelia—, iré a ver los hermosos cuadros de Parma, ¿querrá usted acordarse entonces del nombre de Fabricio del Dongo? —¡Magnífico! —dijo la condesa—. ¿Así es como guardas tú el incógnito? Señorita, tenga usted a bien, se lo ruego, recordar que este tunante es mi hijo y que se llama Pietranera y no del Dongo. Aquella noche, ya muy tarde, Fabricio entró en Milán por la puerta Renza, que lleva a uno de los paseos de moda. El viaje de los dos criados a Suiza había esquilmado el muy escaso peculio de la marquesa y de su hermana; por suerte, a Fabricio aún le quedaban algunos napoleones y uno de los diamantes, que decidieron vender. Las dos señoras eran muy queridas y conocían a todo el mundo en la ciudad. Unas personas de la mayor consideración en el partido austriaco fueron a interceder por Fabricio ante el jefe de la policía, el barón Binder. Aquellos señores no concebían —le decían al barón— cómo se podía tomar en consideración la trastada de un niño de dieciséis años que riñe con su hermano mayor y se escapa de la casa paterna. —En mi oficio, hay que tomar en consideración todo —respondió con suavidad el barón Binder, que era un hombre prudente y triste. Estaba entonces organizando la famosa policía de Milán, con la finalidad de prevenir una revolución como la de 1740, que expulsó a los austriacos de Génova. Esta policía de Milán, célebre luego por las aventuras de los señores Pellico y Andryane, no fue precisamente cruel; se limitó a aplicar tan razonable como implacablemente unas leyes severas. El emperador Francisco II quería que se grabara el terror en aquellas imaginaciones italianas tan atrevidas. —Denme una información debidamente probada de lo que ha hecho día a día el joven marquesino del Dongo, desde el momento de su salida de Grianta, el 8 de marzo, hasta el momento de su llegada ayer por la noche a esta ciudad, donde está escondido en una de las habitaciones de la casa de su madre, y yo lo trataré como el más amable y travieso de los jóvenes de la ciudad. Pero si ustedes no pueden facilitarme el itinerario del muchacho a lo largo de los días que siguieron a su marcha de Grianta, aun siendo muy alta la nobleza de su casa y muy grande el respeto que profeso a los amigos de su familia, ¿no será, acaso, mi deber mandar que lo detengan? ¿Y no será menos mi deber retenerlo en la cárcel hasta tanto no me haya dado prueba de que no ha ido a llevar a Napoleón ningún mensaje de parte de los descontentos que pueda haber en la Lombardía entre los súbditos de Su Majestad Imperial y Real? Y reparen aún, señores míos, en que si el joven del Dongo llega a justificarse sobre este particular, será aún culpable de haber salido al extranjero sin un pasaporte debidamente concedido, y, lo que es más grave, habiendo tomado un nombre falso y portando a sabiendas un pasaporte expedido a un simple menestral, es decir, a un individuo de una clase muy inferior a la suya. Aquellas consideraciones, cruelmente razonables, iban acompañadas de todos los signos de deferencia y respeto que el jefe de policía debía a la alta posición de la marquesa del Dongo, y a la de los personajes que acudían a interceder por ella. La marquesa cayó en la desesperación cuando se enteró de la respuesta del barón Binder. —¡Van a detener a Fabricio! —exclamó entre sollozos—; y una vez en la cárcel, ¡Dios sabe cuándo saldrá! ¡Su padre renegará de él! La señora Pietranera y su cuñada se reunieron, para aconsejarse, con dos o tres amigos íntimos, pero independientemente de cuál fuera su parecer, la marquesa decidió a toda costa que su hijo huyera a la noche siguiente. —Pero no te das cuenta —le decía la condesa— de que el barón Binder sabe que tu hijo está aquí; tienes que pensar que ese hombre no es malo. —No, no es malo, pero quiere complacer al emperador Francisco. —Si a él le pareciera conveniente para su carrera meter a Fabricio en la cárcel, ya estaría allí; y hacer que se escape es mostrar una desconfianza injuriosa. —Pero al revelarnos que sabe dónde está Fabricio, nos está diciendo: «¡Que se escape!». No, no viviré mientras pueda decirme «Dentro de un cuarto de hora mi hijo puede estar entre cuatro paredes». Sean cuales fueren las ambiciones del barón Binder —añadía la marquesa—, cree útil para su posición personal en este país mostrar alguna deferencia para con un hombre de la condición de mi marido y veo una prueba de ello en la rara confianza con que revela que sabe dónde puede encontrar a mi hijo. Por si no bastara, el barón se complace en detallar las dos infracciones de que se acusa a Fabricio, tras la denuncia de su indigno hermano; y explica que ambas infracciones acarrean la pena de prisión; ¿no es todo ello un modo de decimos que, si preferimos el destierro, podemos elegir? —Si eliges el destierro —volvía a repetir la condesa—, ya no lo veremos más en la vida. Fabricio, que había estado presente durante toda aquella entrevista mantenida con uno de los viejos amigos de la marquesa —consejero, entonces, del tribunal formado por Austria—, era firme partidario de la huida. Y, en efecto, aquella misma noche salió del palacio escondido en el coche en que su madre y a su tía fueron a la Scala. El cochero, que no les inspiraba mucha confianza, se fue a hacer su habitual visita a la taberna y, mientras que el lacayo, un hombre fiel, guardaba los caballos, Fabricio, disfrazado de campesino, se deslizó fuera del coche, y salió de la ciudad. Al día siguiente, por la mañana, pasó la frontera con la misma fortuna, y, unas horas más tarde, estaba ya instalado en una finca que tenía su madre en el Piamonte, cerca de Novara, en Romagnano, el lugar en que halló la muerte Bayard. No es difícil imaginar el grado de atención con que las dos señoras asistían a la función desde su palco de la Scala. En realidad, habían ido allí únicamente para consultar a algunos de sus amigos, pertenecientes al partido liberal, cuya presencia en el palacio del Dongo hubiera sido mal interpretada por la policía. En el palco se acordó hacer una nueva gestión cerca del barón Binder. No cabía pensar en ningún ofrecimiento de dinero a aquel magistrado honrado a carta cabal; por otra parte, aquellas señoras eran muy pobres y habían obligado a Fabricio a que se llevara cuanto quedaba de la venta del diamante. En cualquier caso, era sumamente importante saber cuál era la última palabra del barón. Los amigos de la condesa le recordaron la existencia de un tal Borda, un canónigo joven y muy amable, que, tiempo atrás, le había hecho la corte, si bien valiéndose de artimañas más bien infames. Como no lo había logrado, había descubierto al general Pietranera la amistad de la condesa por Limercati; el general lo había arrojado de su presencia como indeseable. Por aquellos días, el canónigo jugaba al tarot todas las tardes con la baronesa Binder, y, naturalmente, era el amigo íntimo del marido. La condesa decidió acometer la tarea, en extremo ingrata, de visitar al canónigo. Y al día siguiente, muy temprano, antes de que el clérigo saliera de su casa, se hizo anunciar. Cuando el criado, el único que tenía el canónigo, pronunció el nombre de la condesa Pietranera, aquel hombre se emocionó hasta el punto de quedarse sin voz; ni siquiera pensó en cambiarse la muy elemental ropa de casa que llevaba. —Hazla pasar y vete —dijo con una voz casi inaudible. Cuando entró la condesa, Borda se arrojó al suelo de rodillas. —Sólo así puede un desventurado loco recibir sus órdenes —dijo a la condesa, que aquella mañana, muy sencillamente vestida, casi disfrazada, tenía un atractivo irresistible. Tanto el enorme disgusto que le producía el destierro de Fabricio, como la violencia que se hacía para ir a la casa de un hombre que había actuado tan insidiosamente con ella, contribuían a dar a su mirada un brillo increíble. —Así es como quiero recibir sus órdenes —exclamó el canónigo—, porque es evidente que tiene usted algún servicio que pedirme; ninguna otra razón la hubiera inducido a honrar la pobre casa de un desdichado loco, que, antaño, perturbado por el amor y los celos, al ver frustrados sus deseos de complacerla, se condujo ante usted como un cobarde. Aquellas palabras eran sinceras y el gran poder que tenía entonces el canónigo las hacía más hermosas aún, A la condesa la emocionaron hasta el punto de hacerle saltar las lágrimas. A la humillación y al miedo que helaban su alma les sucedió al instante el enternecimiento y, también, un poco de esperanza. En un abrir y cerrar de ojos, pasaba de un estado de extrema desgracia a casi la dicha. —Bésame la mano —le dijo al canónigo, al tiempo que se la ofrecía— y levántate. (Conviene saber que en Italia el tuteo tanto es señal de amistad cordial y franca, como de otros sentimientos más tiernos). Vengo a pedirte gracia para mi sobrino Fabricio. Te cuento la verdad entera, sin el menor engaño, como se cuentan las cosas a un viejo amigo. No tiene más que dieciséis años y medio y acaba de hacer una locura enorme. Una tarde que estábamos en el castillo de Grianta, en el lago de Como, a eso de las siete, nos enteramos por un barco procedente de Como de que el Emperador había desembarcado en el Golfo-Juan. Al día siguiente, por la mañana, Fabricio se marchó a Francia, tras haberle pedido el pasaporte a uno de sus amigos del pueblo, un vendedor de barómetros llamado Vasi. Como no tiene precisamente el aspecto de un vendedor de barómetros, no había hecho ni diez leguas en Francia, cuando lo arrestaron, precisamente por culpa de su aspecto. Sus entusiastas efusiones en mal francés les parecieron sospechosas. Al cabo de un tiempo, escapó y pudo llegar a Ginebra; enviamos por él a Lugano… —O sea, a Ginebra —dijo el canónigo sonriendo. La condesa concluyó su relato. —Haré por usted lo humanamente posible —dijo el canónigo efusivamente—; me pongo enteramente a sus órdenes. Incluso cometeré imprudencias —añadió—. Y dígame, ¿qué debo hacer cuando este pobre salón se vea privado de esta aparición del cielo, que hace época en la historia de mi vida? —Tiene que ir a casa del barón Binder a decirle que quiere a Fabricio desde que nació, que lo vio nacer en la época en que nos visitaba, y que, en fin, en nombre de la amistad que se profesan, le suplica que encargue a todos sus espías que comprueben si Fabricio tuvo el menor contacto con cualquiera de los liberales que tiene bajo vigilancia antes de que partiera hacia Suiza. Por poco eficaces que sean los hombres del barón, le mostrarán con toda claridad que no se trata más que de un desatino juvenil. Como usted sabe, en las bonitas dependencias del palacio Dugnani tenía yo colgados los grabados de las batallas ganadas por Napoleón. Mi sobrino aprendió a leer en los pies de tales imágenes. Desde que tenía cinco años, mi pobre marido le contaba aquellas batallas; le poníamos en la cabeza el casco de mi marido; el niño arrastraba por la casa su enorme sable. ¡Pues bien, un buen día se entera de que el dios de mi marido, el Emperador, ha vuelto a Francia!; atolondradamente corre a reunirse con él, pero no lo consigue. Pregúntele a su barón qué pena puede aplicar a ese momento de locura. —Olvidaba algo —dijo el canónigo—, verá usted que no soy del todo indigno de su perdón. Aquí tiene —dijo buscando entre los papeles de la mesa—, aquí tiene la denuncia de ese infame collotorto (hipócrita), mire, firmada por Ascanio Valserra del DONGO, que ha empezado todo este asunto; la cogí ayer en las oficinas de la policía, y fui a la Scala, en la esperanza de ver a alguno de los habituales de su palco, para que se lo hiciera llegar a usted. Hay una copia de este documento en Viena desde hace mucho. Éste es el enemigo con quien hemos de lidiar. El canónigo leyó la denuncia con la condesa, luego convinieron que, aquel mismo día, él le haría llegar una copia con alguien de su confianza. La condesa volvió al palacio del Dongo con el corazón alegre. —Imposible ser más caballero que este antiguo bribón —dijo a la marquesa—. Esta noche en la Scala, cuando el reloj del teatro marque las once menos cuarto, diremos a todo el mundo que se vaya de nuestro palco, apagaremos las luces y cerraremos la puerta; a las once vendrá el canónigo en persona a contarnos qué ha podido hacer. Eso es lo que nos ha parecido menos comprometedor para él. El canónigo era un hombre inteligente; ni por un momento se le ocurrió faltar a la cita. Demostró la bondad sin fisuras y la franqueza sin reservas que apenas se encuentran fuera de los países en los que la vanidad no es el sentimiento dominante. Su denuncia de la condesa al general Pietranera, su marido, era uno de los grandes remordimientos de su vida; ahora encontraba un medio de borrarlo. Aquella mañana, cuando la condesa dejó su casa, se quedó pensando no sin amargura, pues no estaba curado todavía: «Mira tú por dónde, ahora hace el amor con su sobrino. ¿Cómo se explica, si no, que, con lo orgullosa que es, venga a verme a mi casa?… Cuando murió el pobre Pietranera rechazó horrorizada el ofrecimiento de mis servicios, aun habiéndoselo hecho del mejor y más cortés de los modos, por intermedio del coronel Scotti, antiguo amante suyo. ¡La bella Pietranera viviendo con 1.500 francos! —añadía el canónigo, paseando briosamente por su cuarto—. Y tener que vivir en el castillo de Grianta con el marqués del Dongo, ese secatore[15] inaguantable… Es la única explicación. Al fin y al cabo, ese chico, Fabricio, es de lo más guapo, alto, con tipo magnífico, un cara siempre sonriente… y, lo que es más, una mirada cargada de tierna voluptuosidad… una fisonomía de Correggio» —añadía el canónigo con desasosiego. «Tampoco es tan grande la diferencia de edad… Fabricio debió de nacer después de la entrada de los franceses, me parece que en el 98. La condesa tendrá veintisiete o veintiocho años. Ninguna más guapa que ella, ninguna más adorable. En este país donde hay tantas mujeres bellas, ella las gana a todas; la Marini, la Gherardi, la Ruga, la Aresi, la Pietragua, ninguna como ella… Seguro que vivían felices escondidos en ese hermoso lago de Como hasta que el muchacho decidió ir a reunirse con Napoleón… ¡Aún quedan corazones valerosos en Italia, hagan lo que hagan! ¡Patria amada!… No —proseguía aquel corazón arrebatado por los celos—, no cabe otra explicación a que se haya resignado a vegetar en el campo, a soportar el asco de ver día tras día, comida tras comida, la repugnante cara del marqués del Dongo y, peor aún, la indigna y descolorida del marchesino Ascanio, que va a ser mucho peor que su padre. ¡Bueno, pues le haré el favor lo mejor que pueda! Así, al menos, tendré el placer de verla de cerca y no tan sólo por el anteojo». El canónigo Borda explicó con toda claridad la situación a aquellas señoras. En el fondo, Binder no podía estar mejor dispuesto; estaba encantado con el hecho de que Fabricio se hubiera escapado antes de que pudieran llegar órdenes de Viena, pues no tenía ninguna capacidad para decidir sobre nada; para este asunto, como para cualquier otro, tenía que esperar a que llegaran instrucciones. Todos los días enviaba a Viena una copia exacta de cada uno de los informes; luego, se limitaba a esperar. En su destierro en Romagnano Fabricio tenía que: 1.° No faltar a misa ni un solo día; tomar como confesor a algún hombre inteligente, entregado a la causa de la monarquía, a quien, en el tribunal de la penitencia, no confesaría más que sentimientos irreprochables. 2.° No frecuentar a nadie que tuviera fama de inteligente y, siempre que se le presentara la ocasión, hablar de la revolución con horror y dando por supuesta su ilicitud. 3.° No dejarse ver en el café; no leer nunca otros periódicos que las gacetas oficiales de Turín y de Milán; mostrar en general hastío ante la lectura; mejor, no leer nunca nada, sobre todo ningún libro impreso antes de 1720, con la excepción, en todo caso, de las novelas de Walter Scott. 4.° Por último —añadió el canónigo, no sin cierta malicia—, es muy, muy conveniente que corteje descaradamente a alguna de las guapas mujeres del pueblo, de la nobleza local, naturalmente. Esto demostrará que no tiene el talante sombrío y resentido del aprendiz de conspirador. Antes de acostarse, la condesa y la marquesa escribieron a Fabricio sendas interminables cartas, en las que le daban razón, con encantadora ansiedad, de todos los consejos dados por Borda. Fabricio no tenía la menor gana de conspirar. Amaba a Napoleón, pero, en su condición de noble, se creía nacido para ser más dichoso que los demás, y los burgueses le parecían ridículos. Desde la salida del colegio no había vuelto a abrir un libro; y aun allí no había leído nada más que libros retocados por los jesuitas. Se instaló a cierta distancia de Romagnano, en un palacio magnífico, una de las obras maestras del famoso arquitecto San Micheli; aunque hacía treinta años que nadie lo había habitado: todas las habitaciones tenían goteras y no cerraba ninguna ventana. Se apoderó de los caballos del encargado y no hacía otra cosa que montarlos durante todo el día; no hablaba con nadie y pensaba mucho. El consejo de buscar una amante que perteneciera a alguna de las familias ultra le pareció divertido y lo siguió al pie de la letra. Eligió como confesor a un cura joven e intrigante que quería llegar a obispo (como el confesor de Spielberg)[16]. Pero caminaba a pie tres leguas y se envolvía en un misterio, que a él le parecía impenetrable, para leer Le Constitutionnel, que le parecía sublime; «¡Es tan bueno como Alfieri o como Dante!» —se decía a menudo— En esto, Fabricio se parecía a los jóvenes franceses: se ocupaba mucho más de su caballo y de su periódico que de su bien pensante querida. Pero en aquel espíritu ingenuo y firme aún no había sitio para el «haz lo que vieres», y no hizo amigos en la buena sociedad de la ciudad de Romagnano; su sencillez fue interpretada como altanería; no sabían bien a qué atenerse con aquella forma de ser: «Es un segundón descontento de no ser el primogénito», sentenció el cura. Capítulo sexto Para ser sinceros, hemos de confesar que aquellos celos del canónigo Borda no eran del todo infundados; cuando Fabricio volvió de Francia, la condesa Pietranera lo vio como quien ve a un extraño muy guapo y al que hubiera tratado mucho, hacía ya tiempo. Si él le hubiera hablado de amor, ella lo hubiera amado; ¿no le suscitaban ya tanto sus actos como su persona una admiración apasionada y, admitámoslo, sin límites? Pero cuando Fabricio la besaba lo hacía con tan claras muestras de inocente gratitud y franca amistad, que se habría horrorizado a sí misma si en aquella amistad casi filial hubiera buscado un sentimiento distinto. «Es verdad —se decía la condesa— que a los amigos que me conocieron hace seis años en la corte del príncipe Eugenio aún puedo parecerles guapa, incluso joven, pero, para él, soy una mujer respetable… incluso, hablando claramente y sin hacer caso de mi amor propio, una mujer mayor». La condesa no dejaba de hacerse ilusiones sobre la etapa de la vida a que había llegado, pero no como las mujeres vulgares. «A su edad, por otra parte —seguía pensando—, se exagera un poco sobre las injurias del tiempo; un hombre más adentrado en la vida…». La condesa, que mientras pensaba estas cosas se paseaba en su salón, se detuvo ante un espejo, luego sonrió. Conviene saber que, desde hacía unos meses, el corazón de la señora Pietranera estaba siendo seriamente asediado por un singular personaje. Poco después de la partida de Fabricio a Francia, la condesa, que, sin que ella acabara de reconocérselo a sí misma, empezaba a pensar mucho en él, había caído en una profunda melancolía. Ninguna de sus ocupaciones le parecía agradable, todo lo que hacía le resultaba insípido, por decirlo de algún modo. Pensaba que Napoleón, con idea de ganarse el afecto de sus pueblos de Italia, haría a Fabricio ayuda de campo suyo. «¡Lo he perdido! —exclamaba en su interior mientras lloraba—. ¡No lo volveré a ver!; y aunque me escriba, ¿qué seré yo para él dentro de diez años?». En tal estado de ánimo hizo un viaje a Milán. Esperaba tener allí noticias más directas de Napoleón y, ¿quién sabe?, a lo mejor, de rechazo, también noticias de Fabricio. Aunque no se lo confesara, su activo espíritu empezaba a estar harto de la monótona vida que llevaba en el campo. «Esto no es vivir —se decía—, esto es limitarse a no morir». ¡Ver, día tras día, aquellas caras empolvadas, al hermano, al sobrino Ascanio, a sus criados! ¿Cómo iban a ser sus paseos por el lago sin Fabricio? Su único consuelo estaba en la amistad que la unía a la marquesa. Pero desde hacía algún tiempo, esta intimidad con la madre de Fabricio, que era mayor que ella y estaba desilusionada de la vida, le resultaba cada vez menos agradable. Tal era la singular disposición de espíritu de la señora Pietranera. Estando Fabricio ausente, esperaba poco de la vida; su corazón necesitaba consuelo y novedades. Cuando llegó a Milán se apasionó por la ópera de moda; iba a la Scala y se encerraba sola durante las largas horas de función en el palco de su antiguo amigo el general Scotti. Los hombres a quienes vio con idea de tener noticias de Napoleón y su ejército le parecieron vulgares y groseros. De vuelta, en casa, improvisaba en el piano hasta altas horas de la madrugada. Una noche, en la Scala, en el palco de una amiga al que solía ir en busca de noticias de Francia, le presentaron al conde Mosca, ministro de Parma; era un hombre amable que habló de Francia y de Napoleón de un modo que le hizo concebir en su corazón, a un tiempo, esperanzas y temores. Al día siguiente volvió al mismo palco. También acudió aquel hombre inteligente y ella estuvo hablándole muy a gusto todo el tiempo que duró la función. Desde que se había ido Fabricio no había pasado una velada tan estimulante como aquélla. El hombre que tanto la entretenía era el conde Mosca della Rovere Sorezana, ministro de la Guerra, de Policía y de Finanzas del famoso príncipe de Parma, Ernesto IV, célebre por su severidad, que los liberales de Milán llamaban crueldad. Mosca tendría por entonces unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Tenía los rasgos marcados, no era nada altanero y su aspecto sencillo y alegre predisponía en su favor. Hubiera tenido aún mejor aspecto si por una rareza de su príncipe no se viera obligado a llevar el pelo empolvado como garantía de buena disposición política. Como en Italia el miedo a herir la vanidad no constriñe los usos sociales, no es raro que se adopte enseguida un tono de intimidad y se hable sin trabas de cosas personales. El límite a tal hábito estriba en que, cuando alguien se siente herido por su práctica inmoderada, deja de ver al otro. —¿Por qué va empolvado, conde? —le dijo la señora Pietranera la tercera vez que se vieron— ¡Empolvado un hombre como usted, amable, aún joven y que ha hecho la guerra en España con nosotros! —El caso es que yo no robé nada en España, y hay que vivir. Entonces yo estaba loco por la gloria; una palabra halagüeña del general francés que nos mandaba, Gouvion-Saint-Cyr, lo era todo para mí. Cuando cayó Napoleón me encontré con que, mientras yo me comía mi patrimonio al servicio del emperador, mi padre, un hombre imaginativo que me veía ya general, me construía un palacio en Parma. En 1813, me encontré que todo lo que tenía era un gran palacio inacabado y una pensión. —¿Una pensión de tres mil quinientos francos como la de mi marido? —El conde Pietranera era general de división. La pensión que me concedieron a mí, simple jefe de escuadrón, no pasaba de ochocientos francos, y, además, no la cobré hasta no ser ministro de Finanzas. En el palco sólo estaban ellos y la dueña del mismo, una señora de ideas liberales, así que la conversación siguió con la misma franqueza. A las preguntas que le hicieron, el conde Mosca habló de su vida en Parma. —En España, a las órdenes del general Saint-Cyr, me expuse al fuego de fusilería para conseguir una medalla y un poco de gloria; ahora me visto como un personaje de comedia para poder mantener una alta posición y ganar unos miles de francos. Cuando me metí en esta especie de juego de ajedrez, me sentí bastante molesto por las insolencias de mis superiores, así que me propuse ocupar uno de los primeros puestos; pues bien, lo he conseguido. Pero mis días mejores son los que, muy de vez en cuando, consigo pasar en Milán. Aquí alienta aún, me parece a mí, el corazón de vuestro ejército de Italia. La franqueza, la disinvoltura con que hablaba aquel ministro de un príncipe tan temido espoleó la curiosidad de la condesa; la denominación de los cargos que ocupaba le había hecho pensar en alguien engreído y pagado de sí mismo; sin embargo, en el hombre vio a un ser avergonzado de la importancia de aquel puesto. Mosca había prometido informarle de todas las novedades que le llegaran de Francia; en Milán, un mes antes de Waterloo, ésta era una gran indiscreción. Para Italia, era cuestión de ser o no ser; en Milán todo el mundo estaba en ascuas, unos por el miedo, otros por la esperanza. En medio de aquella inquietud universal, la condesa hizo sus averiguaciones a propósito de un hombre como aquel que hablaba con tanta ligereza de un cargo tan envidiado y que constituía, además, su única fuente de recursos. La señora Pietranera se enteró de cosas curiosas, sumamente interesantes en su rareza. «El conde Mosca della Rovere Sorezana —le dijeron— está a punto de convertirse en primer ministro y en el hombre de confianza oficial del príncipe Ranucio Ernesto IV, soberano absoluto de Parma y uno de los príncipes más ricos de Europa. En realidad, el conde ocuparía ya dicho puesto máximo si hubiese adoptado un talante más serio; dicen que el príncipe le llama a menudo la atención a este propósito». —¿Qué le importan mis maneras a Vuestra Alteza —le contestaba él con desenvoltura— mientras resuelva convenientemente sus asuntos? —La estrella de este favorito —añadía el confidente de la condesa— no deja de tener sus sombras. Tiene que complacer a un soberano sereno e inteligente, no hay duda de ello, pero a quien la accesión al trono absoluto parece haber trastornado; entre otras cosas, abriga resquemores más propios de una mujercilla. «Ernesto IV sólo es valiente en la guerra. En el campo de batalla se le ha visto veinte veces conducir el ataque de una columna como un bravo general. Pero tras la muerte de su padre, Ernesto III, de vuelta a sus estados, donde desgraciadamente tiene un poder sin límites, se ha dedicado a manifestarse con vesania en contra de los liberales y de la libertad. Se imaginó que lo odiaban; y, finalmente, en un momento de mal humor, ordenó ahorcar a dos liberales, seguramente inocentes, aconsejado por un miserable llamado Rassi, una especie de ministro de justicia. »A partir de ese momento aciago, la vida del príncipe ha cambiado; se le ve atormentado por las sospechas más extrañas. Aún no tiene cincuenta años y el miedo lo ha hecho menguar, por decirlo de algún modo, hasta tal punto, que en cuanto empieza a hablar de los jacobinos y de los proyectos del comité director de París se le pone una cara de anciano de ochenta años. Ha recaído en los terrores infantiles. Toda la influencia de su favorito Rassi, fiscal general (o juez supremo), depende del miedo de su amo; y, así, ante el menor temor a perder su ascendencia, se lanza a descubrir alguna nueva conspiración, cuanto más negra y más quimérica, mejor. Se reúnen treinta imprudentes a leer Le Constitutionnel e inmediatamente Rassi los acusa de conspiradores y los encierra en la famosa ciudadela de Parma, terror de toda la Lombardía. Como está muy alta —unos sesenta metros, según dicen— se la ve desde muy lejos en medio del inmenso llano; así que el aspecto imponente de esta cárcel, de la que se cuentan cosas horribles, la convierte en la reina, por el miedo que inspira, de toda la planicie que se extiende entre Milán y Bolonia». —¿Querrá usted creerme —le comentaba otro viajero a la condesa— si le digo que, por la noche, en el tercer piso de su palacio, guardado por ochenta centinelas que cada cuarto de hora aúllan una frase entera, Ernesto IV tiembla en su cuarto? Aun teniendo las puertas cerradas con diez candados y las estancias de al lado, de arriba y de abajo, repletas de soldados, tiene miedo de los jacobinos. En cuanto cruje alguna de las tablas del suelo, se lanza a coger sus pistolas, convencido de que hay un liberal debajo de su cama. Al momento, suenan todas las campanillas del palacio y un ayuda de campo va a despertar al conde Mosca. En cuanto llega a palacio, el ministro de Policía se guarda mucho de negar la conspiración; al contrario, él en persona, juntamente con el príncipe, armado hasta los dientes, escudriña todos los rincones de las dependencias, mira debajo de las camas, y, en definitiva, se entregan a interminables acciones ridículas, más dignas de una vieja. Al propio príncipe, en la época feliz en que se dedicaba a la guerra y no había matado a nadie de otro modo que no fuera disparando su fusil, todas estas precauciones le hubieran parecido envilecedoras. De hecho, como es un hombre muy inteligente, se avergüenza de ellas. Le parecen ridículas, incluso en el momento mismo en que se entrega a las mismas; y la fuente de la inmensa consideración del conde Mosca estriba en que emplea toda su competencia en conseguir que el príncipe no tenga nunca que sonrojarse en su presencia. Es él, el propio Mosca, quien, en su condición de ministro de Policía, insiste en mirar debajo de los muebles y, según cuentan en Parma, hasta en los estuches de los contrabajos. A esto último se opone el príncipe, y se burla de su ministro por su excesiva diligencia. «Esto es un reto —le contesta el conde Mosca—, piense Vuestra Alteza en los sonetos satíricos con que nos aburrirían los jacobinos si dejáramos que lo mataran. Ya no es sólo su vida lo que defendemos, es nuestro honor». Pero no parece que el príncipe se deje convencer sino a medias; y si a alguien en la ciudad se le ocurre contar que en palacio han pasado la noche en claro, el fiscal general Rassi envía al torpe bromista a la ciudadela. Y, una vez dentro de esta casa alta y bien ventilada, como dicen en Parma, hace falta un milagro para que alguien se acuerde del prisionero. Precisamente por su condición de militar, porque en España escapó pistola en mano a más de veinte emboscadas, el príncipe prefiere al conde Mosca antes que a Rassi, que es mucho más maleable y mucho más bajo. Esos desventurados presos de la ciudadela lo son en el secreto más riguroso y se cuentan mil historias a propósito de ellos. Dicen los liberales que a Rassi se le ha ocurrido la idea de ordenar a carceleros y confesores que hagan creer a los presos que una vez al mes, más o menos, uno de ellos es ajusticiado. Ese día los presos tienen permiso para subir a lo alto de la torre, unos sesenta metros de altura, y desde allí ven desfilar un triste cortejo con un celador que finge ser el pobre desgraciado que se encamina a la muerte. Estas historias y muchas otras del mismo estilo, no menos auténticas, interesaban vivamente a la señora Pietranera. Al día siguiente, le pedía más detalles al conde Mosca y le tomaba el pelo con agudezas. Le parecía un hombre divertido y le decía que en el fondo era un monstruo sin duda alguna. Un día, de vuelta en su hotel, el conde se dijo: «Esta condesa Pietranera es más que una mujer encantadora; cuando paso la velada en su palco, consigo olvidar algunas cosas de Parma cuyo recuerdo me rompe el corazón». «Este ministro, pese a su aspecto de ligereza y sus brillantes modales, no tenía un alma a la francesa; no sabía olvidar sus disgustos. Cuando en su almohada había una espina, se sentía obligado a romperla, a despuntarla a fuerza de clavar en ella sus carnes palpitantes». (Perdóneseme esta frase, que traduzco del italiano). Al día siguiente de tal descubrimiento, al conde le pareció que, pese a todos los asuntos que tenía que resolver en Milán, la jornada se le hacía enormemente larga; no se podía estar quieto; fatigó a los caballos de su coche. A eso de las seis, montó a caballo para ir al Corso. Tenía alguna esperanza de encontrar allí a la señora Pietranera. No la vio; recordó que el teatro de la Scala abría a las ocho; fue al teatro, pero no vio más que a diez personas en la inmensa sala. Le dio cierta vergüenza estar allí. «¿Será posible —se preguntó— que a mis cuarenta y cinco años cumplidos esté haciendo cosas que ruborizarían a un cadete? Por suerte, no parece que nadie se haya dado cuenta». Escapó y trató de matar el tiempo paseando por las hermosas calles de los alrededores de la Scala. Es una zona con muchos cafés que, a aquella hora, rebosaban de gente. Las mesas de fuera, en las aceras, estaban repletas de curiosos tomando helados y criticando a los que pasaban. El conde era un paseante muy conocido. También tuvo el placer de ser reconocido y abordado. Tres o cuatro inoportunos, a los que no podía ofender, aprovecharon la ocasión para tener una audiencia con un ministro tan poderoso. Dos de ellos le hicieron peticiones; el tercero se limitó a darle consejos, muy largos, a propósito de su política. «Cuando uno es tan inteligente —dijo—, no duerme; si es tan poderoso, no pasea». Volvió al teatro y se le ocurrió tomar un palco en el tercer piso; desde allí podría ver bien, sin ser visto, el palco del segundo, que ocuparía, según esperaba, la condesa. Transcurrieron dos horas cumplidas, que no se le hicieron nada largas a aquel enamorado. Seguro de no ser visto, se entregaba feliz a su locura. «¿Acaso no es la vejez —se decía— otra cosa que ser incapaz de permitirse estas deliciosas niñerías?». Por fin apareció la condesa. Armado de sus anteojos la observaba emocionado: «Joven, brillante, ligera como un pájaro —se decía—, no tiene veinticinco años. Su belleza es el menor de sus encantos. No puede haber otra alma como la suya, tan absolutamente sincera, nunca movida por la prudencia, entregada por entero a la impresión del momento, sin pretender otra cosa que ser arrastrada por algo nuevo. Comprendo perfectamente las locuras del conde Nani». Cuando no pensaba nada más que en conquistar la dicha que tenía ante los ojos, el conde se daba a sí mismo excelentes razones para mantener su locura. Pero cuando consideraba su edad y las preocupaciones, en ocasiones muy tristes, que embargaban su vida, ya no las encontraba tan buenas. «Un hombre hábil, con la inteligencia ensombrecida por el miedo, me procura una magnífica existencia y mucho dinero por ser su ministro, pero si me despide mañana, me quedo pobre y viejo, o sea, lo que la gente desprecia más. ¡Menudo encanto de persona para ofrecer a la condesa!». Pero estos pensamientos eran muy negros, mejor volver a la señora Pietranera. No podía dejar de mirarla, y no bajaba a su palco para poder seguir recreándose en aquel pensar en ella. «Me han dicho que si aceptó a Nani no fue más que para rechazar a ese imbécil de Limercati, que no quiso ni oír hablar de tirar una estocada, o mandar darle una puñalada, al asesino de su marido. ¡Yo me hubiera batido veinte veces por ella!», exclamó, para sí, el conde enardecido. A cada momento miraba al reloj del teatro que, cada cinco minutos, mediante cifras iluminadas que se destacan sobre un fondo negro, advierte a los espectadores del momento en que pueden trasladarse al palco de algún amigo. El conde se decía: «No puedo estar más de media hora en su palco y eso como mucho; conociéndola desde hace tan poco, si me quedo más tiempo, con la edad que tengo y estos malditos pelos empolvados, me pongo en evidencia, pareceré un Casandro[17]». Una reflexión le decidió de súbito: «Si abandona su palco para hacer alguna visita, me lo tendré bien merecido por la avaricia con que me escatimo el placer de ir a verla». Pero, cuando se levantaba para bajar al palco en que estaba la condesa, súbitamente dejó casi de tener ganas de presentarse allí. «¡Ay —pensó, riéndose de sí mismo, mientras se paraba en la escalera—, esto no deja de tener su encanto: un auténtico ataque de timidez! ¡Hacía por lo menos veinticinco años que no me pasaba!». Entró en el palco casi forzándose a sí mismo; y, aprovechando inteligentemente el estado en que se hallaba, no hizo el menor esfuerzo por mostrar soltura o por manifestar su ingenio lanzándose a contar alguna historieta divertida; tuvo el valor de ser tímido, aplicó su talento a dejar entrever su turbación sin caer en el ridículo. «Si lo toma en mala parte —se decía—, estoy perdido para siempre. ¡Un tímido con el pelo empolvado, que si no fuera por los polvos dejaría ver que es ya gris! Sea como fuere, el sentimiento es verdadero; no puede, por tanto, ser ridículo salvo si lo exagero o alardeo de él». La condesa se había aburrido tan a menudo en el castillo de Grianta ante las caras empolvadas de su hermano, de su sobrino y de algunos pelmas bien pensantes locales, que ni se le ocurrió fijarse en el peinado de su nuevo adorador. Teniendo en esto su ingenio un escudo que evitaba la carcajada que, de otro modo, le hubiera pedido la entrada del conde, dedicó toda su atención a las noticias que de Francia, y sólo para ella, traía siempre Mosca, y que le comunicaba nada más entrar en el palco. Sin duda inventaba. Aquella noche, mientras discutían a propósito de tales noticias, le pareció que su mirada era bella y bondadosa. —Me imagino —dijo ella— que en Parma no mirará usted a sus esclavos con esos ojos amables; lo estropearía todo, les daría alguna esperanza de no ser ahorcados. La ausencia total de presunción en un hombre considerado como el primer diplomático de Italia le pareció singular a la condesa; pensó incluso que estaba dotado de gracia. Además, como hablaba bien y con entusiasmo, no le extrañó que, por una noche y sin otras consecuencias, a él le hubiera parecido oportuno adoptar una actitud solícita. Fue aquel un paso importante y muy peligroso; por suerte para el ministro, que en Parma no tropezaba jamás con mujeres desdeñosas, hacía muy poco que la condesa había llegado de Grianta; su inteligencia estaba aún agarrotada por el aburrimiento de la vida campestre. Era como si hubiera olvidado el trato ingenioso; y todo aquello que caracteriza un modo de vida elegante y ligero había tomado a sus ojos un matiz de novedad que lo convertía en sagrado. No estaba dispuesta a burlarse de nada, ni siquiera de un enamorado de cuarenta y cinco años y tímido además. Ocho días más tarde, la temeridad del conde habría podido ser acogida de un modo completamente distinto. Es costumbre en la Scala no alargar las visitas a los palcos más de veinte minutos. El conde pasó toda la velada en el que tenía la dicha de encontrarse con la señora Pietranera. «¡Esta mujer —se decía— me devuelve todas las locuras de la juventud!». Pero también era consciente del peligro que corría: «¿Servirá mi condición de todopoderoso pachá a cuarenta leguas de aquí para que se me perdone esta estupidez? ¡Me aburro tanto en Parma!». Y a cada cuarto de hora se prometía marcharse. —He de confesarle, señora —le dijo a la condesa, riéndose—, que en Parma me muero de aburrimiento, así que debe permitírseme emborracharme de placer cuando lo encuentro en mi camino. Déjeme, pues, que, sin más consecuencias y por una noche, interprete ante usted el papel del enamorado. ¡Ay!, dentro de nada estaré muy lejos de este palco que me hace olvidar todos los disgustos y también, permítame que le diga, todas las conveniencias. Ocho días después de esta desmedida visita al palco de la Scala, y tras multitud de nimios incidentes cuya relación podría parecer larga, el conde Mosca estaba locamente enamorado y la condesa empezaba a pensar que la edad no tenía por qué ser obstáculo, cuando, por otro lado, parecía tan amable. En tales estaban, cuando Mosca fue llamado a Parma mediante un correo. Se diría que a su príncipe le entrase miedo al quedarse solo. La condesa volvió a Grianta y, esta vez, como su imaginación no adornó tan bello lugar, le pareció desierto. «¿Me estaré enamorando de este hombre?» —se preguntó—. Mosca le escribió; sin interpretar ya ningún papel: estando ella ausente, estaba ausente la fuente de todos sus pensamientos. Sus cartas eran divertidas, e incurriendo en una leve singularidad que no fue mal recibida, con objeto de evitar los comentarios del marqués del Dongo, a quien no le gustaba nada pagar los portes de las cartas, enviaba correos que dejaban las cartas en la posta de Como, o de Leco, o de Varese, o de cualquier otra de las encantadoras pequeñas ciudades de los alrededores del lago. De este modo, además, buscaba conseguir que el mismo correo le llevase las respuestas, y lo logró. Muy pronto los días de correo se convirtieron en días especiales para la condesa. Aquellos correos le traían flores, frutas, pequeños regalos sin valor, que la complacían, a ella y a su cuñada. Con el recuerdo del conde se mezclaba el de su enorme poder; a la condesa le inspiraba una viva curiosidad todo lo que se decía de él; incluso los liberales reconocían y admiraban su talento. La mala reputación del conde provenía principalmente del hecho de que se le considerara el jefe del partido ultra en la corte de Parma y del hecho de que al frente del partido liberal estuviera la marquesa Raversi, inmensamente rica, intrigante y capaz de todo, incluso de triunfar. El príncipe ponía el mayor cuidado en no desalentar al partido que no estuviera en el poder; sabía perfectamente que él siempre sería el amo, incluso con un gabinete procedente del salón de la señora Raversi. En Grianta hablaban mucho de tales intrigas. La ausencia de Mosca, a quien todos tenían por un ministro de inteligencia privilegiada y un hombre de acción, facilitaba el olvido de sus cabellos empolvados, símbolo de todo lo triste y pesado; era un detalle sin importancia, una de las obligaciones de la corte, donde él además desempeñaba tan buen papel. —Una corte es siempre ridícula —le decía la condesa a la marquesa—, pero divertida; es un juego lleno de interés, aunque es imprescindible aceptar sus reglas. ¿Se le ocurre a alguien indignarse con el carácter ridículo de las reglas del whist? Y, sin embargo, en cuanto uno se acostumbra a esas reglas, resulta de lo más agradable hacerle chlemm[18] al adversario. La condesa pensaba a menudo en el autor de tantas cartas amables; el día que recibía carta era un día agradable para ella; subía a su barca e iba a leerlas a alguno de los hermosos parajes del lago, a la Pliniana, a Belan, al bosque de los Sfondrata. Aquellas cartas parecían consolarla un poco de la ausencia de Fabricio. No podía, en cualquier caso, reprocharle al conde que estuviera tan enamorado; apenas había transcurrido un mes y ella pensaba en él con amistosa ternura. Por su parte, el conde Mosca era casi sincero cuando le ofrecía presentar la dimisión, dejar el ministerio e ir a pasar el resto de sus días con ella en Milán o en cualquier otra parte. «Tengo cuatrocientos mil francos —añadía—, lo que no dejaría de darnos una renta de quince mil libras». «¡Otra vez palco, caballos…!» —pensaba la condesa—. Era un amable ensueño. La belleza sublime y cambiante del lago de Como volvía a cautivarla otra vez. Se iba a la orilla a soñar con la vuelta a la vida brillante y singular que, contra todo cuanto pudiera pensarse, volvía a ser posible. Se veía en el Corso, en Milán, dichosa y alegre como en los tiempos del virrey. «¡Sería como volver a la juventud o, por lo menos, a la vida activa!». Algunas veces su imaginación ardiente le ocultaba la realidad, pero en ella no se daban nunca esas ilusiones que se forjan deliberadamente los pusilánimes. Era, sobre todo, una mujer sincera consigo misma. «Ya soy un poco mayor para hacer locuras —se decía—, y la envidia que, como el amor, engendra fantasías, puede envenenarme la vida en Milán. Cuando murió mi marido, mi pobreza resultó un éxito, como también lo fue que rechazara dos grandes fortunas. Mi pobre condesito Mosca no tiene ni la vigésima parte de la riqueza que ponían a mis pies aquellos dos majaderos de Limercati y Nani. La ridícula pensión de viuda, tan penosamente obtenida; el despido de los criados, que fue un bombazo; el pisito en una quinta planta, que atraía hasta veinte carrozas a la puerta, todo ello supuso, antaño, un espectáculo singular. Pero, por hábil que sea, tendré que pasar por momentos muy desagradables si, no teniendo más fortuna que la pensión de viudedad, vuelvo a vivir a Milán con el discretito acomodo burgués que pueden proporcionarnos las quince mil libras que le quedarán a Mosca tras su dimisión. Una objeción muy importante, que la envidia aprovechará como un arma terrible, es que el conde está casado, aunque se haya separado de su mujer hace ya mucho tiempo. En Parma la separación es algo muy sabido, pero en Milán será una noticia, y me harán a mí responsable de ella. Así que, precioso teatro mío de la Scala, divino lago de Como…, ¡adiós!, ¡adiós!». Pese a todas estas anticipaciones, si la condesa hubiera tenido una mínima fortuna personal, hubiera aceptado el ofrecimiento de dimisión de Mosca. Se creía ya de cierta edad, y la corte le daba miedo; ahora bien, lo que parecerá verdaderamente increíble a este lado de los Alpes es que el conde habría ofrecido dicha dimisión con alegría. Por lo menos, consiguió convencer a su amiga de ello. En todas las cartas, con cada vez mayor insistencia, pedía una segunda entrevista en Milán; la consiguió. —Si yo le jurara que me inspira una pasión loca, le mentiría —le dijo la condesa un día en Milán—, me haría muy feliz amar hoy, con treinta años cumplidos, como amaba a los veintidós, ¡pero he visto caer tantas cosas que había creído eternas! Usted me inspira una amistad llena de ternura y una confianza sin límites; es usted el hombre al que prefiero entre todos los demás. La condesa se creía perfectamente sincera, aunque, en la última parte de esta declaración, había deslizado una pequeña mentira. Probablemente, si Fabricio hubiera querido, se habría impuesto en su corazón. Pero a los ojos del conde Mosca, Fabricio no era más que un niño. El conde llegó a Milán tres días después de la partida del atolondrado joven a Novara y se apresuró a interceder por él ante el barón Blinder; era de la opinión de que el destierro era algo irremediable. No había venido solo a Milán, le había acompañado en el coche el duque Sanseverina-Taxis, un viejecito guapo de sesenta y ocho años, entrecano, muy atildado, muy correcto, inmensamente rico, pero de nobleza reciente. Había sido su abuelo quien había amasado millones en el oficio de arrendatario general de las rentas del Estado de Parma. Su padre se había hecho nombrar embajador del Príncipe de Parma en la corte de ***, tras argumentar del siguiente modo a su soberano: —Vuestra Alteza tiene asignados treinta mil francos a su representante en la corte de ***, que está desempeñando su función de manera muy mediocre. Si Vuestra Alteza se dignara concederme ese puesto a mí, aceptaré unos honorarios de seis mil francos. Mis gastos en la corte de *** no sobrepasarán nunca los den mil francos al año y mi administrador ingresará anualmente veinte mil francos en la caja de Asuntos Exteriores de Parma. Con dicha suma se podrá dotar mi embajada con el secretario que se considere más oportuno y yo no mostraré el menor interés en los secretos diplomáticos que pueda haber. Lo que pretendo con ello es conseguir lustre para mi casa, aún nueva, realzarla con uno de los grandes cargos del país. El actual duque, hijo de aquel embajador, había cometido la torpeza de mostrarse medio liberal, y, desde hacía dos años, estaba desesperado. En la época de Napoleón había perdido dos o tres millones por su obstinación en quedarse en el extranjero y, aun así, tras el restablecimiento del orden en Europa no había podido conseguir el gran cordón que adornaba el retrato de su padre. No tener aquel cordón lo atormentaba. Dado el grado de intimidad que acompaña al amor en Italia, entre los dos amantes no había lugar a ningún óbice generado por la vanidad. Y, así, Mosca, con la más absoluta sencillez, le dijo un día a la mujer que adoraba: —Tengo dos o tres planes de actuación que proponerle, todos bien armados; no pienso en otra cosa desde hace tres meses: 1.° Presento mi dimisión y nos vamos a vivir como buenos burgueses a Milán, a Florencia, a Nápoles o a donde prefiera. Tendremos quince mil libras de renta, aparte de los beneficios que el príncipe quiera concederme, que durarán más o menos. 2.° Usted acepta venir al país en que tengo cierto poder; compra una finca, Sacca, por ejemplo, que tiene una casa encantadora, en mitad de un bosque que domina el curso del Po; tendría el contrato de compraventa firmado en ocho días. El príncipe la aceptará en su corte. Pero aquí se plantea un grave problema. Será bien recibida en la corte; nadie se atreverá a pestañear en mi presencia; por otra parte, la princesa se cree desgraciada, y yo acabo de prestarle algunos servicios pensando en usted. El problema a que me refiero estriba en que el príncipe es muy devoto y, como también usted sabe, para mi desgracia, yo estoy casado. De todo ello se seguirá una infinidad de pequeños trastornos. Usted es viuda, es ésa una hermosa condición que convendría cambiar por otra, y en ello está mi tercera propuesta. Consistiría en encontrar un nuevo marido que no diera ninguna molestia. Sería imprescindible que fuera de edad muy avanzada, porque ¿se negará usted a que abrigue la esperanza de sustituirlo algún día? Pues bien, he cerrado este trato peculiar con el duque Sanseverina-Taxis, que, naturalmente, no sabe el nombre de la futura duquesa. Sólo sabe que ella lo hará embajador y le proporcionará un gran cordón que tenía su padre y cuya carencia lo hace el más desgraciado de los mortales. Aparte de esto, no es ningún imbécil; se hace traer la ropa y las pelucas de París, y no es, en absoluto, un hombre que premeditadamente le haga ningún mal a nadie; está convencido de que el honor consiste en tener un cordón, y se avergüenza de su riqueza. Vino a verme hace un año con la propuesta de fundar un hospital para ganar el tal cordón; yo me burlé de él, pero él no se ha burlado ni un ápice de mí cuando le he propuesto un matrimonio; mi primera condición ha sido naturalmente que no volvería a pisar Parma. —¿Pero se da cuenta de que lo que me propone es sumamente inmoral? —dijo la condesa. —No más inmoral que cuanto se hace en nuestra corte y en tantas otras. Lo bueno del poder absoluto es que lo santifica todo a los ojos del pueblo. Y, además, ¿dónde está el ridículo que la gente no percibe? Nuestra política, de aquí a veinte años, va a consistir en tener miedo de los jacobinos, ¡y qué miedo! Año tras año pensaremos que estamos en vísperas del 93[19]. ¡Ya oirá —eso espero— las frases que hago al propósito en las recepciones que doy! ¡Precioso! Todo lo que pueda aminorar un poco ese miedo será altamente moral a los ojos de los nobles y de los devotos. Y, en Parma, todo el que no es noble o devoto está en la cárcel, o camino de ella. Tenga la seguridad de que este matrimonio no le parecerá raro a nadie hasta el día en que yo caiga en desgracia. El arreglo no hace mal a nadie y eso es lo principal, creo yo. El príncipe, cuyo favor es nuestro oficio y beneficio, no ha puesto más condición para permitir tal matrimonio que la futura duquesa fuera noble de nacimiento. El año pasado, mi cargo, contándolo todo, me ha supuesto ciento siete mil francos; en total, mi renta habrá sido de ciento veintidós mil francos; he colocado veinte mil en Lyon. En fin, escoja: o bien, 1.°, una alta posición, fundada en una cantidad para gastar de ciento veintidós mil francos (lo que, en Parma, equivale por lo menos a cuatrocientos mil en Milán), aunque con ese matrimonio que le dará el apellido de ese hombre aceptable, a quien usted sólo verá en el altar; o bien, 2.°, una discretita vida burguesa, con quince mil francos, en Florencia o en Nápoles, pues (estoy de acuerdo con usted) ha sido demasiado admirada en Milán como para que no nos persiguiera allí la envidia y nos causara más de un disgusto. La alta posición que puede tener en Parma supondrá, espero, alguna novedad, incluso para usted que vivió en la corte del príncipe Eugenio; sería prudente conocerla antes de cerrarse esa puerta. Y no piense que quiero influir en su opinión; para mí, la elección está decidida: prefiero vivir en un cuarto piso con usted a seguir solo con mi categoría actual. Los dos amantes analizaron día tras día la posibilidad de aquel extraño matrimonio. La condesa vio al duque Sanseverina-Taxis en el baile de la Scala y le pareció muy presentable. En una de las últimas conversaciones que mantuvieron al respecto, Mosca resumió así su propuesta: —Si lo que queremos es pasar el resto de nuestras vidas de una manera alegre y no convertimos en unos viejos antes de tiempo, hay que tomar una decisión clara. El príncipe ha dado su aprobación; no se puede decir que Sanseverina esté mal; su palacio es el más hermoso de Parma y su fortuna es inmensa; tiene sesenta y ocho años y no quiere otra cosa en el mundo que conseguir el gran cordón; hay, de todas formas, una mancha importante en su vida: hace tiempo compró un busto de Napoleón, de Canova, que le costó diez mil francos. Su segundo pecado, que si usted no lo remedia le costará la vida, es haber prestado veinticinco napoleones a Ferrante Palla[20], un parmesano loco y algo genial, a quien condenamos a muerte, aunque, afortunadamente, en rebeldía. Ese Ferrante ha escrito en su vida unos doscientos versos inigualables; ya se los recitaré; es tan bueno como Dante. El príncipe envía a Sanseverina a la corte de ***, se casa con usted el mismo día de su partida, y al segundo año de su marcha, a la que él llamará embajada, recibe el cordón de ***, sin el cual no puede vivir. Será para usted como un hermano que no resultará en modo alguno desagradable; Sanseverina firma por adelantado todos los papeles que yo quiera, y, por otra parte, usted lo verá poco o nunca, como prefiera. Lo único que pide es no ser visto en Parma donde su abuelo, el recaudador, y su supuesto liberalismo le abruman. Rassi, nuestro verdugo, dice que el duque ha estado suscrito, en secreto, a Le Constitutionnel, por mediación de Ferrante Palla, el poeta, y esta calumnia ha sido durante mucho tiempo un serio obstáculo para el consentimiento del príncipe. ¿Por qué culpabilizar al historiador que se limita a reproducir fielmente el relato que le han hecho hasta en sus detalles más nimios? ¿Tiene él la culpa de que los personajes, arrastrados por unas pasiones que, desgraciadamente para él, no comparte, incurran en actos gravemente inmorales? Es cierto, además, que tales cosas no se hacen ya en un país en el que la única pasión que queda es la del dinero, instrumento de la vanidad. Tres meses después de los acontecimientos contados hasta aquí, la duquesa Sanseverina-Taxis asombraba a la corte de Parma con su amabilidad natural y con la serenidad noble de su ingenio. Su casa se convirtió en la más agradable de la ciudad sin comparación posible. Tal era lo que el conde Mosca había prometido a su soberano. Ranucio Ernesto IV, el príncipe reinante, y la princesa, su esposa, a quienes fue presentada por dos de las más importantes damas del país, la recibieron con mucha consideración. A la duquesa le inspiraba una gran curiosidad aquel príncipe, dueño del destino del hombre que amaba, quiso gustarle y lo consiguió con creces. Se encontró con un hombre alto, aunque un poco grueso; el pelo, el bigote y las enormes patillas eran, para sus súbditos, de un hermoso color rubio, aunque en cualquier otro lugar, aquel color se hubiera comparado con la innoble estopa. En medio del grueso rostro se levantaba, muy poco, una nariz sumamente pequeña, casi femenina. Pese a todo, la duquesa observó que, para darse cuenta de aquellos elementos de fealdad, hacía falta buscarlos, analizar los rasgos del príncipe. Su aspecto general era el de un hombre inteligente con un carácter firme. Su porte y sus maneras no carecían de majestad, si bien, a menudo, cuando pretendía imponerse a su interlocutor, se aturdía e incurría en un casi continuo balanceo sucesivo de una pierna a la otra. Por lo demás, Ernesto IV tenía una mirada penetrante y dominadora; los ademanes de sus brazos tenían nobleza y sus palabras, mesura y concisión. Mosca ya le había contado a la duquesa que el príncipe tenía en el gran gabinete de audiencias un retrato de cuerpo entero de Luis XIV y una preciosa mesa florentina de Scagliola. A ella le pareció que la imitación era sorprendente: era evidente que trataba de que la mirada, noble, y el modo de hablar fueran los de Luis XIV y que el ademán, cuando se apoyaba en la mesa de Scagliola, fuera el de José II. Él se sentó enseguida, tras unas primeras palabras dirigidas a la duquesa, para darle ocasión de sentarse en el taburete que correspondía a su rango. En aquella corte, las duquesas, princesas y las esposas de los grandes de España se sentaban a su arbitrio, mientras que las demás mujeres debían esperar a que el príncipe o la princesa las invitaran a ello. Las augustas personas se cuidaban siempre de dejar pasar un cierto tiempo antes de invitar a las señoras no duquesas a que se sentaran para subrayar la diferencia de rangos. A la duquesa le pareció que, en ocasiones, la imitación que de Luis XIV hacía el príncipe era un poco exagerada, como, por ejemplo, cuando sonreía bondadosamente echando hacia atrás la cabeza. Ernesto IV llevaba un frac a la moda de París; todos los meses le enviaban de aquella ciudad, que aborrecía, un frac, una levita y un sombrero. El día en que recibió a la duquesa, en una extraña mezcla de costumbres, llevaba un calzón rojo, medias de seda y unos zapatos muy cerrados como los que pueden verse en los retratos de José II. Recibió a la señora Sanseverina con gentileza, le dijo cosas inteligentes y delicadas, pero ella se dio cuenta perfectamente de que no se había esforzado en recibirla de un modo especial. —¿Sabe usted por qué? —le dijo el conde Mosca cuando regresaron de la audiencia—. Porque Milán es una ciudad más grande y más bella que Parma. Si la hubiera recibido a usted con la especial atención que yo creía, y que él me había hecho esperar, habría temido parecer un provinciano en éxtasis ante el encanto de una hermosa señora venida de la capital. Estoy seguro de que ahora sigue molesto por un detalle que casi no me atrevo a confesar: el príncipe no encuentra en su corte a ninguna mujer que pueda superar su belleza. Ése fue el único tema de que hablaba anoche, a la hora de acostarse, con Pernice, su primer ayuda de cámara, que tiene muchas deferencias conmigo. Preveo una pequeña revolución en la etiqueta; mi mayor enemigo en esta corte es un tonto a quien llaman general Fabio Conti. Imagínese un excéntrico que no ha estado en la guerra más que un día en toda su vida y que eso le da pie para imitar el empaque de Federico el Grande. Tiende también a copiar la noble afabilidad del general Lafayette, esto porque es el jefe del partido liberal (¡Dios mío, qué liberales!). —Conozco a ese Fabio Conti —dijo la duquesa—. Lo vi cerca de Como, en una ocasión en que discutía con los gendarmes —y le contó al conde la anécdota que seguramente también recuerde el lector. —Algún día, señora, cuando su inteligencia consiga ahondar en los abismos de nuestra etiqueta, sabrá usted que las jóvenes no pueden hacer acto de presencia en la corte hasta después de su matrimonio. Pues bien, la obsesión patriótica de nuestro príncipe de que Parma sea en todo superior a todas las demás es tan exagerada, que apostaría lo que fuera a que va a encontrar el modo de que le sea presentada la pequeña Clelia Conti, la hija de nuestro Lafayette. Es verdaderamente encantadora y, hasta hace ocho días, se la consideraba la persona más bella de los estados del príncipe. No sé —siguió diciendo el conde— si los horrores que los enemigos del soberano han difundido sobre él habrán llegado a Grianta. De él han dicho que es un monstruo, un ogro. La verdad es que Ernesto IV estaba lleno de pequeñas virtudes, y puede añadirse que, si hubiera sido invulnerable como Aquiles, habría llegado a convertirse en un modelo de soberanos. Pero, en un momento de irritación y de cólera —y también, un poco, en su afán de imitar a Luis XIV cuando mandó decapitar a no sé qué héroe de la Fronda al que descubrieron viviendo tranquila e insolentemente en una finca junto a Versalles, cincuenta años después de la Fronda—, Ernesto IV mandó ahorcar un día a dos liberales. Al parecer, aquellos imprudentes se reunían a fecha fija para hablar mal del príncipe e invocar al cielo ardientemente para que enviara la peste a Parma y los librara del tirano. Se pudo probar el uso de la palabra «tirano». Rassi calificó esto como conspiración; los hizo condenar a muerte, y la ejecución de uno de ellos, el conde L***, fue atroz. Todo esto sucedió antes de que yo llegara al ministerio. Desde ese momento fatal —añadió el conde, bajando la voz—, el príncipe padece unos accesos de miedos indignos de un hombre, pero que son la fuente única del favor de que gozo. Sin ese miedo soberano, mi mérito parecería demasiado brusco, demasiado áspero en esta corte, donde abunda el imbécil. Aunque cueste creerlo, el príncipe mira debajo de las camas de sus habitaciones antes de acostarse, y gasta un millón (que en Milán vienen a ser cuatro millones) en tener una buena policía; pues bien, tiene usted delante, señora duquesa, al jefe de esa policía terrible. Gracias a la policía, es decir gracias al miedo, he llegado a ser ministro de la Guerra y de Hacienda. Como el ministro del Interior es mi superior nominal, puesto que la policía es una de sus atribuciones, he hecho que le dieran esa cartera al conde Zurla-Contarini, un imbécil, obseso del trabajo, para quien escribir ochenta cartas al día constituye un placer. Esta misma mañana he recibido una en la que el propio conde Zurla-Contarini ha tenido la satisfacción de escribir de su puño y letra el número 20.715. La duquesa Sanseverina fue presentada a la triste princesa de Parma, Clara Paulina, que se creía la persona más desgraciada del universo porque su marido tenía una amante (una mujer bastante guapa, la marquesa Balbi) y, así, se había convertido seguramente en la persona más aburrida del mundo. La duquesa se encontró con una mujer muy alta y muy delgada, que no llegaba a los treinta y seis años y parecía tener cincuenta. Tenía un rostro regular y noble que, si no lo hubiera abandonado, hubiera parecido hermoso, a pesar de tener unos ojos demasiado redondos, saltones y que apenas veían. Recibió a la duquesa con una timidez tal, que algunos cortesanos enemigos del conde Mosca se atrevieron a comentar que quien parecía la persona presentada era la princesa, mientras que la duquesa parecía la soberana. Sorprendida, desconcertada casi, la duquesa no sabía qué palabras utilizar para colocarse en un plano inferior a aquel en que la princesa se colocaba. Con idea de transmitir alguna confianza en sí misma a aquella pobre princesa, que, en realidad, no carecía en absoluto de inteligencia, a la duquesa no se le ocurrió nada mejor que emprender, y prolongar, una disertación sobre botánica. La princesa era una verdadera entendida en el asunto; tenía invernaderos preciosos con muchas plantas tropicales. La duquesa, que no pretendía otra cosa que salir de una situación apurada, se ganó para siempre a la princesa Clara Paulina, que de tímida y parada que se había mostrado al principio de la audiencia, pasó al final a estar tan a gusto que, contra todas las reglas de etiqueta, prolongó aquella primera audiencia no menos de cinco cuartos de hora. Al día siguiente la duquesa mandó comprar plantas exóticas y fingió ser una gran aficionada a la botánica. La princesa se pasaba la vida con el venerable padre Landriani, arzobispo de Parma, hombre de ciencia, inteligente incluso y absolutamente honesto, pero que, sentado en la silla de terciopelo carmesí (prerrogativa de su rango), frente al sillón de la princesa, rodeada de sus damas de honor y de sus dos damas de compañía, daba un singular espectáculo. El viejo prelado, de largos cabellos blancos, era aún más tímido, si cabe, que la princesa; se veían todos los días, y todas las audiencias empezaban con un silencio de un cuarto de hora largo. Esta eventualidad había convertido a la condesa Alvizi, una de las damas de compañía, en una suerte de favorita, pues tenía el arte de animarlos a hablar, de conseguir que rompieran el silencio. Para terminar con el programa de presentaciones, la duquesa fue recibida por S.A.S. el príncipe heredero, más alto que su padre y más tímido que su madre. Era un experto en mineralogía y tenía dieciséis años. Cuando la duquesa entró en la estancia se puso intensamente colorado y se aturdió tanto que no fue capaz de decir una sola palabra a aquella hermosa señora. Era muy guapo y se pasaba la vida en los bosques con un martillo en la mano. En el momento en que la duquesa se levantaba para poner fin a aquella silenciosa audiencia, el príncipe heredero exclamó: —¡Dios mío, qué guapa es usted, señora! —lo que a la dama presentada no le pareció de mal gusto. Dos o tres años antes de que llegara a Parma la duquesa Sanseverina, la marquesa Balbi, una joven de veinticinco años, podía haber pasado aún por el modelo más perfecto de belleza italiana. Ahora, seguía teniendo unos ojos extraordinariamente bellos y haciendo unos gestitos de lo más graciosos, pero, vista de cerca, su piel estaba surcada por una infinidad de arruguillas finas, que la convertían en una joven vieja. A cierta distancia, en el teatro por ejemplo, en su palco, seguía siendo una belleza; a la gente del patio de butacas le parecía que el príncipe tenía muy buen gusto. Pasaba éste todas las veladas en casa de la marquesa Balbi, aunque a menudo sin abrir la boca; y el aburrimiento que percibía en el príncipe tenía a la pobre mujer consumida en una delgadez extrema. Pretendía tener una sutileza sin límites, y sonreía con malicia constantemente; tenía los dientes más bonitos del mundo y en cualquier circunstancia, viniera o no a cuento, mediante una sonrisa traviesa, intentaba dar a entender que sus palabras tenían un doble sentido. El conde Mosca decía que todas aquellas arrugas se debían a que sonreía continuamente mientras bostezaba por dentro. La Balbi participaba en todos los asuntos, y no había transacción estatal de mil francos que no incluyera un souvenir para la marquesa (tal era el eufemismo que se utilizaba en Parma). Se murmuraba que había colocado seis millones de francos en Inglaterra, pero su fortuna, muy reciente por cierto, no llegaba al millón y medio de francos. Precisamente para ponerse al abrigo de sus sutilezas y tenerla bajo su control, el conde Mosca se había hecho nombrar ministro de Finanzas. La única pasión de la marquesa era el miedo revestido de sórdida avaricia: «Moriré en la miseria», le decía a veces al príncipe, a quien aquellas frases lo sacaban de quicio. La duquesa observó que en la antesala del palacio de la Balbi, resplandeciente de dorados, sólo alumbraba una vela que chorreaba en una mesa de mármol precioso, y en las puertas del salón había manchas negras de dedos de los criados. —Me ha recibido —le dijo la duquesa a su amigo— como si estuviera esperando de mí una propina de cincuenta francos. La cadena de éxitos de la duquesa se rompió de algún modo con la recepción que le dio la mujer más hábil de la corte, la célebre marquesa Raversi, intrigante consumada y al frente del partido opuesto al del conde Mosca. A toda costa quería que éste fuera destituido, y con más ahínco aún de unos meses a aquella parte, pues era sobrina del duque Sanseverina y temía que las gracias de la nueva duquesa supusieran un peligro para su herencia. —La Raversi no es de ningún modo una mujer que quepa despreciar —le decía el conde a su amiga—, yo la tengo por capaz de todo, hasta el punto de que si me separé fue sólo porque mi mujer se empeñó en tomar como amante a uno de sus amigos, el caballero Bentivoglio. Aquella señora, hombruna, alta, con el pelo muy negro, famosa por los diamantes que llevaba desde por la mañana, y por el carmín con que se maquillaba las mejillas, se había declarado de antemano enemiga de la duquesa, y, recibiéndola, emprendía la tarea de una guerra declarada. El duque Sanseverina, por las cartas que enviaba desde ***, parecía tan encantado con su embajada y, sobre todo, con la esperanza del gran cordón, que su familia temía que dejara parte de su fortuna a su mujer, a la que colmaba de pequeños obsequios. La Raversi, aunque bastante fea, tenía por amante al conde Baldi, el hombre más guapo de la corte. Por lo general, conseguía todo lo que se proponía. La condesa vivía del modo más suntuoso. El palacio Sanseverina había sido siempre uno de los más grandiosos de la ciudad de Parma, y el duque, con ocasión de su embajada y su futuro gran cordón, gastaba sumas enormes en redecorarlo; la duquesa dirigía las reformas. El conde había acertado en su presunción: a los pocos días de la presentación de la duquesa, la joven Clelia Conti entró en la corte, la habían hecho canonesa[21]. Con objeto de parar el golpe contra el prestigio del conde que esta distinción pudiera parecer, la duquesa dio una fiesta con el pretexto de inaugurar el jardín de su palacio, y, con su elegancia sutil, convirtió a Clelia, a la que se refería llamándola su joven amiga del lago de Como, en la reina de la velada. Sus iniciales se encontraban, como por casualidad, en los principales transparentes[22]. La joven Clelia, aunque un poco pensativa, habló con amabilidad de la pequeña aventura a orillas del lago y de su vivo agradecimiento. Decían que era muy devota y muy solitaria. —Estoy seguro —decía el conde— de que es lo suficientemente lista como para avergonzarse de su padre. La duquesa hizo amiga suya a la muchacha; le gustaba; no quería parecer celosa y la invitaba a todas sus fiestas; su sistema consistía, en suma, en atenuar los odios de que era objeto el conde. Todo sonreía a la duquesa, le divertía la vida en la corte donde siempre hay que temer que se desencadene alguna tormenta; sentía que de nuevo empezaba a vivir. Se sentía tiernamente unida al conde, quien estaba literalmente loco de contento. Tan amable situación le había conferido una perfecta imperturbabilidad ante cuanto pudiera afectar a su ambición. Y, así, al cabo de dos meses de la llegada de la duquesa, obtuvo el nombramiento y los honores de primer ministro, que lo acercaban mucho a los que se tributan al soberano. El conde era el dueño del discernimiento de su señor y buena prueba de ello es un suceso que se dio en Parma, y que asombró a todo el mundo. A diez minutos de la ciudad, en dirección sudoeste, se alza la famosa ciudadela, tan renombrada en Italia, cuya gran torre de sesenta metros de altura se ve desde muy lejos. Esa torre construida por los nietos de Paulo III a comienzos del siglo XVI, siguiendo el modelo del mausoleo de Adriano, en Roma, es tan grande y masiva, que en la plataforma que la corona se ha podido construir un palacio para el gobernador de la ciudadela y una nueva prisión, conocida como la torre Farnesio. Esta prisión construida en honor del primogénito de Ranucio Ernesto II, que se había convertido en amante correspondido de su madrastra, está considerada en el país como bonita y singular. La duquesa la quiso visitar. El día que fue hacía en Parma un calor asfixiante; allí arriba, estando tan alta, pudo respirar; se sintió tan a gusto, que se quedó unas horas, y en su honor abrieron las salas de la torre Farnesio. En la plataforma de la gran torre, la duquesa conoció a un pobre prisionero liberal que había ido allí a gozar de la media hora de paseo que cada tres días tenía permitido. De vuelta a Parma, y no teniendo aún la discreción requerida en una corte absolutista, habló de aquel hombre que le había contado toda su historia. El partido de la marquesa Raversi aprovechó aquellas frases y las repitió profusamente, esperando que molestaran al príncipe. Ernesto IV repetía a menudo que lo esencial era impresionar la imaginación. —La palabra «siempre» es una gran palabra —decía—, y aún más terrible en Italia que en ninguna otra parte. Siguiendo tal principio, nunca había concedido un indulto. Ocho días después de su visita a la fortaleza, la duquesa recibió una carta de conmutación de pena, firmada por el príncipe y por el ministro, con el nombre del beneficiario en blanco. Al prisionero que decidiera la duquesa se le restituirían sus bienes y se le permitiría pasar el resto de sus días en América. La duquesa escribió el nombre del prisionero con quien había estado hablando. Por desgracia, este hombre resultó ser un poco canalla, débil, más bien, responsable, por sus declaraciones a la policía, de la condena a muerte del célebre Ferrante Palla. El carácter extraordinario de esta concesión suponía el punto culminante del favor concedido a la posición de la señora Sanseverina. El conde Mosca estaba loco de contento; ésta fue una buena época de su vida y ello tuvo una influencia decisiva en el destino de Fabricio. Seguía éste en Romagnano, cerca de Novara, cumpliendo con el sacramento de la confesión, cazando, no leyendo nada en absoluto y cortejando a una mujer noble, como rezaban las instrucciones que se le habían dado. A la duquesa no dejaba de resultarle chocante la necesidad de aquella última instrucción. Había aún otro signo, que pasaba desapercibido al conde, y era que, aun teniendo con él una franqueza sin límites sobre todas las cosas del mundo, hasta el punto de que, teniéndolo delante, pensaba en voz alta, nunca le hablaba de Fabricio sin haber antes pensado muy bien las palabras que iba a pronunciar. —Si usted quiere —le dijo un día el conde—, escribo a ese hermano suyo tan amable que vive junto al lago de Como; no me costará mucho, con la ayuda de mis amigos de ***, forzarle a pedir perdón para su querido Fabricio. Estoy seguro —me cuidaré mucho de dudarlo— de que Fabricio vale algo más que todos esos jóvenes que sacan a pasear sus caballos ingleses por las calles de Milán, porque ¡qué vida la de quien con dieciocho años no hace nada y no tiene otra perspectiva que seguir sin hacer nada! Si el cielo le ha concedido alguna verdadera pasión, sea la que fuere, aunque sea la de la pesca con caña, se la respetaría; mas ¿qué puede hacer él en Milán, incluso tras haber obtenido el perdón? A una hora determinada, montará un caballo que se habrá hecho traer de Inglaterra; a otra, la ociosidad lo llevará a la casa de su amante, a la que querrá menos que a su caballo… De todas formas, si usted me lo ordena, trataré de conseguirle ese género de vida a su sobrino. —Me gustaría que fuera oficial —dijo la duquesa. —¿Aconsejaría usted a un monarca que confiara un cargo que, llegado el día, podría ser de cierta importancia, a un joven, primero, susceptible de entusiasmo y, segundo, que ha manifestado su entusiasmo por Napoleón hasta el punto de ir a reunirse con él a Waterloo? ¡Imagínese qué habría sido de todos nosotros si Napoleón hubiera ganado Waterloo! No tendríamos liberales que temer, es verdad, pero los jefes de las viejas familias reales no podrían reinar si no se casaran con las hijas de sus mariscales. No lo dude, la carrera militar para Fabricio sería como la vida de una ardilla metida en una jaula con un tambor giratorio: mucho movimiento para no avanzar nada. Viviría con el disgusto de quien se ve postergado por todos aquellos que saben ser serviles. La primera cualidad que debe tener un joven de hoy —o sea, de aquí a cincuenta años, probablemente, mientras nos dure el miedo y la religión no sea restablecida— es no ser capaz de entusiasmo y carecer de talento. Se me ha ocurrido una cosa que, en un primer momento, le hará poner el grito en el cielo, y que a mí me costará un terrible disgusto para más de un día; se trata de una locura que yo haría por usted. Pero ¿qué locura no haría yo para conseguir una sonrisa suya? —¿Y qué es? —preguntó la duquesa. —¡Bueno!, en Parma hemos tenido tres arzobispos de su familia: en 16…, Ascanio del Dongo, que escribía; en 1699, Fabricio, y en 1740, un segundo Ascanio. Si Fabricio quiere acceder a la prelatura y hacerse notar por unas virtudes de primer orden, lo hago obispo de cualquier sitio y, luego, arzobispo aquí, siempre que dure mi influencia. La objeción más importante reside precisamente en esto último: ¿seguiré siendo ministro el tiempo suficiente como para llevar a término este plan, que es bueno pero que exige unos cuantos años? El príncipe puede morir, o puede tener el mal gusto de echarme. En cualquier caso, es el único medio que tengo para hacer por Fabricio algo que sea digno de usted. Discutieron mucho el asunto. La idea no le gustaba nada a la duquesa. —Demuéstreme una vez más —le dijo ella al conde— que Fabricio no tiene otra posibilidad de carrera. El conde se lo demostró. —A usted le habría gustado —añadió él— el uniforme brillante, pero a ese respecto no puedo hacer nada. Al cabo del mes de reflexión que la duquesa había solicitado, aceptó, suspirando, el sensato punto de vista del ministro. —O montar, muy estirado, un caballo inglés en cualquier gran ciudad —repetía el conde—, o tomar un estado que no está reñido con su cuna; no veo que quepa término medio. Desgraciadamente, un aristócrata no puede hacerse ni médico ni abogado, y éste es el siglo de los abogados. Piense además, señora —insistía el conde—, que siempre puede proporcionar a su sobrino, en las calles de Milán, la misma condición de que gozan los jóvenes de su edad a los que se tiene por más afortunados. Una vez obtenido el perdón, le da quince, veinte o treinta mil francos, qué más da, ni usted ni yo nos planteamos hacer economías. La duquesa era sensible a la gloria; no quería que Fabricio fuera un simple despilfarrador; accedió, pues, al plan de su amante. —Tenga en cuenta —le decía el conde— que no pretendo hacer de Fabricio un clérigo ejemplar como hay tantos. No, él, ante todo, es un gran señor. Si quiere podrá seguir siendo un perfecto ignorante y eso no quitará nada para que sea obispo y arzobispo, siempre que el príncipe siga considerándome útil. Si usted me ordena convertir en decreto inmutable lo que ahora es simple propuesta —añadió el conde—, no será nada conveniente que nuestro protegido sea visto en Parma, siendo poca cosa. Su éxito chocaría si se le hubiera visto cuando no fuera más que un simple cura. No conviene que aparezca por Parma a no ser que lleve ya medias moradas[23] y tenga una posición económica adecuada. Todo el mundo intuirá entonces que su sobrino debe ser obispo y a nadie le extrañará que llegue a serlo. Si está de acuerdo conmigo, enviará a Fabricio a hacer sus estudios de teología a Nápoles, donde pasará tres años. En las vacaciones del seminario, si quiere, puede ir a París o a Londres, pero ño aparecerá nunca por Parma. Esta prescripción le produjo un escalofrío a la duquesa. Envió un correo a su sobrino y le dio una cita en Piacenza; ocioso será decir que aquel correo era portador de todos los medios económicos y pasaportes que eran necesarios. Fabricio llegó el primero a Piacenza, y cuando salió al encuentro de la duquesa, la cubrió de besos con tanta efusión que la hicieron prorrumpir en llanto. Se alegró ella de que el conde no estuviera presente; desde que habían entablado sus relaciones, era ésta la primera vez que experimentaba semejante sensación. A Fabricio lo sorprendieron y, enseguida, lo afligieron los planes que la duquesa había hecho para él; estaba persuadido de que, una vez resuelto el asunto de Waterloo, acabaría haciéndose militar. Hubo una cosa que sorprendió a la duquesa y que acrecentó lo novelesco de la idea que se había formado de su sobrino, y fue su radical rechazo a llevar una vida de café en alguna de las grandes ciudades de Italia. —¡Imagínate en el Corso de Florencia o de Nápoles —le decía la duquesa— con caballos ingleses de pura sangre! Un coche para las tardes, un bonito piso… —se complacía ella en insistir en la descripción de esta felicidad vulgar que veía a Fabricio rechazar con desdén—. «Es un héroe» —pensaba la duquesa. —Y al cabo de diez años de esta vida agradable, ¿qué habré hecho? —decía Fabricio—; ¿qué seré? Un joven maduro que tendrá que dejar paso al primer adolescente guapito que debute en el gran mundo también él con un caballo inglés. Al principio, Fabricio también rechazó de plano el plan eclesiástico; habló de ir a Nueva York y hacerse ciudadano y soldado republicano en América. —¡Qué equivocado estás! Allí no tendrás guerras y recaerás en la vida de café, pero sin elegancia, sin música, sin amores —replicó la duquesa—. Créeme, para ti, como para mí, la de América no puede ser más que una vida triste. Le explicó el culto al dios dólar y el respeto que hay que tener por los menestrales, quienes con su voto lo deciden todo. Volvieron a considerar el plan eclesiástico. —Antes de enfurecerte —le dijo la duquesa—, entiende bien lo que te plantea el conde. No se trata en absoluto de que seas un pobre cura más o menos ejemplar y virtuoso como el abate Blanes. Recuerda lo que fueron tus tíos los arzobispos de Parma; relee sus vidas en el suplemento de la genealogía. Un hombre con tu apellido tiene que ser un gran señor, noble, generoso, protector de la justicia, destinado de antemano a ser el primero entre los de su condición… sin hacer en toda su vida más que una sola trastada, aunque eso sí, perfectamente útil. —¡O sea que todas mis ilusiones, al traste! —decía Fabricio suspirando profundamente—. ¡El sacrificio es cruel! No se me había ocurrido pensar —lo confieso— en ese horror al entusiasmo y a la inteligencia, aun ejercidos en beneficio propio, que van a tener los monarcas absolutistas. —¡Piensa que una proclama, un impulso, precipitan al hombre entusiasta en el partido contrario al que ha servido toda su vida! —¡Entusiasta yo! —repitió Fabricio—. ¡Extraña acusación para mí que ni siquiera puedo enamorarme! —¿Cómo? —preguntó la duquesa. —Cuando tengo el honor de cortejar a una belleza, aun de buena familia y devota, no puedo pensar en ella más que cuando estoy con ella. Esta confesión produjo una extraña impresión a la duquesa. —Te pido un mes —continuó Fabricio— para despedirme de la señora C. de Novara y, lo que me resultará mucho más difícil, para decir adiós a las ilusiones de toda mi vida. Escribiré a mi madre, que, como es tan buena, irá a verme a Belgirate, en la orilla piamontesa del lago Mayor, y dentro de treinta y un días iré de incógnito a Parma. —¡Te guardarás mucho de hacerlo! —exclamó la duquesa, que no quería que el conde Mosca la viera hablando con Fabricio. Volvieron a verse en Piacenza. Esta vez la duquesa estaba muy agitada. En la corte había estallado la tormenta. El partido de la marquesa Raversi estaba a punto de ganar. Cabía la posibilidad de que el conde Mosca fuera sustituido por el general Fabio Conti, jefe de lo que en Parma se llamaba partido liberal. Menos el nombre del rival que estaba granjeándose el favor del príncipe, la duquesa se lo contó todo a Fabricio. Volvió a discutir con él las posibilidades de su futuro, incluso en el caso de que le faltara la todopoderosa protección del conde. —Voy a pasar tres años en el seminario de Nápoles —exclamó Fabricio—; pero si, ante todo, debo comportarme como un joven aristócrata y tú no me obligas a llevar la rígida vida de un seminarista virtuoso, Nápoles no me da el menor miedo; no será peor que vivir en Romagnano, donde los bienpensantes empezaban a considerarme un jacobino. En mi destierro me he dado cuenta de que no sé nada, ni siquiera latín, ni siquiera ortografía. Había planeado recuperar mi educación en Novara, así que me gustará estudiar teología en Nápoles, que, al parecer, es una ciencia complicada. La duquesa estaba encantada. —Si nos echan —le dijo—, iremos a verte a Nápoles. Y, puesto que hasta nueva orden aceptas el partido de las medias moradas, el conde, que conoce muy bien la Italia actual, me ha encargado que te transmita una sugerencia. Creas o no en lo que te enseñen, no opongas nunca la menor objeción. Hazte a la idea de que te enseñan las reglas del whist; ¿pondrías objeciones a las reglas del whist? Ya le he comentado al conde que tú eres creyente, y eso le ha parecido muy bien; es algo útil en este mundo y en el otro. Pero aunque seas creyente, no caigas en la vulgaridad de hablar horrorizado de Voltaire, Diderot, Raynal, y de todos esos descerebrados franceses precursores de las dos cámaras. Lo mejor es que ni pronuncies sus nombres; pero si no te queda más remedio que hacerlo, habla de tales señores con ironía tranquila; hace mucho tiempo que sus ideas han sido rebatidas, así que los ataques que puedan serles dirigidos no tienen ya la menor consecuencia. Cree ciegamente en todo lo que te digan en el seminario. Piensa que habrá personas que anotarán minuciosamente hasta tus más nimias objeciones. Te perdonarán una pequeña intriga galante, si está bien llevada, pero nunca una duda, porque con la edad se acaban las intrigas pero las dudas aumentan. Acógete a este principio en el tribunal de la penitencia. Tendrás una carta de recomendación para un obispo que es el factótum del cardenal arzobispo de Nápoles; sólo a él puedes confesarle tu escapada a Francia y tu presencia, el 18 de junio, en los alrededores de Waterloo. De todas formas, resume mucho, quítale toda la importancia a la aventura, cuéntala únicamente para que no puedan reprocharte que la has ocultado; ¡eras tan joven entonces! La segunda sugerencia del conde es la siguiente: si se te ocurre un argumento brillante, una réplica victoriosa que cambie el curso de la conversación, no cedas jamás a la tentación de lucirte; guarda silencio; las personas avisadas verán tu talento en tu mirada. Ya llegará el tiempo de ser agudo cuando seas obispo. Fabricio empezó a vivir en Nápoles con un coche modesto y cuatro criados, buenos milaneses, que le había enviado su tía. Tras un año de estudios, nadie decía de él que fuera un hombre entregado al intelecto, se le consideraba un gran señor, aplicado, muy generoso y un poco libertino. Aquel año, bastante divertido para Fabricio, fue terrible para la duquesa. El conde estuvo en tres o cuatro ocasiones a punto de caer en desgracia. El príncipe, más atemorizado que nunca, pues aquel año estaba enfermo, pensaba que si lo despedía se libraría del horror de las ejecuciones llevadas a efecto antes de la llegada del conde al ministerio. En su corazón prefería a Rassi y quería conservarlo todo. Aquellos peligros que corrió el conde lo ligaron apasionadamente a la duquesa, ella ya no pensaba en Fabricio. Para darle cierto aire de naturalidad a su posible retiro, convinieron que el aire de Parma, realmente algo húmedo, como el de toda Lombardía, no era nada bueno para su salud. Al final, tras algunos intervalos de desgracia ante el soberano, en los que el conde —y primer ministro— llegó a pasar periodos de más de veinte días sin entrevistarse a solas con su señor, Mosca ganó la partida. Hizo nombrar al general Fabio Conti, el pretendido liberal, gobernador de la ciudadela donde se encarcelaba a los liberales juzgados por Rassi. —Si Conti es indulgente con los prisioneros —le decía Mosca a su amiga—, se buscará su desgracia por mostrarse como un jacobino que antepone sus ideas políticas a sus deberes de general; si actúa con severidad y despiadadamente —y eso es lo que yo creo que hará—, dejará de ser el jefe de su propio partido, y se ganará la enemistad de todas las familias que tienen a alguno de los suyos en la ciudadela. Ese pobre hombre sabe adoptar una actitud de absoluto respeto en cuanto se acerca al príncipe; si hace falta, se cambia de ropa cuatro veces al día; lo sabe todo sobre la etiqueta, pero no tiene cabeza para seguir el difícil camino que pueda conducirle a buen puerto; haga lo que haga, yo me quedo en mi puesto. Al día siguiente del nombramiento del general Fabio Conti, que cerraba la crisis ministerial, se supo que en Parma aparecía un periódico ultramonárquico. —¡Qué de conflictos va a suscitar este periódico! —comentó la duquesa. —Este periódico es seguramente mi obra maestra —respondió el conde entre risas—. Poco a poco dejaré, a mi pesar, que los ultras más furibundos me arrebaten su dirección. He dispuesto unos sueldos muy buenos para los puestos de redactor, y las solicitudes para ocuparlos van a venir de todas partes. Este asunto nos va a tener ocupados un mes o dos y servirá para que se olviden los peligros por los que acabo de pasar. P. y D., esos sesudos varones, están ya en la línea de salida. —Pero ese periódico va a ser un desatino insoportable. —Con ello cuento —le contestó el conde—. El príncipe lo leerá todas las mañanas y admirará mi doctrina; mía, pues yo soy el fundador. Habrá detalles que aprobará y detalles que le molestarán; por de pronto, le ocupará dos horas de su jornada de trabajo. El periódico tendrá problemas, pero, para cuando empiecen a llegar las quejas serias, dentro de ocho o diez meses, el periódico estará enteramente en manos de los ultras más furibundos. Será ese irritante partido el que tenga que responder de ellas; también yo elevaré quejas contra el periódico. En el fondo, prefiero cien disparates atroces a un solo ahorcado. Nadie se acuerda de un disparate a los dos años de su publicación. En cambio, los hijos de un ahorcado me profesarán un odio que durará lo que dure mi vida; y, ¿quién sabe?, puede incluso acortármela. —La duquesa, siempre apasionada por algo, siempre activa, jamás ociosa, tenía más talento que toda la corte de Parma, pero carecía de la paciencia y de la frialdad necesarias para triunfar en las intrigas. No obstante, había llegado a seguir apasionadamente los intereses de las distintas camarillas, e incluso empezaba a tener una influencia personal ante el príncipe. Clara Paulina, la princesa, rodeada de honores, aunque aprisionada en una rancia etiqueta, se tenía a sí misma por la más desgraciada de las mujeres. La duquesa Sanseverina procuró acercarse a ella, y emprendió la tarea de demostrarle que no era tan desgraciada. Debo decir que el príncipe no veía a su mujer más que a la hora de la cena; duraba esta comida treinta minutos, y, en ocasiones, pasaban semanas enteras sin que el príncipe dirigiera la palabra a Clara Paulina. La señora Sanseverina trató de cambiar todo esto; sabía divertir al príncipe y más aún por el hecho de haber conservado toda su independencia. Aunque hubiera preferido que no sucediera, no habría podido dejar de herir a alguno de los tontos que pululaban en aquella corte. Aquella absoluta falta de habilidad suya la convertía en execrable para el común de los cortesanos, todos ellos condes o marqueses y generalmente beneficiarios de rentas en torno a las cinco mil libras. Ella se dio cuenta de aquella insuficiencia suya desde los primeros días y se dedicó exclusivamente a complacer al soberano y a su mujer, que dominaba absolutamente al príncipe heredero. La duquesa sabía divertir al soberano y aprovechaba el crédito que éste concedía a sus palabras más insustanciales para ridiculizar a los cortesanos que la odiaban. Desde aquellos lamentables errores en que había incurrido por instigación de Rassi (y las torpezas de sangre no se reparan jamás), el príncipe tenía miedo a veces y se aburría a menudo, lo cual le había precipitado en la tristeza de la envidia. Tenía la sensación de que no se divertía apenas, y le afligía pensar que los otros se divertían. El que alguien tuviera aspecto de ser feliz lo ponía furioso. —Debemos ocultar nuestro amor —le dijo la duquesa a su amigo; e hizo todo lo posible para que el príncipe creyera que sólo estaba a medias enamorada del conde, aun siendo éste un hombre tan estimable. Cuando hizo este descubrimiento, Su Alteza tuvo un día feliz. De vez en cuando, la duquesa dejaba caer la idea de que debería tomar unas vacaciones anuales de algunos meses que emplearía en viajar por la Italia que no conocía; iría a visitar Nápoles, Florencia, Roma. Pues bien, nada en el mundo podía molestar más al príncipe que tales proyectos; y ello, por su apariencia de deserción. Era una de sus debilidades más palmarias, los viajes que pudieran ser vistos como un desprecio por su ciudad capital le rompían el corazón. Se daba cuenta de que no había ningún medio de retener a la señora Sanseverina, y la señora Sanseverina era, con mucho, la mujer más brillante de Parma. Sus jueves, que eran verdaderas fiestas, tenían tanto éxito que la gente dejaba sus casas de campo de los alrededores para acudir a sus salones, lo que choca clamorosamente con la tradicional pereza italiana; casi siempre ofrecía la duquesa algo nuevo y apasionante. El príncipe se moría de ganas de ver uno de aquellos jueves; pero ¿cómo proceder? ¡Ir a casa de un simple particular! ¡Eso era algo que ni su padre ni él habían hecho jamás! Uno de aquellos jueves hacía una noche fría y lluviosa y el príncipe oía el constante resonar en el pavimento de la plaza de palacio de los coches que pasaban camino de la casa de la señora Sanseverina. Se sintió mal: otros se divertían y él, príncipe soberano, señor absoluto, que debía divertirse más que nadie en el mundo, ¡él se aburría! Llamó a su ayuda de campo; fue necesario esperar a que se dispusiera una docena de hombres de confianza en la calle que llevaba del palacio de Su Alteza al palacio Sanseverina. Finalmente, al cabo de una hora, que al príncipe le pareció un siglo, y durante la cual estuvo más de veinte veces tentado a desafiar los puñales y salir por las bravas, sin ninguna precaución, hizo acto de presencia en el salón principal de la señora Sanseverina. Si hubiera caído un rayo en aquel salón no hubiera producido una sorpresa mayor. En un abrir y cerrar de ojos, a medida que el príncipe avanzaba, se hacía un silencio de estupor en aquellos salones tan ruidosos y alegres. Todos los ojos, abiertos como platos, estaban fijos en el príncipe. Los cortesanos parecían desconcertados, únicamente la duquesa parecía no estar asombrada. Cuando finalmente recobraron el habla, la mayor preocupación de todos los presentes consistió en dilucidar la siguiente e importante cuestión: ¿estaba advertida la duquesa de aquella visita o había sido sorprendida como todo el mundo? El príncipe se divirtió, y juzgue el lector, por lo que sigue, hasta qué punto era impulsivo el carácter de la duquesa y hasta qué punto aquellas vagas ideas de hacer un viaje hábilmente lanzadas le habían dado un poder infinito. Cuando acompañaba hasta la puerta al príncipe, que le dirigía frases sumamente amables, se le ocurrió una idea singular y decidió expresarla con toda naturalidad como si fuera una cosa de lo más corriente: —Si Vuestra Alteza Serenísima se dignara a dirigirle a la princesa tres o cuatro de esas encantadoras frases que a mí me prodiga, me haría mucho más feliz que diciéndome lo guapa que soy. Por nada del mundo quisiera que a la princesa le disgustara la insigne muestra de favor con que acaba de honrarme Vuestra Alteza. El príncipe la miró fijamente y le replicó con sequedad: —Me parece que soy muy dueño de ir a donde quiera. La duquesa enrojeció. —Sólo quería —replicó al instante— ahorrarle a Su Alteza un desplazamiento inútil, pues éste será el último jueves. Pienso ir a pasar unos días a Bolonia o a Florencia. Al regresar a sus salones, todo el mundo la creía en la cúspide del favor del soberano, aunque acababa de aventurar lo que nadie en Parma recordaba que hubiera podido ponerse en juego nunca. Hizo una seña al conde, que dejó la mesa en que jugaba al whist y la siguió a un saloncito iluminado, pero en el que no había nadie. —Ha sido muy arriesgado lo que acaba de hacer —le dijo—; yo no se lo habría aconsejado. Pero en los corazones enamorados la dicha aumenta el amor —añadió riendo— y, si usted se va mañana por la mañana, yo la seguiré por la noche. No me retrasaré más que lo que me ocupe esa pesadez del ministerio de Hacienda del que he cometido la estupidez de hacerme cargo, pero en cuatro horas bien aprovechadas se pueden cerrar muchos asuntos. Volvamos, querida amiga, y exhibamos la fatuidad ministerial con toda libertad, no nos contengamos. Quizá sea ésta la última representación que damos en esta ciudad. Si ese hombre se siente desafiado, es capaz de todo, dirá que se trata de dar un escarmiento. Cuando la gente se haya ido, decidiremos cuáles son los mejores medios para protegerla esta noche; quizá lo mejor sea marcharse sin más dilación a su casa de Sacca, junto al Po; tiene la ventaja de que está sólo a media hora de los estados austriacos. La duquesa sintió en su amor, y en su amor propio, un momento de delicia. Miró al conde y sus ojos se inundaron de lágrimas. ¡Un ministro tan poderoso como aquel, rodeado de aquella muchedumbre de cortesanos que lo homenajeaba con una solicitud semejante a la que dedicaban al mismo príncipe, iba a dejarlo todo por ella y con aquella naturalidad! Cuando volvía a los salones iba henchida de gozo. Todo el mundo se inclinaba ante ella. —¡Cómo cambia la felicidad a la duquesa! —comentaban por todas partes los cortesanos—, está casi irreconocible. ¡Al fin esa alma romana y siempre por encima de todo se digna apreciar el desmesurado favor que le ha concedido el soberano! Hacia el final de la velada se le acercó el conde. —Tengo noticias que darle. Inmediatamente las personas que estaban cerca de la duquesa se alejaron. —Al volver a palacio, el príncipe se ha hecho anunciar en las habitaciones de su mujer. ¡Imagínese qué sorpresa! «Vengo a contaros —le ha dicho— la velada tan agradable que he pasado en casa de la Sanseverina. Ha sido ella quien me ha pedido que le explicara cómo ha redecorado ese viejo palacio renegrido». Luego, el príncipe se ha sentado y ha hecho una descripción de cada uno de sus salones. Ha pasado más de veinticinco minutos en las habitaciones de su mujer, que lloraba de alegría; a pesar de lo inteligente que es, no ha sabido dar con las palabras que dieran la réplica al tono ligero que Su Alteza quería imprimir a la conversación. Aquel príncipe no era tan mala persona, por más que lo acusaran de tal los liberales de Italia. Es verdad que había arrojado a las cárceles a un buen número de ellos, pero había sido por miedo —en ocasiones repetía, como para consolarse de ciertos recuerdos: «Más vale matar al diablo que el diablo te mate a ti»—. Al día siguiente de la velada a que acabamos de referirnos, estaba sumamente contento; había hecho dos buenas acciones: ir al jueves y hablar con su mujer. A la hora de cenar le dirigió la palabra. En definitiva, aquel jueves de la señora Sanseverina supuso una revolución doméstica que resonó en toda Parma; la Raversi estaba consternada, y la duquesa doblemente dichosa; había podido serle útil a su amante y lo había visto más enamorado que nunca. —¡Todo por habérseme ocurrido una idea más que imprudente! —le decía ella al conde—. En Roma o en Nápoles sería más libre, no hay duda, pero ¿me encontraría allí con un juego tan apasionante? Seguro que no, mi querido conde; me hace usted muy feliz. Capítulo séptimo Para dar cuenta de la historia de los cuatro años siguientes habría que recurrir a relatar pequeños detalles tan insignificantes como el que acabamos de contar. En primavera, la marquesa y sus hijas visitaban durante dos meses a la duquesa en el palacio Sanseverina o en la finca de Sacca, a orillas del Po. Pasaban muy buenos ratos juntas y solían hablar de Fabricio, a quien el conde no permitió nunca que visitara Parma. La duquesa y el conde tuvieron que solucionar algunas ligerezas suyas, pero en general Fabricio seguía sensatamente la línea de conducta que se le había trazado, la de un gran señor que estudia teología y que de ningún modo basa en la virtud el progreso en su carrera. En Nápoles, se había apasionado por el estudio de la antigüedad; hacía excavaciones. Aquella nueva afición había sustituido prácticamente a la de los caballos. Hasta el punto de que había vendido sus pura sangre ingleses para poder continuar sus excavaciones en Misena, donde había encontrado un busto de Tiberio joven, que enseguida había sido considerado como uno de los restos más hermosos de la antigüedad. El descubrimiento de aquel busto fue, seguramente, el placer más intenso que pudo experimentar en Nápoles. Tenía un espíritu lo suficientemente elevado como para no imitar a otros jóvenes, o como para que no se le ocurriera, por ejemplo, representar el papel del enamorado en serio. Ciertamente no le faltaron amantes, pero ninguna dejó en él la menor secuela, y, pese a su edad, podía decirse que no conocía el amor, lo que hacía que suscitara más amores todavía. Nada le impedía actuar con la mayor distancia, pues, para él, una mujer joven y guapa era siempre igual a otra mujer joven y guapa; la única diferencia estribaba en el orden, siempre era la última la que le parecía la más interesante. Durante el último año de su estancia en Nápoles, una de las señoras más admiradas del reino había hecho locuras por él; pero lo que al principio le había parecido divertido acabó resultándole tan enojoso que uno de los motivos de alegría de su partida fue librarse de las atenciones de la duquesa de A***. En 1821, tras pasar medianamente todos sus exámenes, lo que le valió a su director de estudios o mentor un regalo y una cruz, fue a conocer la ciudad de Parma, en la que había pensado con frecuencia. Ya era Monsignore, y tenía cuatro caballos en su coche; en la última posta antes de llegar a Parma sólo enganchó dos, y ya en la ciudad mandó al cochero que parara en la iglesia de San Juan. Se encontraba allí la rica tumba del arzobispo Ascanio del Dongo, su tío bisabuelo, autor de la Genealogía latina. Rezó ante ella y, luego, se dirigió a pie al palacio de la duquesa, que no le esperaba sino algunos días más tarde. Tenía mucha gente en el salón, pero enseguida los dejaron a solas. —¡Bueno! ¿Estás contenta de mí? —le dijo abrazándola—. Gracias a ti he pasado cuatro años bastante felices en Nápoles, en vez de aburrirme en Novara con mi amante autorizada por la policía. La duquesa no salía de su asombro; si lo hubiera visto por la calle, no lo hubiera reconocido. Le pareció lo que era realmente, uno de los hombres más guapos de Italia. Tenía, sobre todo, una cara encantadora. Ella lo había mandado a Nápoles con el aspecto de un atrevido caballista, con la fusta siempre en la mano como si formara parte de él. Ahora guardaba ante los extraños la apostura más noble y mesurada que cupiera imaginar, sin haber perdido en el trato íntimo, como descubría, ni un ápice del ardor de su primera juventud. Era un diamante que no había perdido nada al pulirlo. El conde Mosca llegó apenas una hora después que Fabricio. Se había adelantado un poco aquel día. El joven que encontró le habló con tanta discreción de la cruz de Parma concedida a su mentor y expresó con tan perfecta mesura su vivo agradecimiento por otros favores de los que no se atrevía a hablar tan abiertamente, que, desde aquella primera impresión, el conde lo juzgó favorablemente. —Este sobrino suyo —le dijo en voz baja a la duquesa— está destinado a dar brillantez a todas las dignidades a que quiera usted elevarlo. Hasta allí todo transcurría a las mil maravillas; pero cuando el ministro, que estaba tan contento con Fabricio que hasta entonces sólo había estado atento a sus hechos y gestos, miró a la duquesa, advirtió en ella una mirada especial. «Este joven le produce una extraña impresión», se dijo. La reflexión estaba teñida de amargura. El conde había llegado a los cincuenta; es ésta una palabra muy cruel, una palabra cuyo verdadero significado quizá sólo pueda ser percibido por un hombre perdidamente enamorado. Dejando aparte sus severidades como ministro, era un hombre muy bueno, muy digno de ser amado. Pero, en su opinión, aquella palabra cruel, cincuenta, teñía de negro toda su vida y hubiera sido capaz por sí misma de hacerlo a él también cruel. En los cinco años que hacía desde que había convencido a la duquesa para que fuera a vivir a Parma, ella le había hecho tener celos con cierta frecuencia, sobre todo al principio, pero nunca había sido con motivos fundados. Pensaba incluso, y estaba en lo cierto, que, si la duquesa había recurrido a dar apariencias de distinguir con su favor a algunos jóvenes guapos de la corte, había sido con el propósito de asegurarse su amor. Estaba seguro, por ejemplo, de que ella había rechazado los agasajos del príncipe, quien, incluso en esta ocasión, había dicho una frase reveladora. —Y si aceptara las proposiciones de Vuestra Alteza —le decía riendo la duquesa—, ¿con qué cara me iba yo a atrever a presentarme ante el conde? —A mí me desconcertaría tanto como a usted, ¡el querido conde!, ¡mi amigo! Aunque ése sería un inconveniente sumamente fácil de evitar; lo tengo ya pensado: el conde sería encerrado en la ciudadela para el resto de sus días. Cuando llegó Fabricio la duquesa experimentó una felicidad tan intensa, que no se le ocurrió pensar en las ideas que su mirada podía inspirarle al conde. El efecto fue hondo y las sospechas, irremediables. Fabricio fue recibido por el príncipe a las dos horas de su llegada. La duquesa, que había previsto el buen efecto que causaría ante el público una audiencia improvisada como aquella, la había solicitado con dos meses de antelación. Este gesto de privanza ponía a Fabricio en una situación de ventaja desde un primer momento. Había aducido como pretexto que Fabricio sólo estaba de paso en Parma, camino de Piamonte para ver a su madre. Cuando le dieron al príncipe un billetito encantador de la duquesa comunicándole que Fabricio esperaba sus órdenes, Su Alteza se aburría. «Éste será un santurrón —se dijo—, un pazguato de cara meliflua o hipócrita». El comandante de la plaza había informado ya de la primera visita a la tumba del tío arzobispo. Ante el príncipe se presentó un joven alto, a quien, de no llevar medias moradas, hubiera tomado por un oficial del ejército. Aquella sorpresa le quitó el aburrimiento de golpe. «¡Menudo buen mozo! —se dijo—; vaya usted a saber los favores que me piden para éste; todos los que pueda concederle. Ya está aquí; debe de estar nervioso: voy a hacerme un poco el jacobino; a ver cómo reacciona». Tras unas primeras palabras amables, el príncipe le preguntó a Fabricio: —Y, dígame, Monsignore, ¿es feliz el pueblo napolitano? ¿Ama a su rey? —Alteza Serenísima —respondió Fabricio, sin titubear un instante—, cuando pasaba por las calles, me admiraba el excelente porte de los soldados de los distintos regimientos de Su Majestad el rey, la buena sociedad es respetuosa con sus señores como cabe esperar, pero he de confesarle que nunca en mi vida he consentido que la gente de las clases inferiores me hable de nada aparte del trabajo para el que le pago. «¡Demontre —se dijo el príncipe—; menudo azor! ¡Éste sí que es un pájaro bien amaestrado, ésta es la cabeza de La Sanseverina!». Y, picado con aquel juego, el príncipe empleó buena parte de su habilidad en hacer hablar a Fabricio sobre un asunto tan retorcido. El joven, crecido en el peligro, tuvo la suerte de encontrar unas respuestas admirables: —La manifestación de amor al rey es casi una insolencia —decía—, lo que verdaderamente se le debe es una obediencia ciega. Tanta prudencia casi irritó al príncipe. «Al parecer, lo que nos llega de Nápoles es un hombre de talento, y no me gusta nada esta ralea; a un hombre inteligente, por mucho que se atenga a los mejores principios e, incluso, aunque se los crea, siempre le saldrá por alguna parte el parentesco con Voltaire y con Rousseau». El príncipe se sentía retado, de algún modo, por unas maneras tan correctas y unas respuestas tan inatacables de joven recién salido del colegio; aquello no era lo que se había imaginado. De súbito, cambió a un tono afable, y, volviendo mediante unas pocas frases a los grandes principios de las sociedades y del gobierno, recitó, adaptándolas a la conversación, algunas sentencias de Fénelon, que había tenido que aprender de memoria cuando era niño para emplearlas en las audiencias públicas. —Estos principios le extrañarán, joven —le dijo a Fabricio (al principio de la audiencia le había llamado monsignore y monsignore pensaba volverle a llamar cuando lo despidiera, pero en el curso de la conversación, le pareció más acertado, más adecuado a las matizaciones de lo emocional, llamarlo con un apelativo amistoso)—, estos principios le extrañarán, joven; confieso que no se parecen nada a los rollos absolutistas (tal fue la expresión) que pueden leerse todos los días en mi periódico oficial… Pero ¡Santo Dios! ¿Qué sentido puede tener que haga yo tales citas? Usted no conoce a esos escritores del periódico. —Pido perdón a Vuestra Alteza Serenísima; pero no sólo leo el periódico de Parma, que me parece bastante bien escrito, sino que coincido absolutamente con él en la consideración de que todo lo que se ha hecho desde 1714, desde la muerte de Luis XIV, es a un tiempo un crimen y una tontería. El mayor interés del hombre está en su salvación; no hay, en ello, discusión posible, porque se trata de una felicidad para toda la eternidad. Las expresiones de libertad, justicia, felicidad de la mayoría son infames y criminales. Confieren a las mentes el hábito de la discusión y de la desconfianza. Una cámara de diputados desconfía de lo que ellos llaman el ministerio. Una vez contraído este hábito fatal de la desconfianza, la debilidad humana lo aplica a todo. El hombre llega a desconfiar de la Biblia, de los mandatos de la Iglesia, de la tradición, etcétera, etcétera; a partir de ese momento, el hombre está perdido. Porque, aun cuando —y sólo decirlo es ya una falsedad y un crimen— esa desconfianza Respecto de la autoridad de los príncipes instituidos por Dios diera la felicidad durante los veinte o treinta años de vida que a cada uno de nosotros nos cabe esperar, ¿qué es medio siglo o, incluso, un siglo entero comparado con toda una eternidad de suplicios?, etcétera. Por la manera de hablar de Fabricio se veía que trataba de ordenar sus ideas para presentarlas a su interlocutor de la forma más inteligible que podía. Estaba muy claro que no recitaba una lección. El príncipe se cansó enseguida de lidiar con aquel joven; sus maneras sencillas y graves le molestaban. —Adiós, monsignore, le dijo bruscamente; ya veo que en el seminario de Nápoles dan una excelente educación, y es evidente que, cuando los buenos preceptos caen en una mente tan distinguida, los resultados son brillantes. Adiós. Y le dio la espalda. «No le he gustado nada a este animal», se dijo Fabricio. «Ahora queda por ver —pensó el príncipe cuando se quedó solo— si este chico tan guapo es capaz de apasionarse por algo; en cuyo caso sería un completo… ¿Cómo podrá recitar con tanto talento las lecciones de su tía? Me ha parecido estar oyéndola a ella. Si hubiera una revolución aquí, sería ella quien redactara el Monitore, como hizo la San Felice en Nápoles. Y a la San Felice, a pesar de sus veinticinco años y de su belleza, la ahorcaron un poquito[24]; ¡mucho ojo, mujeres inteligentes!». Se equivocaba el príncipe haciendo a Fabricio discípulo de su tía. Las personas inteligentes que nacen en el trono, o junto a él, pierden enseguida la finura de percepción. Proscriben en su derredor la libertad de conversación, que les parece una ordinariez; no quieren ver más que máscaras y pretenden juzgar la belleza de la piel. Lo más curioso es que están convencidos de que tienen una perspicacia muy aguda. En este caso, por ejemplo, Fabricio creía prácticamente todo lo que acabamos de oírle decir; aunque también es verdad que no se le ocurría pensar dos veces al mes en tan grandes principios. Tenía gustos vivos, era inteligente, pero también tenía fe. El gusto por la libertad, la moda y el culto de Infelicidad de la mayoría, chifladuras del siglo diecinueve, no eran en su opinión más que una herejía destinada a pasar como las demás, aunque no sin haber matado antes a muchas almas, del mismo modo que la peste mata muchos cuerpos cuando reina en una comarca. Y, aun pensando así, Fabricio leía con muchísimo gusto los periódicos franceses y hasta llegaba a cometer imprudencias para conseguírselos. Cuando Fabricio llegó, descompuesto, de su audiencia en palacio y le contó a su tía los distintos ataques del príncipe, ésta le dijo: —Tienes que ir inmediatamente a ver al padre Landriani, nuestro excelente arzobispo; ve a pie, sube discretamente las escaleras, no hagas el menor ruido en la antesala, y si te hace esperar, tanto mejor, ¡muchísimo mejor! En suma, ¡sé apostólico! —Ya entiendo —dijo Fabricio—, es un Tartufo. —Nada de eso, es la virtud personificada. —¿Virtuoso dices? ¿Aun después de su comportamiento —insistió Fabricio sorprendido— con ocasión del suplicio del conde Palanza? —Sí, amigo mío, incluso a pesar de su comportamiento. El padre de nuestro arzobispo era un empleado del ministerio de Hacienda, un pequeño burgués, y eso lo explica todo. Monseñor Landriani es un hombre de mente despierta, amplia, profunda. Es sincero y ama la virtud. Estoy convencida de que si el emperador Dedo volviera al mundo, nuestro arzobispo sufriría martirio como el Polieucto de la ópera de la semana pasada. Ésa es la cara buena de la medalla; te cuento cómo es la otra: en cuanto está en presencia del soberano o, aunque sólo sea, del primer ministro, se queda deslumbrado ante tanta grandeza, se azara, enrojece; le resulta materialmente imposible decir no. A eso se deben las cosas que hizo y que le han costado esa cruel fama en toda Italia. Pero lo que no se sabe es que cuando la opinión pública le hizo ver la verdad sobre el proceso del conde Palanza, se impuso como penitencia vivir a pan y agua durante trece semanas, el mismo número de semanas que letras tiene el nombre del conde: Davide Palanza. Tenemos en esta corte un canalla sumamente inteligente, llamado Rassi, juez supremo o fiscal general, que cuando tuvo ocasión la muerte del conde Palanza, embrujó al padre Landriani. Cuando hacía la penitencia de las trece semanas, el conde Mosca, un poco por piedad y otro poco malévolamente, lo invitaba a cenar una y hasta dos veces por semana. El buen arzobispo, por guardar las formas, cenaba como todos los demás. Le hubiera pareado una muestra de rebeldía y jacobinismo mostrar que hacía penitencia por un acto aprobado por el soberano. Ahora bien, también era público que por cada cena en que su deber de súbdito fiel lo había obligado a comer como todos los demás se imponía una penitencia añadida de dos días a pan y agua. Monseñor Landriani, que es una inteligencia superior y un sabio de primer orden, no tiene más que una debilidad, necesita sentirse querido; así que ponte tierno cuando lo mires, y en la tercera visita quiérelo del todo. Esto, unido a tu origen familiar, hará que te adore inmediatamente. Si te acompaña él en persona hasta la escalera, no muestres la menor sorpresa, pon cara de estar habituado a tales maneras; es un hombre que ha nacido arrodillado ante la nobleza. Por lo demás, muéstrate sencillo, apostólico, de ningún modo inteligente ni brillante, olvídate de las respuestas rápidas. Si no lo asustas, se quedará encantado contigo. Piensa que es imprescindible que sea él, por su propia voluntad, quien te nombre su vicario general. El conde y yo nos mostraremos sorprendidos e incluso molestos ante un progreso tan rápido, esto es esencial de cara al soberano. Fabricio fue inmediatamente al arzobispado. Por un raro y feliz azar, el criado del buen prelado, que era un poco sordo, no oyó el apellido del Dongo, y anunció simplemente a un joven sacerdote llamado Fabricio. El arzobispo estaba en aquel momento con un cura de costumbres poco ejemplares a quien había mandado acudir para reconvenirlo. Estaba a punto de dirigirle una reprimenda, cosa que le resultaba sumamente embarazosa, y quería quitarse de encima aquella molesta obligación cuanto antes. Hizo, pues, esperar tres cuartos de hora al sobrino bisnieto del gran arzobispo Ascanio del Dongo. Imposible reproducir sus excusas y su desesperación cuando, tras acompañar al cura hasta la segunda antesala, al volver a pasar por delante de aquel joven que estaba esperando, le preguntó en qué podía servirle, vio las medias moradas y oyó el nombre de Fabricio del Dongo. La cosa le pareció tan divertida a nuestro héroe que, ya en esta primera visita, en un impulso de afecto, se aventuró a besar la mano del santo prelado. ¡Había que oír al arzobispo repetir con desesperación!: —¡Un del Dongo esperando en mi antesala! Y se sintió obligado a contarle, a modo de excusa, la anécdota completa del cura, sus torpezas, sus respuestas, etcétera. «¿Cómo es posible —se preguntaba Fabricio cuando volvía al palacio Sanseverina— que sea éste el mismo hombre que apresuró el suplicio del pobre conde Palanza?». —¿Qué piensa Vuestra Excelencia? —le preguntó riendo el conde Mosca cuando lo vio, de vuelta en casa de la duquesa (el conde no quería que Fabricio le llamara Excelencia). —No salgo de mi asombro; no tengo ni idea del carácter de las personas. Si no hubiera sabido su nombre, hubiera apostado lo que fuera por que ese hombre era incapaz de ver sangrar un pollo. —Y habría ganado usted —le contestó el conde—, pero en cuanto está delante del príncipe o, aunque sólo sea, delante de mí, es incapaz de decir no. Bien es verdad que, para que yo pueda producir ese efecto enteramente, hace falta que lleve el gran cordón amarillo encima. Si llevo frac, puede llegar a contradecirme; así que siempre que lo recibo, me pongo un uniforme. No es misión nuestra destruir el prestigio del poder, ya lo derriban a toda velocidad los periódicos franceses. No creo que la manía del respeto dure más que nosotros, y usted, sobrino, lo sobrevivirá. ¡Usted será un hombre corriente! A Fabricio le gustaba mucho la compañía del conde. Era el primer hombre importante que se dignaba a hablarle con naturalidad. Además tenían una afición común, la de las antigüedades y las excavaciones. Al conde, por su parte, le halagaba la suma atención con que le escuchaba el joven. Pero se planteaba una objeción esencial: Fabricio ocupaba unas habitaciones del palacio Sanseverina; se pasaba la vida con la duquesa; dejaba ver con toda inocencia que aquella intimidad le hacía feliz, y tenía, además, unos ojos y una piel de una frescura desesperante. Hacía ya tiempo que Ranucio Ernesto IV, que rara vez topaba con mujeres que no respondieran a sus solicitaciones, estaba molesto con el hecho de que la virtud de la duquesa, notoria en la corte, no hubiera hecho una excepción en su favor. Ya hemos visto que la inteligencia y el talante de Fabricio lo habían molestado desde el primer día. Tomó a mal la intensa amistad que tía y sobrino mostraban atolondradamente. Deliberadamente prestó oídos a las habladurías de sus cortesanos, que fueron innumerables. La llegada de aquel joven y la audiencia tan extraordinaria que había tenido fueron noticia y motivo de asombro en la corte durante un mes. A partir de todo ello, el príncipe tuvo una idea. Tenía en su guardia el soberano un soldado raso que aguantaba el alcohol de un modo sorprendente; aquel hombre se pasaba la vida en la taberna e informaba directamente al soberano sobre el estado de ánimo del ejército. Se llamaba Carlone y carecía de educación; de no haber sido por esta circunstancia, hacía ya tiempo que hubiera hecho carrera. Su única obligación consistía en estar delante de palacio todos los días cuando el reloj diera las doce. Un día, un poco antes de que dieran las doce, el príncipe fue en persona a aquel mismo sitio a disponer de cierto modo la persiana de un entresuelo contiguo al vestidor real. Un poco después de que sonara el reloj, volvió a aquel entresuelo y encontró allí al soldado; llevaba el príncipe en el bolsillo una hoja de papel y un estuche con objetos de escritorio; le dictó entonces al soldado la siguiente nota: Vuestra Excelencia es muy inteligente, sin duda, y, gracias a su profunda sagacidad, vemos este Estado tan bien gobernado. Pero, mi querido conde, no se puede tener un éxito tan grande sin suscitar un poco de envidia, y mucho me temo que se rían un poco a su costa, si esa sagacidad suya no le sirve para enterarse de que un guapo chico ha tenido la fortuna de inspirar, sin pretenderlo seguramente, uno de los más extraños amores. Ese afortunado mortal no tiene, según dicen, más que veintitrés años, y, mi querido conde, lo que complica la situación es que tanto usted como yo tenemos muchos más años que el doble de esa edad. De noche, y a cierta distancia, el conde es encantador, lleno de vida, inteligente, sumamente amable; pero por las mañanas, en la intimidad, seguro que el recién llegado tiene más encantos. Pues bien, nosotras, las mujeres, damos mucha importancia a esa frescura de la juventud, sobre todo cuando ya hemos pasado de los treinta. ¿Acaso no se habla ya de asentar a tan amable adolescente en nuestra corte mediante la adjudicación de un buen puesto? ¿Y quién es la persona que más a menudo le habla de ello a Vuestra Excelencia? El príncipe se quedó con la carta y le dio dos escudos al soldado. —Esto, además de tu paga —le dijo, y con gesto seco—: o guardas un silencio absoluto, sin excepciones de ninguna clase, o vas a parar al más húmedo de los calabozos de la ciudadela. El príncipe tenía en su despacho una colección de sobres con las direcciones de la mayor parte de las personas de su corte, escritas por este mismo soldado de quien todo el mundo creía que no sabía escribir, y que, en realidad, no escribía nunca, ni siquiera sus informes detectivescos. El príncipe escogió el que necesitaba. Unas horas más tarde, el conde Mosca recibió una carta por la posta; se había calculado la hora en que podría llegar, y en el mismo momento en que el cartero, que había sido visto llevando una carta de pequeño tamaño en la mano, salió del palacio del ministerio, Mosca fue llamado a presencia de Su Alteza. Nunca había parecido el favorito presa de una tristeza más negra, y para disfrutar más con ello, el príncipe le gritó en cuanto lo vio: —Hoy necesito relajarme charlando de cualquier cosa con el amigo, antes que trabajar con el ministro. Tengo un terrible dolor de cabeza y no me vienen más que ideas negras. Puede muy bien imaginarse el atroz mal humor que embargaba al primer ministro, conde Mosca della Rovere, en el momento en que le fue permitido dejar a su augusto señor. Ranucio Ernesto IV tenía una habilidad consumada en el arte de torturar un corazón y, en este punto, yo podría utilizar la comparación del tigre que se complace enjugar con su presa y no exageraría un ápice. El conde se hizo llevar a casa al galope. Gritó cuando entró que no dejaran pasar a nadie, mandó decir al asistente de servicio que tenía la noche libre (le resultaba odioso saber que había un ser humano al alcance de su voz) y se encerró en la gran galería de pinturas. Allí finalmente pudo abandonarse a todo su furor, allí pasó la velada sin encender la luz, paseando al azar, como quien está fuera de sí. Trataba de imponer silencio a su corazón, para concentrar toda su atención en la decisión sobre qué linea de conducta seguir. Hundido en una angustia que habría inspirado compasión hasta a su enemigo más cruel, decía para sí: «El hombre que aborrezco vive en casa de la duquesa, pasa todo el tiempo con ella. ¿Debería hacer hablar a alguna de sus doncellas? Podría ser peligrosísimo, ¡es tan buena; les paga tan bien! ¡La adoran! (¿Hay alguien, Dios mío, que no la adore?). »La cuestión —se decía con rabia— es la siguiente: ¿dejo entrever los celos que me devoran o los oculto? »Si callo, no me esconderán nada. Conozco a Gina, es una mujer que se deja llevar del primer impulso. Su conducta es imprevisible hasta para ella misma. Cuando quiere asumir una postura decidida de antemano, se llena de confusión. En cuanto tiene que actuar, se le ocurre una idea nueva que sigue con arrebato, como si fuera la mejor del mundo, y acaba estropeándolo todo. »Si no digo nada de este martirio en que vivo, nadie se esconderá de mí y podré hacerme cargo de lo que pueda pasar… »Ya, pero si hablo, hago posible la aparición de circunstancias nuevas, obligo a hacer reflexiones, prevengo muchas de las cosas horribles que pueden llegar a pasar… Quizá ella lo aleje (el conde respiró), en tal caso, tengo la partida ganada; al principio se disgustará, es cierto, pero yo la calmaré…, y, después de todo, nada más natural que ese disgusto…, desde hace quince años lo quiere como se quiere a un hijo. En eso está toda mi esperanza: como a un hijo…, pero no lo ha visto desde su fuga a Waterloo; y a su vuelta de Nápoles, sobre todo para ella, es otro hombre. Otro hombre, repetía con rabia, y un hombre encantador. ¡Con ese aspecto ingenuo y tierno y esa mirada risueña que prometen tanta felicidad! ¡Unos ojos que la duquesa no ha visto nunca en nuestra corte, donde no hay más que miradas hoscas o sardónicas! Yo mismo, agobiado con tantos asuntos, sin otro poder real que mi influencia sobre un hombre a quien le gustaría ponerme en ridículo, ¿qué mirada no tendré muchas veces? ¡Ay!, por mucho cuidado que ponga, debe de ser mi mirada lo que es viejo en mí ¿No es mi alegría algo muy parecido a la ironía?… Y, aún más, siendo absolutamente sincero: ¿no se deberá mi alegría, en cierto modo, al poder absoluto… y a la maldad? ¿Acaso no me digo a mí mismo, en ocasiones, sobre todo cuando me irritan, “yo puedo cuanto quiero”? Y, encima, suelo añadir la estupidez de: “Debo de ser más feliz que nadie porque tengo lo que nadie tiene: un poder absoluto sobre las tres cuartas partes de las cosas”… En fin, para ser verdaderamente justo, ese pensamiento, ese hábito mental arruina, seguramente, mi sonrisa…, debe de darme un aspecto de egoísta…, de complacido conmigo mismo… En cambio, la suya, ¡qué sonrisa tan llena de encanto!, respira la dicha fácil de la primera juventud, y la suscita». Desgraciadamente para el conde, aquella noche hacía un calor agobiante y amenazaba tormenta; hacía un tiempo, en definitiva, de esos que, en aquel país, inducen a tomar decisiones extremas. Imposible reproducir todos los razonamientos, todas las consideraciones de lo que podría sucederle, que, durante tres horas mortales, torturaron a aquel hombre apasionado. Finalmente adoptó una actitud prudente, tras hacerse la siguiente reflexión: «Seguro que estoy loco; pensando que razono, no razono; no hago sino dar vueltas para colocarme en una posición menos cruel y rozo sin percibirla alguna reflexión decisiva. Puesto que el dolor me ciega, sigamos esa regla reconocida por todas las personas sensatas y que se denomina prudencia. Además, en cuanto pronuncie la palabra celos, esa palabra fatal, mi papel queda decidido para siempre. Si, por el contrario, hoy no digo nada, podré hablar mañana, y me mantengo dueño de la situación». La crisis era muy intensa. Si se hubiera prolongado, el conde se habría vuelto loco. Durante unos instantes encontró consuelo cuando fijó la atención en la carta anónima. ¿Quién podría habérsela enviado? Se hizo mentalmente una lista de nombres y los repasó juzgando la posibilidad de que fuera cada uno de ellos, y en ello halló una especie de entretenimiento. Finalmente se acordó del brillo malicioso que había percibido en la mirada del soberano cuando, al final de la audiencia, le dijo: «Sí, si, amigo mío, hay que reconocer que los placeres y los cuidados de la ambición más felizmente satisfecha, incluso la del poder sin límites, no son nada comparados con el íntimo contento que procuran las relaciones tiernas y amorosas. Antes que príncipe, soy hombre, y, cuando tengo la dicha de amar, mi amante se dirige al hombre, no al príncipe». El conde relacionó aquel momento de maligna alegría con la frase gracias a su profunda sagacidad, vemos este Estado tan bien gobernado que figuraba en la carta. «Esa frase es del príncipe —exclamó—, si la hubiera escrito un cortesano habría sido una imprudencia gratuita; la carta procede de Su Alteza». Una vez resuelto aquel problema, el leve contento que le produjo la averiguación se esfumó enseguida ante la visión cruel de las gracias y encantos de Fabricio, que se le volvieron a aparecer en la imaginación. Fue como un peso enorme que volviera a caer en su corazón desventurado. «¡Qué más da la autoría de la carta anónima! —exclamó para sí, enfurecido— ¿Dejará de ser menos cierto el hecho que denuncia por saber quién la envía? Este capricho puede cambiar mi vida —se dijo como para excusar aquel estado suyo de locura—. Si lo ama de ese modo, en cualquier momento se irá con él a Belgirate, a Suiza, o a cualquier otra parte del mundo. Es rica, pero, además, ¿qué le importaría tener que vivir con unos pocos luises al año? ¿No me decía, apenas hace ocho días, que su palacio, tan bien decorado, tan magnífico, le aburre? Un espíritu tan joven como el suyo necesita la novedad. ¡Y con qué sencillez se le presenta esta felicidad nueva! ¡Habrá sido arrastrada por ella, antes de advertir el peligro, antes de pensar en compadecerme! ¡Y soy tan desgraciado!» —exclamó el conde deshecho en lágrimas. Se había jurado que no iría a casa de la duquesa aquella noche, pero no pudo cumplirlo; nunca como aquella noche habían tenido sus ojos una sed semejante de mirarla. Hacia la medianoche se presentó en su casa. La encontró sola con su sobrino; a las diez había despedido a todo el mundo y había mandado cerrar la puerta. En el ambiente de delicada intimidad que reinaba entre aquellos dos seres y ante la ingenua alegría de la duquesa, al conde se le planteó una dificultad irresoluble e imprevista, en la que no se le había ocurrido pensar durante su larga cavilación en la galería de pinturas: ¿cómo iba a disimular sus celos? No se le ocurrió otro recurso que comentar que aquella noche había encontrado al príncipe excesivamente mal dispuesto en su contra; que le había contradicho todas sus opiniones, etcétera, etcétera. Con harto dolor se dio cuenta de que la duquesa apenas lo escuchaba; no hacía el menor caso de un asunto como aquel, que dos días antes, sin ir más lejos, le habría suscitado infinitos razonamientos. Miró entonces el conde a Fabricio; ¡nunca le había parecido tan sencillo y tan noble aquel hermoso rostro lombardo! Fabricio prestaba más atención que la duquesa a las contrariedades que les estaba contando. «La verdad es —se dijo— que en esta cabeza se reúnen una extraordinaria bondad y la expresión de una especie de alegría ingenua y tierna que la hacen irresistible. Es como si estuviera diciendo “lo único importante de este mundo es el amor y la dicha que procura”. Y, sin embargo, en cuanto se aborda algún detalle que haga necesaria la inteligencia, su mirada se ilumina, y sorprende y confunde a quien le mira. Todo le parece sencillo porque lo ve todo desde lo alto. ¡Dios mío! ¿Cómo luchar con un enemigo semejante? Y, en cualquier caso, ¿qué sentido puede tener la vida sin el amor de Gina? ¡Con qué arrobo escucha las seductoras agudezas de esa inteligencia tan joven, que a una mujer debe de parecerle única en el mundo!». Una idea atroz se apoderó del conde como una punzada súbita. «¿Y si lo apuñalara aquí, ante ella, y luego me suicidara?». Dio una vuelta alrededor de la habitación, sin saber bien cómo podían sostenerle las piernas, con la mano crispadamente apretada en torno a la empuñadura del puñal. Ninguno de los dos prestaba la menor atención a lo que pudiera hacer. Dijo que iba a dar una orden a su lacayo, pero ni siquiera le oyeron; la duquesa reía dulcemente de algo que Fabricio acababa de decirle. El conde se acercó a una lámpara del primer salón, y comprobó si la punta de su puñal estaba bien aguzada. «Conviene ser delicado y tener unas maneras perfectas con este joven», se decía mientras volvía a acercarse a donde estaban. Se estaba volviendo loco; en un momento en que se inclinaron el uno hacia el otro, creyó ver que se estaban besando allí mismo, delante de sus ojos. «Es imposible en mi presencia —se dijo—; mi razón desvaría. Tengo que tranquilizarme. Si me muestro desabrido, la duquesa es muy capaz de irse con él a Belgirate, por una simple reacción de orgullo herido; y allí, o durante el viaje, el azar puede traer alguna frase que dé nombre a lo que sienten el uno por el otro; y, entonces, en un solo instante, se desencadenarán todas las consecuencias. »La soledad convertirá en decisiva tal expresión, y, estando la duquesa lejos de mí, ¿qué pasará? Si, tras superar todas las dificultades que me ponga el príncipe, asomo mi cara vieja y angustiada en Belgirate, ¿qué papel haré en medio de estos dos locos de felicidad? »Incluso aquí, ahora, no soy más que el terzo incomodo (¡esta hermosa lengua italiana está enteramente hecha para el amor!). ¡Terzo incomodo (un tercero, presente y que molesta)! ¡Qué dolor para un hombre inteligente darse cuenta de que está haciendo ese espantoso papel, y no poder tomar la decisión de levantarse e irse!». El conde iba a estallar o, en el mejor de los casos, a traicionar su dolor con su cara descompuesta. Y como, en las vueltas que había estado dando por el salón, estaba cerca de la puerta, aprovechó para marcharse, gritando con tono afable y campechano: —Adiós a los dos. «Hay que evitar la sangre», se dijo. Al día siguiente de esta horrible velada, tras una noche pasada dándole vueltas a la superioridad de Fabricio, unas veces, y dejándose llevar de la atroz emoción de los celos más crueles, otras, al conde se le ocurrió la idea de llamar a un criado suyo, joven, que cortejaba a una muchacha, Chekina de nombre, que era la doncella preferida de la duquesa. Por suerte, aquel criado era un joven de costumbres muy morigeradas, avaro incluso, y pretendía un puesto de conserje en alguna de las instituciones públicas de Parma. El conde le ordenó que hiciera venir inmediatamente a su amante, a Chekina. Obedeció el hombre y, una hora más tarde, se presentó el conde, de improviso, en la habitación en que se encontraba la chica con su novio. Ya desde un primer momento los asustó a ambos con la gran cantidad de oro que les dio; luego, mirando a los ojos a la temblorosa Chekina, le espetó la siguiente pregunta directa: —¿Se acuesta la duquesa con Monsignore? —No —dijo la muchacha tras pensarlo durante unos instantes—, …; todavía no, pero él le besa las manos a la señora muchas veces; es verdad que riéndose, pero también emocionado. Esta información fue completada con más de cien respuestas dadas a otras tantas furibundas preguntas del conde; su desazonada pasión hizo que aquellos pobres se ganaran bien todo el dinero que les había arrojado. Finalmente, creyó lo que le decían y se sintió un poco mejor. —Si alguna vez la duquesa llega a tener la menor sospecha de que esta entrevista ha tenido lugar —le dijo el conde a Chekina—, mandaré a su novio a pasar veinte años en la fortaleza, y cuando pueda volver a verlo, tendrá ya el pelo blanco. Pasaron algunos días, y Fabricio empezó a perder la alegría. —Te aseguro —le decía a la duquesa— que el conde Mosca me ha tomado antipatía. —Tanto peor para Su Excelencia —respondía ella un poco molesta. Pero no era aquel el verdadero motivo de la inquietud de Fabricio, ni lo que le había quitado la alegría. «La postura en que me ha colocado la mala suerte no es sostenible —se decía—. Estoy convencido de que ella no hablará jamás del asunto. Ser explícita respecto de todo esto debe de horrorizarla tanto como el incesto. Pero si una noche, tras un día de imprudencias y locuras, hace examen de conciencia y advierte que yo tengo que haberme dado cuenta de lo que parece sentir por mí, ¿qué papel estaré haciendo a sus ojos?: pues no otro que el del casto Giuseppe (frase proverbial italiana que hace alusión al ridículo papel de José con la mujer del eunuco Putifar). »¿Podría darle a entender mediante una confidencia sincera que no soy capaz de un amor serio? No, porque no soy lo suficientemente listo como para decir una cosa así sin que parezca una impertinencia. No me queda otro remedio que fingir que he dejado una gran pasión en Nápoles, y, en tal caso, volver allí por veinticuatro horas; ésta sería la decisión más prudente, pero ¡tan dolorosa! También queda la posibilidad de un amorío de medio pelo en Parma; esto puede disgustarla, pero cualquier cosa es mejor que el espantoso papel del que no quiere darse cuenta. Esta última solución, por otra parte, podría comprometer mi futuro. Tendría que desplegar toda mi prudencia y comprar discreciones para atenuar el peligro». Lo más cruel de todas estas reflexiones era que Fabricio quería a la duquesa mucho más que a nadie en el mundo. «¡Hay que ser muy torpe —se decía encolerizado— para temer tanto no poder mostrar lo que es tan cierto!». No sabiendo cómo salir de aquel trance, estaba disgustado y se mostraba hosco. «¿Qué sería de mí, Dios mío, si riñera con la persona a quien me siento tan apasionadamente unido?». Por otra parte, Fabricio no podía decidirse a arruinar una felicidad tan deliciosa por unas palabras indiscretas. ¡Estaba tan llena de encantos su posición! ¡Era tan dulce aquella amistad íntima con una mujer tan amable y tan guapa! Y, vista desde un criterio más prosaico, su protección lo colocaba en una posición sumamente agradable en aquella corte, tan llena de intrigas, que, gracias a ella que se las explicaba, le divertían como una comedia. «¡En cualquier momento puedo despertar de este sueño como por obra de un rayo! —se decía—. Si van a más estas veladas, tan alegres, tan plácidas, transcurridas prácticamente en soledad con una mujer tan ingeniosa, ella imaginará que yo podría ser su amante. Me exigirá arrebatos, locura, y yo no podré ofrecerle más que la amistad más viva, pero nunca amor. La naturaleza me ha privado de esta especie de locura sublime. ¡Cuántos reproches no habré soportado al respecto! Aún me parece estar oyendo a la duquesa de A***, ¡y yo me burlaba de la duquesa! Ella pensará que yo no la quiero, y es el amor el que no me quiere a mí. No querrá comprenderme. Muchas veces, cuando me cuenta alguna anécdota de la corte con esa gracia y ese entusiasmo que nadie en el mundo tiene como ella, y que tan bien me vienen para mi instrucción, la beso en las manos y, en ocasiones, en las mejillas. ¿Qué pasará si un día sus manos toman la mías de un modo especial?». Fabricio visitaba todos los días las casas más importantes y menos divertidas de Parma. Siguiendo los hábiles consejos de la duquesa, honraba prudentemente a los dos príncipes, padre e hijo, a la princesa Clara Paulina y a monseñor el arzobispo. Tenía éxito, pero éste no lo liberaba del miedo mortal a indisponerse con la duquesa. Capítulo octavo Así pues, a menos de un mes de su llegada a la corte, Fabricio tenía todos los disgustos de un cortesano y emponzoñada la amistad íntima que hacía dichosa su vida. Una noche, atormentado por estas ideas, salió de aquel salón de la duquesa, donde era demasiado aparente su aura de amante más favorecido. Errando al azar por la ciudad, pasó por delante del teatro; estaba iluminado; entró. Era una imprudencia gratuita en un hombre de su hábito y en la que se había propuesto firmemente no incurrir en Parma, al fin y al cabo una pequeña ciudad de cuarenta mil habitantes. Bien es verdad que, desde los primeros días de su estancia en la ciudad, se había liberado de su ropa oficial; y por las noches, cuando no tenía que ir de etiqueta, iba vestido de negro sin más, como si llevara luto. Tomó un palco del tercer piso para no ser visto. Se representaba La posadera, de Goldoni. Fabricio se dedicó a contemplar la arquitectura de la sala, sin dirigir apenas la mirada al escenario, aunque el público, muy numeroso, prorrumpía constantemente en carcajadas; echó una ojeada a la actriz joven que hacía el papel de posadera y le pareció graciosa. La miró con más atención y la encontró extraordinariamente guapa y, sobre todo, llena de naturalidad: era una muchacha ingenua que se reía, ella la primera, con las cosas tan ingeniosas que había puesto Goldoni en su boca, y que decía, al parecer, con verdadero asombro. Preguntó cómo se llamaba y le dijeron que Marietta Valserra. «¡Anda —pensó—, ha tomado mi apellido; qué casualidad!». A pesar de sus propósitos no abandonó la sala hasta que no hubo terminado la función. Al día siguiente volvió. A los tres días sabía la dirección de Marietta Valserra. La noche de aquel mismo día en que consiguió, no sin esfuerzo, aquella dirección, observó que el conde le miraba con simpatía. El pobre amante celoso, a quien le costaba un trabajo ímprobo mantenerse en los límites de la prudencia, había puesto espías tras los pasos del joven, y aquella correría del teatro lo complacía. Imposible describir la alegría del conde, cuando, al día siguiente de aquel en que había podido tomar la decisión de ser amable con Fabricio, se enteró de que éste, medio disfrazado con una larga levita azul, había subido al cuarto piso de una casa vieja de detrás del teatro, donde Marietta Valserra vivía en un miserable apartamento. Pero esa alegría se multiplicó, además, cuando supo que Fabricio se había presentado con un nombre falso, y había tenido el honor de excitar los celos de un truhán llamado Giletti, que representaba papeles de tercer criado, en la ciudad, y en los pueblos hacía de acróbata de la cuerda floja. Este noble amante de Marietta se deshacía en insultos a Fabricio y decía que lo quería matar. Las compañías de ópera están formadas por un impresario que contrata aquí y allí a los intérpretes que puede pagar, o que están libres en ese momento, y la compañía, reunida al azar, sólo permanece junta una temporada o, todo lo más, dos. No sucede lo mismo con las compañías de cómicos, que, teniendo que viajar de ciudad en ciudad, cambiando de residencia cada dos o tres meses, acaban formando algo así como una familia en la que todos los miembros se aman o se odian entre sí. Hay en estas compañías parejas estables que ni los guapos de las ciudades en que actúan consiguen separar fácilmente. Esto es lo que le sucedía a nuestro héroe: la pequeña Marietta lo quería bastante, pero tenía un miedo terrible a Giletti, que pretendía ser su único dueño y la vigilaba de cerca. Juraba éste a todo el que quería escucharle que mataría al monsignore, pues había seguido a Fabricio y se había enterado de su nombre. El tal Giletti era el hombre más feo del mundo y el menos idóneo para el amor; desmesuradamente alto, horriblemente delgado, con la cara muy picada de viruelas y un poco bizco. Por lo demás, era un hombre lleno de las gracias de su oficio; le gustaba irrumpir en los bastidores donde se reunían sus compañeros haciendo la rueda con pies y manos o cualquier otra pirueta graciosa. Triunfaba en los papeles en que el actor debe aparecer con la cara blanqueada con harina y recibir o propinar infinitos bastonazos. Tan digno rival de Fabricio cobraba treinta y dos francos al mes y se consideraba muy rico. Cuando sus espías le confirmaron todos estos detalles, el conde Mosca se sintió como si hubiera resucitado. Recuperó su talante amable, y, en el salón de la duquesa, a todo el mundo le pareció mucho más contento y de mucho mejor trato que nunca. Él se guardó mucho de contar a su amiga aquella aventurilla que le devolvía la vida; incluso tomó sus precauciones para retrasar lo más posible que pudiera llegarle cualquier información sobre lo que estaba ocurriendo. Se armó asimismo de valor para acatar el consejo que en vano se daba a sí mismo desde hacía un mes, a saber: en cuanto palidece el mérito de un amante, debe éste emprender un viaje. Un asunto importante lo llevó a Bolonia y, una vez allí, dos o tres veces al día, le llegaban correos del gabinete con papeles oficiales de sus despachos, y también noticias de los amores de la pequeña Marietta, de la cólera del terrible Giletti y de las andanzas de Fabricio. En más de una ocasión, alguno de los agentes del conde encargó a Giletti la representación de Arlequín, esqueleto y tarta, uno de sus éxitos (sale de una tarta en el momento en que su rival se dispone a empezarla y la emprende a bastonazos con él); era un pretexto para hacerle llegar cien francos. Giletti, lleno de deudas, se guardó mucho de comentar tan inesperada ganancia, pero sorprendentemente se hinchó de orgullo. La fantasía de Fabricio fue trocándose en materia de amor propio (¡a su edad, y las preocupaciones le habían reducido ya a consolarse con fantasías!). Lo que le llevaba a las funciones era la vanidad; la chica interpretaba con mucha alegría y él se divertía; al salir del teatro, durante una hora, estaba enamorado. Al conde lo trajo de nuevo a Parma la noticia de que Fabricio corría un peligro real. Giletti, que había sido dragón en el magnífico regimiento de dragones Napoleón, hablaba en serio de matar a Fabricio, y tomaba ya medidas para escapar acto seguido a la Romaña. Si el lector es muy joven, no dejará de escandalizarse por nuestra admiración ante este hermoso gesto del conde. Porque, efectivamente, para el conde, volver de Bolonia no fue un acto ligeramente heroico. ¡Eran tantas las mañanas, al fin y al cabo, en que tenía el semblante cansado, mientras en Fabricio lucían frescura y serenidad! ¿Quién iba a reprocharle la muerte de Fabricio, acaecida en su ausencia y por un motivo tan estúpido? Pero la suya era una de esas pocas almas que convierten en eterno remordimiento la omisión de un acto generoso. Por otra parte, no podía soportar la idea de ver a la duquesa triste, y, además, por su culpa. A su llegada la encontró silenciosa y triste. Lo que había pasado era lo siguiente: Chekina, la doncellita, atormentada por los remordimientos y valorando, además, la gravedad de su falta por la enormidad de la suma que había recibido para cometerla, había caído enferma. Una noche, la duquesa, que la quería mucho, subió a su cuarto. La chica, ante aquel rasgo de bondad, no pudo resistir más: se echó a llorar y quiso devolver a su ama lo que le quedaba del dinero que había recibido; finalmente, se armó de valor y le confesó las preguntas que le había hecho el conde y las respuestas que ella le había dado. La duquesa se precipitó a la lámpara, la apagó y le dijo a la pequeña Chekina que la perdonaba, pero a condición de que no dijera nunca a nadie una sola palabra de aquella extraña escena. —El pobre conde —añadió en tono ligero— teme el ridículo; eso les pasa a todos los hombres. La duquesa se apresuró a bajar a sus habitaciones. En cuanto cerró la puerta de su cuarto, se deshizo en lágrimas. Había algo horrible en la idea de acostarse con Fabricio, a quien había visto nacer; y, sin embargo, ¿cómo cabía interpretar su conducta? Aquella habla sido la causa inicial de la negra melancolía en que el conde la encontró hundida. Una vez en Parma, ella tuvo accesos de impaciencia con él y casi llegó a tenerlos también con Fabricio; hubiera preferido no volver a verlos, a ninguno de los dos. Estaba despechada con el ridículo papel, que, a sus ojos, hacía Fabricio con la pequeña Marietta —el conde se lo había contado todo, incapaz, como buen enamorado, de guardar un secreto—. No podía acostumbrarse al desdichado pensamiento de que su héroe tuviera un defecto. Finalmente, en un momento de mayor confianza, pidió consejo al conde; fue éste un momento delicioso para él, una hermosa recompensa por el impulso de honradez que lo había hecho volver a Parma. —¡Nada más simple! —dijo el conde riéndose—; los jóvenes quieren poseer a todas las mujeres, después, al día siguiente, no vuelven a pensar en ellas. ¿No tiene que ir a Belgirate, a ver a la marquesa del Dongo? Pues bien, que se vaya. Durante su ausencia les pediré a los cómicos que se lleven su talento a otra parte, les pagaré los gastos del traslado. Pero enseguida lo volveremos a ver otra vez enamorado de la primera mujer guapa que el azar le ponga en el camino. Eso está en el orden de las cosas, y no me gustaría que él fuera distinto… Si hiciera falta, haga que le escriba la marquesa. Esta idea, expuesta en un tono de absoluta indiferencia, fue como un rayo de luz para la duquesa; tenía miedo de Giletti. Aquella misma noche, el conde comentó, de un modo casual, que había un correo que tenía que ir a Viena y que pasaría por Milán. Tres días después, Fabricio recibía carta de su madre. Se marchó muy fastidiado, pues por culpa de los celos de Giletti no había podido todavía aprovechar la excelente disposición que la pequeña Marietta tenía con respecto a él, como le aseguraba a través de una mammacia, una vieja que hacía las veces de madre para ella. Fabricio se reunió con su madre y una de sus hermanas en Belgirate, un pueblo grande del Piamonte, en la orilla derecha del lago Mayor; la orilla izquierda pertenece al Milanesado y, por tanto, a Austria. Este lago, paralelo al de Como y que también se extiende de norte a sur, se encuentra a unas veinte leguas de aquél en dirección a poniente. El aire de las montañas y el aspecto majestuoso y tranquilo de aquel lago soberbio, que le recordaba tanto al de su infancia, contribuyeron a trocar en suave melancolía su disgusto, rayano en la cólera. Ahora, el recuerdo de la duquesa le inspiraba una infinita ternura; con la distancia, le parecía que experimentaba hacia ella el amor que no había sentido nunca por ninguna mujer; le parecía que nada podía ser peor para él que una separación definitiva. Con esta disposición de ánimo de Fabricio, si la duquesa hubiera recurrido a la menor coquetería, la de oponerle un rival por ejemplo, hubiera conquistado su corazón. Pero la duquesa, muy lejos de adoptar una actitud tan definida, aun con el pensamiento constantemente puesto en el joven viajero, se hacía los más vivos reproches; se imputaba lo que seguía llamando una fantasía, como si tal cosa hubiera sido un horror. Multiplicó sus atenciones para el conde, se adelantaba a sus deseos, y éste, seducido con tantos agasajos, hacía oídos sordos al saludable consejo de hacer un segundo viaje a Bolonia. La marquesa del Dongo, muy ocupada con los preparativos de boda de su hija mayor a la que casaba con un duque milanés, no pudo dedicar más que tres días a su muy querido hijo, a quien encontró más cariñoso que nunca. En aquel estado de melancolía que iba apoderándose del alma de Fabricio, se le ocurrió una extraña idea, ridícula incluso, que repentinamente decidió llevar a cabo. En fin, digámoslo: quería consultar al abate Blanes. Aquel excelente anciano era perfectamente incapaz de entender las penas de un corazón al que agitaban pasiones pueriles con una fuerza casi pareja; además, hubieran hecho falta ocho días sólo para hacerle entrever los intereses que Fabricio debía atender en Parma. Pero la sola idea de consultarle —¿querrá creerlo el lector?— le hacía sentir a Fabricio la frescura de las sensaciones de sus dieciséis años. Fabricio quería visitarlo, no sólo por su condición de hombre prudente, también en tanto que amigo incondicional. La finalidad de esta escapada y los sentimientos que inquietaron a nuestro héroe durante las cincuenta horas que duró son tan absurdos que, sin duda, hubiera sido mejor suprimirlos en interés del relato. Temo que la credulidad de Fabricio pueda mermar la simpatía del lector; pero, en fin, él era así, ¿por qué iba yo a favorecerlo frente a los otros? Tampoco he mejorado al conde Mosca ni al príncipe. Así pues, ya que hay que contarlo todo, Fabricio acompañó a su madre hasta el puerto de Laveno, en la orilla izquierda del lago Mayor, orilla austriaca, donde desembarcó a eso de las ocho de la tarde. (El lago estaba considerado como espacio neutral, y no se pedía pasaporte a quien no descendiera a tierra). Pero en cuanto se hizo de noche, mandó que lo desembarcaran en aquella misma orilla austriaca, en un bosquecillo que se adentra en las aguas. Había alquilado una sediola, una especie de tílburi de campo, ligero, con el que pudo seguir, a unos quinientos pasos de distancia, al coche de su madre. Iba disfrazado de criado de la casa del Dongo, y a ninguno de los muchos policías o aduaneros se le ocurrió pedirle el pasaporte. A un cuarto de legua de Como, donde la marquesa y su hija debían detenerse para pasar la noche, tomó un sendero que salía a la izquierda, y que, tras rodear el pueblo de Vico, empalma con un caminito abierto recientemente en la misma orilla del lago. Era medianoche, y no era probable que topara con ningún gendarme. Los árboles de los bosquecillos, que el sendero cruzaba constantemente, perfilaban el negro contorno de su follaje contra un cielo estrellado, aunque ligeramente velado por una leve bruma. El agua y el cielo tenían una calma profunda; el alma de Fabricio no pudo resistirse ante aquella sublime belleza. Se detuvo y se sentó en una roca que avanzaba en el lago como un pequeño promontorio. Reinaba un silencio universal apenas roto, a intervalos regulares, por las pequeñas olas del lago que venían a morir en la orilla. Fabricio tenía un corazón italiano, ruego que se le disculpe por ello; este defecto, que le hará perder simpatías, consistía sobre todo en lo siguiente: no tenía vanidad, salvo en algunos arrebatos; la simple visión de la belleza sublime lo enternecía y suavizaba las asperezas y el lado duro de sus penas. Sentado en aquella roca aislada, descuidado ya de protegerse de los agentes de la policía, amparado por la noche profunda y el vasto silencio, unas lágrimas dulcísimas inundaron sus ojos y, sin el menor esfuerzo, vivió unos momentos de felicidad como hacía mucho tiempo que no había sentido. Tomó la resolución de no mentir jamás a la duquesa, y porque en aquel momento la amaba hasta la adoración, se juró a sí mismo que jamás le diría que la amaba; jamás pronunciaría en su presencia la palabra «amor», pues la pasión así denominada era ajena a su corazón. Una vez resueltamente tomada esta decisión valiente, se sintió liberado de un peso enorme. «Quizá me diga algo sobre Marietta, ¡bueno, pues no volveré a ver jamás a la pequeña Marietta!» —se dijo a sí mismo alegremente. El calor asfixiante que había hecho durante todo el día empezaba a mitigarse con la brisa de la mañana. El alba empezaba a dibujar los picos de los Alpes que se alzan al norte y al este del lago de Como con un tenue brillo blanco. Sus masas, blanqueadas por la nieve, hasta en el mes de junio, se destacan en el azul claro de un cielo siempre puro en aquellas inmensas alturas. Una estribación de los Alpes que avanza hacia el sur, hacia la Italia feliz, separa las vertientes del lago de Como de las del lago de Garda. Fabricio seguía con la mirada las ramificaciones de aquellas montañas sublimes; al clarear del alba se iban marcando los valles que las separan y diluyéndose las leves brumas que ascendían desde el fondo de las gargantas. A los pocos instantes, Fabricio se había vuelto a poner en marcha; franqueó la colina que forma la península de Durini, y, finalmente, apareció ante sus ojos el campanario del pueblo de Grianta, desde donde tan a menudo había observado las estrellas con el abate Blanes. «¡Qué ignorante era yo entonces! Ni siquiera podía entender el ridículo latín de los tratados de astrología que hojeaba mi maestro; yo creo que si los respetaba tanto era porque, sin entender más que algunas palabras aquí y allá, mi imaginación se encargaba de darles un sentido lo más novelesco posible». Poco a poco el curso de sus pensamientos tomó otro rumbo. ¿Habría algo real en aquella ciencia? ¿Por qué iba a ser distinta de las otras? «Unos cuantos idiotas y otros cuantos avispados convienen entre sí que saben mexicano, por ejemplo, y, desde tal cualificación, se imponen a la sociedad, que los respeta, y a los gobiernos, que les pagan. Se les colma de honores precisamente por carecer de inteligencia, y porque el poder no tiene que temer de ellos que solivianten al pueblo y lo conmuevan apelando a sus sentimientos generosos. Como el padre Bari, a quien Ernesto IV acaba de conceder una pensión de cuatro mil francos y la cruz de su orden por haber reconstruido diecinueve versos de un ditirambo griego. »Pero ¡Dios mío! ¿Tengo yo derecho a considerar ridículas estas cosas? ¿Puedo yo quejarme? —se dijo súbitamente, deteniéndose—, ¿no acaban de darle esta misma cruz a mi mentor de Nápoles?». Le asaltó un sentimiento de hondo malestar, el hermoso entusiasmo virtuoso que, muy poco antes, había latido en su corazón se transformaba en el envilecido gusto de participar, y no en escasa medida, en el botín. «¡Bueno! —siguió diciéndose, con la mirada apagada de quien está descontento de sí mismo—, ya que de familia me viene el derecho de aprovechar tales abusos, sería una insigne estupidez no servirme de él, pero debo tener buen cuidado de no criticarlo en público». No dejaban de ser acertados tales razonamientos, pero Fabricio había caído ya de las alturas de la felicidad sublime en se había encontrado una hora antes. La conciencia del privilegio había secado esa planta tan delicada que se conoce con el nombre de «dicha». «Si no hay que creer en la astrología —continuó tratando ahora de distraer su pensamiento—, si esta ciencia, como las tres cuartas partes de las ciencias no matemáticas, no es sino una concurrencia de tontos entusiastas y de hipócritas avisados y pagados por aquellos a quienes sirven, ¿por qué me vendrá tantas veces al pensamiento con tanta emoción la circunstancia fatal de que saliera de la cárcel de B*** con el uniforme y la documentación de un soldado encarcelado justamente?». El razonamiento de Fabricio no pudo ir más allá. Le daba cien vueltas al asunto sin poder pasar adelante. Aún era muy joven; cuando no tenía otra cosa que hacer, su alma se deleitaba en saborear las sensaciones producidas por circunstancias novelescas que su imaginación siempre estaba dispuesta a proporcionarle. Estaba muy lejos de emplear el tiempo en considerar pacientemente las particularidades reales de las cosas, para llegar ordenadamente hasta sus causas. La realidad le parecía aún anodina y fangosa. Nosotros podemos entender que a alguien no le guste considerar la realidad, pero, en tal caso, no debe razonar sobre ella y, sobre todo, no debe plantearle objeciones, tomando como punto de partida los distintos aspectos de su ignorancia de esa misma realidad. Y, así, sin carecer de inteligencia para ello, Fabricio no era capaz de entender que aquella medio creencia suya en los presagios era una religión, una impresión profunda recibida al principio de su vida. Pensar en tal creencia era sentir y era, también, una felicidad. Pero se obstinaba en indagar de qué modo podía ser una ciencia probada, real, como la geometría, por ejemplo. Buscaba y rebuscaba en su memoria todos aquellos casos en que los presagios, observados como tales por él, no habían sido seguidos por el acontecimiento feliz o desgraciado que parecían anunciar. Pero aunque creía estar siguiendo un razonamiento y avanzar hacia la verdad, su atención se detenía complacida en el recuerdo de los casos en que al presagio le había sucedido el accidente venturoso o desventurado que parecía anunciar, y con ello su alma se llenaba de respeto y de ternura. Y le habría inspirado una invencible repugnancia quien hubiera negado tales presagios y más aún si hubiera empleado la ironía. Iba Fabricio sin prestar atención a las distancias, enfrascado en el momento irresoluble de su línea de pensamiento, cuando, al levantar la cabeza, vio el muro del jardín de su padre. Aquel muro, coronado por una hermosa terraza, se alzaba casi trece metros por encima del camino, a su derecha. Una hilada de sillares en la parte superior, cerca de la balaustrada, le daba un aire monumental. «No está mal, se dijo con frialdad Fabricio, buena arquitectura, casi de gusto romano»; se valla de sus recientes conocimientos arqueológicos. Luego volvió la cabeza con asco; se le vinieron a la mente el carácter severo dé su padre y, sobre todo, la denuncia de su hermano Ascanio a la vuelta de su viaje a Francia. «En esa denuncia desnaturalizada está el origen de mi vida actual; puedo odiarla, puedo despreciarla, pero a fin de cuentas ha cambiado mi destino. ¿Qué hubiera sido de mí, desterrado en Novara, apenas tolerado en casa del encargado de mi padre, si mi tía no se acostara con un ministro poderoso? ¿Qué hubiera sido de mí, si esta tía mía hubiera tenido un alma seca y vulgar en vez de esa alma tierna y apasionada que me ama con una especie de entusiasmo que me asombra? ¿Dónde estaría yo ahora, si la duquesa hubiera tenido el alma de su hermano el marqués del Dongo?». Turbado con tales recuerdos crueles, Fabricio avanzaba sin fijarse por dónde iba; llegó al borde del foso, precisamente en el lugar en que se alzaba la magnífica fachada del castillo. Apenas dirigió una mirada al gran edificio ennegrecido por los años. El noble lenguaje de aquella arquitectura no le dijo nada. El recuerdo de su hermano y de su padre vedaba a su alma cualquier sensación de belleza; a lo único que atendía era a cuidarse de la presencia de enemigos hipócritas y peligrosos. Por un instante miró, con asco manifiesto, la ventanita del cuarto del tercer piso donde vivió antes de 1815. El carácter de su padre había borrado el menor encanto de los recuerdos de su primera infancia. «No he vuelto a entrar allí —pensó— desde el 7 de marzo a las ocho de la tarde. Salí para ir a buscar el pasaporte de Vasi y, al día siguiente, el miedo a los espías me hizo precipitar la partida. Cuando volví, después del viaje a Francia, ni siquiera tuve tiempo de subir a ver mis grabados, y todo gracias a la denuncia de mi hermano». Fabricio volvió la cabeza con horror. «El abate Blanes tiene más de ochenta y tres años y, por lo que me ha contado mi hermana, hace ya más de veinticuatro que apenas viene por el castillo —se dijo con tristeza—, los males de la vejez han hecho su labor. Los años han helado un corazón tan firme como el suyo. ¡Sabe Dios el tiempo que hará que no va a su campanario! Me esconderé en la bodega bajo las cubas o bajo el trujal hasta que se levante, no iré a turbar el sueño del buen viejo. Probablemente habrá olvidado ya mi cara. A esa edad, seis años no pasan en balde. ¡No encontraré más que la tumba de un amigo! ¡Verdaderamente ha sido una chiquillada —añadió— haber venido a comprobar el asco que me da el castillo de mi padre!». En aquel momento Fabricio entraba en la plazuela de la iglesia; con sorpresa rayana en el delirio vio que, en el segundo piso del antiguo campanario, la ventana estrecha y alargada estaba iluminada por la linternilla del abate Blanes. El abate tenía la costumbre de ponerla allí, cuando subía a la jaula de tablas que constituía su observatorio, con el objeto de que el reflejo no le impidiera leer en su planisferio. Tenía extendido este mapa del cielo en un macetón de arcilla que en otro tiempo había contenido un naranjo del castillo. En el agujero del fondo ardía la lamparilla más pequeña que quepa imaginar, un tubito de hojalata sacaba el humo de la maceta, y la sombra del tubo indicaba el norte en el mapa. Todos estos recuerdos de cosas tan sencillas embargaron de emoción el alma de Fabricio y la llenaron de felicidad. Casi sin darse cuenta, sirviéndose de ambas manos, hizo el breve y sordo silbido que servía antaño de señal para ser admitido. Inmediatamente oyó tirar repetidamente de la cuerda que abría el picaporte de la puerta del campanario desde lo alto del observatorio. Se precipitó escaleras arriba, emocionado a más no poder. Encontró al abate en su sillón de madera en el sitio de siempre. Tenía el ojo pegado a la pequeña lente de un cuarto de círculo. Con la mano izquierda le hizo una señal de que no le interrumpiera en su observación; un instante después escribió una cifra en un naipe, luego, volviéndose en su sillón, abrió los brazos a nuestro héroe que se lanzó a ellos deshecho en lágrimas. El abate Blanes era $u verdadero padre. —Te esperaba —dijo Blanes tras las primeras efusiones y palabras de cariño. ¿Oficiaba el abate de sabio; o bien, dado que pensaba tan a menudo en Fabricio, algún signo astrológico le había anunciado su llegada por puro azar?—. Esto es la muerte, que me llega. —¿Cómo dice? —pregunto Fabricio conmovido. —Sí —continuó el abate en un tono serio—, pero nada de tristezas. A los cinco meses y medio, o seis, de haberte visto, una vez que mi vida haya tenido su complemento de felicidad, se apagará Come face al mancar dell’alimento (como la lamparilla que se va a quedar sin aceite). Antes del momento supremo, pasaré probablemente uno o dos meses sin habla; después de lo cual, seré recibido en el seno del Padre, siempre que a Él le parezca que he cumplido con mi deber en el puesto en que me había colocado de centinela. Pero tú estás demasiado cansado, y tanta emoción te está produciendo sueño. Cuando supe tu llegada, guardé un pan y una botella de aguardiente en la caja grande de los instrumentos. Toma fuerza con ellos y trata de resistir aún unos momentos para escucharme. Aún puedo decirte algunas cosas antes de que la noche sea del todo reemplazada por el día. Ahora veo tales cosas mucho más claramente de lo que acaso pueda verlas mañana. Porque, hijo mío, no dejamos de ser débiles, y conviene no olvidar nunca esta debilidad nuestra. Probablemente mañana, el anciano, el ser terrenal tendrá que ocuparse de los preparativos de mi muerte, y mañana por la noche, a las nueve, tienes que partir. Fabricio le obedeció sin decir nada como era su costumbre. —¿Así que es cierto —continuó el anciano— que cuando intentaste ver Waterloo, lo primero que encontraste fue una cárcel? —Sí, padre —contestó Fabricio asombrado. —Bueno, aquella fue una rara fortuna, pues, avisada ahora por mi voz, tu alma puede prepararse para una cárcel mucho más dura, mucho más terrible. Lo más probable es que no puedas salir de ella más que merced a un crimen, aunque, gracias a Dios, no serás tú quien cometa ese crimen. No incurras jamás en ese crimen por muy violentamente que a él seas tentado. Creo ver que habrá que matar a un inocente, que, sin saberlo, usurpa tus derechos. Si resistes a la fortísima tentación que parecerá justificar tal crimen por las leyes del honor, tu vida será muy dichosa a los ojos de los hombres…, y razonablemente dichosa a los ojos del hombre sabio —añadió tras un instante de reflexión—. Tú morirás como yo, hijo mío, sentado en una silla de madera, alejado y desengañado de cualquier clase de lujos y, como yo, sin tener nada importante que reprocharte. Ahora, ya no hay que hablar más de las cosas del futuro; no podría añadir nada de importancia. En vano he intentado ver cuál será la duración de ese encarcelamiento, ¿seis meses, un año, diez? No he podido descubrir nada; seguramente he cometido alguna falta y el cielo ha querido castigarme con la pena de este no saber. Lo único que he visto es que después de la cárcel, pero no sé si en el momento mismo de salir de ella, habrá eso que he llamado un crimen, aunque afortunadamente creo estar seguro de que no serás tú quien lo cometa. Si tienes la debilidad de participar en él, todos mis demás cálculos no son sino una larga equivocación. En tal caso, no morirás con el alma en paz, en una silla de madera y vestido de blanco. Una vez dichas estas palabras, hizo el abate ademán de levantarse; entonces se dio cuenta Fabricio de los estragos que el tiempo había obrado en él. Empleó casi un minuto en levantarse y volverse hacia Fabricio. Éste le dejó hacer, inmóvil y en silencio. El abate lo abrazó muchas veces y lo estrechó con muchísima ternura. Luego con su buen humor de antaño prosiguió: —Trata de arreglártelas para dormir lo más cómodo que puedas entre los instrumentos; usa mis pellizas; encontrarás varias, y muy caras, que me envió la duquesa Sanseverina hace cuatro años. Me pidió una predicción sobre ti, que yo me guardé mucho de enviarle, aunque me quedé con sus pellizas y su magnífico cuarto de círculo. Cualquier aviso sobre el futuro constituye una infracción a la regla y tiene el peligro de que se quiera cambiar el acontecimiento, en cuyo caso toda la ciencia cae por tierra como un castillo de naipes; por otra parte, era bastante duro lo que tenía que decirle a esa duquesa tan guapa. A propósito, no te asustes demasiado cuando estés dormido y suenen las campanas, harán un estruendo tremendo en tus mismos oídos cuando llamen a misa de siete; luego, un poco más tarde, en el piso de abajo, tañerán la campana mayor que hace retemblar todos mis instrumentos. Hoy es San Giovita, mártir y soldado. ¿Sabes?, el pueblecito de Grianta tiene el mismo patrón que la gran ciudad de Brescia, lo que, dicho sea entre paréntesis, hizo cometer un error de lo más divertido a mi ilustre maestro Jacques Marini de Rávena. Muchas veces me anunció que haría una gran carrera eclesiástica, pensaba que sería párroco de la magnífica iglesia de San Giovita, en Brescia, ¡y he sido el párroco de un pueblecito de setecientos cincuenta vecinos! Pero ha sido para bien. No hará ni diez años, vi que si hubiera sido cura en Brescia, mi destino hubiera sido estar preso en una colina de Moravia, en Spielberg. Mañana te traeré toda clase de exquisiteces que robaré de la comida que doy a todos los curas de los alrededores que vienen a concelebrar la misa mayor. Lo dejaré abajo, pero no se te ocurra intentar verme, ni bajes a por todas esas cosas buenas hasta que no me hayas oído salir. No puedes verme mientras sea de día, y el sol se pone mañana a las siete y veintisiete minutos; yo vendré a darte un abrazo a eso de las ocho, te tienes que ir mientras el tiempo se cuente con el nueve, es decir, antes de que el reloj dé las diez. Ten cuidado de no dejarte ver en las ventanas del campanario; los gendarmes tienen tu descripción y, en cierto modo, están a las órdenes de tu hermano que es un tirano notorio. El marqués del Dongo se debilita —añadió Blanes con tristeza—, si pudiera verte, probablemente te pondría algo en la mano. Pero ese tipo de favores, que no dejan de parecer fraudulentos, no convienen en absoluto a un hombre como tú, cuya fuerza estribará algún día en su conciencia. El marqués aborrece a su hijo Ascanio, y a ese hijo le dejará un día los cinco o seis millones que tiene. Es de justicia. Tú, a su muerte, recibirás una pensión de cuatro mil francos y cincuenta varas de paño negro para el luto de tus criados. Capítulo noveno Fabricio tenía el ánimo exaltado por los discursos del anciano, por la intensa atención con que le había escuchado y por la enorme fatiga. Le costó mucho trabajo dormirse e inquietaron su sueño pesadillas, quizá presagios del futuro. Por la mañana, a las diez, lo despertó un retemblar general del campanario, un ruido espantoso que parecía venir de fuera. Se levantó aturdido, creyó que había llegado el fin del mundo, luego pensó que estaba en la cárcel. Necesitó cierto tiempo para reconocer el sonido de la gran campana que, en honor del glorioso San Giovita, movían cuarenta lugareños, aunque hubieran bastado diez. Fabricio buscó un sitio que le permitiera ver sin ser visto. Reparó en que, desde aquella altura, podía ver los jardines e incluso el patio interior del castillo de su padre. Lo había olvidado. La idea del padre acercándose al final de la vida cambiaba todos sus sentimientos. Podía ver incluso los gorriones que buscaban migajas de pan en el balcón grande del comedor. «Ésos son descendientes de los que yo domesticaba» —se dijo—. El balcón, como todos los demás balcones del palacio, estaba lleno de naranjos en macetas de distintos tamaños. Esta vista lo conmovió; el aspecto de aquel patio interior, así adornado, con sus sombras perfectamente delineadas y marcadas por un sol rutilante, era ciertamente grandioso. Volvió a pensar en el quebranto de su padre. «Es verdaderamente singular —se decía—, mi padre tiene treinta y cinco años más que yo, y treinta y cinco y veintitrés no hacen más que cincuenta y ocho». Tenía la mirada fija en las ventanas de la habitación de aquel hombre severo, que nunca lo había querido, y sus ojos se inundaron de lágrimas. Se estremeció y un frío súbito le heló la sangre cuando creyó ver a su padre atravesando la terraza adornada con naranjos que se abría delante de su habitación, pero era sólo un criado. Debajo mismo del campanario, un buen número de chicas vestidas de blanco y repartidas en distintos grupos se dedicaban a alfombrar el suelo de las calles por donde iba a pasar la procesión con flores rojas, azules y amarillas. Pero otro espectáculo conmovía más vivamente el alma de Fabricio: desde el campanario, su vista alcanzaba hasta una distancia de varias leguas a lo largo de las dos ramas del lago, y esta vista sublime le hizo olvidar enseguida todas las demás; despertaba en él los sentimientos más elevados. Su pensamiento se vio asaltado por todos los recuerdos de su infancia, y aquel día que pasó encarcelado en un campanario fue probablemente uno de los más felices de su vida. La felicidad llevó sus pensamientos a una altura nada propia de su carácter. Él, tan joven, se puso a considerar los acontecimientos de la vida como si le hubiera llegado ya el último momento. «He de reconocer que desde que llegué a Parma —se dijo finalmente, tras varias horas de deliciosas ensoñaciones— no he Vuelto a sentir la alegría tranquila y perfecta que tenía en Nápoles cuando galopaba por los caminos de Vomero o recorría las costas de Misena. Todos esos complicados intereses de esa pequeña corte perversa me han hecho perverso también a mí… El odio no me produce el menor placer; me parece, incluso, que sería para mí una muy triste satisfacción humillar a mis enemigos, si los tuviera, pero yo no tengo enemigos… ¡Alto ahí! —se dijo súbitamente—, tengo a Giletti como enemigo… Y sí que es singular, pero el placer que experimentaría viendo a ese hombre tan feo irse al infierno va más allá de lo que me gustaba, no mucho desde luego, la pequeña Marietta… No vale gran cosa, comparada con la duquesa de A***, de Nápoles, a quien no tenía más remedio que amar porque le había dicho que me había enamorado de ella. ¡Dios mío, cuánto me aburría en aquellas largas citas con la guapísima duquesa!; nada que ver, desde luego, con las dos veces, dos minutos cada vez, que estuve en el cuarto destartalado que le servía de cocina a la pequeña Marietta. »¡Y las cosas que come esa gente, Dios mío! ¡Qué pena da! Debería haber dispuesto para ella y la mammacia una pensión por la que se les pagaran tres beefsteacks diarios…, ¡la pequeña Marietta! Por lo menos me distraía de los malos pensamientos que me inspiraba la proximidad de esa corte. »Quizá hubiera sido mejor haber optado por la vida de café, como dice la duquesa. Yo creo que eso era lo que a ella le parecía mejor, y es mucho más lista que yo. Con sus liberalidades, o, aunque sólo fuera, con esa pensión de cuatro mil francos y ese fondo de cuarenta mil colocados en Lyon que mi madre destina para mí, siempre hubiera podido tener un caballo y algunos escudos para hacer excavaciones e ir reuniendo una colección. Y, como no parece que vaya a conocer el amor, ésas serían para mí las auténticas fuentes de felicidad. Antes de morir, me gustaría visitar el campo de batalla de Waterloo e intentar encontrar el prado en que tan alegremente me quitaron el caballo y me sentaron en el suelo. Y una vez cumplido ese peregrinaje, volvería a menudo a este lago sublime. No hay nada más bello en el mundo, al menos para mí. ¿Qué sentido tiene ir tan lejos a buscar la felicidad, cuando la tengo aquí, ante mis ojos? »¡Ay —continuó, poniéndose una objeción—, la policía me echa del lago de Como!, pero yo soy más joven que la gente que dirige las operaciones de esta policía. Aquí —se dijo, ahora riéndose— no encontraré ninguna duquesa de A***, pero sí alguna de esas chicas de ahí abajo que están poniendo flores en el suelo, y la querré igual. También la hipocresía me paraliza en los lances de amor, y nuestras grandes señoras pretenden efectos demasiado sublimes. Napoleón les ha inspirado ideas de moralidad y de constancia. »¡Demonio —se dijo súbitamente retirando la cabeza de la ventana, como si temiera ser reconocido, pese a la sombra de la enorme celosía de madera que protegía las campanas de la lluvia—, mira por dónde, ahí están los gendarmes en uniforme de gala!». En efecto, en aquel momento, diez gendarmes, cuatro de ellos suboficiales, aparecían por la calle mayor del pueblo. El sargento los iba apostando cada cien pasos, a lo largo del trayecto que debía recorrer la procesión. «Aquí me conoce todo el mundo. Si alguien me ve, doy el salto directo de las orillas del lago de Como a Spielberg, donde me atarán cada pierna con una cadena de ciento diez libras, ¡y qué angustia para la duquesa!». Le hicieron falta a Fabricio dos o tres minutos para darse cuenta de que se encontraba a casi veintisiete metros de altura, que el espacio en que se hallaba estaba oscuro en relación con el exterior, que los ojos de quienes pudieran mirar hacia allí se sentirían heridos por un sol deslumbrador y, por último, que todas aquellas personas estaban paseándose con los ojos muy abiertos por unas calles en las que todas las casas acababan de ser enjalbegadas para celebrar la fiesta de San Giovita. Pese a tan claros razonamientos, si no llega a interponer entre él y los gendarmes un retal de tela vieja, que clavó en la ventana y en el que practicó un par de agujeros para los ojos, el alma italiana de Fabricio hubiera estado tan inquieta que le habría impedido experimentar el menor gusto en la contemplación. Hacía diez minutos que las campanas hacían vibrar el aire; la procesión estaba saliendo de la iglesia, cuando empezaron a oírse los mortaretti. Fabricio volvió la cabeza y reconoció la pequeña explanada, guarnecida con un parapeto, que dominaba el lago y en la que tantas veces, en su juventud, se había expuesto a que los mortaretti le explotaran entre las piernas, por lo que su madre los días de fiesta lo quería ver cerca de ella. Diremos que los mortaretti (morteritos) no son sino cañones de fusil (por eso los campesinos recogen ávidamente los cañones de fusil con que la política europea ha sembrado profusamente las llanuras de la Lombardía desde 1796) que se sierran de manera que no midan más de diez u once centímetros de longitud; se cargan entonces estos cañoncitos hasta la boca y se colocan en el suelo en posición vertical; un reguero de pólvora va de uno a otro; se disponen, entre doscientos y trescientos de ellos, en tres hileras como un batallón, en algún lugar próximo al del recorrido de la procesión. Cuando se acerca el Santo Sacramento se enciende el reguero de pólvora y empieza entonces un fuego nutrido de disparos secos, que es lo más desigual y ridículo del mundo; a las mujeres les entusiasma. No hay nada tan alegre como el ruido de los mortaretti, oído a lo lejos, en el lago, amortiguado por el balanceo de las aguas. Aquel ruido especial, que lo había hecho feliz tantas veces en su infancia, desterró las ideas más bien serias que habían asaltado a nuestro héroe. Fue a buscar el gran anteojo astronómico del abate y reconoció a la mayoría de los hombres y de las mujeres que iban en la procesión. Muchas niñas encantadoras, que tenían once o doce años cuando él se había marchado, eran ahora soberbias mujeres, en la flor de la juventud más vigorosa. Hicieron renacer el arrojo de nuestro héroe, que, en aquel momento, habría desafiado a los gendarmes para hablar con ellas. Después de que pasara la procesión y volviera a entrar en la iglesia por una puerta lateral que Fabricio no podía ver desde donde estaba, el calor se hizo excesivo, incluso en lo alto del campanario. Los vecinos volvieron a sus casas y se hizo un gran silencio en el pueblo. Algunas barcas se cargaron de campesinos que regresaban a Belagio, a Menagio o a otros pueblos ribereños. Fabricio podía oír el ruido de las paladas de los remos en el agua; aquel detalle tan nimio lo tenía encantado, casi en éxtasis. La dicha de aquel momento estaba amasada con toda la infelicidad, con todo el disgusto que le producía la complicada vida cortesana. ¡Le hubiera hecho tan feliz en aquel momento navegar una legua por aquel lago tranquilo, aquel lago que tan bien reflejaba la profundidad de los cielos! Oyó que se abría la puerta de abajo del campanario; era la vieja criada del abate Blanes que traía una gran cesta. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no dirigirle la palabra. «Me quiere casi tanto como su amo —se decía— y me voy esta noche a las nueve; estoy seguro de que, por unas cuantas horas, guardaría el secreto, que yo le exigiría bajo juramento… Pero disgustaría al abate, podría comprometerlo con los gendarmes». Y dejó que Ghita se fuera sin decirle nada. Fue una comida excelente, luego se dispuso a dormir unos minutos. No se despertó hasta las ocho y media de la tarde; el abate le sacudía un brazo; ya era de noche. Blanes estaba sumamente cansado, parecía tener cincuenta años más que el día anterior. Ya no habló de cosas serias. Se sentó en su sillón de madera. —Abrázame —le dijo a Fabricio, y lo estrechó muchas veces entre sus brazos—. La muerte —prosiguió finalmente—, que va a acabar con esta vida tan larga, no será más penosa para mí que esta separación. Tengo una bolsa para ti; se la dejaré en depósito a Ghita, con la orden de que te la dé en cuanto vengas por ella; mientras, podrá ir sacando para cubrir sus necesidades. La conozco y, tras esta recomendación, por ahorrar para ti, es muy capaz de no comprar carne ni cuatro veces al año, a no ser que le des órdenes terminantes. En cuanto a ti, puedes verte en la miseria y entonces el óbolo de tu viejo amigo te vendrá bien. No esperes nada de tu hermano, salvo actos atroces; trata de ganarte la vida mediante un trabajo que te haga útil a la sociedad. Preveo extrañas tormentas; probablemente de aquí a cincuenta años ya no se admita a los ociosos. Tu madre y tu tía pueden llegar a faltarte; tus hermanas tendrán que obedecer a sus maridos… ¡Vete, vete! ¡Huye! —gritó Blanes con mucho apremio. Había oído un ruidito en el reloj que anunciaba que iban a dar las diez; ni siquiera le dejó a Fabricio que lo abrazara por última vez. —¡Date prisa! ¡Date prisa! —le gritó—, te llevará un minuto por lo menos bajar las escaleras. Ten cuidado de no caerte, sería un malísimo presagio. Fabricio se precipitó escaleras abajo. Al llegar a la plaza, echó a correr. Apenas había llegado a la altura del castillo de su padre, cuando sonaron las diez. Cada campanada resonaba en su pecho causándole un desasosiego singular. Se detuvo a pensar o, mejor, a dejarse llevar de los apasionados sentimientos que le despertaba la contemplación de aquel majestuoso edificio que con tanta frialdad había considerado la víspera. Unos pasos vinieron a sacarlo de su ensimismamiento. Cuando miró vio que tenía encima a cuatro gendarmes. Llevaba dos excelentes pistolas y les había renovado el detonante a la hora de comer; el ruido que hizo al armarlas llamó la atención de uno de los gendarmes, y estuvo a punto de causar que lo detuvieran. Dándose cuenta del peligro que corría, pensó adelantarse en hacer fuego. Estaba en su derecho, pues era la única manera de poder resistir a cuatro hombres bien armados. Por fortuna, los gendarmes, que estaban de ronda para evacuar las tabernas, no habían sido del todo insensibles a las muestras de amabilidad que habían recibido en muchos de aquellos simpáticos locales, y mostraron alguna indecisión a la hora de cumplir con su deber. Fabricio emprendió la huida corriendo a todo correr. Los gendarmes dieron algunos pasos tras él gritando «¡Alto! ¡Alto!»; luego, se hizo de nuevo el silencio. A trescientos pasos de allí, Fabricio se detuvo a recuperar el aliento. «A punto he estado de que me detuvieran por el ruido de mis pistolas. A buen seguro que la duquesa, si se me hubiera permitido volver a ver su cara, hubiera comentado al respecto que mi alma se complace en considerar lo que pueda pasar dentro de diez años y se olvida de mirar lo que tiene delante». Fabricio se estremeció al pensar en el peligro que acababa de evitar. Echó a andar aprisa, pero, enseguida, no supo resistir a la tentación de ponerse a correr; esto no era nada prudente, pues llamaba la atención de algunos campesinos que volvían a sus casas. No se decidió a parar hasta que llegó al monte, a más de una legua de Grianta, y, aun estando ya quieto, le invadió un sudor frío al pensar en Spielberg. «¡Vaya un miedo que he pasado!» —se dijo, al escucharse a sí mismo aquel nombre, y casi estuvo tentado a sentir vergüenza—. «¿No dice mi tía que lo que más falta me hace es aprender a perdonarme? Siempre me estoy midiendo con algún modelo perfecto, que es imposible que exista. ¡Bueno! Pues me perdono el miedo; además, estaba bien dispuesto a defender mi libertad; seguro que no hubieran quedado en pie los cuatro para llevarme a la cárcel. Y tampoco es muy militar lo que estoy haciendo ahora —añadió—; en vez de retirarme rápidamente tras haber conseguido mi objetivo, y quizá haber puesto sobre aviso a mis enemigos, me entretengo con una fantasía más ridícula seguramente que todas las predicciones del buen abate». En efecto, en vez de retirarse siguiendo la línea más corta para llegar a orillas del lago Mayor, donde le esperaba su barca, estaba dando un enorme rodeo para ver su árbol. Quizá recuerde el lector el amor que Fabricio profesaba por el castaño que su madre había plantado hacía veintitrés años. «Sería muy propio de mi hermano —se dijo— haber mandado cortar el árbol; claro que la gente como él no es capaz de reconocer los sentimientos delicados, ni se le habrá ocurrido. Y, en cualquier caso, aunque lo hubiera hecho, eso no sería un mal presagio» —añadió con firmeza—. Dos horas más tarde, vio consternado que, o bien algún miserable, o bien una tormenta habían roto una de las ramas principales del árbol, que colgaba seca. Fabricio la cortó con ayuda de su puñal y rebanó limpiamente la tajadura, con objeto de que el agua no pudiera entrar en el tronco. Luego, aunque el tiempo era precioso para él, pues no tardaría mucho en amanecer, estuvo una hora larga cavando la tierra alrededor del árbol querido. Una vez terminadas todas estas insensateces, reemprendió con rapidez el camino del lago Mayor. Después de todo, no estaba nada triste, el árbol tenía muy buen aspecto, estaba más vigoroso que nunca, y en cinco años había doblado el tamaño. Lo de la rama no era más que un accidente sin consecuencias; una vez cortada, no perjudicaría al árbol, que incluso ganaría en esbeltez, al empezar la copa más arriba que antes. No habría andado una legua Fabricio, cuando una línea de blancura refulgente dibujó, hacia la parte de levante, los picos del Resegon di Lek, una montaña célebre en el país. Por el camino empezaron a aparecer campesinos; pero, ahora, en vez de concebir ideas de orden militar, Fabricio se dejaba emocionar por las sublimes y emocionantes vistas de los bosques de los alrededores del lago de Como. Son seguramente las más hermosas del mundo; no diré que sean las que renten más escudos nuevos, como dirían en Suiza, pero sí las que más cosas dicen al alma. Pero ponerse a escuchar tales cosas en la situación de Fabricio, o sea, siendo el objeto del amable interés de los señores gendarmes lombardo-vénetos, era una auténtica chiquillada. «Estoy a media legua de la frontera —acabó por decirse—, me voy a encontrar con gendarmes y aduaneros haciendo su ronda matinal. Esta ropa buena que llevo les va a infundir sospechas, me van a pedir el pasaporte y mi pasaporte lleva escrito con todas sus letras un nombre destinado a la cárcel. Me voy a encontrar en la agradable precisión de cometer un asesinato. Si, como es su costumbre, los gendarmes van en pareja, no puedo esperar a que uno de ellos intente cogerme por el cuello antes de hacer fuego; y como me retenga, al caer, aunque sólo sea un instante, me veo en Spielberg». Fabricio, presa del horror, sobre todo por la necesidad de ser el primero en disparar, quizá contra un antiguo soldado de su tío, el conde Pietranera, corrió a esconderse en el tronco hueco de un enorme castaño. Estaba renovando el detonante de sus pistolas cuando oyó a un hombre que venía por el bosque cantando, y muy bien, una canción deliciosa de Mercadante, que estaba entonces de moda en Lombardía. «¡Esto es de buen augurio!» —se dijo Fabricio—. Aquella canción, que se puso a escuchar con devoción, le borró el punto de cólera que empezaban a tener sus pensamientos. Miró atentamente a los dos lados de la carretera, pero no vio a nadie. «El cantor debe venir por alguno de los caminos laterales» —se dijo—. Casi en el mismo instante vio a un criado muy correctamente vestido a la inglesa, que montaba un caballo de acompañamiento, al paso, y llevaba de la rienda un hermoso caballo de raza, quizá un poco flaco. «¡Ay!, si yo razonara como Mosca —se dijo Fabricio—, cuando me dice que los peligros que corre un hombre son la medida de sus derechos sobre el prójimo, le dispararía un tiro en la cabeza a ese criado y, una vez montado en el caballo flaco, me reiría de todos los gendarmes del mundo. En cuanto llegara a Parma, le enviaría una cantidad de dinero al hombre o a su viuda…, ¡pero eso sería un horror!». Capítulo décimo Sin dejar de hacerse reflexiones de orden moral, Fabricio saltó a la carretera que va de Lombardía a Suiza. En aquel lugar discurre rehundida un metro o metro y medio por debajo del bosque. «Sí mi hombre se asusta —pensó Fabricio— y se larga al galope, yo me quedo aquí plantado como un idiota». Estaba a unos diez pasos del criado, que había dejado de cantar. Pudo ver el miedo en sus ojos; probablemente se iba a dar la vuelta con sus caballos. Fabricio dio un salto y agarró la brida del caballo flaco. —Amigo mío —le dijo al criado—, no soy un ladrón corriente, empezaré por darle veinte francos, pero me veo obligado a llevarme prestado su caballo; si no escapo rápidamente, me matan. Me vienen pisando los talones los cuatro hermanos Riva, esos grandes cazadores, que seguramente usted conoce. Acaban de sorprenderme en la habitación de su hermana, he saltado por la ventana y aquí estoy. Han salido al bosque con perros y fusiles. Me había escondido en ese castaño hueco, porque he visto a uno de ellos cruzar la carretera, pero sus perros van a descubrirme. Montaré este caballo y galoparé hasta una milla más allá de Como; voy a Milán a arrojarme a los pies del virrey. Si consiente que me vaya sin poner dificultades, dejaré su caballo en la posta con dos napoleones para usted. Si opone la menor resistencia, lo mato con estas dos pistolas. Si cuando me haya ido, pone a los gendarmes tras de mí, mi primo, el valiente conde Alari, caballerizo del Emperador, se tomará la molestia de romperle todos los huesos. Fabricio improvisó este discurso sobre la marcha en un tono sumamente tranquilo. —Por lo demás —dijo, riéndose—, mi nombre no es ningún secreto; soy el marchesino Ascanio del Dongo, mi castillo está cerca de aquí, en Grianta. ¡J… —dijo elevando el tono de voz—, suelte el caballo! El criado, estupefacto, no decía nada. Fabricio se pasó la pistola a la mano izquierda, cogió la brida que soltó el criado, montó y partió al galope corto. Cuando estaba a unos trescientos pasos, se dio cuenta de que se había olvidado de darle los veinte francos que le había prometido. Se detuvo. No había nadie en la carretera salvo el criado, que le seguía al galope. Le hizo señas con su pañuelo de que se acercara, y cuando estuvo a cincuenta pasos, le echó al suelo un puñado de monedas y reemprendió la carrera. Desde lejos vio que el criado recogía el dinero. «Es un hombre razonable —se dijo Fabricio riendo—, ni una palabra de más». Partió al galope; al mediodía se detuvo en una casa apartada, y, al cabo de dos horas, reemprendió la marcha. A las dos de la madrugada estaba en la orilla del lago Mayor; enseguida vio su barca meciéndose en el agua; cuando hizo la señal convenida se acercó. No había ningún campesino a quien entregar el caballo, así que dejó en libertad al noble animal. Tres horas después estaba en Belgirate. Sintiéndose en un país amigo, se tomó algún descanso. Se sentía muy contento; todo le había salido muy bien. ¿Puede imaginarse el lector las verdaderas causas de su contento?; su árbol tenía un aspecto soberbio, y su espíritu se había refrescado con el hondo cariño que había encontrado en los brazos del abate Blanes. «¿Creerá —se preguntaba Fabricio— todas las predicciones que me ha hecho, o, quizá, dada la fama de jacobino, de hombre sin fe y sin ley, capaz de todo, que me ha creado mi hermano, ha querido simplemente obligarme a no caer en la tentación de romperle la crisma al primer animal que me juegue una mala pasada?». A los dos días, Fabricio estaba en Parma; a la duquesa y al conde les divirtió mucho el minucioso relato que, siguiendo su costumbre, les hizo de todo lo acontecido en el viaje. Al llegar, había encontrado al portero y a todos los criados del palacio Sanseverina vestidos del más riguroso luto. —¿Quién se nos ha muerto? —preguntó a la duquesa. —Esa persona excelente, que oficialmente era mi marido, acaba de morir en Baden. Me deja este palacio, como habíamos convenido; pero además, en muestra de amistad, añade un legado de trescientos mil francos, lo que no deja de crearme preocupaciones; no debería aceptarlo, pero tampoco quiero renunciar a él en favor de su sobrina, la marquesa Raversi, que no hay día que no me haga alguna mala pasada. Tú, que entiendes tanto, tendrás que encontrarme un buen escultor para que le haga al duque una tumba de trescientos mil francos. El conde se puso a contar anécdotas de la Raversi. —Por más que he querido ganármela a base de favores —dijo la duquesa—, no lo he conseguido. En cuanto a los sobrinos del duque, los he hecho a todos coroneles o generales, pues, en agradecimiento, no hay mes que no me envíen algún anónimo espantoso; me he visto obligada a tomar un secretario especial para que lea tales cartas. —Pues esas cartas anónimas son sus pecadillos menores —intervino el conde Mosca—; han montado una factoría de denuncias infames. Cientos de veces habría podido llevar a esa turba ante los tribunales, y como Vuestra Excelencia se podrá imaginar —añadió, dirigiéndose a Fabricio— mis buenos jueces los habrían condenado. —Eso lo estropea todo —contestó Fabricio con aquella ingenuidad que divertía tanto a la corte—; yo hubiera preferido verlos condenados por magistrados que los juzgaran en conciencia. —Usted que viaja para instruirse, hágame el favor de darme la dirección de tales magistrados, les escribiré antes de irme a la cama. —Si yo fuera ministro, me sentiría herido en mi amor propio si no tuviera jueces honrados. —Me parece —replicó el conde— que, a pesar de querer tanto a los franceses, hasta el punto de haberles prestado antaño el concurso de su invencible brazo, olvida una de sus grandes máximas: «Más te vale matar al demonio antes de que éste te mate a ti». Ya me gustaría a mí ver cómo gobernaba usted a estos espíritus ardientes, que se pasan el día leyendo la Historia de la Revolución Francesa, con unos jueces que absolvieran a toda la gente que les envío. Acabarían por no condenar ni a los canallas más evidentemente culpables y se creerían unos nuevos Brutos. Y ahora voy a plantearle un reparo; usted, que tiene una conciencia tan delicada, ¿no tiene ningún remordimiento a propósito de ese hermoso caballo un poco flaco que acaba de abandonar a orillas del lago Mayor? —Tengo pensado —dijo Fabricio muy serio—, hacerle llegar al dueño del caballo la cantidad que haga falta para compensarle los gastos en avisos y demás disposiciones que tome para que le devuelvan el caballo los campesinos que lo hayan encontrado. Leeré todos los días el periódico de Milán y buscaré el anuncio de un caballo perdido. Conozco perfectamente las señas de ese caballo. —Es de lo más primitivo —dijo el conde, dirigiéndose a la duquesa—. ¿Y qué habría sido de Vuestra Excelencia —continuó entre risas— si cuando iba a galope tendido en ese caballo prestado se le hubiera ocurrido a éste dar un mal paso? Estaría en Spielberg, mi querido sobrinito, y ni siquiera toda mi influencia serviría para rebajar en treinta libras el peso de las cadenas que habrían echado a cada una de sus piernas. Hubiera pasado en ese delicioso lugar una decena de años; probablemente sus piernas se inflamarían, se gangrenarían, habría que amputárselas… —¡Por favor!, no siga con esa historia tan triste —rogó la duquesa con lágrimas en los ojos—. Ahora ya está aquí… —Y no sabe cómo me alegro de ello, créame —replicó el ministro, ahora muy serio—; ¿pero por qué, si quería entrar en Lombardía, no me pidió este chico descastado un pasaporte con un nombre conveniente? En cuanto me hubiera enterado de su detención, habría ido a Milán y los amigos que tengo allí habrían cerrado los ojos y habrían dado por bueno que sus gendarmes habían detenido a un súbdito del príncipe de Parma. El relato de su correría me ha parecido muy gracioso, muy divertido, de verdad —continuó el conde adoptando un tono menos sombrío—; me gusta ese salto a la carretera desde el bosque; pero, entre nosotros, si el criado le tenía a su merced, usted tenía todo el derecho a quitarle la vida. Vamos a proporcionarle a Vuestra Excelencia un futuro brillante, al menos eso es lo que me ordena la duquesa, y ni mis peores enemigos pueden acusarme de que haya desobedecido uno solo de sus mandatos. ¡Qué disgusto mortal hubiéramos tenido, la duquesa y yo, si ese caballo flaco hubiera dado un mal paso en esa frenética escapada que acaba de hacer! En ese caso, hubiera sido preferible que el caballo le hubiera roto la crisma. —Esta noche está usted trágico, amigo mío —dijo la duquesa conmovida. —Es que estamos rodeados de acontecimientos trágicos —replicó el conde, también emocionado—; esto no es Francia, donde todo acaba en canciones o en un encarcelamiento de un año o dos, y creo que me equivoco cuando le hablo de estas cosas riéndome. ¡En fin, sobrinito! Supongo que conseguiré hacerlo obispo, porque lo que no es posible es empezar haciéndolo arzobispo de Parma, como también, muy razonablemente, piensa la duquesa. Ahora, dígame, cuando esté en su obispado, lejos de nosotros y de nuestros prudentes consejos, ¿cuál será su política? —Matar al demonio antes de que éste me mate a mí, como dicen, muy bien, mis amigos los franceses —contestó Fabricio con una mirada ardiente—; conservar por todos los medios, sin excluir el pistoletazo, la posición que usted me haya proporcionado. En la genealogía de los del Dongo he leído la historia de aquel antepasado nuestro que construyó el castillo de Grianta. Al final de su vida, su buen amigo Galeas, duque de Milán, lo envía a visitar una fortaleza a orillas de nuestro lago. Se temía una nueva invasión de los suizos. «Convendría que escribiera yo una nota de cortesía para el alcaide», le dijo el duque de Milán en el momento de la despedida. Escribe entonces una carta de dos líneas y se la da. Luego se la vuelve a pedir para sellarla. «Así es más correcto», dice el príncipe. Vespasiano del Dongo parte, pero cuando está ya en aguas del lago, recordando un antiguo apólogo griego, pues era un erudito, abre la carta de su buen señor y lee en ella la orden, dirigida al alcaide del castillo, de que lo mate en cuanto llegue. El Sforza, demasiado pendiente de la comedia que estaba representando ante nuestro antepasado, había dejado un espacio entre la última línea del billete y la firma; Vespasiano del Dongo escribe allí la orden de que se le reconozca como gobernador general de todos los castillos del lago, y suprime el encabezamiento de la carta. Tras llegar y ser reconocido en la fortaleza, arroja al comandante a un pozo, declara la guerra a Sforza, y al cabo de algunos años cambia la fortaleza por esas fincas inmensas que han hecho la fortuna de todas las ramas de nuestra familia, y que un día a mí me valdrán cuatro mil libras de renta. —Ha hablado como un académico —exclamó el conde, riendo—; estupenda la jugada que nos ha contado, pero ocasiones pintiparadas, como ésa, para hacer cosas sutiles sólo se presentan cada diez años. Un individuo, aunque sea un poco estúpido, que esté siempre atento a cuanto sucede y que no deje ni un instante de ser prudente puede darse muchas veces el gusto de derrotar a hombres imaginativos. Por una locura de la imaginación se rindió Napoleón al prudente John Bull, en vez de intentar llegar a América. No debió de reírse poco John Bull, tras su mostrador, con la carta en que le cita a Temístocles. Los viles Sanchos acaban siempre ganando a los sublimes Quijotes. Si usted se conforma con no hacer nada extraordinario, seguro que será un obispo muy respetado, si no muy respetable. Con todo, sigo haciéndole el reparo que le hacía antes: Vuestra Excelencia ha actuado con ligereza en el asunto del caballo, le ha faltado un pelo para acabar en una prisión perpetua. Aquellas últimas palabras hicieron estremecer a Fabricio, lo dejaron en un asombro profundo. «¿Sería ésa la prisión, se decía, con que estoy amenazado; y ése, el crimen que no debía cometer?». Las predicciones de Blanes, de cuyo carácter profético se burlaba tanto, tomaban a sus ojos toda la importancia de verdaderos presagios. —¡Eh! ¿Qué te pasa? —le dijo la duquesa extrañada—; te has quedado enfrascado en pensamientos negros con lo que te ha dicho el conde. —Estoy iluminado con una verdad nueva y, en vez de rebelarme contra ella, mi espíritu la hace suya. ¡Es verdad que he estado muy cerca de caer en la cárcel para siempre! ¡Pero el criado aquel estaba tan guapo con su uniforme a la inglesa! ¡Hubiera sido una lástima matarlo! Al ministro le encantó la cara de sensatez que ponía. —Está muy bien de todos modos —dijo, mirando a la duquesa—. Tengo que decirle, amigo mío, que ha hecho una conquista, posiblemente la más apetecible. «¡Vaya!, pensó Fabricio, ahora viene una broma sobre la pequeña Marietta». Pero se equivocaba; el conde prosiguió: —Su sencillez evangélica se ha ganado el corazón de nuestro venerable arzobispo, el padre Landriani. Un día de estos, le vamos a hacer a usted vicario general, pero lo verdaderamente gracioso de esta broma es que los tres vicarios generales que hay ahora, hombres de mérito, trabajadores, y de los que dos, creo yo, eran ya vicarios generales antes de que usted hubiera nacido, van a pedirle a su arzobispo en una carta hermosamente redactada que sea usted el primero entre ellos. Se basan estos señores para su petición en primer lugar en sus virtudes, y luego en que es usted sobrino bisnieto del célebre arzobispo Ascanio del Dongo. Cuando me enteré del respeto que les inspiran sus virtudes, sin más dilación, hice capitán al sobrino del más anciano de los vicarios generales, que era teniente desde el sitio de Tarragona por el mariscal Suchet. —Vete enseguida, sin arreglarte, tal y como estás, a hacerle una vista de puro afecto a tu arzobispo —le dijo la duquesa—. Cuéntale la boda de tu hermana; cuando le digas que va a ser duquesa le parecerá mucho más apostólica. Y, ¡ojo!, tú no tienes ni idea de nada de lo que te acaba de contar el conde a propósito de tu futuro nombramiento. Fabricio fue inmediatamente al palacio episcopal; estuvo sencillo y modesto, era un tono que no le costaba nada asumir; tenía, en cambio, que hacer verdaderos esfuerzos para conducirse a lo gran señor. Mientras escuchaba a monseñor Landriani, siempre un poco premioso, se decía: «¿Tendría que haberle disparado al criado que llevaba de la brida al caballo flaco?». Su razón le decía que sí, pero su corazón no podía soportar la imagen ensangrentada del guapo joven cayendo desfigurado del caballo. «¿Y la cárcel en que me hubieran encerrado si el caballo llega a tropezar, sería la que tantos presagios me auguran?». Esta última pregunta tenía una importancia vital para él; al arzobispo le gustó mucho su aspecto de profunda atención. Capítulo undécimo Cuando salió del arzobispado, Fabricio corrió a casa de la pequeña Marietta. Y ya antes de llegar oyó la fuerte voz de Giletti que había mandado traer vino y se estaba corriendo una juerga con sus amigos, el apuntador y los despabiladores. Sólo respondió a su señal la mammacia, que hacía de madre. —Hay novedades desde que te fuiste —le dijo—; han acusado a dos o tres de nuestros actores de haber celebrado la fiesta del gran Napoleón con una orgía, y nuestra pobre compañía, a la que ahora tachan de jacobina, ha recibido la orden de abandonar los estados de Parma, ¡y que viva Napoleón! De todas formas, según dicen, el ministro se ha estirado un poco. Lo que es seguro es que Giletti tiene dinero. ¿Cuánto? No lo sé, pero yo le he visto un buen puñado de escudos. El director le ha dado a Marietta cinco escudos para gastos de viaje hasta Mantua y Venecia, y a mí uno. Sigue estando muy enamorada de ti, pero Giletti le da mucho miedo. Hace tres días, en la última función, quería matarla a toda costa, le dio dos buenas bofetadas y, lo que es mucho peor, le rasgó su chal azul. Si fueras un buen chico le regalarías un chal azul y diríamos que le ha tocado en una rifa. El tambor mayor de los carabineros organiza un combate mañana, verás el anuncio, con la hora, pegado en todas las esquinas. Ven a vemos; si Giletti se ha ido al combate, lo que significará que estará fuera un buen rato, yo estaré en la ventana y te haré señas para que subas. Tú procura traernos algo bonito y verás cómo te quiere la Marietta. Al bajar la escalera del infame chiribitil, Fabricio iba absolutamente compungido: «No he cambiado nada —se decía—; todas las buenas resoluciones que tomé junto a nuestro lago, cuando veía la vida de un modo tan filosófico, se han volatilizado. Mi alma estaba entonces fuera de su medio habitual, todo aquello era un sueño y se ha desvanecido en contacto con la dura realidad. Ha llegado el momento de actuar», seguía diciéndose al entrar en el palacio Sanseverina a eso de las once de la noche. Pero en vano buscó en su corazón valor para hablar con aquella sublime sinceridad que tan fácil le parecía en la noche que pasó a orillas del lago de Como. «Voy a darle un disgusto a la persona que más quiero en el mundo. Si hablo, pareceré un mal comediante. La verdad es que sólo valgo algo en algunos momentos de exaltación». —El conde me parece admirable —le dijo a la duquesa después de haberle contado la visita al arzobispado—, y valoro tanto más su actitud, cuanto que me parece que yo no le gusto mucho. Tengo que actuar de un modo que le parezca verdaderamente correcto. Está entusiasmado con esas excavaciones que está haciendo en Sanguigna; si no fuera así, no se habría ido como se fue anteayer: doce leguas al galope para poder pasar dos horas con sus obreros. Tiene miedo de que le roben los fragmentos de estatuas que puedan aparecer en el templo antiguo cuyos cimientos acaban de descubrir. Voy a decirle que quiero ir a pasar un día y medio en Sanguigna. Mañana, a eso de las cinco, tengo que volver a visitar al arzobispo, podría irme a la caída de la tarde y aprovechar la frescura de la noche para viajar. La duquesa tardó un poco en contestar. —Es como si buscaras pretextos para alejarte de mí —le dijo después, con una dulzura infinita—; no acabas de llegar de Belgirate, y ya tienes un motivo nuevo para marcharte. «Buena ocasión para hablar —pensó Fabricio—, pero en el lago estaba un poco loco y, en mi entusiasmo por ser sincero, no me di cuenta de que mis hermosas palabras acaban en una impertinencia. Se trataría de decir “te quiero con la amistad más sincera, etcétera, etcétera, pero mi alma no es capaz de amor”. ¿Y eso no es, acaso, lo mismo que decir “sé que tú me amas, pero ten cuidado, porque yo no puedo pagarte con la misma moneda”? Si está enamorada, puede enfadarse por haber sido descubierta, y si no siente por mí más que simple cariño, le indignará mi desfachatez… y ésas son ofensas que no se perdonan». Mientras ponderaba estas ideas importantes, Fabricio, sin darse cuenta, se paseaba por el salón con el semblante grave, pero altivo, de quien contempla la desventura a diez pasos de sí. La duquesa lo miraba con admiración. Ya no era el niño que ella había visto nacer; ya no era el sobrino siempre dispuesto a obedecerla, era un hombre serio de quien podría ser delicioso hacerse amar. Se levantó de la otomana en que se había sentado y, echándole los brazos al cuello, le dijo arrebatadamente: —¿Quieres huir de mí? —No —respondió con el ademán de un emperador romano—, pero quería ser prudente. Estas palabras podían interpretarse de distintas maneras. Fabricio no tuvo valor para ir más allá y correr el peligro de herir a aquella mujer adorable. Era demasiado joven, demasiado predispuesto a la emoción. Su inteligencia no le facilitaba en aquel momento ninguna razón, ninguna matización amable que sirviera para hacer entender lo que quería decir. En un arrebato natural, y pese a todo razonamiento, tomó entre sus brazos a aquella encantadora mujer y la cubrió de besos. En el mismo instante se oyó el ruido del coche del conde entrando en el patio y, casi al mismo tiempo, hizo su aparición en el salón; parecía muy conmovido. —Inspira usted pasiones muy sorprendentes —dijo, dirigiéndose a Fabricio, a quien dejó muy confundido la frase—. El arzobispo ha tenido esta noche la audiencia de todos los jueves con Su Alteza Serenísima. Y me acaba de contar el príncipe que el prelado, visiblemente nervioso, ha empezado con un discurso aprendido de memoria y muy erudito. Al principio Su Alteza no entendía nada. Al final, Landriani le ha dicho que para la iglesia de Parma era muy importante que Monsignore Fabricio del Dongo fuera nombrado su primer vicario general y, luego, cuando cumpla veinticuatro años, su coadjutor con futura sucesión. »Estas últimas palabras me han asustado, lo confieso —continuó el conde—; es ir demasiado aprisa, y me he temido un arranque de irritación del príncipe. Pero me ha mirado riéndose y me ha dicho en francés: “¡Veo en ello su mano, señor mío!”. »¡Puedo jurar ante Dios y ante Vuestra Alteza —he exclamado con toda la unción que he podido— que ignoraba absolutamente la expresión “futura sucesión”!». Entonces, le he contado la verdad; lo que hemos estado hablando aquí mismo hace unas horas, y he añadido, con vehemencia, que me consideraría el hombre más favorecido por Su Alteza si, un poco más adelante, se dignara concederme un obispado menor para empezar. Yo creo que el príncipe me ha creído porque ha tenido a bien ser generoso; me ha dicho del modo más sencillo del mundo: “Éste es un asunto oficial entre el arzobispo y yo, usted no tiene nada que decir al respecto. Ese buen señor me ha dirigido una especie de informe demasiado largo y más bien aburrido, en cuyas conclusiones llega a una propuesta oficial. Yo le he contestado muy fríamente que la persona en cuestión era muy joven y, sobre todo, muy nueva en mi corte. Podría parecer, además, que, concediéndole la expectativa de una dignidad tan alta al hijo de uno de los oficiales mayores del reino lombardo-véneto, estaba pagándole al Emperador alguna letra de cambio que hubiera librado contra mí. El arzobispo ha hecho mil protestas en el sentido de que no había habido ninguna recomendación de ese tipo. Era una solemne tontería decirme esto a mí, y me ha sorprendido viniendo de un hombre tan cultivado; aunque es muy cierto que no hay vez que me dirija la palabra que no esté aturdido, y esta noche estaba más azorado que nunca, lo que me ha hecho pensar que deseaba la cosa con verdadera pasión. Le he dicho que sabía mejor que él que no había ninguna clase de recomendación para del Dongo, y que nadie en la corte le negaba su capacidad, que tampoco se hablaba demasiado mal de sus costumbres, pero que me daba cierto miedo su capacidad de entusiasmo, y que yo me había prometido a mí mismo no conceder jamás ningún puesto de importancia a locos de este tipo con quienes un príncipe no puede nunca sentirse seguro de nada. Entonces —ha continuado Su Alteza—, he tenido que aguantarle otro discurso cargado de sentimiento tan largo como el anterior, el arzobispo me ha hecho la glosa del entusiasmo en la casa de Dios. Torpe, más que torpe, me decía yo, estás exagerando, estás poniendo en peligro un nombramiento que estaba prácticamente decidido; tendría que haber cortado como fuera y haberme agradecido efusivamente mis mercedes, pero nada: seguía y seguía, ridículamente intrépido, con su sermón. Mientras, yo trataba de dar con una respuesta que no fuera demasiado perjudicial para el joven del Dongo; al final, la he encontrado, y muy oportuna, como usted podrá ver. “Monseñor —le he dicho—, Pío VII fue un gran papa y un gran santo; fue el único soberano que se atrevió a decirle no al tirano que tenía Europa entera a sus pies, ¡pues bien!: era capaz de sentir entusiasmo, y ese entusiasmo fue el que le indujo a escribir cuando era obispo de Imola su famosa pastoral del ciudadano cardenal Chiaramonti a favor de la república Cisalpina”. »El pobre arzobispo se ha quedado estupefacto y, para acabar de trastornarlo, le he dicho en un tono muy serio: “Adiós, monseñor, me tomaré veinticuatro horas para reflexionar sobre su proposición”. El pobre hombre aún ha añadido algunas súplicas bastante mal concertadas y bastante inoportunas tras mi adiós. Y ahora, Conde Mosca della Rovere, queda usted encargado de decirle a la duquesa que no quiero retrasar veinticuatro horas algo que puede ser grato para ella. Siéntese ahí, escriba la nota de asentimiento para el arzobispo y asunto concluido. He escrito la notificación, la ha firmado y me ha dicho: “Llévesela al instante a la duquesa”. Ésta es la nota, señora, y el pretexto para tener la dicha de volver a verla esta noche». La duquesa leyó la nota encantada. El largo relato del conde le había dado tiempo a Fabricio para serenarse. No había nada en su apariencia exterior que delatara sorpresa ante las novedades; reaccionó como el genuino gran señor que ha tenido siempre la convicción de que tan extraordinario progreso, un cambio de fortuna tan grande como aquél, que a un burgués lo pondría fuera de sí, no es sino un derecho debido a su persona. Expresó su agradecimiento con toda discreción y terminó diciéndole al conde: —Un buen cortesano debe satisfacer su pasión dominante. Ayer le oí referirse al miedo que tenía a que sus obreros de Sanguigna robaran los fragmentos de estatuas antiguas que pudieran descubrir. A mí me gustan mucho las excavaciones. Si usted me lo permite, iré a vigilar a sus obreros. Mañana por la noche, después de las debidas visitas de agradecimiento a palacio y al arzobispo, me iré a Sanguigna. —¿Y adivina usted —le preguntó la duquesa al conde— de dónde procede este súbito amor de nuestro buen arzobispo por Fabricio? —No tengo que adivinar nada. Uno de los vicarios generales, precisamente el que tiene un hermano capitán, me contaba ayer que el padre Landriani parte del principio cierto de que el titular de la diócesis es superior al coadjutor, y no cabe en sí de gozo de tener a sus órdenes a un del Dongo y de que, además, le deba el favor. Todo cuanto ponga de manifiesto la alta cuna de Fabricio incrementa su íntimo contento: ¡tener un hombre así como ayudante! En segundo lugar, monseñor Fabricio le ha gustado, no se siente tímido delante de él. En tercer y último lugar, desde hace seis años alimenta un odio, justificado, por el obispo de Piacenza, que anda proclamando su pretensión a sucederle en la sede de Parma y que, por si fuera poco, es hijo de un panadero. Precisamente con esa posible sucesión futura en la mente, el obispo de Piacenza ha trabado muy estrechas relaciones con la marquesa Raversi, y ahora tales relaciones hacen temer a nuestro arzobispo por el éxito de su principal objetivo: tener a un del Dongo en su estado mayor y darle órdenes. A los dos días, por la mañana temprano, estaba ya Fabricio dirigiendo los trabajos de las excavaciones de Sanguigna, justo frente a Colorno (el Versalles de los príncipes de Parma); estas excavaciones se extendían en un llano junto a la carretera general que va de Parma al puente de Casal-Maggiore, la primera ciudad de Austria. Los obreros habían cortado el llano con una zanja larga, de unos dos metros y medio de profundidad y lo más estrecha posible; estaban buscando, a lo largo de una vía romana, las ruinas de un segundo templo que, según se decía en la comarca, aún existía en la Edad Media. Aunque eran órdenes del príncipe, algunos campesinos no dejaban de tener recelos ante aquellas largas trincheras que atravesaban sus campos. Por mucho que se les dijera otra cosa, pensaban que se estaba buscando un tesoro, y lo que se pretendía con la presencia de Fabricio era evitar el mínimo alboroto. No se aburría éste en absoluto. Seguía los trabajos con pasión. De vez en cuando se encontraba alguna medalla, y lo que él pretendía era no darles ocasión a los obreros de ponerse de acuerdo entre ellos para escamotearla. Era un hermoso día, serían las seis de la mañana; le habían prestado una vieja escopeta de un solo cañón, y disparó algunos tiros a las alondras; una de ellas fue a caer herida a la carretera. Cuando fue Fabricio a cobrarla divisó a lo lejos un coche que venía de Parma y que se dirigía a la frontera de Casal-Maggiore. Acababa de recargar la escopeta cuando en el coche, más que destartalado, que se acercaba al paso, vio a la pequeña Marietta. Iba sentada entre el desgarbado Giletti y la mujer mayor que ella hacía pasar por su madre. Giletti pensó que Fabricio se había colocado en mitad de la carretera con una escopeta en la mano para insultarle y, quizá, también, para quitarle a la pequeña Marietta. En su papel de valiente, saltó del coche. En la mano izquierda llevaba un pistolón roñoso, y en la derecha, una espada metida en la funda, que utilizaba cuando la compañía se veía obligada a darle algún papel de marqués. —¡Ah, bandido! —exclamó—. ¡Cómo me alegro de encontrarte aquí, a una legua de la frontera; voy a darte lo que te has buscado; aquí no te protegen tus medias moradas! Fabricio le estaba haciendo gestos a la pequeña Marietta y no prestaba la menor atención a los gritos del celoso Giletti, cuando se encontró, a menos de un metro de su pecho, con el cañón de la oxidada pistola. Apenas le dio tiempo de dar un golpe al pistolón, usando su escopeta como un garrote. Salió despedido aquél sin llegar a herir a nadie. —¡Párate de una vez, j…! —le gritó Giletti al vetturino. Al mismo tiempo, tuvo la habilidad de abalanzarse sobre la escopeta de su adversario, agarrarla por el cañón y mantenerla apartada de su cuerpo. Fabricio y él tiraban del arma con todas sus fuerzas. Giletti, que era mucho más fuerte, colocando sucesivamente una mano delante de la otra, iba acercando hacia sí la culata y estaba ya a punto de apoderarse de la escopeta, cuando Fabricio, para evitar que pudiera arrebatársela y disparar, apretó el gatillo. Había comprobado antes que la boca del cañón estaba unos ocho centímetros por encima del hombro de Giletti. El tiro sonó justo al lado del oído de éste, que quedó un poco aturdido, aunque se rehízo inmediatamente. —¡Querías volarme la cabeza, canalla! ¡Te vas a enterar! Giletti tiró la funda de su espada de marqués y con rapidez sorprendente arremetió contra Fabricio. Éste, que estaba desarmado, se vio perdido; corrió hacia el coche, que estaba a unos diez pasos detrás de Giletti; llegó al coche por la izquierda, se agarró a la ballesta, lo rodeó por entero rápidamente y se encontró al lado de la portezuela derecha, que estaba abierta. Giletti se lanzó detrás de él a todo correr, pero no se le ocurrió agarrarse a la ballesta y siguió unos pasos en la dirección que había tomado, antes de poder parar. Cuando Fabricio pasaba junto a la portezuela abierta oyó a Marietta que le decía en voz baja: —¡Ten cuidado; te va a matar! ¡Toma! Al instante, Fabricio vio caer del coche una especie de cuchillo de caza grande; se inclinó para cogerlo y, en el mismo momento, sintió en el hombro una cuchillada que le había tirado Giletti. Al enderezarse, Fabricio se encontró a poco más de un palmo de Giletti, que le dio un golpe terrible en la cara con la empuñadura de la espada. El golpe fue tan fuerte que Fabricio perdió el sentido; en aquel momento estuvo a punto de que lo matara. Tuvo la suerte de que Giletti estuviera aún demasiado cerca como para poder clavarle su arma. Recuperado, se echó a correr con todas sus fuerzas; sin dejar de correr, sacó el cuchillo de la funda; entonces, súbitamente, se volvió y se encontró, a tres pasos, cara a cara con Giletti, que lo perseguía. Venía lanzado y Fabricio le tiró un puntazo; tuvo tiempo Giletti de desviar un poco hacia arriba el cuchillo de Fabricio con su espada, pero recibió el golpe de punta en la mejilla izquierda. Pasó muy cerca de Fabricio, que sintió que le clavaba algo en el muslo; era una navaja que Giletti había tenido tiempo de abrir. Fabricio dio un salto hacia la derecha, se revolvió y finalmente los dos adversarios se encontraron a una distancia apropiada para el combate. Giletti maldecía como un condenado: —¡Te voy a cortar el cuello, cura ladrón! —repetía a cada instante. Fabricio estaba sin resuello; no podía hablar. El golpe de la empuñadura de la espada en la cara le dolía mucho y sangraba abundantemente por la nariz. Paró bastantes golpes con su cuchillo de caza y tiró otros muchos sin saber muy bien cómo; tenía la vaga idea de estar en un combate ante el público. Le inducía esta idea la presencia de sus obreros, unos veinticinco o treinta, que habían formado un corro alrededor de los dos contendientes a bastante distancia, pues éstos corrían de aquí para allá lanzándose el uno contra el otro. Parecía que el ritmo del combate se había sosegado un tanto, que ya no se seguían los golpes con la misma rapidez, cuando Fabricio pensó: «Con todo lo que me duele la cara, ha tenido que desfigurármela». Esta idea lo enfureció, saltó contra su enemigo con la punta del cuchillo levantada. El cuchillo le entró a Giletti por el lado derecho del pecho y le salió por el hombro izquierdo; al mismo tiempo, la espada de Giletti entró entera en la parte de arriba del brazo derecho de Fabricio, pero en realidad sólo se deslizó sobre la piel y no le causó más que una herida insignificante. Giletti yacía en tierra. Cuando Fabricio se acercaba a él, con la mirada puesta en la mano izquierda de su adversario que empuñaba una navaja, ésta se abrió maquinalmente y dejó caer el arma. «Está muerto el canalla», pensó Fabricio. Lo miró a la cara y vio que arrojaba mucha sangre por la boca. Entonces corrió hacia el coche. —¿Tiene un espejo? —gritó, dirigiéndose a Marietta. Marietta, muy pálida, lo miraba, pero no contestó. Entonces, la vieja abrió con mucha tranquilidad una bolsa de costura verde y le alargó a Fabricio un espejito de mango, no más grande que una mano. Fabricio se miró la cara, al mismo tiempo que se la palpaba. «Los ojos los tengo bien —decía para sí—, eso ya es mucho». Se miró los dientes; no estaban rotos. «¿Por qué me dolerá tanto?», murmuraba para sí a media voz. A lo que le respondió la vieja: —Porque Giletti con la empuñadura de la espada le ha aplastado la mejilla a la altura del pómulo. Tiene usted la mejilla amoratada y muy hinchada; lo mejor es que se ponga enseguida unas sanguijuelas y ya verá como no es nada. —¡Unas sanguijuelas, ya! —dijo Fabricio, riéndose y ya perfectamente tranquilo. Vio que los obreros estaban alrededor de Giletti, mirándolo sin tocarlo. —¡Socorred a ese hombre! —les gritó—; ¡quitadle la ropa!… Iba a seguir dándoles instrucciones, cuando, al levantar la vista, a unos trescientos pasos, vio a cinco o seis hombres que, con paso mesurado, se acercaban a pie hacia el lugar de los hechos. «Ésos son gendarmes —pensó— y, habiendo un muerto, me detendrán; será una entrada solemne en Parma. ¡Menuda comidilla para los amigos de la Raversi que detestan a mi tía!». Inmediatamente reacciona a la velocidad del relámpago, arroja a los asombrados obreros todo el dinero que llevaba encima, y se lanza al coche. —No les dejéis a los gendarmes que me persigan —les grita a los obreros— y os haré ricos; decidles que soy inocente, que ha sido ese hombre el que me ha atacado y que me quería matar. —Y tú —le dijo al vetturino—, pon los caballos al galope y te daré cuatro napoleones de oro si pasas el Po antes de que ésos puedan alcanzarme. —¡Eso está hecho! —dijo el vetturino—. Y no tenga miedo, esos hombres van a pie; con mis caballitos al trote bastará para dejarlos más que atrás —y diciendo esto, puso los caballos al galope. A nuestro héroe le molestó la palabra miedo que había empleado el cochero, y era porque verdaderamente había pasado un miedo tremendo con el golpe de la empuñadura de la espada en la cara. —Puede que nos crucemos con gente a caballo —dijo el prudente vetturino, que no pensaba más que en los cuatro napoleones—, y los hombres que nos siguen podrían gritarles que nos detuvieran —con lo que quería decir: «Tenga usted cargadas las armas…». —¡Pero qué valiente eres, curita mío! —exclamaba Marietta abrazando a Fabricio. La vieja había sacado la cabeza por la portezuela para mirar hacia atrás. Al cabo de poco tiempo, volvió a meterla. —No le sigue nadie, señor —le dijo con una gran tranquilidad—, y tampoco hay nadie en la carretera por delante de nosotros. Ya sabe usted lo estrictos que son los policías austriacos, si lo ven llegar así, al galope, a la barrera del Po, seguro que lo detienen. Fabricio miró por la portezuela. —¡Al trote! —ordenó al cochero—. ¿Qué pasaporte tiene usted? —le preguntó a la vieja. —Tres, a falta de uno —contestó—, y que nos han costado cuatro francos cada uno. ¿Es, o no es, una barbaridad para unas pobres cómicas que tienen que viajar todo el año? Éste es el pasaporte del señor Giletti, artista dramático, que será usted, y aquí están los nuestros, el de Marietta y el mío. Pero Giletti llevaba encima todo nuestro dinero. ¿Qué va a ser de nosotras ahora? —¿Cuánto llevaba? —preguntó Fabricio. —Cuarenta escuditos de cinco francos —contestó la vieja. —O sea, seis y calderilla —dijo Marietta riéndose—; no voy a dejar que engañes a mi curita. —¿No le parece natural, señor —dijo la vieja, dirigiéndose a Fabricio con el mayor desparpajo—, que intente sacarle treinta y cuatro escudos? ¿Qué son treinta y cuatro escudos para usted? Y ahora que hemos perdido a nuestro protector, ¿quién se encargará de buscamos habitación; de discutir con los vetturini cuando viajemos; de darle miedo a todo el mundo? Giletti no era guapo, pero resultaba muy cómodo tenerlo al lado, y si esta pequeña, que se enamoriscó de usted nada más verlo, no hubiera sido una tonta, Giletti nunca se hubiera dado cuenta de nada, y usted nos habría dado sus buenos escudos. Le aseguro que somos muy pobres. A Fabricio lo conmovieron estas palabras. Sacó su bolsa y le dio unos napoleones a la vieja. —Mire —le dijo—, no me quedan más que quince, así que, ahora mismo, es inútil tratar de sacarme más. Marietta se abrazó a él; la vieja le besaba las manos. El coche seguía adelante con un trotecillo corto. Cuando vieron a lo lejos las barreras amarillas con rayas negras que anunciaban las posesiones austriacas, la vieja le dijo a Fabricio: —Sería mejor que usted entrase a pie con el pasaporte de Giletti en el bolsillo. Nosotras nos pararemos un ratito con la disculpa de arreglamos. Por otra parte, en la aduana registrarán nuestras cosas. Hágame caso y cruce Casal-Maggiore como quien no quiere la cosa; entre, incluso, en el café y tómese un vaso de aguardiente, pero en cuanto esté fuera, lárguese lo más aprisa que pueda. La policía austriaca no pasa ni una; sabrá enseguida que ha habido un muerto. Usted viaja con el pasaporte de otro, con menos de eso pueden echarle a uno dos años de cárcel. Vaya hasta el Po, torciendo a la derecha al salir de la ciudad, alquile una barca y refúgiese en Rávena o en Ferrara. Salga cuanto antes de los estados austriacos. Le bastarán dos luises para comprar otro pasaporte a cualquier aduanero; ése que lleva no puede ser peor para usted; recuerde que ha matado usted a su dueño. Mientras se acercaba al puente de barcas de Casal-Maggiore, Fabricio releyó atentamente el pasaporte de Giletti. Nuestro héroe tenía mucho miedo. Se acordaba de todo lo que le había dicho el conde Mosca a propósito del peligro que corría si volvía a entrar en territorio austriaco. Ahora, a doscientos pasos delante de él, tenía el puente terrible que le daría acceso al país que, a sus ojos, tenía como capital el Spielberg. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? El ducado de Módena, limítrofe por el sur con Parma, devolvía a los fugitivos en virtud de un tratado de extradición; la frontera de la región montañosa que se extiende por la parte de Génova quedaba muy lejos, su mal tropiezo sería conocido en Parma mucho antes de que pudiera llegar a aquellas montañas; no le quedaba otra salida que la de los estados austriacos en la orilla izquierda del Po. Aún pasarían treinta y seis horas, dos días incluso, antes de que les llegara a las autoridades austriacas alguna misiva con la petición de su detención. Hechas estas reflexiones, quemó con la lumbre de su cigarro su pasaporte verdadero. En territorio austriaco, para él, era preferible ser un vagabundo que ser Fabricio del Dongo, y era muy probable que lo registraran. Aparte de la repugnancia, muy natural, que le inspiraba tener que confiar su vida al pasaporte del desventurado Giletti, el documento en sí presentaba algunos problemas reales: la estatura de Fabricio era de un metro y setenta y cinco centímetros, todo lo más, y no de un metro noventa centímetros, como figuraba en el pasaporte; iba a cumplir veinticuatro años, aunque parecía más joven, mientras que en el pasaporte de Giletti indicaba treinta y nueve. Hemos de confesar que nuestro héroe estuvo paseando una buena media hora por un muelle del Po cercano al puente de barcas antes de decidirse a cruzarlo. «¿Qué le aconsejaría yo a otro que estuviera en mi lugar? —se preguntó finalmente—. Que pasara, evidentemente. Es peligroso quedarse en Parma, lo más probable es que hayan enviado a algún gendarme en persecución de quien ha matado a un hombre, aunque haya sido en defensa propia». Fabricio registró sus bolsillos; rompió todos los papeles que llevaba y no dejó en ellos más que el pañuelo y la tabaquera; quería abreviar al máximo el registro al que le iban a someter. Pensó en una terrible objeción que podrían hacerle y para la que no se le ocurría ninguna respuesta mínimamente creíble: él iba a decir que se llamaba Giletti y toda su ropa estaba marcada con las iniciales F. D. Fabricio era —como puede verse— uno de esos seres atormentados por su propia imaginación; defecto éste bastante habitual entre las personas inteligentes de Italia. Un soldado francés igual de valiente que Fabricio, o incluso menos, habría intentado pasar el puente inmediatamente, sin pensar por adelantado ninguna dificultad, y no le habría abandonado en ningún momento la sangre fría; pero Fabricio no estaba nada tranquilo, cuando, al otro lado del puente, un hombrecito con uniforme gris, le dijo: —Entre en la oficina de la policía para el control del pasaporte. La oficina tenía las paredes sucias y, en ellas, unos clavos de los que colgaban las pipas y los mugrientos sombreros de los funcionarios. El gran escritorio de madera, detrás del cual se atrincheraban, estaba lleno de manchas de tinta y de vino. Había dos o tres gruesos libros de registro encuadernados en piel verde que tenían manchas de todos los colores y el corte de las páginas renegrido de pasar los dedos. Encima de los libros de registro, apilados uno sobre otro, había tres magníficas coronas de laurel que habían servido dos días antes para alguna fiesta del Emperador. A Fabricio lo turbaron todos aquellos detalles, lo angustiaron. Expiaba, así, el lujo magnífico y grato que resplandecía en sus preciosas habitaciones del palacio Sanseverina. Lo obligaban a entrar en aquella sucia oficina y a presentarse en posición subalterna: iba a ser sometido a un interrogatorio. El funcionario que alargó una mano amarilla para tomar su pasaporte era pequeño y renegrido, llevaba un alfiler de latón en la corbata. «Un menestral con mal genio», se dijo Fabricio. El individuo parecía demasiado sorprendido con la lectura del pasaporte, que duró sus buenos cinco minutos. —Ha tenido usted un accidente —le dijo al extranjero fijando la mirada en la mejilla. —Al vetturino se le ha caído el coche en un muelle del Po. Luego volvió a hacerse el silencio; el funcionario lanzaba unas miradas feroces al viajero. «Ya está —se dijo Fabricio—. Ahora me dirá que siente mucho tener que darme la mala noticia de que estoy detenido». La cabeza de nuestro héroe, que en aquel momento carecía de toda lógica, hervía de ideas locas. Pensó, por ejemplo, en escapar por la puerta de la oficina que se había quedado abierta: «Me quito la ropa; me tiro al Po, y seguro que lo cruzo nadando. Cualquier cosa antes que el Spielberg». El policía lo miraba fijamente justo en el momento en que calculaba las posibilidades de este plan: dos buenas expresiones de rostro. El peligro inminente presta genio al hombre razonable, lo coloca, por así decirlo, por encima de sí mismo; al hombre imaginativo le inspira novelerías, audaces ciertamente, pero con frecuencia absurdas. Eran dignas de ser contempladas la mirada indignada de nuestro héroe y la mirada escrutadora de aquel funcionario de policía con sus joyas de cobre. «Si lo matara —se decía Fabricio— me condenarían por asesinato a la pena de muerte o a veinte años de trabajos forzados; en cualquier casó, bastante menos terrible que veinte años en el Spielberg con una cadena de ciento veinte libras en cada pie y ocho onzas de pan por todo alimento; y, siendo veinte años, tendría cuarenta y cuatro años cuando saliera». La lógica de Fabricio no tenía en cuenta que, habiendo quemado su pasaporté, no había nada que pudiera indicarle a aquel funcionario de policía que él fuera el rebelde Fabricio del Dongo. Como se ve, nuestro héroe estaba bastante asustado y lo hubiera estado mucho más si hubiera podido conocer los pensamientos que agitaban al policía. Aquel hombre era amigo de Giletti. Imagínese su sorpresa cuando vio su pasaporte en manos de otro. Su primer impulso fue detenerlo; luego pensó que muy bien podía Giletti haber vendido su pasaporte a aquel guapo chico que tenía toda la apariencia de acabar de hacer alguna trastada en Parma. «Si lo detengo —pensó— pongo en un compromiso a Giletti; inmediatamente se descubrirá que ha vendido su pasaporte. Pero, por otra parte, ¿qué dirán mis jefes si se llega a saber que yo, siendo amigo de Giletti, he sellado su pasaporte presentado por otra persona?». El policía se levantó bostezando y le dijo a Fabricio: —Espere aquí, señor —y, luego, más por hábito profesional que por otra cosa, añadió—: —Ha surgido una dificultad. Fabricio pensó: «Lo que va a surgir es mi fuga». En efecto, el funcionario estaba saliendo de la oficina, sin cerrar la puerta, y el pasaporte estaba en la mesa de pino. «El peligro es evidente —pensó Fabricio—; así que voy a coger mi pasaporte, volveré a cruzar el puente andando despacio, y al gendarme, si me pregunta, le diré que había olvidado que tenían que visarme el pasaporte en la comisaría de policía del último pueblo de los estados de Parma». Tenía ya el pasaporte en la mano, cuando, para sorpresa suya, oyó que el funcionario de las joyas de cobre estaba diciendo: —Este calor me está ahogando; ya no puedo más; me voy a tomar un café. Cuando termine su pipa, entre en la oficina, hay un extranjero esperando a que le visemos el pasaporte. Fabricio, que salía con paso cauteloso, se encontró de frente con un joven agradable que decía canturreando: «Hay que visar el pasaporte, voy a ponerle mi firmita». —¿Adónde quiere ir, señor? —A Mantua, Venecia y Ferrara. —Ferrara, muy bien —dijo el funcionario silbando. Cogió un sello y puso el visado con tinta azul en el pasaporte, luego en el espacio en blanco que dejaba el sello escribió rápidamente «Mantua, Venecia y Ferrara»; agitó el documento unas cuantas veces al aire, lo firmó y volvió a entintar la pluma para poner su rúbrica que dibujó muy despacio, con un cuidado infinito. Fabricio seguía todos los movimientos de la pluma. El funcionario contempló complacido aquellos trazos, añadió cinco o seis puntos y finalmente tendió el pasaporte a Fabricio, diciéndole en tono ligero: —¡Buen viaje, señor! Se alejaba ya Fabricio a un paso tendido, tratando de disimular la rapidez de su marcha, cuando sintió que alguien lo detenía asiéndole el brazo izquierdo. Instintivamente puso la mano en el mango del puñal, y, si no se hubiera percatado de que estaba rodeado de casas, hubiera probablemente cometido algún disparate. Viéndolo tan trastornado, el hombre que le tocaba el brazo izquierdo le dijo a guisa de excusa: —Es que le he llamado tres veces sin que me contestara, señor, ¿tiene algo que declarar en la aduana? —No llevo encima nada más que un pañuelo; voy aquí al lado, a cazar, a casa de unos parientes. Se hubiera visto en un buen aprieto si le hubieran preguntado el nombre de aquel pariente. Con el calor que hacía y con las emociones, Fabricio estaba empapado como si se hubiera caído al Po. «No me falta valor con los cómicos —pensó—, pero los funcionarios con joyas de cobre me descomponen. Tengo que hacer un soneto festivo con esta idea para la duquesa». Nada más entrar en Casal-Maggiore, Fabricio tomó a la derecha una calleja que baja al Po. «Necesito los socorros de Baco y de Ceres» —se dijo—, y entró en un establecimiento que tenía colgado fuera un trapo gris atado a un palo. En el trapo estaba escrita la palabra Trattoria. Una sábana vieja, sujeta con dos delgadas varas de madera arqueadas, y que colgaba a cosa de un metro del suelo, resguardaba la puerta de la Trattoria de los rayos directos del sol. Dentro, una mujer medio desnuda y muy guapa recibió a nuestro héroe respetuosamente, lo que le produjo un intenso placer. Lo primero que dijo al entrar fue que se moría de hambre. Mientras la mujer le preparaba la comida, entró un hombre como de treinta años. No había saludado al entrar. De pronto, se levantó del banco en el que se había echado confianzudamente y le dijo a Fabricio: —Eccellenza, la riverisco (saludo a Vuestra Excelencia). Fabricio, que estaba de muy buen humor en aquel momento, en vez de maquinar nada siniestro, contestó riendo: —¿Y de qué diantre conoces tú a mi Excelencia? —¡Pero cómo! ¿No reconoce Vuestra Excelencia a Ludovico, uno de los cocheros de la señora duquesa Sanseverina? En Sacca, la casa de campo adonde íbamos todos los años, yo siempre caía enfermo con fiebre. Pedí la jubilación a la señora y me he retirado. Ahora soy rico; en vez de la pensión de doce escudos al año, a que, todo lo más, podía tener derecho, la señora me dijo que para darme ocasión de hacer sonetos —porque yo soy poeta en lengua vulgar—, había decidido concederme veinticuatro escudos; y el señor conde me dijo que si alguna vez pasaba por un mal momento, no tenía más que ir a decírselo. Tuve el honor de llevar a Monsignore a la cartuja de Velleja a pasar, como buen cristiano, unos días de retiro. Fabricio miró más detenidamente al hombre y creyó reconocerlo. Era uno de los cocheros más presumidos de la casa Sanseverina. Ahora que era rico, como decía él, llevaba por toda vestimenta una basta camisa rota y unos calzones de tela, que habían sido negros, y que apenas le llegaban a las rodillas; un par de zapatos y un sombrero ruin completaban su indumentaria. Además, no se había afeitado en quince días. Mientras comía su tortilla, Fabricio trabó conversación con él, de igual a igual. Le pareció que Ludovico era el amante de la mesonera. Terminó rápidamente el almuerzo, y le dijo a media voz a Ludovico: —Tengo algo que decirle. —Vuestra Excelencia puede hablar con toda libertad delante de ella; es una mujer muy buena —dijo Ludovico con ternura. —Pues bien, amigos míos —prosiguió Fabricio sin vacilar—, estoy en un apuro y necesito su ayuda. No se trata de nada político; sólo que he matado a un hombre que quería asesinarme porque hablaba con su amiga. —¡Pobre muchacho! —dijo la mesonera. —¡Cuente conmigo Excelencia! —exclamó el cochero, a quien le brillaban los ojos de fidelidad—. ¿Adónde quiere ir Su Excelencia? —A Ferrara. Tengo un pasaporte, pero preferiría no tener que hablar con los gendarmes, pueden estar informados del hecho. —¿Cuándo se ha cargado al otro? —Esta mañana, a las seis. —¿Tiene Vuestra Excelencia alguna mancha de sangre en la ropa? —preguntó la mesonera. —En eso mismo estaba pensando yo —continuó el cochero—; además, su ropa es demasiado buena. No se ve nada parecido por estos campos. Llamaría la atención. Voy a comprar ropa donde el judío. Vuestra Excelencia es de mi estatura, más o menos, aunque sea un poco más delgado. —Deje de llamarme Excelencia, por favor, podría inspirar curiosidad. —Si, Excelencia —contestó el cochero saliendo del establecimiento. —¡Eh! ¡Eh! —le gritó Fabricio—. ¡Necesitará dinero! ¡Vuelva! —¿Qué dice usted de dinero? —dijo la mesonera—. Tiene sesenta y siete escudos que están absolutamente a su disposición. Yo misma —añadió bajando la voz— tengo unos cuarenta escudos que le ofrezco de todo corazón. No siempre se tiene dinero encima cuando pasan estas cosas. Hacía tanto calor que Fabricio se había quitado la casaca al entrar en la Trattoria. —Lleva usted un chaleco que podría causamos algún problema si entrara alguien. Esa preciosa tela inglesa llamaría la atención —prosiguió, y le sacó a nuestro fugitivo un chaleco de tela negra de su marido. Entró, entonces, en el establecimiento, por una puerta interior, un joven alto que iba vestido con cierta elegancia. —Es mi marido —dijo la mesonera; y, dirigiéndose a éste—: Pedro Antonio, el señor es un amigo de Ludovico; ha tenido un incidente esta mañana al otro lado del río y quiere escapar a Ferrara. —Pues lo pasaremos —dijo el marido en un tono muy educado—, tenemos la barca de Carlos José. Por otra debilidad de nuestro héroe, que confesaremos con la misma naturalidad con que hemos dado cuenta de su miedo en la oficina de la policía del puente, tenía lágrimas en los ojos; estaba hondamente conmovido por la entrega absoluta de aquellos campesinos. Pensó en la bondad característica de su tía; también a él le hubiera gustado poder hacer rica a aquella gente. Ludovico entró cargado con un paquete. —Se saluda —le dijo el marido afectuosamente. —¡Tenemos problemas! —dijo muy alarmado Ludovico por toda contestación—; empiezan a hablar de usted; más de uno se ha dado cuenta de que vacilaba antes de entrar en nuestro vicolo, de que dejaba la calle principal como quien trata de esconderse. —Deprisa, suba a la habitación —dijo el marido. En aquella habitación, muy grande y muy bonita, con tela gris en las dos ventanas, en vez de cristales, había cuatro camas de casi dos metros de anchura cada una y más de metro y medio de altura. —¡Deprisa, deprisa! —dijo Ludovico—; hay un gendarme nuevo, un chulo, que pretendía engatusar a la guapa de abajo, y al que he pronosticado que cualquier día se va a encontrar con una bala cuando vaya de servicio por la carretera; si ese perro oye hablar de Vuestra Excelencia, tratará de hacemos una jugarreta, intentará detenerlo aquí para desacreditar la Trattoria de la Teodolinda. ¿Pero qué es esto? —continuó Ludovico, cuando vio la camisa manchada de sangre y las heridas vendadas con pañuelos—. Así que ese porco se ha defendido. Esto es cien veces más de lo que bastaría para que lo detuvieran y no he comprado ninguna camisa. Abrió sin el menor miramiento el armario del marido y le dio una de sus camisas a Fabricio, que, enseguida, estuvo vestido como un labrador rico. Ludovico descolgó una red de la pared, metió la ropa de Fabricio en una cesta de pesca, bajó corriendo y salió rápidamente por una puerta trasera; Fabricio iba detrás. —¡Teodolinda! —gritó al atravesar el establecimiento—, esconde lo que hay arriba, nosotros vamos a escondernos en los sauces; y tú, Pedro Antonio, envíanos cuanto antes una barca, la pagaré bien. Ludovico le hizo atravesar a Fabricio más de veinte acequias. En las más anchas había unos tablones muy largos y muy cimbreantes que hacían de puentes; Ludovico los quitaba después de pasar. En el último canal, tiró rápidamente el tablón. —Ahora podemos darnos un respiro —dijo—; ese perro de gendarme tendrá que hacer más de dos leguas para alcanzarnos. Vuestra Excelencia está sumamente pálido; suerte que no he olvidado la botellita de aguardiente. —Me viene estupendamente; la herida del muslo empieza a hacerse notar y, además, he pasado un miedo enorme en la comisaría del puente. —No me extraña —dijo Ludovico— con una camisa tan llena de sangre como la que llevaba. Ni siquiera me cabe en la cabeza cómo se ha atrevido a entrar en semejante sitio. De heridas entiendo un poco; lo voy a llevar a un sitio fresco donde podrá dormir una hora. La barca irá allí a buscarnos, si es que hay barca; si no, en cuanto haya descansado un poco, tendremos que andar aún dos leguas escasas para llegar a un molino, donde podré hacerme con una. Vuestra Excelencia sabe mucho más que yo, pero tengo la impresión de que la señora se desesperará cuando la informen del incidente. Le dirán que está usted herido de muerte. Es posible que lleguen a decirle incluso que ha matado al otro a traición. La marquesa Raversi no dejará de hacer correr cualquier bulo que pueda disgustar a la señora. Quizá Vuestra Excelencia quiera escribirle una carta. —¿Y cómo podría hacérsela llegar? —Los chicos del molino adonde vamos ganan sesenta céntimos al día. En un día y medio se ponen en Parma, así que cuatro francos para el viaje, más dos francos por el gasto de zapatos; si el encargo fuera de un pobre hombre como yo, harían en total seis francos; como es un servicio para un señor, yo les daría doce. Cuando llegaron al sitio en que pensaban descansar, un bosque de alisos y sauces, fresco y frondoso, Ludovico lo abandonó durante más de una hora para ir a buscar papel y tinta. «¡Dios mío, qué bien estoy aquí! —pensó Fabricio—. ¡Adiós Fortuna! ¡Ya no seré arzobispo!». A su vuelta, Ludovico lo encontró profundamente dormido y no quiso despertarlo. La barca llegó a la caída de la tarde. En cuanto la vio aparecer a lo lejos, Ludovico despertó a Fabricio, que escribió dos cartas. —Vuestra Excelencia sabe mucho más que yo —dijo Ludovico con cara compungida—, y mucho temo molestarle de veras, aunque Vuestra Excelencia lo niegue, si aún le digo otra cosa. —No soy tan tonto como piensa —respondió Fabricio—, y ya puede decir usted lo que quiera, que, para mí, siempre será un fiel servidor de mi tía y el hombre que ha hecho todo lo humanamente posible para ayudarme a salir de un paso muy malo. Aún fueron necesarias muchas más protestas para que Ludovico se decidiera a hablar. Y, cuando finalmente lo hizo, empezó con un preámbulo que duró sus buenos cinco minutos. Fabricio se puso nervioso, pero enseguida se dijo: «¿Quién tiene la culpa de esto? ¿No se debe acaso a nuestra vanidad, que este hombre ha conocido tan bien desde lo alto de su pescante?». Por último, movido por su fidelidad, Ludovico se decidió a correr el riesgo de hablar caro. —¿Cuánto no daría la marquesa Raversi al mensajero que va a enviar usted a Parma para hacerse con esas dos cartas? Son de su puño y letra, y, por consiguiente, prueba legal contra usted. Vuestra Excelencia pensará que soy un curioso indiscreto; quizá le dé vergüenza ofrecer a la vista de la señora duquesa mi pobre letra de cochero; pero, en fin, sea por la seguridad de Vuestra Excelencia y aunque pueda pensar de mí que soy un impertinente: ¿no podría Vuestra Excelencia dictarme esas dos cartas? De ese modo, sólo yo quedaría comprometido y, aún, muy poco; si se me forzara, diría que me había encontrado en medio del campo con usted llevando un estuche de asta en una mano y una pistola en la otra, y que me ordenó escribir. —¡Deme la mano, mi querido Ludovico! —exclamó Fabricio—, y como muestra de que no quiero tener el menor secreto con un amigo como usted, tome, copie las dos cartas tal y como están. Apreció Ludovico en toda su dimensión aquel signo de confianza y se emocionó vivamente pero, tras escribir unos pocos renglones, como vio que la barca se acercaba rápidamente por el río dijo: —Terminaremos mucho antes de copiar las cartas si Vuestra Excelencia tiene la bondad de dictármelas. Cuando estuvieron copiadas las cartas, Fabricio escribió una A y una B en la última línea, y, en un pedacito de papel, que arrugó después, puso en francés Crea Vd. a A y B. El mensajero debía esconder aquel papel arrugado en su ropa. Cuando la barca estuvo lo suficientemente cerca como para que pudieran oírle desde ella, Ludovico llamó a los barqueros con unos nombres que no eran los suyos; no contestaron y atracaron a unos mil metros aguas abajo, no sin antes mirar a todos los lados por si estuviera vigilando algún aduanero. —Estoy a sus órdenes —le dijo, entonces, Ludovico a Fabricio—. ¿Quiere que le lleve yo las cartas a Parma? ¿Quiere que le acompañe a Ferrara? —Acompañarme a Ferrara sería un servicio que casi no me atrevo a pedirle. Habrá que desembarcar y tratar de entrar en la ciudad sin enseñar la documentación. Le confesaré que viajar bajo el nombre de Giletti me inspira la mayor repugnancia. Y no me parece que pueda usted comprarme otro pasaporte. —¿Cómo no lo dijo en Casal-Maggiore? Conozco a un espía que me hubiera vendido un pasaporte excelente, y no caro, por unos cuarenta o cincuenta francos. Uno de los barqueros, que había nacido en la margen derecha del Po y que, por consiguiente, no necesitaba pasaporte para ir a Parma, se encargó de llevar las cartas. Ludovico, que era buen remero, dijo que llevaría la barca con el otro. —En el bajo Po —dijo— nos vamos a encontrar barcas armadas de la policía, yo sabré evitarlas. En más de diez ocasiones se vieron obligados a esconderse en medio de las islillas que, cubiertas de sauces, surgen a flor de agua. Tres veces desembarcaron para dejar pasar a las embarcaciones de la policía delante de sus barcas vacías. Ludovico aprovechó aquellos largos ratos de ocio para recitarle a Fabricio algunos sonetos suyos. El sentimiento estaba ajustado pero la expresión los empobrecía; no merecía la pena ponerlos por escrito. Lo sorprendente era que aquel antiguo cochero tenía pasiones y opiniones vivas y pintorescas; pero se volvía frío y vulgar cuando escribía. «Es todo lo contrario de lo que sucede en la buena sociedad —se dijo Fabricio—, donde se sabe expresar cualquier cosa con gracia, pero los corazones no tienen nada que decir». Se dio cuenta de que el mayor favor que podría hacerle a aquel fiel servidor sería corregir las faltas de ortografía de sus sonetos. —La gente se burla de mí cuando dejo el cuaderno —decía Ludovico—, pero si Vuestra Excelencia tuviera a bien dictarme la ortografía de las palabras, letra a letra, callaría a los envidiosos; la ortografía no hace al genio. Aún tuvieron que pasar dos días antes de que Fabricio pudiera desembarcar con seguridad, de noche, en un bosque de alisos, a una legua de Ponte Lago Oscuro. Se quedó todo el día escondido en una cañamera, mientras Ludovico, adelantándose, se llegaba a Ferrara. Alquiló allí un cuarto en casa de un judío pobre, que se dio cuenta inmediatamente de que había dinero que ganar si sabía mantenerse callado. Al anochecer, Fabricio entró en Ferrara en un caballito; necesitaba aquella montura, había sufrido un acaloramiento a orillas del río y tanto la cuchillada del muslo como el espadazo de Giletti en el hombro, del principio de la pelea, se le habían inflamado y le producían fiebre. Capítulo duodécimo El judío que les había alquilado el cuarto, les había buscado también un cirujano discreto. Y cuando este cirujano se dio cuenta de que había dinero en la bolsa, le dijo a Ludovico que su conciencia le obligaba a informar a la policía sobre las heridas de aquel joven a quien él, Ludovico, llamaba su hermano. —La ley es clara al respecto —añadió—; y es demasiado evidente que su hermano no se ha herido él solo, como dice, al caerse por una escalera cuando llevaba una navaja abierta en la mano. Ludovico contestó con toda frialdad a aquel honrado cirujano que si se decidía a seguir las indicaciones de su conciencia, él tendría el honor, antes de abandonar Ferrara, de caer sobre él precisamente con una navaja abierta en la mano. Cuando informó de este incidente a Fabricio, éste se enfadó mucho con él; no tenían ni un instante que perder para marcharse de allí. Ludovico le dijo al judío que quería convencer a su hermano de que tomara un poco el aire, y fue a buscar un coche; luego, nuestros amigos salieron de aquella casa para no volver jamás. (Seguramente el relato de todas las peripecias a que obliga la carencia de un pasaporte le parecerá demasiado largo al lector. Esta preocupación no puede darse en Francia, pero en Italia, y sobre todo en la zona del Po, todo el mundo habla constantemente del pasaporte). En cuanto salieron de Ferrara, sin ningún bulto, como si hubieran ido a dar un paseo, Ludovico despidió el coche, luego regresó a la ciudad por una puerta distinta y volvió a recoger a Fabricio con una sediola que había alquilado para un recorrido de doce leguas. Cuando llegaron a las cercanías de Bolonia, nuestros amigos se hicieron llevar a través de los campos hasta la carretera que va de Florencia a Bolonia; pasaron la noche en la venta más sórdida que encontraron y a la mañana siguiente, como Fabricio se sintió con fuerzas para andar un poco, entraron en Bolonia como dos paseantes. Habían quemado el pasaporte de Giletti, pues pensaron que la muerte del cómico debía de ser ya cosa sabida y las consecuencias de un arresto por no tener pasaporte serían menos malas que las que podrían seguirse de llevar el pasaporte de un hombre muerto con violencia. Ludovico conocía en Bolonia a dos o tres criados de casas grandes. Convinieron en que iría a verlos. Les contó que venía de viaje desde Florencia con su hermano pequeño y que, en el camino, una mañana, su hermano se había quedado durmiendo mientras él, una hora antes de que amaneciera, se había adelantado hasta el pueblo donde pasarían las horas de mayor calor y donde esperaría a su hermano. Como Ludovico viera que su hermano no llegaba, había decidido volver atrás; lo había encontrado herido de una pedrada y de varios navajazos; además, los mismos individuos que le habían buscado pelea le habían robado. También contó que su hermano era un guapo chico que sabía cuidar y conducir los caballos, leer y escribir y que le gustaría mucho encontrar un puesto en alguna buena casa. Se reservó, para cuando fuera más oportuno, añadir que, cuando Fabricio había caído, los ladrones se habían llevado la bolsa en que llevaba sus mudas y los pasaportes. Al llegar a Bolonia, Fabricio se había sentido sumamente cansado y, como no se atrevía a entrar en ninguna posada sin pasaporte, se metió en la iglesia de San Petronio. En el interior de aquella inmensa iglesia había un delicioso frescor y enseguida se sintió completamente reanimado. «¡Qué ingrato soy —se dijo súbitamente—; entro en una iglesia sólo para sentarme como si fuera un café!». Se puso de rodillas y dio gracias a Dios efusivamente por el evidente amparo en que se había encontrado desde que había tenido la desgracia de matar a Giletti. Aún le hacía estremecerse el peligro de ser reconocido que había corrido en la oficina de policía de Casal-Maggiore. «¿Cómo —se decía— habrá podido aquel comisario, en cuya mirada se traslucían tantas sospechas, leer y releer, hasta tres veces, mi pasaporte sin darse cuenta de que no mido un metro noventa, no tengo treinta y ocho años y mi cara no está picada de viruelas? ¡Cuántas gracias tengo que darte, Dios mío! ¡Y he retrasado hasta ahora el poner mi insignificancia ante ti! ¡Mi orgullo me ha hecho creer que ha sido por mera prudencia humana por lo que he tenido la fortuna de escapar al Spielberg, que ya abría sus puertas para apoderarse de mí!». Una hora pasó Fabricio arrobado de ternura ante la inmensa bondad de Dios. Llegó Ludovico, sin que se diera cuenta, y se puso delante de él. Cuando Fabricio, que tenía la cara entre las manos, alzó la cabeza, su fiel servidor vio las lágrimas que corrían por sus mejillas. —Vuelva de aquí a una hora —dijo Fabricio con bastante sequedad. Ludovico le perdonó aquel tono que la piedad motivaba. Fabricio recitó varias veces los siete salmos penitenciales, que sabía de memoria, deteniéndose largo rato en los versículos que tenían relación con su situación presente. Fabricio pedía perdón a Dios por muchas cosas, pero —y ello es verdaderamente digno de señalarse— en ningún momento se le ocurrió considerar entre sus faltas el proyecto de llegar a ser arzobispo única y exclusivamente porque el conde Mosca fuera primer ministro y considerara que aquel puesto y la alta posición que confiere eran los adecuados para el sobrino de la duquesa. Bien es verdad que si él lo había deseado, había sido desapasionadamente; al fin y al cabo, había pensado en ello como hubiera podido hacerlo en un puesto de ministro o de general. En ningún momento se le había ocurrido pensar que su conciencia pudiera tener algo que ver con aquel proyecto de la duquesa. Es éste un rasgo característico de la religión que le habían enseñado los jesuitas de Milán. Una religión que sofoca la valentía para pensar en las cosas insólitas, y prohíbe sobre todas las cosas el examen personal, como uno de los mayores pecados y una proclividad hacia el protestantismo. Para saber de qué es uno culpable, lo que tiene que hacer es preguntar a su confesor, o bien leer la lista de pecados tal y como figura impresa en esos libros titulados Preparación del sacramento de la penitencia. Fabricio sabía de memoria la lista de pecados, en latín, pues la había aprendido en el seminario de Nápoles. Al recitar la lista, cuando llegó al artículo que trata del «no matarás» se acusó vivamente ante Dios de haber matado a un hombre, si bien en defensa de la propia vida. Pasó deprisa y sin prestarles la menor atención a los artículos que hacen referencia al pecado de simonía (procurarse mediante dinero dignidades eclesiásticas). Si le hubieran propuesto dar cien luises para convertirse en primer vicario general del arzobispo de Parma, hubiera rechazado la idea horrorizado; pero aunque no carecía de inteligencia ni, sobre todo, de capacidad lógica, en ningún momento se le ocurrió pensar que pudiera ser simonía la utilización a su favor de la influencia del conde Mosca. Ése es el logro de la educación jesuítica: inducir el hábito de no prestar atención a cosas claras como la luz del día. Un francés, educado en los patrones del interés personal y de la ironía característicos de París, hubiera podido, ecuánimemente, acusar a Fabricio de hipocresía en el mismo momento en que nuestro héroe abría su alma a Dios con la mayor sinceridad y la más honda emoción. Fabricio no salió de la iglesia hasta no haber preparado la confesión que se proponía hacer al día siguiente. Encontró a Ludovico sentado en los escalones del vasto peristilo de piedra de la gran plaza que se abre ante la fachada de San Petronio. Del mismo modo que después de una gran tormenta el aire es más puro, así el alma de Fabricio se había quedado tranquila y feliz, como refrescada. —Me encuentro muy bien, ya no me duelen las heridas casi —le dijo a Ludovico al acercarse—; pero, antes de nada, tengo que pedirle perdón; le he contestado de malos modos cuando ha ido usted a hablarme en la iglesia. Estaba haciendo mi examen de conciencia. Y, ahora, dígame: ¿cómo van nuestros asuntos? —No podrían ir mejor. He alquilado un cuarto, muy poco digno de Vuestra Excelencia a decir verdad, en casa de la mujer de uno de mis amigos. Es muy guapa y además está íntimamente relacionada con uno de los principales agentes de la policía. Mañana iré a denunciar que nos han robado los pasaportes. La denuncia será admitida, pero tendré que pagar el porte de la carta que la policía enviará a Casal-Maggiore, para informarse de si en ese pueblo vive un hombre llamado Ludovico San-Micheli, que tiene un hermano llamado Fabricio y que está al servicio de la duquesa Sanseverina en Parma. Y eso es todo, siamo a cavallo (proverbio italiano: estamos salvados). Fabricio se había puesto súbitamente muy serio. Le rogó a Ludovico que le esperara un momento. Volvió a entrar en la iglesia casi a la carrera y, apenas estuvo dentro, volvió a hincarse de rodillas; humildemente besaba las losas de piedra. «¡Es un milagro! —exclamaba para sí, con lágrimas en los ojos—; ¡en cuanto has visto, Dios mío, mi alma en disposición de ir por el sendero del deber, me has salvado! ¡Puede que un día me maten en alguna contingencia; en el momento de mi muerte, acuérdate del estado en que mi alma se encuentra en este instante!». Y arrobado en una dicha vivísima, volvió a recitar Fabricio los siete salmos penitenciales. Antes de salir, se acercó a una vieja que estaba sentada delante de una virgen de gran tamaño, junto a un triángulo de hierro colocado en posición vertical sobre un pie del mismo metal. Los bordes del triángulo estaban erizados de un gran número de puntas destinadas a portar las velitas que la piedad de los fieles enciende ante la célebre Madonna de Cimabue. Cuando se acercó Fabricio sólo estaban encendidas siete; trató de retener aquel detalle en su memoria para reflexionar sobre él más tarde con tranquilidad. —¿Cuánto cuestan las velas? —le preguntó a la mujer. —Dos baiocas cada una. En realidad, apenas tenían el grosor del cañón de una pluma ni sobrepasaban un palmo de longitud. —¿Cuántas pueden caber aún en el triángulo? —Sesenta y tres, porque ya hay siete encendidas. «¡Ah! —se dijo Fabricio—. Sesenta y tres y siete son setenta. También tengo que tener en cuenta esto». Pagó las velas, encendió él mismo las siete primeras y se puso de rodillas para hacer su ofrenda. Cuando se levantó le dijo a la vieja: —Es por gracia recibida. —Me estoy muriendo de hambre —le dijo a Ludovico cuando volvió a encontrarse con él. —Mejor sería que no entrásemos en ninguna taberna. Vamos a la pensión. La dueña de la casa irá a comprar lo que haga falta para comer. Sisará sus correspondientes céntimos y eso la hará más fiel al recién llegado. —Con lo cual seguiré pasando esta hambre de muerte una hora más —dijo Fabricio, riéndose con la despreocupación de un niño, y entró en una taberna que estaba cerca de San Petronio. Su sorpresa fue mayúscula cuando, en una mesa cercana a la suya, vio a Pepe, el criado de confianza de su tía, el mismo que había ido a encontrarse con él en Ginebra. Fabricio le hizo señas de que no hablara y, luego, tras comer muy deprisa con una sonrisa de felicidad en los labios, se levantó; Pepe lo siguió y, por tercera vez, nuestro héroe entró en San Petronio. Ludovico se quedó discretamente paseando por la plaza. —¡Por Dios, monseñor! ¿Cómo están sus heridas? La señora duquesa está enormemente preocupada. Durante todo un día pensó que estaba usted muerto, abandonado en alguna isla del Po. Voy a enviarle un correo inmediatamente. Hace seis días que lo busco; llevo tres en Ferrara, he recorrido todas las posadas. —¿Tiene algún pasaporte para mí? —Tengo tres distintos: uno con el nombre y títulos de Vuestra Excelencia; otro con el nombre nada más, y un tercero con un nombre supuesto, José Bossi. Cada uno está expedido dos veces por si Vuestra Excelencia quiere ir a Florencia o a Módena. Ahora, no tiene más que salir de la ciudad e ir a la posada del Peregrino, en donde al señor conde le gustaría que se alojara Vuestra Excelencia —el dueño es amigo suyo—; no hay, desde aquí, más que un corto paseo. Fabricio, como si estuviera moviéndose al azar por dentro de la iglesia, se acercó por la nave derecha de la iglesia hasta el sitio en que estaban sus velas encendidas. Su mirada se detuvo en la Madonna de Cimabue; luego le dijo a Pepe, al tiempo que se arrodillaba: —Tengo que dar gracias, aunque sólo sea un momento. Pepe hizo lo propio. Cuando salían de la iglesia, observó cómo Fabricio daba una moneda de veinte francos al primer pobre que le pidió limosna. Los gritos de agradecimiento del mendigo fueron tan escandalosos que atrajeron tras los pasos de aquel ser caritativo a la entera caterva de pobres de toda índole que decora de ordinario la plaza de San Petronio. Todos querían su parte de aquel napoleón. Las mujeres, desesperando de penetrar en el torbellino que lo rodeaba, preguntaban a gritos a Fabricio si acaso no era verdad que su intención al dar el napoleón era que fuera repartido entre los pobres de Dios. Pepe, blandiendo su bastón de puño de oro, les ordenó que dejaran tranquilo a Su Excelencia. —¡Ay, Excelencia —clamaron entonces aquellas mujeres con gritos aún más agudos—, denos también un napoleón a las pobres mujeres! Fabricio aceleró el paso, las mujeres lo siguieron gritando y una multitud de hombres miserables procedente de las calles de alrededor se concentró tras él formando un alboroto. Toda aquella gente, tan horriblemente sucia como enérgica, gritaba Excelencia. Le costó mucho a Fabricio librarse de la turbamulta. La escena volvió a traer su imaginación a ras de suelo. «Me lo merezco —pensó—, esto me pasa por rozarme con la chusma». Dos mujeres lo siguieron hasta la puerta de Zaragoza, por donde salió de la ciudad. Pepe las detuvo amenazándolas muy seriamente con su bastón y echándoles unas monedas. Fabricio subió la encantadora colina de San Michele in Bosco, rodeó una parte de la ciudad por la parte exterior de la muralla, tomó un sendero que lo llevó a la carretera de Florencia, hizo cosa de medio kilómetro por ésta, volvió a entrar en Bolonia y, con mucha seriedad, presentó a un funcionario de la policía un pasaporte en el que sus señas personales estaban consignadas con toda exactitud. El pasaporte estaba extendido a nombre de José Bossi, estudiante de teología. Fabricio observó que, en la parte de debajo de la hoja, a la derecha, como caída al azar, había una manchita de tinta roja. Dos horas más tarde, tenía un espía pegado a su sombra, a causa del tratamiento de Excelencia que le había dado su compañero en el lance de los pobres de San Petronio, cuando en su pasaporte no constaba ningún título que le diera derecho a que sus criados se dirigieran a él de aquel modo. Fabricio vio al espía y le hizo gracia el hecho. Ya no pensaba en pasaportes ni en la policía; todo le divertía como podía divertirle a un niño. Pepe, que tenía órdenes de quedarse donde él estuviera, viéndolo contento con Ludovico, prefirió llevar él mismo tan buenas noticias a la duquesa. Fabricio escribió dos cartas muy largas a sus seres queridos, y luego se le ocurrió escribir una tercera al venerable arzobispo Landriani. Esta carta produjo un efecto maravilloso. Contenía un relato muy exacto de la pelea con Giletti. El buen arzobispo, enternecido, no dejó de ir a leerle la carta al príncipe, que se mostró muy interesado en escucharla, movido por la curiosidad de ver cómo se las arreglaba el joven monsignore para excusarse de tan horrible asesinato. Gracias a los muchos amigos de la marquesa Raversi, el príncipe —y con él toda la ciudad de Parma— creía que Fabricio había conseguido la ayuda de veinte o treinta campesinos para dar muerte a un mal cómico que había tenido la insolencia de disputarle a la pequeña Marietta. En las cortes despóticas, el que se adelante en la intriga, si es hábil, dispone la verdad, de la misma manera que, en París, la dispone la moda. —Pero ¡qué demonio! —le dijo el príncipe al arzobispo—, esas cosas se mandan hacer a otro, no es costumbre hacerlas uno mismo; y, además, no se mata a un cómico como Giletti, se lo compra. Fabricio no podía sospechar siquiera lo que estaba pasando en Parma. En realidad se estaba dilucidando si la muerte de aquel cómico, que apenas cobraba treinta francos al mes, supondría la caída del ministerio ultra y de su jefe el conde Mosca. Cuando se enteró de la muerte de Giletti, el príncipe, molesto con los aires de independencia que se daba la duquesa, había ordenado al fiscal general Rassi que procediera en aquel asunto como si se tratara de un liberal. Por su parte, Fabricio creía que un hombre de su rango estaba por encima de las leyes. No se daba cuenta de que, en esos mismos países en que nunca se castiga a quien lleva un determinado nombre, la intriga lo puede todo, incluso contra esos mismos nombres. Con frecuencia le hablaba a Ludovico de su inocencia absoluta, que se proclamaría muy pronto. Su razón fundamental era que él no era culpable. A propósito de lo cual Ludovico le dijo un día: —No entiendo bien cómo Vuestra Excelencia, que es tan inteligente y ha estudiado tanto, se toma la molestia de decirme estas cosas a mí que soy su fiel servidor. Quizá peque Vuestra Excelencia de precavido; esas cosas son para decirlas en público o delante de un tribunal. «Este hombre piensa que soy un asesino y no por ello me quiere menos» —pensó Fabricio, cayendo, sólo entonces, en la cuenta de ello. A los tres días de haberse ido Pepe, le sorprendió la llegada de una voluminosa carta, cerrada con trencilla de seda, como en tiempos de Luis XIV, y dirigida a Su Excelencia reverendísima monseñor Fabricio del Dongo, primer vicario general de la diócesis de Parma, canónigo, etcétera. «¿Pero, todavía soy todo eso?», se preguntó riendo. La epístola del arzobispo Landriani era una obra maestra de lógica y claridad. No tenía menos de diecinueve páginas de gran tamaño, en las que contaba perfectamente todo lo que había pasado en Parma con ocasión de la muerte de Giletti. Un ejército francés mandado por el mariscal Ney no habría producido un efecto mayor —le decía el buen arzobispo—. A excepción de la duquesa y de mí, amadísimo hijo, todo el mundo cree que mató usted deliberadamente al histrión Giletti. Aun en el caso de que realmente fuera ésa la desgracia en que estuviera usted metido, asuntos como éste suelen acallarse con doscientos luises y una ausencia de seis meses; pero la Raversi quiere aprovechar este incidente para conseguir acabar con el conde Mosca. Y no es el asesinato, ese espantoso pecado, lo que la gente le reprocha, sino la torpeza, o mejor, la insolencia de no haber recurrido a un «bulo» (algo así como un matón a sueldo). Le pongo aquí en palabras claras las insidias que están circulando. Después de esta desgracia, que nunca dejaremos de lamentar, todos los días voy a tres casas, por lo menos, de las más importantes de la ciudad para tratar de justificarle. Creo que nunca he hecho un uso más santo de la poca elocuencia que el cielo ha querido darme. Leyendo esta carta, a Fabricio se le cayó la venda de los ojos. Las numerosas cartas de la duquesa, llenas de efusiones cariñosas, no llegaban nunca a contarle tales cosas. La duquesa le juraba que, si él no regresaba triunfante, abandonaría Parma para siempre. El conde hará por ti —le decía en la carta que acompañaba a la del arzobispo— todo lo humanamente posible. En cuanto a mí, esa hazaña tuya me ha cambiado el carácter. Ahora soy tan avara como el banquero Tombone; he despedido a todos mis empleados, y aún he hecho más: le he dictado al conde el inventario de mi fortuna que ha resultado ser mucho menos considerable de lo que pensaba. Tras la muerte de aquel hombre excelente que fue el conde Pietranera (y, a propósito, mejor te hubiera ido si te hubieras expuesto vengándolo, dicho sea entre paréntesis, en vez de enfrentarte a un ser como Giletti), me quedé con doscientas libras de renta y cinco mil francos de deudas. Recuerdo, entre otras cosas, que tenía dos docenas y media de zapatos de satén blanco, traídos de París, y sólo un par para salir a la calle. Estoy pensando en quedarme con los trescientos mil francos que me deja el duque, en vez de dedicarlos íntegros a levantarle una tumba, que sería magnífica. Por lo demás, tu principal enemiga, es decir, mía, es la marquesa Raversi. Si te aburres en Bolonia, tan solo, no tienes más que decir una palabra y me trasladaré inmediatamente. Te envío cuatro nuevas letras de cambio, etcétera, etcétera. La duquesa no le decía una sola palabra a Fabricio de lo que se opinaba en Parma sobre su asunto. Quería, más que nada, consolarlo; y, en cualquier caso, la muerte de un ser ridículo como Giletti no le parecía de entidad suficiente como para que pudiera reprochársele a un del Dongo. «¡Cuántos Gilettis no habrán enviado al otro mundo nuestros antepasados —le decía al conde— sin que a nadie se le haya pasado por la imaginación hacer el menor reproche!». Fabricio, verdaderamente sorprendido, entreviendo por primera vez el verdadero estado de cosas, se dedicó a estudiar minuciosamente la carta del arzobispo. Por desgracia el arzobispo lo creía más al tanto de lo que lo estaba realmente. En cualquier caso, Fabricio pudo darse cuenta de que la baza fundamental de la marquesa Raversi radicaba en que era imposible encontrar testigos de visu de aquella pelea fatal. El criado que había llevado la primera noticia a Parma desde Sanguigna estaba en la posada del pueblo cuando sucedió todo. La pequeña Marietta y la vieja que hacía las funciones de madre habían desaparecido; la marquesa había comprado al vetturino que conducía el coche y daba ahora un testimonio abominable. Aunque el sumario esté envuelto en el más profundo de los misterios —escribía el buen arzobispo con su estilo ciceroniano— e instruido por el fiscal general Rassi, de quien únicamente la caridad cristiana puede impedirme hablar mal, pese a que haya hecho su fortuna encarnizándose con los pobres acusados como el perro de caza se encarniza con la liebre; aunque haya sido a Rassi, como decía —de quien ni haciendo uso de toda su imaginación podría usted exagerar ni su bajeza ni su venalidad—, a quien un príncipe irritado haya encargado instruir el proceso, yo he podido leer las tres declaraciones del vetturino. Para fortuna, digna de ser señalada, ese desgraciado se contradice. Y aun añadiré, pues me dirijo a mi vicario general, es decir, a quien, después de mí, debe asumir la dirección de esta diócesis, que he convocado al párroco de ese descarriado pecador. Le diré a usted, amadísimo hijo, que, aunque bajo secreto de confesión, dicho cura sabe por la mujer del vetturino cuántos escudos ha recibido éste de la marquesa Raversi. No me atrevería a decir que la marquesa le haya exigido que le calumnie a usted, aunque no deja de ser probable. Los escudos han sido entregados por mediación de un desgraciado sacerdote que desempeña funciones subalternas en casa de la marquesa y a quien me he visto obligado a prohibir la celebración de la misa por segunda vez. No le cansaré con el relato de las distintas gestiones que usted debiera esperar de mí, y que, por otra parte, forman parte de mis obligaciones. Un canónigo, colega suyo en la catedral, y que, por otra parte, explota en ocasiones con cierto exceso la influencia que le confieren los bienes de su familia, de los que, por concesión de la divina providencia, ha quedado como único heredero, estando en casa del conde Zurla, ministro del interior, se permitió decir que consideraba que aquella bagatela (hablaba del asesinato del pobre Giletti) le era imputable a usted; lo hice venir a mi presencia y, delante de mis otros tres vicarios generales, de mi capellán y de dos curas que estaban haciendo antesala, le rogué que nos comunicara a nosotros, sus hermanos, los elementos de convicción plena que, según decía, tenía contra uno de sus colegas de la catedral; el desgraciado sólo ha podido articular algunas razones poco conclusivas; todos se han alzado en contra de él, y, aunque pensé que lo mejor era no añadir más que unas pocas palabras, rompió a llorar y nos hizo testigos de la confesión íntegra de su absoluto error, a partir de lo cual, en mi nombre y en el de todas las personas que habían asistido a aquella reunión, le prometí guardar secreto, a condición, no obstante, de que él pusiera todo su celo en rectificar las falsas impresiones que hubieran podido causar los comentarios por él vertidos desde hacía quince días. Tampoco le repetiré, amadísimo hijo, lo que debe saber desde hace ya mucho tiempo: que de los treinta y cuatro lugareños empleados en la excavación emprendida por el conde Mosca —a quienes, según pretende la Raversi, usted habría pagado para que le ayudaran a cometer el crimen—, treinta y dos estaban en el fondo de su zanja, entregados a su trabajo, cuando usted tomó el cuchillo de caza y lo empleó, en defensa de su vida, contra el hombre que le había atacado de improviso. Dos de ellos, que estaban fuera de la zanja, gritaron a los demás: «¡Que asesinan a Monseñor!». Basta ese grito para demostrar paladinamente su inocencia. Pues bien, el fiscal general Rassi pretende que esos dos hombres han desaparecido; y aún más: se ha interrogado a ocho de los hombres que estaban en el fondo de la zanja; en su primera declaración, seis reconocieron haber oído el grito «¡Que asesinan a Monseñor!». He sabido por vías indirectas, que en el quinto interrogatorio, que tuvo lugar ayer por la noche, cinco de ellos han declarado que no se acuerdan bien de si ese grito lo habían oído ellos o si había sido alguno de sus compañeros quien les había contado que lo había oído él. Ya he dado órdenes para que se me haga saber dónde viven esos obreros; sus párrocos les harán comprender que si, a cambio de unos escudos, consienten en deformar la verdad, se condenarán. Como deja ver lo reproducido, el buen arzobispo se perdía en infinitos detalles. Más adelante añadía en latín: Todo este asunto no es sino una maquinación para conseguir un cambio de ministerio. Si lo condenan a usted, y ello sería a trabajos forzados o a muerte, intervendré desde la cátedra arzobispal para declarar que sé que es inocente, que únicamente ha defendido su vida contra un maleante y que, además, yo le he prohibido que volviera a Parma mientras sus enemigos tengan tanto poder. También me propongo censurar, como se merece, al fiscal general; el odio que suscita este hombre es tan general como rara la estima que pueda suscitar su carácter. El caso es que la víspera del día en que ese fiscal dicte tan injusta orden de detención, la duquesa Sanseverina abandonará la ciudad y quizá también los estados de Parma. Ante tal contingencia, no cabe dudar que el conde presentará su dimisión. Lo más probable es que acceda entonces al ministerio el general Fabio Conti y se consume el triunfo de la marquesa Raversi. Lo peor de este caso suyo es que nadie verdaderamente competente se ha encargado de dirigir una investigación que arroje verdadera luz sobre su inocencia y desarme las maniobras de soborno de testigos. El conde piensa que ha desempeñado ese papel, pero es demasiado importante como para descender a ciertos detalles; además, en su calidad de ministro de Policía, se ha visto obligado a dictar, en un primer momento, las órdenes más severas contra usted. Por último —¿me atreveré a formularlo?—, nuestro soberano y señor cree que usted es culpable o, por lo menos, finge creerlo, y concurre con alguna insidia al caso. Los términos correspondientes a nuestro soberano y señor y a finge creerlo estaban en griego, y Fabricio sintió un infinito agradecimiento de que el arzobispo se hubiera atrevido a escribirlos. Cortó con una navaja aquella línea de su carta y la destruyó allí mismo. Fabricio tuvo que interrumpir una veintena de veces la lectura de esta carta. Lo agitaban arrebatos del agradecimiento más sincero. La contestó inmediatamente con otra de ocho páginas. De vez en cuando, tenía que levantar la cabeza para que las lágrimas no cayesen sobre el papel. Al día siguiente, en el momento de sellar la carta, le pareció demasiado mundana. «La voy a escribir en latín —se dijo—; le parecerá más apropiada al digno arzobispo». Pero cuando estaba tratando de construir bellas y largas frases latinas, a imitación de Cicerón, se acordó de que en cierta ocasión en que el arzobispo le hablaba de Napoleón lo llamaba afectadamente Buonaparte. Al instante, se le disipó toda la emotividad que el día anterior lo conmovió hasta hacerle llorar. «¡Ay, rey de Italia —exclamó en su interior—, la fidelidad que tantos te juraban mientras vivías yo te la tendré también después de tu muerte! Es verdad que me quiere, pero porque soy un del Dongo y él no es más que hijo de un burgués». Y, para que no se perdiera su hermosa carta en italiano, hizo los cambios pertinentes y se la dirigió al conde Mosca. Aquel mismo día, Fabricio se encontró por la calle con la pequeña Marietta. Se puso colorada de felicidad y le hizo señas de que la siguiera sin abordarla. Enseguida llegaron a un portal en que no había nadie, donde ella se tapó aún más con la toquilla negra que, siguiendo la moda del país, llevaba para no ser reconocida. Luego, volviéndose vivamente, le preguntó a Fabricio: —¿Cómo va usted así, tan tranquilamente, por la calle? Fabricio le contó su historia. —¡Santo cielo! ¡Ha estado usted en Ferrara! ¡Yo también, y estuve buscándole por todas partes! Incluso discutí con la vieja porque quería llevarme a Venecia, adonde yo sabía que usted no iría nunca, por estar en la lista negra de los austriacos. Vendí mi collar de oro para venir a Bolonia. Tenía el presentimiento de que lo encontraría aquí. La vieja llegó dos días después que yo. Así que no le invitaré a casa, para que no le asalte con sus descaradas peticiones de dinero que me dan tanta vergüenza. La verdad es que hemos vivido muy bien desde el día terrible que usted sabe, y no hemos gastado ni la cuarta parte de lo que usted nos dio. No me gustaría ir a verlo a la posada del Peregrino, porque sería dar tres cuartos al pregonero. Mire de alquilar algún cuartito en una calle desierta, y a la hora del Ave María (a la caída de la tarde), yo estaré aquí, en este mismo portal. Y dichas estas palabras, se marchó corriendo. Capítulo decimotercero La imprevista aparición de la amable muchacha borró todas aquellas ideas serias de Fabricio. Aquella temporada en Bolonia le reportó una alegría y una seguridad intensas. Las cartas que escribía a la duquesa estaban penetradas de esta ingenua disposición a vivir dichoso con todo lo que constituía su vida; hasta el punto de que ésta llegó a sentirse molesta por ello. En cuanto Fabricio se dio cuenta, escribió con abreviaturas en la esfera de su reloj: «Cuando escriba a la D. no decir nunca cuando era prelado, cuando era hombre de iglesia; eso la disgusta». Había comprado dos caballitos con los que estaba muy contento y, cuando la pequeña Marietta quería ir a cualquiera de los encantadores parajes de los alrededores de Bolonia, los enganchaba a una calesa de alquiler. Casi todas las tardes la llevaba a la Cascada del Reno, y a la vuelta, se detenía en casa del amable Crescentini, que se creía un poco el padre de Marietta. «Pues si ésta es la vida de café que me parecía tan ridícula para un hombre que valiera algo, me equivoqué cuando la rechacé», se decía Fabricio. No se daba cuenta de que no pisaba el café, salvo para leer Le Constitutionnel, y que, siendo un completo desconocido para la buena sociedad boloñesa, los goces que procura la vanidad no contaban en absoluto para su felicidad presente. Cuando no estaba con la pequeña Marietta, podía vérsele en el Observatorio, donde seguía un curso de astronomía. El profesor le habla tomado un gran afecto y Fabricio le prestaba sus caballos los domingos para que pudiera presumir con su mujer en el Corso de la Montagnola. Odiaba hacer mal a nadie, por despreciable que fuera. Marietta no quería de ninguna manera que viera a la vieja, pero un día que ella estaba en la iglesia, subió a casa de la mammacia, que se puso roja de ira cuando lo vio entrar. «Un buen momento para mostrarse del Dongo» —se dijo. —¿Cuánto gana Marietta al mes cuando actúa? —preguntó, dándose los aires de cualquier joven que se precie cuando entra en París en el anfiteatro de la Ópera bufa de París. —Cincuenta escudos. —Miente usted, como siempre; diga la verdad o por Dios Santo que no conseguirá ni un céntimo. —Bueno, en la compañía de Parma, cuando tuvimos la desgracia de conocerlo a usted, ganaba veintidós escudos; yo ganaba doce, y cada una le daba un tercio de lo que ganaba a Giletti, nuestro protector. Luego, casi todos los meses, Giletti le hacía un regalo a Marietta. El regalo podía valer dos escudos. —Sigue mintiendo; usted no ganaba más que cuatro escudos. Pero si es buena con Marietta, la contrato como si fuera un impresario; le daré todos los meses doce escudos para usted y veintidós para Marietta; pero si le veo los ojos enrojecidos, me declararé en quiebra. —¡No se haga usted el estirado! Sepa que esa generosidad suya es nuestra ruina —le contestó furiosa la vieja—; perdemos el avviamento (la clientela). Cuando tengamos la enorme desgracia de no contar con la protección de Vuestra Excelencia ya no nos conocerá ninguna compañía, estarán todas al completo, no tendremos contratos; nos moriremos de hambre y será por su culpa. —¡Vete al diablo! —dijo Fabricio yéndose de allí. —¡No me voy al diablo, asqueroso judas, pero sí a la comisaría a contarle a la policía que usted es un monsignore que ha colgado los hábitos y que se llama Joseph Bossi tanto como yo! Fabricio, que había empezado a bajar las escaleras, volvió. —Por de pronto, la policía sabe mejor que tú cuál es mi verdadero nombre, pero si te atreves a denunciarme, si cometes esa infamia —le dijo con tono muy serio—, hablará contigo Ludovico, y no serán seis cuchilladas las que recibirá tu viejo pellejo, sino dos docenas. Pasarás seis meses en el hospital, y sin tabaco. La vieja se quedó pálida y se arrojó hacia la mano de Fabricio, con la intención de besársela. —Acepto agradecida el favor que nos hace a Marietta y a mí. Tiene usted cara de tan buena de persona que lo tomaba por tonto. Téngalo usted en cuenta y piense que también otros podrían cometer la misma equivocación. Yo le aconsejo que mantenga esos aires de gran señor; —y añadió con sorprendente descaro—: piense, piense usted en el buen consejo que le doy, y como el invierno está cerca regálenos a la Marietta y a mí dos buenos vestidos de esa preciosa tela inglesa que vende el tendero gordo de la plaza de San Petronio. En el amor de la guapa Marietta Fabricio encontraba todo el encanto que pueda proporcionar la amistad más tierna, y esto le llevaba a pensar en la felicidad del mismo orden que habría podido encontrar junto a la duquesa. «¿No es una broma —pensaba en ocasiones— que no logre tener yo esa preocupación exclusiva y apasionada que llaman amor? ¿Acaso he encontrado, entre todas las mujeres que el azar me ha deparado conocer, de Novara a Nápoles, una sola cuya presencia, ni siquiera en los primeros días, me resultara preferible a un paseo en algún bonito caballo nuevo? ¿No será también una mentira en sí eso que llaman amor? Es verdad que amo, ¡pero igual que tengo gana de comer a las seis! ¿No será que unos grandes embaucadores han convertido tal inclinación, un tanto vulgar, en el amor de Otelo, en el amor de Tancredo? ¿O tendré que pensar que estoy hecho de un modo distinto al de los demás hombres? En tal caso, mi alma carecería de una pasión, ¿pero por qué? ¡Qué extraño destino!». En Nápoles, sobre todo en los últimos tiempos, Fabricio se había relacionado con mujeres que, orgullosas de su rango, de su belleza y de la posición que ocupaban en el mundo los adoradores que por él, por Fabricio, habían abandonado, habían pretendido dominarlo. En cuanto Fabricio se había dado cuenta de ello, habla roto con ellas del modo más escandaloso y rápido. «Ahora bien —se decía—, si alguna vez me dejo llevar por el placer, indudablemente intensísimo, de encontrarme a gusto con esa hermosa mujer a quien el mundo conoce como duquesa Sanseverina, seré como aquel francés atolondrado que un día mató a la gallina de los huevos de oro. La duquesa es la única persona a quien tengo que agradecer haber sentido en algún momento la felicidad de la ternura de sentimientos. Mi amistad con ella es mi vida. ¿Qué sería yo sin ella? Un pobre exiliado condenado a vegetar penosamente en un castillo destartalado de los alrededores de Novara. Aún recuerdo que, cuando llegaban las lluvias de otoño, tenía que dormir con el paraguas abierto encima de la cama. Montaba los caballos del encargado, que se avenía a ello por mi sangre azul (por mi posición social), aunque mi estancia allí empezaba a parecerle demasiado larga. Mi padre me había asignado una pensión de mil doscientos francos y pensaba que se estaba condenando por dar de comer a un jacobino. Mi pobre madre y mis hermanas, con una generosidad que me rompía el corazón, se privaban de comprarse ropa para ellas para que yo pudiera hacerles algún regalito a mis amantes. Por otra parte, mi miseria empezaba a ser notada y hubiera acabado inspirando piedad en los nobles jóvenes de los alrededores. Tarde o temprano, algún estúpido habría demostrado su desprecio por el jacobino pobre y fracasado que era yo a los ojos de aquella gente, y me habría visto obligado a asestar o recibir alguna estocada, lo que me habría llevado a la fortaleza de Fenestrelles o, en último término, a refugiarme en Suiza con aquella pensión de mil doscientos francos. Gracias a la duquesa tengo la dicha de haberme librado de todas esas desgracias. Es ella, además, quien siente por mí la amistad arrebatada que debería sentir yo por ella. »En vez de llevar aquella vida ridícula y lamentable, que habría terminado por convertirme en un animal triste, un idiota, hace cuatro años que vivo en una gran ciudad, tengo un coche magnífico y no he tenido ocasión de sentir ni envidia ni ninguno de los bajos sentimientos que puede inspirar la vida provinciana. Mi amabilísima tía me riñe por no pedirle aún más dinero al banquero. ¿Y voy a arruinar para siempre esta posición admirable? ¿Quiero perder a la única amiga que tengo en el mundo? Bastaría con proferir una mentira, bastaría con decirle a una mujer encantadora, única en el mundo —estoy seguro— y por la que siento una amistad apasionada: te amo, ¡yo que no sé lo que es amar con amor! Se pasaría el día reprochándome la ausencia de unos arrebatos de los que me siento incapaz, que desconozco. Marietta, en cambio, que no puede leer en mi corazón y que piensa que cada caricia es un impulso del alma, piensa que estoy loco de amor y se cree la más feliz de las mujeres. »En realidad, por la única persona que yo he sentido —y sólo un poco— esa tierna preocupación, que quizá coincida con lo que llaman amor, ha sido por la pequeña Aniken de la venta de Zonders, cerca de la frontera de Bélgica». No sin dejar de lamentarlo vamos a contar ahora una de las peores acciones de Fabricio. Transcurría para él esta vida tranquila cuando un miserable pique de vanidad se apoderó de este corazón rebelde al amor y lo llevó muy lejos. Se encontraba por entonces en Bolonia la famosa Fausta F***, indiscutiblemente una de las mejores cantantes de nuestra época y, quizá, la mujer más caprichosa que haya existido jamás. Burati, el excelente poeta veneciano, le había dedicado el siguiente soneto satírico que estaba en boca de todo el mundo desde los príncipes hasta los últimos golfillos de la calle: Querer y no querer, adorar y detestar en un mismo día, no hallar contento más que en la inconstancia, despreciar lo que el mundo adora, mientras el mundo la adora; tales son los defectos de Fausta y otros muchos más. No mires, pues, jamás a esa serpiente. Si la miras, imprudente, ignora sus caprichos. Si tienes la dicha de oírla, te olvidarás de ti; y el amor, en un momento, hará de ti lo que antaño hizo Circe de los compañeros de Ulises. Por aquellos días, semejante prodigio de belleza se había sometido al encanto de las enormes patillas y la desmedida insolencia del joven conde M***, hasta el punto de no rebelarse siquiera ante sus celos terribles. Fabricio había visto al conde por las calles de Bolonia y le había llamado la atención el aire de superioridad con que andaba por el centro de la calzada y dejaba ver las gracias de su figura. Aquel joven era muy rico, creía que todo le estaba permitido, y como sus prepotente le habían valido más de una amenaza, apenas se dejaba ver si no era rodeado de ocho o diez buli (matones), vestidos de librea, que había hecho venir de sus dominios en los alrededores de Brescia. Coincidiendo, más o menos, con el momento en que Fabricio oyó por casualidad a Fausta, había cruzado la mirada con la del terrible conde en una o dos ocasiones; la angélica dulzura de aquella voz le asombró; le pareció inimaginable; le produjo una sensación de suprema felicidad, que contrastaba intensamente con la placidez de la vida que llevaba él. «Será, por fin, el amor» —dio en pensar—. Movido por la curiosidad que le causaba dicho sentimiento y divertido con la idea de desafiar a aquel conde M***, que tenía una cara más terrible que la del tambor mayor más pintado, nuestro héroe se dedicó puerilmente a pasar una y otra vez por delante del palacio Tanari, que el conde M*** había alquilado para Fausta. Un día, a la caída de la tarde, cuando trataba de que lo viera Fausta, saludaron a Fabricio las carcajadas provocadoras que le dirigieron los buli del conde apostados a la puerta del palacio Tanari. Corrió a su casa, cogió las armas adecuadas y volvió a pasar por delante del palacio. Fausta, escondida tras los postigos, esperaba este regreso que registró en su memoria. Al conde M***, que tenía celos de todo el mundo, le sobrevinieron unos celos especialmente virulentos del señor José Bossi, y se dejó arrastrar a unas ideas ridículas. Por si fuera poco, nuestro héroe todas las mañanas le hacía llegar una carta que únicamente decía: El señor José Bossi destruye los insectos molestos, y vive en El Peregrino, vía Larga, n.° 79. El conde M***, habituado al respeto que en todas partes le procuraban su enorme fortuna, su sangre azul y la fanfarronería de sus treinta criados, no hizo ningún caso de aquellas misivas. Fabricio también le envió notas a Fausta; M*** puso espías tras aquel rival que, quizá, no era del todo rechazado. En primer lugar, se enteró de su verdadero nombre e, inmediatamente después, de que de momento no podía aparecer por Parma. Pocos días después, el conde M***, sus buli, sus magníficos caballos y Fausta viajaron con destino a Parma. Picado con ello, Fabricio los siguió al día siguiente. En vano el buen Ludovico le hizo patéticas advertencias. Fabricio lo envió a paseo. Y como también Ludovico era valiente, le admiró por ello; además, aquel viaje lo acercaba a la guapa amante que tenía en Casal-Maggiore. Con la intermediación de Ludovico, entraron en casa del señor Bossi, en calidad de criados, ocho o diez antiguos soldados de los regimientos de Napoleón. «Siempre que no vea ni al ministro de Policía, conde Mosca, ni a la duquesa —se dijo Fabricio cuando se embarcó en la locura de seguir a Fausta— no pongo en peligro a nadie más que a mí. Luego, le diré a mi tía que iba en busca del amor, eso tan hermoso que jamás he encontrado. Lo cierto es que pienso en Fausta, hasta cuando no la veo… ¿De qué me habré enamorado yo, del recuerdo de su voz o de su persona?» Como ya no pensaba en la carrera eclesiástica, Fabricio se había dejado crecer unos bigotes y unas patillas casi tan terribles como los del conde M***, lo que lo enmascaraba un poco. No estableció su cuartel general en Parma, que hubiera sido demasiado imprudente, sino en un pueblo de los alrededores, en los bosques, en la carretera de Sacca, el pueblo en que estaba el castillo de su tía. Siguiendo el consejo de Ludovico, dijo en aquel pueblo que era el ayuda de cámara de un gran señor inglés, muy original, que gastaba cien mil francos al año en el placer de la caza, y que llegaría al poco tiempo del lago de Como, donde se había quedado pescando truchas. El conde M*** había alquilado un bonito palacio para la bella Fausta, que, por fortuna, estaba en las afueras de Parma, en la zona sur de la ciudad, precisamente en la salida hacia Sacca, y las ventanas de Fausta daban a las hermosas avenidas de grandes árboles que se extienden bajo la alta torre de la ciudadela. A Fabricio no lo conocía nadie en aquel barrio desértico. Inmediatamente hizo seguir al conde M***, y un día que éste acababa de salir de la casa de la admirable cantante, tuvo la audacia de dejarse ver en la calle a plena luz del día. Bien es verdad que montaba un excelente caballo e iba bien armado. Unos músicos de esos que en Italia tocan por las calles y que a veces son excelentes se acercaron a tocar sus contrabajos bajo las ventanas de Fausta y, tras un preludio, entonaron, bastante bien, una cantata en su honor. Fausta se acercó a la ventana, y pudo ver muy bien a un joven muy educado que estaba parado a caballo en medio de la calle y que primero la saludó y luego le lanzó unas miradas nada equívocas. A pesar de la ropa exageradamente inglesa que llevaba Fabricio, reconoció enseguida al autor de las cartas apasionadas que habían causado su marcha de Bolonia. «Debe ser un hombre singular —se dijo—, me parece que voy a enamorarme. Tengo cien luises, así que puedo plantar a ese terrible conde M***, que ni es listo, ni capaz de sorprender, y que no tiene de divertido nada más que la cara feroz de sus hombres». Al día siguiente, Fabricio, que se había enterado de que Fausta iba todos los días a misa de once al centro, a la misma iglesia de San Juan en que estaba enterrado su tío bisabuelo el arzobispo Ascanio del Dongo, tuvo el atrevimiento de seguirla. Ludovico le había procurado una hermosa peluca inglesa de un vivo color rojo. A propósito del color de aquel pelo postizo, tan rojo como las llamas que ardían en su corazón, hizo un soneto que a Fausta le pareció encantador; una mano misteriosa se encargó de dejarlo encima de su piano. Estas escaramuzas se prolongaron durante ocho días, y Fabricio pensó que, pese a sus maniobras de todo tipo, no hacía ningún progreso sustancial; Fausta se negaba a recibirlo. Él exageraba la originalidad; más tarde, ella comentó que él le inspiraba miedo. A Fabricio no le animaba a seguir en ello más que la vaga esperanza de llegar a sentir lo que se ha dado en llamar amor, pero buena parte del tiempo se aburría. —Vayámonos, señor —le repetía Ludovico—, usted no está enamorado en absoluto; yo le veo una flema y un sentido común desesperantes. Además, no avanza usted nada. Aunque sólo sea por el puntillo, larguémonos. Ya iba a marcharse Fabricio en el primer momento de irritación, cuando se enteró de que Fausta iba a cantar en casa de la duquesa Sanseverina. «A lo mejor esa voz sublime termina de inflamarme el corazón», se dijo, y tuvo la temeridad de introducirse disfrazado en aquel palacio donde todo el mundo lo conocía. Júzguese la emoción de la duquesa cuando precisamente al final del concierto reparó en un hombre con librea de cazador, de pie, junto a la puerta del salón grande, cuya planta le recordaba a alguien. Buscó al conde Mosca, quien sólo entonces le informó de la insigne locura, verdaderamente increíble, de Fabricio. Al conde el asunto no le había parecido mal. Aquel amor por una mujer que no fuera la duquesa le complacía mucho. El conde, que al margen de la política era un perfecto caballero enamorado, obraba según el principio de que él no podía ser feliz si no lo era también la duquesa. —Lo salvaré de sí mismo —le dijo a su amiga—. ¡Imagínese la alegría de nuestros enemigos si lo arrestaran en este palacio! Pero tengo aquí a más de cien hombres fieles; por eso había mandado que le pidieran a usted las llaves del depósito grande de agua. Se comporta como si estuviera locamente enamorado de Fausta, aunque por ahora no ha podido quitársela al conde M***, que proporciona a esa loca una vida de reina. El rostro de la duquesa reveló un dolor vivísimo. Así que Fabricio no era más que un libertino absolutamente incapaz de un sentimiento tierno y serio. —¡Y no venir a vernos! ¡Eso es algo que nunca podré perdonarle! —dijo finalmente—. ¡A mí que le escribo todos los días a Bolonia! —Pues yo valoro mucho su contención —replicó el conde—, no ha querido que su trastada nos comprometiera y será divertido oírsela contar. Fausta era demasiado alocada como para callar lo que la tenía tan interesada. Al día siguiente del concierto, en el que con la mirada había dirigido toda su actuación al joven alto vestido de cazador, le habló al conde M*** de un desconocido muy atento. —¿Dónde lo ve usted? —preguntó furioso el conde. —En la calle, en la iglesia —contestó desconcertada Fausta. Y enseguida quiso reparar su imprudencia o, al menos, desviar la atención de todo lo que pudiera recordar a Fabricio. Se lanzó a describir minuciosamente a un joven alto, pelirrojo, de ojos azules; un inglés, sin duda, muy rico y muy torpe; o, quizá, un príncipe. Cuando oyó esto último, el conde M***, que no brillaba por su perspicacia, dio en figurarse —cosa deliciosa para su vanidad— que el tal rival no era otro que el príncipe heredero de Parma. Aquel pobre joven melancólico, custodiado por cinco o seis ayos, ayudantes de ayo, preceptores, etcétera, etcétera, que no lo dejaban salir sin celebrar previamente consejo, no dejaba de lanzar extrañas miradas a cualquier mujer aceptable a la que le permitieran acercarse. En el concierto de la duquesa, dado su rango, lo habían colocado en un sillón aislado, delante de todos los demás asistentes, a unos tres pasos de la bella Fausta, y sus miradas habían desazonado soberanamente al conde M***. Aquel extravío de vanidad exquisita, tener como rival a un príncipe, hizo mucha gracia a Fausta, que disfrutó confirmándola con cientos de detalles ingenuamente apuntados. —¿Es tan antigua su familia —le preguntaba al conde— como la de ese chico, la de los Farnesio? —¿Qué dice usted? ¡Tan antigua! ¡En mi familia no ha habido el menor rastro de bastardía[25]! Quiso el azar que el conde M*** no llegara nunca a ver claramente a su pretendido rival, lo que le confirmó en su pretenciosa idea de que tenía a un príncipe como antagonista. Efectivamente, cuando los intereses de su empresa amorosa no reclamaban su presencia en Parma, Fabricio se quedaba en los bosques de la zona de Sacca y de la ribera del Po. El conde M*** se mostraba mucho más orgulloso, pero también mucho más prudente desde que se creía en la tesitura de disputarle el corazón de Fausta a un príncipe. Le rogó firmemente que pusiera el mayor recato en todas sus acciones. Tras haberse arrojado a sus pies, como amante celoso y apasionado, le explicó muy claramente que empeñaba su honor en que no fuera engañada por el joven príncipe. —Permítame que le diga que si yo lo amara, él no me engañaría a mí, que no he visto en mi vida a un príncipe a mis pies. —Si usted consiente —siguió diciendo él, con mirada altanera—, es probable que yo no pueda tomar venganza de un príncipe, pero tenga usted la seguridad de que una venganza tomaré. Y salió cerrando la puerta violentamente. Si Fabricio hubiera estado entonces allí, habría ganado la partida. —Si aprecia usted la vida —le dijo el conde aquella misma noche cuando la despedía después de la función— actúe de tal modo que yo no me entere jamás de que el joven príncipe ha entrado en su casa. Contra él nada puedo, ¡maldita sea!, pero no haga nada que me recuerde que contra usted lo puedo todo. «¡Ay, Fabricio mío —suspiró Fausta—, si yo supiera dónde encontrarte!». La vanidad herida puede llevar muy lejos a un hombre joven y rico, rodeado de aduladores desde la cuna. La sincera pasión que el conde M*** había sentido por Fausta se reavivó con furia. En ningún momento le arredró la peligrosa perspectiva de enfrentarse con el único hijo del soberano del país en que se hallaba y tampoco tuvo la suficiente perspicacia como para intentar ver a dicho príncipe o, cuando menos, hacerlo seguir. Y, ya que no podía atacarlo de otro modo, decidió maquinar cómo ponerlo en ridículo. «Me desterrarán para siempre de los estados de Parma —se dijo—, ¿pero qué puede importarme?». Si el conde M*** hubiera intentado hacer algún reconocimiento en las posiciones del enemigo, se habría enterado de que el pobre príncipe no salía nunca sin un séquito de tres o cuatro viejos, enojosos guardianes de la etiqueta, y que el único gusto personal que le estaba permitido en la vida era el de la mineralogía. El palacete en que vivía Fausta, siempre lleno de visitas de la buena sociedad parmesana, estaba rodeado de espías tanto de noche como de día. M*** sabía, hora por hora, qué hacía Fausta y, sobre todo, lo que se hacía alrededor de ella. Cabe alabar, en orden a las precauciones tomadas por el celoso, que aquella mujer tan caprichosa no se diera cuenta al principio del aumento de la vigilancia. En los informes de todos sus agentes se daba cuenta de un hombre muy joven que, llevando una peluca pelirroja y cada vez un disfraz nuevo, hacía muy frecuentemente acto de presencia bajo las ventanas de Fausta. «Seguro que es el joven príncipe —se dijo M***—; si no fuera él ¿por qué el disfraz? Y ¡demontre!, yo no tengo por qué ceder ante él. De no haber sido por las usurpaciones de la república de Venecia, también yo sería un príncipe soberano.» El día de San Esteban, los informes de los espías se tiñeron de matices sombríos; al parecer, indicaban que Fausta empezaba a responder a los apremios del desconocido. «Podría irme inmediatamente con esta mujer; ¿pero por qué iba a hacerlo? Ya me fui de Bolonia huyendo de Del Dongo. Aquí huiría de un príncipe, y ¿qué diría ese joven? Podría llegar a pensar que ha conseguido asustarme, ¡y, por Dios, que tan alto linaje es el mío como el suyo!» M*** estaba furioso, aunque, para mayor incomodidad suya, tenía que estar también muy pendiente de no ponerse en ridículo mostrando sus celos a Fausta, cuya mordacidad conocía bien. El día de San Stefano, pues, tras haber pasado una hora con ella, tras haber sido recibido con una solicitud que le pareció el colmo de la falsedad, la dejó a eso de las once vistiéndose para ir a misa a la iglesia de San Juan. El conde M*** volvió a su casa, se puso un traje negro y ajado, de estudiante de teología, y corrió a San Juan, donde buscó sitio detrás de uno de los sepulcros que adornan la tercera capilla de la derecha. Por debajo del brazo de un cardenal, representado de rodillas sobre su tumba, veía todo lo que pasaba en la iglesia; aquella estatua no dejaba pasar la luz al fondo de la capilla y lo escondía bien. Enseguida vio entrar a Fausta más guapa que nunca; iba muy arreglada, rodeada de un cortejo de veinte adoradores pertenecientes todos a la más alta sociedad. En sus ojos y en sus labios brillaban la dicha y una sonrisa. «Es evidente —se dijo el desventurado celoso— que piensa encontrarse aquí con el hombre al que ama, a quien probablemente, gracias a mí, no ha visto desde hace tiempo». De pronto, la mirada de Fausta reflejó una felicidad aún más viva. «Mi rival debe de estar aquí», se dijo M***, y el furor de su vanidad herida creció ilimitadamente. «¿Qué imagen estoy dando yo aquí como contrafigura de un joven príncipe que se disfraza?» Pero, por más que se esforzó, no llegó a descubrir al rival que su ávida mirada buscaba por todas partes. Fausta, a su vez, tras pasear la mirada por todos los rincones de la iglesia, terminaba por detenerla, cargada de amor y de felicidad, en el rincón oscuro en que M*** estaba escondido. El amor induce a los corazones apasionados a exagerar los más tenues matices y a extraer de ellos las más ridículas consecuencias; el pobre M*** acabó por convencerse de que Fausta lo había visto, y que, a pesar de sus esfuerzos por disimularlos, se había percatado de sus celos mortales; ahora, con aquellas miradas tan tiernas, quería reprochárselos y al mismo tiempo consolarlo. La tumba del cardenal que había servido de escondite y observatorio a M*** se elevaba un metro, o un metro y medio, por encima del suelo de mármol de San Juan. Cuando terminó la misa de moda, a eso de la una, la mayoría de los fieles se fue y Fausta despidió a los galanes de la ciudad con la disculpa de que tenía que dedicarse a sus devociones. Se quedó arrodillada en su reclinatorio con los ojos, más tiernos y más brillantes, fijos en M***. Ahora que apenas había gente en el templo, tampoco tenía que tomarse la molestia de recorrerlo entero con la mirada antes de detenerse cargada de dicha en la estatua del cardenal. «¡Qué delicadeza!» —decía para sí el conde M***, creyéndose mirado. Finalmente se levantó Fausta y salió bruscamente, tras haber hecho con las manos unos extraños movimientos. Ebrio de amor y casi completamente liberado de sus locos celos, dejaba M*** su sitio para volar al palacio de su amante y darle mil veces las gracias, cuando, al pasar por delante del sepulcro del cardenal, vio a un hombre completamente vestido de negro. Aquel funesto ser había estado todo el tiempo arrodillado junto al epitafio de la tumba de tal forma que las miradas del amante celoso, que lo habían estado buscando, habían pasado por encima de su cabeza sin poder verlo. El joven se levantó y echó a andar rápidamente. Al instante lo rodearon siete u ocho personajes desmañados y de singular aspecto que parecían estar a su servicio. M*** se precipitó tras sus pasos, pero, aunque no llegó a hacer ningún gesto que lo señalara, aquellos toscos individuos que protegían a su rival lo detuvieron en la fila formada ante la doble puerta de la iglesia. Cuando finalmente llegó a la calle tras ellos, lo único que llegó a ver fue cómo se cerraba la portezuela de un coche de lamentable aspecto, tirado, para raro contraste, por dos magníficos caballos, que en un instante se perdió de su vista. Volvió a su casa resoplando de ira. Enseguida llegaron sus espías que le informaron fríamente de que aquel día el amante misterioso, con un disfraz de cura, había estado muy devotamente arrodillado junto a un sepulcro situado a la entrada de una capilla oscura de la iglesia de San Juan. Fausta se había quedado en la iglesia casi hasta que se vació; entonces, había dirigido al desconocido unas rápidas señas con las manos, como si dibujara en el aire unas cruces. M*** corrió a casa de la infiel. Por primera vez, ella no supo ocultar su turbación. Con la ingenuidad falaz de una mujer apasionada, le contó que, como de costumbre, había ido a San Juan, aunque no se había dado cuenta de que estuviera allí aquel hombre que la perseguía. A tales palabras, M***, fuera de sí, la trató como si fuera la última de las criaturas y le contó todo lo que él había visto. Como el atrevimiento de las mentiras creciera con la viveza de los reproches, sacó su puñal y se precipitó contra ella. Entonces, con mucha sangre fría, Fausta le dijo: —¡Está bien! Todo eso de lo que usted se queja es la pura verdad; si he intentado escondérselo ha sido para no incitar a su audacia a insensatos proyectos de venganza que podrían perdemos a los dos; pues debe saber de una vez que el hombre que me persigue con sus solicitudes es, según creo, alguien que, por su naturaleza, no ha de encontrar obstáculos a sus deseos, por lo menos en este país —y tras recordarle muy oportunamente que, después de todo, M*** no tenía ningún derecho sobre ella, Fausta terminó diciéndole que seguramente no volvería a ir a misa a San Juan. M*** estaba perdidamente enamorado; pensó que quizá a la prudencia se había unido un poco de coquetería en el corazón de aquella mujer, y sintió que lo desarmaba. Se le ocurrió la idea de abandonar Parma; por muy poderoso que fuera el joven príncipe, no podría seguirlo, y si lo hacía se convertiría en su igual. Pero una vez más el orgullo le hizo pensar que aquella partida tenía todo el aspecto de una fuga, y el conde M*** se prohibió a sí mismo pensar en ello. «No sospecha la presencia de mi Fabricio —se dijo muy contenta la cantante—; ahora podremos burlamos de él del modo más sutil». Fabricio no adivinó en absoluto la ventaja que había cobrado. Cuando, al día siguiente, encontró las ventanas de la cantante cuidadosamente cerradas y no la vio por ninguna parte, la broma empezó a parecerle larga. Tenía remordimientos: «¡En qué situación estoy poniendo al pobre conde Mosca, siendo, como es, el ministro de policía! ¡Acabarán pensando que es mi cómplice, y mi vuelta a este país habrá servido para arruinar su fortuna! Pero si abandono este proyecto, en el que no he cejado desde hace tanto tiempo, ¿qué dirá la duquesa cuando le cuente mis intentos en las empresas del amor?». Una noche que, decidido ya a abandonar la partida, se hacía estas reflexiones morales, cuando pasaba bajo los grandes árboles que separan el palacio de Fausta de la ciudadela, se dio cuenta de que le seguía un espía de corta estatura. En vano trató de desembarazarse de él cambiando de calle en diversas ocasiones. Aquel ser microscópico parecía pegado a sus pasos. Perdida la paciencia, se dirigió corriendo a una calle solitaria que sigue paralela al río Parma, donde le aguardaban emboscados sus hombres. A un signo suyo saltaron sobre el pobre pequeño espía que se arrojó a sus rodillas; era Bettina, la doncella de Fausta. Tras tres días de aburrimiento y reclusión, se había disfrazado de hombre para escapar al puñal del conde M***, que tanto temor les inspiraba a ella y a su ama. Se había atrevido a acercarse a Fabricio para decirle que su señora lo amaba apasionadamente y que ardía en deseos de verlo, pero que no podía aparecer por la iglesia de San Juan. «¡Al fin! —se dijo Fabricio— ¡Viva la perseverancia!». La doncellita era muy guapa, circunstancia que borró de la conciencia de Fabricio todas las consideraciones morales que la habían tenido ocupada. Le contó que el paseo y todas las calles por donde había pasado él aquella noche estaban cuidadosamente vigiladas, sin que ello pudiera notarse, por los espías de M***. Habían alquilado habitaciones en los bajos y en los primeros pisos y, escondidos tras los postigos, en un riguroso silencio, observaban todo lo que pasaba en las calles, aparentemente solitarias, y escuchaban lo que en ellas se decía. —Si esos espías hubieran reconocido mi voz —dijo la pequeña Bettina— me habrían apuñalado sin remisión cuando hubiera vuelto a casa, y conmigo, probablemente, a mi pobre señora. Aquel miedo la hacía aún más graciosa a los ojos de Fabricio. —El conde M*** —prosiguió— está furioso y la señora sabe que es capaz de todo… Me ha encargado que le diga que preferiría estar a cien leguas de aquí con usted. Le contó, entonces, la escena del día de San Esteban; la furia de M***, que no había dejado de ver ni una sola de las miradas ni de las señas que Fausta, loca de amor por Fabricio, le había dirigido aquel día. Le contó cómo el conde había sacado el puñal y había cogido a Fausta por el pelo y cómo, si no llega a ser por su presencia de ánimo, la habría matado. Fabricio llevó a la guapa Bettina a un piso pequeño que tenía cerca de allí. Le contó que era de Turín, hijo de un hombre muy importante que se encontraba en aquel momento en Parma, lo que le obligaba a conducirse con mucha prudencia. Bettina le contestó riéndose que ya sabía ella que era un hombre mucho más principal de lo que quería aparentar. Necesitó nuestro héroe algún tiempo antes de darse cuenta de que aquella deliciosa criatura lo tomaba nada menos que por el príncipe heredero. Cuando Fausta había empezado a enamorarse de Fabricio había empezado también a estar asustada; había decidido, pues, no pronunciar su nombre ni ante su doncella y siempre que hablaba de él lo hacía como si fuera el príncipe. Fabricio acabó por confesar a aquella preciosa muchacha que había adivinado la verdad. «Pero si mi nombre empieza a sonar por ahí —añadió—, a pesar de la gran pasión que siento por tu señora, y de la que he dado tantas pruebas, me veré obligado a dejar de verla y, además, los ministros de mi padre, esos malvados bribones a los que algún día destituiré, no dejarán de hacerle llegar la orden de que abandone el país que ha embellecido hasta ahora con su presencia». Cuando ya se acercaba el amanecer, Fabricio urdió con la doncellita varios proyectos de cita con Fausta. Llamó a Ludovico y a otro de sus hombres, muy industrioso, que trataron con Bettina, mientras él escribía a Fausta la más extravagante de las misivas; en la situación se reunían todas las exageraciones de la tragedia, y Fabricio no quiso quedar por debajo de las circunstancias. Estaba ya amaneciendo cuando se despidió de la doncellita, que se fue encantada con las maneras del joven príncipe. Lo habían repetido entre sí más de cien veces: ahora que Fausta estaba de acuerdo con su amante, éste dejaría de pasearse por debajo de las ventanas del palacete hasta que ella pudiera recibirlo, y, entonces, le haría alguna señal. Pero Fabricio, que se había enamorado de Bettina, pensaba, además, que ya estaba próximo el desenlace de su asunto con Fausta y no sabía quedarse quieto en aquel pueblo, a dos leguas de Parma. Al día siguiente, alrededor de la medianoche, fue a caballo, bien acompañado, a cantar bajo las ventanas de Fausta una canción de moda a la que había cambiado la letra. «¿No es esto lo que hacen los auténticos amantes?» —se decía. Desde que Fausta había expresado su deseo de una cita, todo aquel acecho se le hacía ya demasiado largo a Fabricio. «No, la verdad es que no la amo —se decía, mientras cantaba, bastante mal, bajo las ventanas del palacete—, Bettina me parece cien veces preferible a Fausta; y en este momento me gustaría que fuera ella la que me recibiera». Sintiéndose bastante aburrido, volvía ya a la aldea, cuando, a quinientos pasos del palacete de Fausta, quince o veinte hombres se arrojaron sobre él; cuatro cogieron las bridas de su caballo y otros dos lo sujetaron por los brazos. También Ludovico y los bravi de Fabricio fueron asaltados, aunque pudieron escaparse, no sin antes hacer algunos disparos con sus pistolas. Todo ocurrió en un instante. En un abrir y cerrar de ojos, como por arte de magia, aparecieron en la calle cincuenta antorchas encendidas. Toda aquella gente iba bien armada. A pesar de los hombres que lo sujetaban, Fabricio había conseguido echar pie a tierra y trataba de abrirse paso, llegó incluso a herir a uno de los que le aferraba los brazos con unas manos como tenazas; oyó entonces asombrado que aquel hombre le decía en un tono sumamente respetuoso: —Vuestra Alteza me concederá una buena pensión por esta herida, y eso será mejor para mí que incurrir en un crimen de lesa majestad sacando la espada contra mi príncipe. «Hallo el justo castigo a mi estupidez —se dijo Fabricio—, seré condenado por un pecado que ni siquiera me apetecía cometer». Nada más terminar el conato de escaramuza, aparecieron varios lacayos con librea de gala portando una silla de manos dorada y pintada de extraña manera. Era una de esas sillas grotescas que utilizan las máscaras en carnaval. Seis hombres, puñal en mano, rogaron a Su Alteza que subiera a ella, diciéndole que el aire fresco de la noche podría estropearle la voz. Afectaban las maneras más respetuosas y el tratamiento de príncipe se repetía constantemente, casi a gritos. El cortejo empezó a desfilar. Fabricio contó más de cincuenta hombres con antorchas encendidas en la calle. Sería la una de la madrugada; todo el mundo se había asomado a las ventanas, y todo transcurría con cierta circunspección. «Yo me temía los puñales del conde M***, pero parece que se contenta con burlarse de mí, no pensaba yo que hilara tan fino. ¿Se creerá de verdad que está viéndoselas con el príncipe? Si se entera de que no soy más que Fabricio, deberé cuidarme de las cuchilladas». Aquellos cincuenta hombres con antorchas y los veinte hombres de armas, tras haberse quedado un buen rato bajo las ventanas de Fausta, fueron a desfilar ante los mejores palacios de la ciudad. Unos mayordomos situados a sendos lados de la silla de manos preguntaban de vez en cuando a Su Alteza si tenía alguna orden que darles. Fabricio no perdió la cabeza en ningún momento; a la luz de las antorchas, podía ver que Ludovico y sus hombres le seguían tan de cerca como podían. «Ludovico no tiene más que ocho o diez hombres —se decía— y no se atreve a atacar». Desde dentro de la silla de manos, Fabricio podía ver perfectamente que toda aquella gente encargada de tan pesada broma iba armada hasta los dientes. Afectaba seguir la broma con los mayordomos encargados de su cuidado. Tras dos horas de marcha triunfal, se dio cuenta de que llegaban al extremo de la calle donde estaba el palacio Sanseverina. Cuando torcían por la calle que lleva al palacio, abre rápidamente la puerta delantera de la litera; salta por encima de una de las varas; derriba de una cuchillada a uno de los lacayos que intenta arrimarle la antorcha a la cara; recibe él una cuchillada en el hombro; otro lacayo le quema la barba con la antorcha, y llega finalmente hasta donde está Ludovico al que grita: «¡Mata, mata a todo aquel que lleve una antorcha!». Ludovico, a estocadas de su espada, lo libra de dos hombres que le andaban a la zaga; Fabricio llega a la carrera al portal del palacio Sanseverina, donde el portero, movido por la curiosidad, había abierto el postigo de apenas un metro practicado en el portón, y miraba estupefacto aquella multitud de antorchas. Fabricio entra de un salto y cierra tras de sí aquella puerta en miniatura; se precipita al jardín y escapa por una puerta que daba a una calle solitaria. Una hora más tarde estaba fuera de la ciudad; amanecía cuando pasaba la frontera de los estados de Módena y estaba en seguro. Por la noche entró en Bolonia. «¡Bonita expedición! ¡Ni siquiera he podido hablar con la cortejada!» —se dijo, y se puso inmediatamente a escribir cartas pidiendo excusas al conde y a la duquesa. Eran cartas prudentes, en las que contaba lo que sentía sin que pudieran dejar entrever nada a ningún enemigo. «Estaba enamorado del amor —le decía a la duquesa—; he hecho lo imposible por llegar a conocerlo, pero parece que la naturaleza me ha negado un corazón capaz de amar y sentir melancolía; no puedo elevarme por encima del vulgar placer, etcétera, etcétera». No es fácil dar una idea de cuánto dio que hablar en Parma esta aventura. El misterio excitaba la curiosidad. La silla y las antorchas habían sido vistas por infinidad de personas, ¿pero quién era aquel hombre retenido al que se simulaba dar un trato del mayor respeto? Al día siguiente ningún personaje conocido faltaba de la ciudad. Algunas personas modestas que vivían en la calle en donde escapó el prisionero declaraban que habían visto un cadáver, pero, a la luz del día, cuando la gente se atrevió a salir de sus casas, no se encontró más rastro de la reyerta que la mucha sangre vertida en el pavimento. Aquel día acudieron a visitar la calle más de veinte mil curiosos. Las ciudades italianas están habituadas a espectáculos raros, pero siempre saben el porqué y el cómo de los mismos. Lo que, en esta ocasión, sorprendió más en Parma fue que, ni siquiera un mes más tarde, cuando el desfile de las antorchas había dejado de ser el único tema de conversación en la ciudad, nadie, gracias a la prudencia del conde Mosca, había podido adivinar el nombre del rival que quiso quitarle la amante al vengativo y celoso conde M***, quien, justo cuando empezó el desfile había huido. Por orden del conde, Fausta fue encerrada en la ciudadela. Por último, la duquesa se rió mucho con una pequeña injusticia cometida por el conde para atajar la curiosidad del príncipe, quien, de otro modo, habría terminado por identificar a Fabricio. Se veía en aquellos días por Parma a un erudito que había venido del norte para escribir una historia de la Edad Media. Buscaba manuscritos en las bibliotecas, y el conde le había facilitado todas las autorizaciones posibles. Aquel sabio, aún muy joven, se mostraba irascible; pensaba, por ejemplo, que en Parma todo el mundo quería burlarse de él. Es verdad que los pilluelos de la calle le seguían a veces a causa de la enorme melena pelirroja clara que lucía con orgullo. Creía además que en la fonda le pedían unos precios exagerados por todo. No pagaba la menor fruslería sin haber consultado antes el precio en la guía de una tal señora Starke —que ha llegado a la vigésima edición, porque indica al prudente inglés el precio de un pavo, de una manzana, de un vaso de leche, etcétera, etcétera. La noche en que obligaron a Fabricio a dar aquel paseo, el sabio de la roja pelambrera se puso furioso en su fonda y sacó del bolsillo dos pistolas pequeñas, dispuesto a tomar venganza de un camariere que le pedía diez céntimos por un melocotón bastante malo. Fue detenido, ¡porque llevar pistoletes es un grave crimen! Como el irascible sabio era un hombre flaco y alto, al conde se le ocurrió al día siguiente hacerlo pasar a los ojos del príncipe por el atrevido que, habiendo querido quitarle la amiga al conde M***, había sido escarnecido. En Parma, llevar pistoletes está castigado con tres años de trabajos forzados, aunque esta pena no se aplica jamás. Tras quince días en la cárcel, en los que el sabio no había visto más que a un abogado que lo aterrorizó con las leyes atroces que la pusilanimidad del poder dicta contra quienes llevan armas escondidas, visitó al erudito otro abogado. Éste le contó el afrentoso paseo con que el conde M*** se vengó de un rival, que no había podido ser descubierto. «La policía no quiere admitir ante el príncipe —le dijo— que no ha averiguado quién pueda ser ese rival. Confiese usted que quería halagar a Fausta y que, cuando estaba cantando debajo de su ventana, cincuenta desalmados lo secuestraron, lo pasearon durante una hora en una silla de manos y se dirigieron a usted, durante todo aquel tiempo, con la mayor cortesía. La confesión no tiene nada de vergonzoso; sólo se le piden unas palabras. Pronúncielas y sacará usted de un apuro a la policía, que lo meterá en una silla de posta, lo llevará hasta la frontera y se despedirá de usted con toda educación.» El sabio se resistió durante un mes. En dos o tres momentos, el príncipe estuvo a punto de mandarlo llevar a declarar al ministerio del interior, para poder estar él presente en los interrogatorios. Luego fue olvidándose del asunto; finalmente, el historiador, aburrido, se decidió a confesarlo todo, a raíz de lo cual fue conducido a la frontera. El príncipe quedó convencido de que el rival del conde M*** tenía una mata de pelo rojo. Tres días después del paseo, Fabricio, que estaba escondido en Bolonia y que disponía con el fiel Ludovico los medios para dar con el conde M***, se enteró de que también el conde se escondía en un pueblo de la sierra, en la carretera de Florencia. No tenía consigo más que tres de sus buli. Al día siguiente, cuando volvía de dar un paseo, fue secuestrado por ocho hombres enmascarados que dijeron que eran policías de Parma. Tras haberle vendado los ojos, lo llevaron a una venta que estaba a dos millas de allí, en el monte, donde lo trataron con toda deferencia y le dieron una cena muy abundante. Le sirvieron los mejores vinos de Italia y de España. —¿Soy, entonces, un prisionero de Estado? —¡En absoluto! —le contestó muy educadamente un Ludovico enmascarado—. Usted ofendió a un simple particular cuando lo hizo pasear en silla de manos. Quiere batirse en duelo con usted mañana, por la mañana. Si usted lo matara, tendría a su disposición dos buenos caballos, dinero y cabalgaduras de refresco dispuestas en la carretera de Génova. —¿Cómo se llama ese fanfarrón? —preguntó el conde irritado. —Se llama Bombace. Usted elegirá las armas. Dispondrá de buenos testigos, leales. ¡Uno de los dos debe morir! —¡Eso es un asesinato! —exclamó el conde espantado. —¡No lo quiera Dios! No es más que un duelo a muerte con el joven a quien usted paseó por las calles de Parma en mitad de la noche, y que quedaría deshonrado si usted siguiera con vida. Uno de ustedes dos está de más en la tierra. Intente usted, pues, matarlo. Dispondrá de espadas, pistolas, sables, las armas que ha sido posible reunir en muy pocas horas, pues ha habido que darse prisa. Como usted debe saber, la policía de Bolonia es muy diligente y no hay que darle ocasión a que impida el duelo que requiere el honor del joven a quien usted ha ridiculizado. —Pero ese joven es un príncipe… —Es un simple particular, como usted, incluso mucho menos rico que usted; pero quiere batirse a muerte y lo forzará a usted a hacerlo, se lo advierto. —¡Yo no temo nada en el mundo! —exclamó M***. —Eso es lo que su adversario desea ardientemente —contestó Ludovico—. Mañana, con las primeras luces, dispóngase a defender su vida; la pondrá en juego ante un hombre justamente irritado y que no tendrá la menor condescendencia. Le repito que usted elegirá las armas. Haga testamento. Hacia las seis de la mañana del día siguiente, le sirvieron el desayuno al conde M***. Luego abrieron la puerta del cuarto en que lo habían encerrado y lo invitaron a que pasara al patio de la venta. Aquel patio estaba rodeado de tapias y bardas bastante altas y las puertas estaban cuidadosamente cerradas. Invitaron al conde M*** a que se acercase a una mesa que estaba en una esquina. Había allí unas botellas de vino y de aguardiente, dos pistolas, dos espadas, dos sables, papel y tinta. Una veintena de labriegos se asomaban a las ventanas de la venta que daban al patio. El conde les imploró piedad. —¡Quieren asesinarme! —gritaba—. ¡Salvadme la vida! —O se engaña o quiere engañar a los demás —le gritó Fabricio, que estaba en la otra esquina del patio, junto a una mesa cargada de armas. Estaba en mangas de camisa y tenía el rostro oculto por una de esas caretas de alambre que se utilizan en las salas de armas. —Le ruego que se ponga la careta de alambre que tiene ahí —le dijo Fabricio—, y que se acerque después hacia aquí con la espada o con las pistolas. Como se le comunicó ayer por la noche, usted elige las armas. El conde M*** puso innumerables dificultades; parecía muy reacio a la idea de combatir. Fabricio, por su parte, que temía la llegada de la policía, aun cuando se encontraran en el monte y a cinco leguas de Bolonia, acabó por dirigir a su rival las injurias más atroces. Tuvo finalmente la satisfacción de irritar al conde M***, que tomó una espada y se dirigió a donde estaba Fabricio. El combate se trabó con cierto desánimo. A los pocos minutos, fue interrumpido por un sonar confuso de voces. Nuestro héroe había sido consciente de que se lanzaba a una acción que podría convertirse en motivo de reproches para toda su vida o, al menos, de imputaciones calumniosas. Había enviado, por ello, a Ludovico a buscar testigos por la zona. Ludovico había pagado a unos desconocidos que trabajaban en un bosque cercano; y, ahora, acudían gritando, convencidos de que lo que tenían que hacer era matar a un enemigo del hombre que les pagaba. Cuando llegaron a la venta, Ludovico les rogó que miraran con la mayor atención y se fijaran en si alguno de aquellos jóvenes que se batían cometía traición o actuaba con ventaja ilícita sobre el otro. El combate, que había sido interrumpido por los gritos de muerte de los campesinos, tardaba en volverse a trabar. Fabricio pinchó una vez más la vanidad del conde. —¡Señor conde —le gritaba—, para ser un insolente, hay que tener también valor! Ya sé que esto a usted le cuesta mucho, y que prefiere pagar a otros para que hagan el papel del valiente. El conde, otra vez picado, se puso a gritar que durante mucho tiempo había estado yendo a la sala del famoso maestro de esgrima Battistin, en Nápoles, y que iba a castigar su insolencia. Por fin, se había despertado la cólera del conde M*** y se batía ahora con bastante denuedo, lo que no le impidió a Fabricio asestarle una buena estocada en el pecho, que lo tuvo en la cama varios meses. Cuando Ludovico prestaba los primeros auxilios al herido, le dijo al oído: —Si denuncia usted este duelo a la policía, yo haré que lo apuñalen en su misma cama. Fabricio huyó a Florencia. Como en Bolonia había estado escondido, todas las cartas de reproche de la duquesa las recibió en Florencia: no podía perdonarle que hubiera asistido a su concierto y que no hubiera intentado hablar con ella. A Fabricio le llenaron de alegría las cartas del conde Mosca. Alentaban en ellas una amistad franca y los más nobles sentimientos. Coligió que el conde había escrito a Bolonia con objeto de disipar las sospechas que pudieran haber recaído sobre él a propósito del duelo; y la policía fue perfectamente justa: constató que dos extranjeros, de los que sólo uno, el herido, era conocido (el conde M***), se habían batido a espada ante más de treinta campesinos; que cuando iba a terminar el combate, el cura del pueblo, que se encontraba entre los testigos, había intentado en vano separar a los duelistas. Como el nombre de José Bossi no había sido pronunciado en ningún momento, poco antes de que hubieran transcurrido dos meses, Fabricio se atrevió a volver a Bolonia, más convencido que nunca de que el destino lo condenaba a no conocer jamás el lado noble e intelectual del amor. Y eso fue lo que muy largamente se complació en explicar a la duquesa; estaba muy cansado de su vida solitaria y deseaba ardientemente volver a disfrutar las deliciosas veladas que había pasado con el conde y su tía. Desde su estancia entre ellos no había vuelto a sentir la dulzura de la buena compañía. Estoy tan hastiado del amor que pretendía encontrar y de Fausta —escribía a la duquesa— que, aunque siguiera encaprichada conmigo, no recorrería yo ni veinte leguas para tomarle la palabra. No temas, pues, como me dices que temes, que vaya a París, donde, según veo, ha debutado con un éxito loco. Sí que haría, sin embargo, todas las leguas que hiciera falta para pasar una velada contigo y con ese conde tan bueno con sus amigos. II Con sus gritos continuos, esta república nos impediría gozar de la mejor de las monarquías. La cartuja de Parma, cap. XXIII[26] Capítulo decimocuarto Mientras Fabricio acechaba el amor en aquel pueblo cercano a Parma, el fiscal general Rassi, que ignoraba que estuviera tan cerca, seguía tratando su asunto como si hubiera sido un liberal: aparentó no haber podido encontrar —o los intimidó, más bien— testigos de descargo; finalmente, tras un trabajo muy técnico, que duró cerca de un año, unos dos meses después de la vuelta de Fabricio a Bolonia, un viernes, la marquesa Raversi, ebria de gozo, informó públicamente en su salón que al día siguiente la sentencia contra el joven del Dongo, que acababa de ser dictada, sería presentada a la firma del príncipe y aprobada por él. A los pocos minutos, la duquesa se enteraba de aquellas palabras de su enemiga. «¡Qué mal deben servirle al conde sus agentes! —se dijo—, cuando esta misma mañana él pensaba que la sentencia no podía ser dictada antes de ocho días. Quizá no le disgustaba tanto alejar de Parma a mi joven vicario general, pero —añadió cantando— volverá y un día será nuestro arzobispo». La duquesa llamó: —Reúna a todo el servido en la sala de espera —le dijo al primer criado—, sin olvidar a los cocineros; vaya a solicitar del comandante de la plaza el permiso necesario para disponer de cuatro caballos de posta y ocúpese de que, antes de media hora, esos caballos estén enganchados a mi landó. Mandó que todas las mujeres de la casa se dedicaran a hacer las maletas, se puso un vestido de viaje, e hizo todo aquello sin que el conde se enterara. La idea de burlarse un poco de él la volvía loca de alegría. —Amigos míos —les dijo a los criados cuando estuvieron reunidos—, acabo de enterarme de que van a condenar en rebeldía a mi pobre sobrino por haber tenido la osadía de defender su vida contra un loco furioso; pues era Giletti el que quería matarlo a él. Todos vosotros habéis podido ver hasta qué punto es dulce e inofensivo el carácter de Fabricio. Estoy justamente indignada por esta injuria atroz y me voy a Florencia. Os dejo a cada uno de vosotros la paga de diez años. Si os ocurriera alguna desgracia, no dejéis de escribirme; mientras disponga de un cequí, siempre habrá algo para vosotros. La duquesa pensaba realmente todo lo que les decía, y, cuando pronunció las últimas palabras, los criados prorrumpieron en llanto. También ella tenía los ojos húmedos. —Rezad por mí —añadió con voz conmovida— y por monseñor Fabricio del Dongo, primer vicario general de la diócesis, que mañana por la mañana será condenado a trabajos forzados o a muerte, lo que no dejaría de ser menos estúpido. El llanto de los criados se hizo más intenso y poco a poco fue convirtiéndose en gritos casi subversivos. La duquesa subió a su carroza y se hizo llevar a palacio. Pese a lo inadecuado de la hora, hizo que el general Fontana, ayudante de campo de servido, le pidiera al príncipe audiencia. Ni por asomo llevaba vestido de corte, lo que al ayuda de campo le causó el más profundo estupor. En cambio al príncipe no le sorprendió nada aquella solicitud ni le disgustó en absoluto. «Ahora veremos las lágrimas correr por el hermoso rostro —se dijo, frotándose las manos—. Viene a pedirme gracia. ¡Por fin se va a humillar esa belleza orgullosa! ¡Me empezaba a resultar insoportable con sus airecillos de independencia! Esa mirada suya tan expresiva parecía decirme en cuanto algo la molestaba: “Nápoles o Milán son ciudades mucho mejores para vivir que vuestra pequeña Parma”. Yo no reinaré ni en Nápoles ni en Milán, pero, al final, la gran dama viene a pedirme algo que sólo está en mi mano conceder y que ella se muere por obtener; siempre pensé que la llegada de ese sobrino suyo me reportaría algún provecho». Sonreía el príncipe con tales pensamientos y se complacía con todas aquellas agradables previsiones, mientras paseaba por aquel despacho suyo de tan grandes dimensiones; a la puerta, el general Fontana estaba de pie, tieso como un soldado presentando armas. Cuando vio el brillo en los ojos del príncipe y pensó en el vestido de viaje de la duquesa, creyó llegada la hora de la disolución de la monarquía. Su asombro no tuvo límites cuando oyó al príncipe decirle: —Ruegue a la señora que espere un cuartito de hora. El general ayuda de campo dio la media vuelta como un soldado en un desfile. El príncipe volvió sonreír. «Fontana no está acostumbrado —se dijo— a ver a esa orgullosa duquesa esperar. La cara de asombro con que le va a mencionar ese cuartito de hora de espera será el preludio de las lágrimas que va a ver correr este gabinete». Aquel cuartito de hora fue delicioso para el príncipe. Se paseaba con paso firme y uniforme, reinaba. «Se trata de no decir nada que no sea exactamente lo adecuado. Sean cuales fueren mis sentimientos para con la duquesa, ni por un instante puedo olvidar que es una de las grandes damas de mi corte. ¿Cómo trataba Luis XIV a sus hijas, las princesas, cuando tenía motivos para estar disgustado?». Y detuvo la mirada en el retrato del rey. Lo más gracioso de la situación era que al príncipe no se le había ocurrido plantearse si concedería alguna gracia a Fabricio, ni qué gracia le concedería en tal caso. Finalmente, al cabo de veinte minutos, el fiel Fontana volvió a aparecer en la puerta, aunque no dijo nada. —La duquesa Sanseverina puede entrar —gritó el príncipe teatralmente. «Las lágrimas van a empezar» —se dijo y, como preparándose para el espectáculo, se sacó el pañuelo. Nunca había estado la duquesa tan guapa y tan animada; parecía que no tuviera más de veinticinco años. Cuando el pobre ayuda de campo se fijó en sus pasos, pequeños, rápidos, ágiles, que apenas rozaban las alfombras, estuvo a punto de perder completamente la razón. —Le pido mil perdones, Alteza Serenísima —dijo la duquesa con su delgada voz, ligera y alegre—, me he tomado la libertad de presentarme ante Vuestra Alteza vestida de un modo nada conveniente, pero me tiene tan acostumbrada a sus bondades que me he atrevido a esperar, una vez más, que me concediera su perdón por este atrevimiento. La duquesa hablaba bastante despacio con objeto de disfrutar con la cara que el príncipe iba poniendo. Era una visión deliciosa: el asombro profundo contrastaba con la altivez que seguía trasluciendo la postura de la cabeza y de los brazos. El príncipe se había quedado como fulminado por un rayo. Con una vocecita irritada y turbada apenas articulaba de cuando en cuando «¡Cómo!, ¡cómo!». Tras haber terminado su saludo, la duquesa, como en señal de respeto, calló, dándole tiempo a que le contestara; luego, añadió: —Me atrevo a esperar que Vuestra Alteza Serenísima se digne perdonar lo inadecuado de mi vestido. Y al hablar así, sus ojos, burlones, tenían tal brillo que el príncipe no lo pudo soportar. Miró al techo, lo que en él significaba la incomodidad más extrema. —¡Cómo!, ¡cómo! —volvió a decir; luego tuvo la suerte de dar con una frase—: Pero siéntese, duquesa —y, no sin gracia, él mismo le acercó una butaca. No le pasó desapercibida la cortesía a la duquesa, que moderó la petulancia de su mirada. —¡Cómo!, ¡cómo! —repitió una vez más el príncipe, removiéndose en su sillón, donde parecía no conseguir encontrar una última postura. —Voy a aprovechar el fresco de la noche para viajar —prosiguió la duquesa—, y como mi ausencia puede llegar a ser de alguna duración, no he querido abandonar los estados de Su Alteza Serenísima sin agradecerle todas las bondades que en estos cinco años se ha dignado tener conmigo. Ante estas palabras el príncipe acabó por entender. Se puso pálido. Nadie en el mundo habría sufrido más al comprobar lo errado de sus previsiones. Luego adoptó un ademán de grandeza absolutamente digno del retrato de Luis XIV que tenía delante. «Vaya, por fin —dijo para sí la duquesa— apareció el hombre». —¿Y cuál es el motivo de tan súbita partida? —preguntó el príncipe con un tono de voz bastante firme. —Tenía el proyecto desde hacía mucho tiempo —contestó la duquesa—, y una leve injuria que se le ha hecho a Monsignore del Dongo, a quien mañana se condenará a muerte o a trabajos forzados, me ha inducido a apresurar la partida. —¿Y a dónde va? —A Nápoles, supongo —y añadió mientras se levantaba—: No me queda más que despedirme de Vuestra Alteza Serenísima y agradecerle muy humildemente sus pasadas bondades. Se iba con tan decidido ademán que el príncipe comprendió que en menos de dos segundos todo habría terminado. Él sabía que en cuanto el estallido de la partida hubiera tenido lugar, no habría arreglo posible; no era mujer aquella que desanduviera sus pasos. Corrió tras ella. —Pero usted sabe perfectamente, duquesa —le dijo, tomándole una mano—, que yo siempre le he tenido afecto, que le he profesado una amistad que tan sólo de usted dependía que pudiéramos llamarla de otro modo. Y lo que no se puede negar es que se ha cometido un asesinato. He confiado la instrucción del proceso a mis mejores jueces… Estas palabras despertaron en la duquesa a la mujer elemental; cualquier apariencia de respeto, de educación, incluso, desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Apareció con toda nitidez la mujer ultrajada, y apareció dirigiéndose a un hombre que ella sabía de mala fe. Con la más viva expresión de cólera, de desprecio incluso, le dijo al príncipe, pesando cada una de las palabras: —Abandono para siempre los estados de Vuestra Alteza Serenísima para no tener que volver a oír nunca más el nombre del fiscal Rassi ni el de los demás infames asesinos que han condenado a muerte a mi sobrino y a tantos otros. Si Vuestra Alteza Serenísima no quiere que se acibaren con un sentimiento de amargura los últimos instantes que paso junto a un príncipe delicado e inteligente, cuando no está engañado, le ruego humildemente que no me recuerde la existencia de esos jueces infames que se venden por mil escudos o por una cruz. El sorprendente tono, fundamentalmente sincero, con que estas palabras fueron pronunciadas, hizo que el príncipe se estremeciera. Por un momento, temió que su dignidad quedara comprometida con una acusación aún más directa, pero, en definitiva, su emoción última fue placentera: admiraba a la duquesa. En aquel momento el conjunto de su persona tenía una belleza sublime. «¡Dios mío, qué guapa es! —se dijo el príncipe—; algo habrá que tolerarle a una mujer única, sin igual, con toda seguridad, en toda Italia… Quizá, con un poco de mano izquierda, no me sea imposible hacerla mi amante algún día. Hay tanta diferencia entre una mujer como ésta y la marquesa Balbi, esa muñeca, que encima, les roba más de trescientos mil francos a mis súbditos año tras año… ¿Pero la he oído bien? —se preguntó de súbito—; ¿no ha dicho: “condenado a mi sobrino y a tantos otros”?». Y, entonces, la cólera se hizo en él la pasión dominante y, con la altivez propia de la más alta condición, dijo, tras un silencio: —¿Y qué habría que hacer para que no se fuera, señora? —Algo de lo que usted no es capaz —replicó la duquesa en un tono de amarga ironía y abierto desprecio. El príncipe estaba fuera de sí, pero gracias al ejercicio de su oficio de soberano absoluto tenía la capacidad de controlar los primeros impulsos. «Tengo que conseguir a esta mujer —pensaba—; es algo que me debo a mí mismo, luego he de dejarla morir a fuerza de desprecio… Si sale de este cuarto, ya no la veré nunca más». Pero estando ebrio de ira y de odio, como estaba en aquel momento, ¿cómo dar con unas palabras que satisficieran su amor propio y, al mismo tiempo, impidieran que la duquesa desertara en aquel instante de la corte? «No se puede —se dijo— ni repetir un gesto ni convertirlo en ridículo», y fue a colocarse entre la duquesa y la puerta del gabinete. Casi inmediatamente oyó que alguien llamaba a aquella puerta. —¿Quién es el majadero —gritó maldiciendo a voz en grito—, quién es el majadero que trata ahora de imponerme su estúpida presencia? El pobre general Fontana asomó su cara pálida y descompuesta, y con un tono agónico apenas balbució: —Su excelencia el conde Mosca solicita el honor de ser recibido. —¡Que entre! —gritó el príncipe; y al conde, cuando éste entró saludando—: Aquí tiene usted a la duquesa Sanseverina que quiere marcharse ahora mismo de Parma para establecerse en Nápoles y que, encima, me dice impertinencias. —¿Cómo? —exclamó Mosca palideciendo. —¡Qué! ¿No sabía usted nada de este proyecto de traslado? —Ni una palabra. La he dejado hará unas seis horas, feliz y contenta. Estas palabras produjeron un efecto increíble en el príncipe. Miró a Mosca. Su creciente palidez le indicaba que decía la verdad y que no era en absoluto cómplice de la súbita decisión de la duquesa. «Si es así —se dijo—, la pierdo para siempre; placer y venganza se desvanecen a un tiempo. En Nápoles hará epigramas con su sobrino Fabricio sobre la enorme ira del pequeño príncipe de Parma». Miró a la duquesa; la cólera y el desprecio más violento se disputaban su corazón. En aquel momento tenía ella los ojos fijos en el conde Mosca, y el fino contorno de su hermosa boca expresaba el desdén más amargo. El rostro entero parecía estar diciendo «¡vil cortesano!». «Así que también pierdo —pensó el príncipe— este medio para retenerla en este país. Si sale de este cuarto ahora, la pierdo, y sabe Dios lo que dirá de mis jueces en Nápoles… Con esa inteligencia y esa prodigiosa capacidad de convicción que le ha dado el cielo, todo el mundo la creerá. Propalará de mí una fama de tirano ridículo que se levanta por las noches a mirar debajo de la cama…». Entonces, con una hábil maniobra, como si se paseara para atemperar su nerviosismo, volvió a colocarse el príncipe ante la puerta de la sala. El conde estaba a su derecha, a tres pasos de distancia, pálido, descompuesto, temblando de tal modo, que tuvo que buscar apoyo en el respaldo de la butaca en que había estado sentada la duquesa al principio de la audiencia y que el príncipe, en un arranque de cólera, había alejado de un empujón. El conde estaba enamorado; «si la duquesa se va, la sigo —se decía—, ¿pero querrá que la siga? Ésa es la cuestión». A la izquierda del príncipe, la duquesa, de pie, con los brazos cruzados prietos contra el pecho, lo miraba con una sorprendente impertinencia; una total palidez había sustituido a los vivos colores que poco antes animaban aquella cabeza sublime. A diferencia de los otros dos, el príncipe tenía el rostro enrojecido y se mostraba nervioso; con la mano izquierda jugaba convulsivamente con la gran cruz de su orden que llevaba debajo de la casaca y con la derecha se acariciaba la barbilla. —¿Qué hacemos? —le preguntó al conde, sin darse demasiada cuenta de lo que hacía, llevado por la costumbre de consultarle sobre todas las cosas. —La verdad es que no tengo ni idea, Alteza Serenísima —contestó el conde como quien exhala el último suspiro—. Apenas podía pronunciar las palabras, y el tono de su voz supuso para el príncipe el primer consuelo para su orgullo herido que recibiera en aquella audiencia. Y aquella minúscula satisfacción le sugirió una frase feliz para su amor propio. —¡Bueno! —dijo—, yo soy el más razonable de los tres, y voy a hacer absoluta abstracción de mi posición; hablaré como un amigo —y añadió con una hermosa sonrisa de condescendencia imitada de los tiempos felices de Luis XIV—: como un amigo que habla con sus amigos: duquesa —prosiguió—, ¿qué podemos hacer para que olvide usted su intempestiva resolución? —No sé, de verdad, no sé nada —contestó la duquesa con un gran suspiro—, no sé nada; me da tal horror Parma… No había el menor rastro de sarcasmo en la expresión; la sinceridad misma hablaba por su boca. El conde se volvió de golpe. Su espíritu de cortesano estaba escandalizado; dirigió al príncipe una mirada suplicante. Con mucha dignidad y aplomo, el príncipe dejó transcurrir unos instantes en silencio; luego, dirigiéndose al conde, dijo: —Veo que su encantadora amiga está completamente fuera de sí. Es fácil de explicar; adora a su sobrino —y dirigiéndose, ahora, a la duquesa, añadió con la más galante mirada y el ademán que se adopta para citar una frase de alguna comedia—; ¿Qué podemos hacer para complacer a esos ojos tan hermosos? La duquesa había tenido tiempo suficiente para reflexionar y, con un tono firme y lentamente, como si estuviera dictando su ultimátum, contestó: —Tendría que escribirme Su Alteza una carta amable, como las que sabe escribir con tanto gusto. En ella diría que, no estando en absoluto convencido de la culpabilidad de Fabricio del Dongo, primer vicario general del arzobispo, no firmará la sentencia cuando se la traigan, y, así mismo, que este procedimiento injusto no se proseguirá de ningún modo en el futuro. —¡Cómo injusto! —exclamó el príncipe, encolerizado de nuevo, enrojeciendo hasta en lo blanco de los ojos. —¡Eso no es todo! —prosiguió la duquesa con arrogancia romana—; esta noche, y son ya las once y cuarto —añadió dirigiendo la mirada al reloj—, esta noche Su Alteza Serenísima mandará decir a la marquesa Raversi que le aconseja irse al campo para descansar de las molestias que ha debido de causarle cierto proceso del que hablaba en su salón al principio de la velada. El príncipe paseaba furioso por el gabinete. —¿Habrase visto nunca una mujer igual? —exclamaba—. Me está faltando al respeto. La duquesa respondió con sutileza perfecta: —En la vida se me ha ocurrido faltarle al respeto a Su Alteza Serenísima; Su Alteza ha tenido la extrema condescendencia de decir que hablaba como un amigo a sus amigos. Por lo demás, no tengo el menor deseo de quedarme en Parma —añadió, mirando al conde con el mayor desprecio. Aquella mirada decidió al príncipe, no convencido del todo hasta aquel momento, aunque algunas de sus palabras parecieran enunciar una determinación; él se burlaba de las palabras. Se intercambiaron aún algunas frases y, finalmente, el conde Mosca recibió la orden de escribir aquella nota delicada que había solicitado la duquesa. Omitió el conde la frase este procedimiento injusto no se proseguirá de ningún modo en el futuro. «Basta —pensó el conde— con que el príncipe prometa que no firmará la sentencia cuando le sea presentada». El príncipe se lo agradeció con la mirada cuando firmaba. Con ello, el conde cometió un gran error; el príncipe estaba cansado y hubiera firmado cualquier cosa; pensaba que había salido airoso de la situación; en su opinión, todo el asunto se compendiaba en el pensamiento «si la duquesa se va, antes de ocho días mi corte me parecerá aburrida». El conde observó que su señor corregía la fecha y ponía la del día siguiente. Miró al reloj, marcaba casi las doce. No le pareció al ministro que hubiera en aquella corrección de la fecha sino prurito pedante de dar prueba de exactitud y buen gobierno. En cuanto al destierro de la marquesa Raversi, no hubo la menor objeción; el príncipe experimentaba una especial complacencia en desterrar a la gente. —¡General Fontana! —llamó, entreabriendo la puerta. Apareció el general; había en su cara tanto asombro y curiosidad que la duquesa y el conde intercambiaron una mirada risueña. Aquella mirada supuso la paz entre ellos. —General Fontana —dispuso el príncipe—, tome mi coche, que aguarda en la columnata, y vaya a casa de la marquesa Raversi; hágase anunciar; si está ya acostada, diga que va de mi parte y, cuando esté en su cuarto, diga exactamente estas palabras, y no otras: «Señora marquesa Raversi, Su Alteza Serenísima dispone que mañana, antes de las ocho de la mañana, se vaya a su castillo de Velleja; Su Alteza le hará saber cuándo podrá usted volver a Parma». El príncipe buscó con la mirada los ojos de la duquesa, quien, sin darle las gracias como él esperaba, hizo una reverencia sumamente respetuosa y salió rápidamente. —¡Qué mujer! —dijo el príncipe volviéndose hacia el conde Mosca. Éste, encantado con el destierro de la marquesa, que le facilitaba absolutamente su actividad como ministro, asumió el papel de cortesano consumado y estuvo hablando durante más de media hora para consolar el amor propio del soberano; no pidió permiso para retirarse hasta que no vio a su señor completamente convencido de que en el anecdotario de Luis XIV no había ninguna página tan hermosa como la que él acababa de proporcionar a los historiadores futuros. Cuando llegó a su casa, la duquesa se encerró en sus habitaciones y dijo que no recibiría a nadie, ni siquiera al conde. Quería estar sola, encontrarse consigo misma y hacerse una composición de lugar de cuanto acababa de ocurrir. Había actuado al azar, al dictado del antojo del momento; y, aun así, fuere cual fuere la posición a que hubiera podido dejarse arrastrar, se hubiera mantenido en ella con firmeza. Por nada del mundo se habría hecho el menor reproche a sí misma ni, aún menos, se habría arrepentido de nada cuando hubiera recuperado la calma. Tal era su carácter y a ese carácter precisamente se debía que, aun a sus treinta y seis años, fuera la mujer más hermosa de la corte. Ahora pensaba en las cosas agradables que pudiera ofrecerle Parma, como si estuviera de regreso tras algún largo viaje. Entre nueve y once de la noche había estado absolutamente convencida de que abandonaba el país para siempre. «Qué cara más graciosa ha puesto el conde, ¡pobre!, cuando delante del príncipe se ha enterado de que me iba… La verdad es que es un hombre amable y con un corazón como no hay otro. Habría dejado a sus ministros para seguirme… Aunque a lo largo de estos más de cinco años tampoco ha tenido ocasión de reprocharme la menor distracción. ¿Cuántas mujeres casadas ante el altar podrían decir lo mismo a sus dueños y señores? Debo reconocer que no se da la menor importancia, que no es nada pedante. No suscita la menor gana de engañarlo; siempre se muestra ante mí como si estuviera avergonzado de su poder… ¡Tenía una cara tan graciosa delante de su amo y señor! Si estuviera aquí lo abrazaría… Pero por nada del mundo me encargaría de entretener a un ministro que hubiera perdido su cartera, ésa es una enfermedad que no se cura más que con la muerte, y… que lleva a la muerte. ¡Menuda desgracia debe ser haber llegado a ministro cuando todavía se es joven! Tengo que escribirle, es algo que tiene que saber oficialmente antes de indisponerse con su príncipe… Pero me olvidaba de mis buenos criados». La duquesa llamó. Las mujeres seguían aún ocupadas con las maletas; habían traído el coche hasta el zaguán y lo estaban cargando; los que no tenían ninguna tarea concreta rodeaban el coche con lágrimas en los ojos. Fue Chekina, que en las grandes ocasiones era la única que entraba en las habitaciones de la duquesa, la que le informó de todos estos detalles. —Diles que suban —dijo la duquesa y, al instante, pasó a la antesala. —Me han prometido —les dijo— que la sentencia contra mi sobrino no sería firmada por el soberano (así es como se dice en Italia); así que suspendo el viaje; ya veremos si mis enemigos tienen poder como para hacer cambiar esta resolución. Tras unos instantes de silencio, todos se pusieron a gritar «¡Viva la señora duquesa!» y aplaudieron con vehemencia. La duquesa, que había pasado ya al cuarto de al lado, volvió a salir como una actriz aplaudida, hizo una pequeña reverencia llena de gracia a sus criados y les dijo: «Os lo agradezco, amigos míos». En aquel momento, una sola palabra suya y se habrían lanzado contra palacio. Hizo una seña a un postillón, antiguo contrabandista y hombre fiel, que la siguió. —Quiero que te vistas de campesino rico, tendrás que arreglártelas para salir de Parma como puedas; luego, alquilarás una sediola e irás lo más aprisa que puedas a Bolonia. Entrarás en la ciudad por la puerta de Florencia del modo más casual, y te llegarás al Peregrino, donde se aloja Fabricio, con un paquete que te va a dar Chekina. Fabricio vive allí en secreto y se hace llamar José Bossi; no lo vayas a traicionar por alguna torpeza; que nadie note que lo conoces; es muy probable que mis enemigos te hagan seguir por espías. A las pocas horas, o a los pocos días, Fabricio volverá a enviarte a Parma; entonces, cuando vuelvas, es cuando tendrás que tomar más precauciones para no descubrirlo. —¡Ah! ¡Los de la marquesa Raversi! —exclamó el postillón—, los estamos esperando y, si la señora quisiera, los exterminaríamos de inmediato. —Algún día, quizá; pero ahora guardaos mucho de hacer nada sin que yo os lo ordene. Lo que la duquesa quería enviar a Fabricio era una copia de la nota del príncipe; no podía resistirse al placer de contarle algo divertido, y añadió unas frases comentando la escena que había terminado con la redacción de la nota; las frases acabaron por convertirse en una carta de diez páginas. Luego volvió a llamar al postillón. —Hasta que no abran las puertas a las cuatro, no podrás irte —le dijo. —Había pensado salir por el canal general de las alcantarillas, llevaría el agua al cuello, pero pasaría. —No —dijo la duquesa—, no puedo exponer a uno de mis servidores más fieles a que coja las fiebres. ¿Conoces a alguien del servicio del arzobispo? —El segundo cochero es amigo mío. —Ésta es una carta para ese santo prelado. Introdúcete sin hacer ruido en su palacio y haz que te lleven hasta su ayuda de cámara. Pero no quiero que se despierte a monseñor; si se hubiera retirado ya a sus habitaciones, pasa la noche en el palacio y, como en esa casa acostumbran a levantarse al amanecer, mañana por la mañana, a las cuatro, haz que te anuncien de mi parte. Pídele al santo arzobispo su bendición, entrégale este paquete que te doy y coge las cartas que seguramente te dará para que las lleves a Bolonia. La duquesa remitía al arzobispo la nota original del príncipe. Dado que la nota se refería a su primer vicario general, le rogaba que la depositara en los archivos del arzobispado, donde —esperaba ella— los señores vicarios generales y los canónigos, colegas de su sobrino, tendrían a bien llegar a conocerla; todo ello con la condición del secreto más riguroso. La duquesa escribía a monseñor Landriani con una familiaridad que tenía que encandilar a aquel buen burgués; sólo la firma ocupaba tres renglones; la carta sumamente amistosa terminaba con las siguientes palabras: Angelina-Cornelia-Isota Valserra del Dongo, duquesa Sanseverina. «Yo creo que no escribía tantos nombres —pensó la duquesa, riéndose— desde que firmé el contrato de matrimonio con el pobre duque; pero no se maneja a esta gente si no es con estas cosas; para estos burgueses la caricatura es belleza». No pudo terminar aquella noche la duquesa sin caer en la tentación de escribirle una carta sarcástica al pobre conde. Le anunciaba oficialmente, para su gobierno —le decía—, en sus relaciones con las cabezas coronadas, que ella no se sentía capaz de entretener a un ministro caído en desgracia. «El príncipe le da a usted miedo; cuando deje de verlo, ¿seré yo la encargada de inspirarle a usted miedo?». Mandó que le llevaran inmediatamente aquella carta. Por su parte, al día siguiente, a las siete de la mañana, el príncipe daba órdenes al conde Zurla, ministro del interior: —Vuelva a cursar órdenes estrictas a todos los podestás de que arresten al señor Fabricio del Dongo. Se nos ha informado de que quizá intente volver a nuestros dominios. El fugitivo se encuentra ahora en Bolonia, donde parece desafiar las demandas de búsqueda y captura de nuestros tribunales; disponga la movilización de policías que lo conozcan personalmente, primero, en los pueblos de la carretera de Bolonia a Parma; segundo, en las proximidades del castillo de la duquesa Sanseverina, en Sacca, y de su casa de Castelnovo; tercero, en los alrededores del castillo del conde Mosca. Espero de su acreditada prudencia, conde, que sepa hurtar el conocimiento de estas órdenes de su soberano a la perspicacia del conde Mosca. Tenga en cuenta que quiero que se detenga al señor Fabricio del Dongo. Nada más salir el ministro del aposento en que se encontraba el príncipe, entró por una puerta secreta el fiscal general Rassi, que se acercó doblado por la cintura, saludando a cada paso. La cara de aquel bribón era para pintarla; era una cara que hacía justicia a toda la infamia de su labor; mientras que los movimientos rápidos y desordenados de los ojos traicionaban la conciencia que tenía de sus méritos, la contracción arrogante y segura de su boca evidenciaba que sabía luchar contra el desprecio. Como este personaje va a adquirir una influencia bastante grande sobre el destino de Fabricio, cabe decir algo sobre él. Era alto y tenía unos hermosos ojos muy inteligentes, si bien tenía la cara muy picada de viruela. Era muy inteligente e hilaba muy fino; era notorio su dominio de la ciencia del derecho, pero brillaba especialmente por su capacidad para la argumentación. Ya podía presentarse como fuera cualquier asunto, que él, en un instante, daba con los medios, muy bien fundados en derecho, para llegar a una condena o a una absolución. Era sobre todo el rey de las sutilezas procesales. Aquel hombre, que muchas grandes monarquías hubieran envidiado al príncipe de Parma, sólo tenía una pasión: relacionarse íntimamente con grandes personajes y complacerles con sus bufonerías. Poco le importaba que el poderoso se riera de las cosas que él dijese, o de su propia persona, o que hiciera bromas insoportables sobre la señora Rassi; con tal de verlo reír y de que lo tratara a él con familiaridad ya estaba contento. Algunas veces, el príncipe, cuando ya no se le ocurría cómo seguir abusando de la dignidad de este juez supremo, lo pateaba, y cuando las patadas le hacían daño, se ponía a llorar. El instinto de bufón era tan intenso en él, que no había día en que no acabara por preferir el salón de cualquier ministro que lo escarneciera al suyo propio, donde reinaba despóticamente sobre todos los togados del país. En realidad, Rassi se había fabricado una posición aparte, de tal manera que incluso al noble más insolente le resultara imposible humillarlo, pues su manera de vengarse de las injurias que soportaba a lo largo de todo el día era contárselas al príncipe, ante quien se había granjeado el privilegio de poder decirle todo; aunque muy a menudo la respuesta fuera una bofetada bien dada que le hacia daño, aunque nunca lo confesara. Este juez supremo distraía con su presencia al príncipe cuando éste estaba de mal humor, entonces se divertía ultrajándolo. Como puede verse, era el perfecto cortesano; ni tenía honor ni manifestaba mal genio. —Lo más importante de todo es el secreto —le gritó el príncipe sin saludar, tratándolo como a un chiquilicuatre, él que tan cortés era con todo el mundo—. ¿De qué fecha es la sentencia? —De ayer por la mañana, Alteza Serenísima. —¿Cuántos jueces la firman? —Los cinco. —¿Y la pena? —Veinte años de fortaleza, como me había dicho Vuestra Alteza Serenísima. —La pena de muerte hubiera crispado los ánimos —dijo el príncipe, como si hablara para sí—. ¡Qué pena! ¡Menudo efecto le hubiera causado a esa mujer! Pero es un del Dongo, el suyo es un nombre venerado en Parma, con tres arzobispos de la familia casi sucesivos… ¿Veinte años de fortaleza, dice? —Sí, Alteza Serenísima —respondió el fiscal Rassi, de pie y doblado por la cintura—, veinte años, tras una previa petición pública de perdón ante el retrato de Su Alteza Serenísima; además, dada la notoria impiedad del sujeto, la condena incluye ayuno a pan y agua todos los viernes y vísperas de las principales fiestas. Todo ello pensando en el futuro y con la finalidad de arruinar su fortuna. —Escriba —dijo el príncipe—: Su Alteza Serenísima, tras haberse dignado escuchar con benevolencia las muy humildes súplicas de la marquesa del Dongo, madre del culpable, y de la duquesa Sanseverina, su tía, que han expuesto que en el momento del crimen su hijo y sobrino era muy joven y estaba enajenado por una loca pasión concebida por la mujer del desventurado Giletti, ha tenido a bien, pese al horror que inspira un crimen semejante, conmutar la pena a que ha sido condenado Fabricio del Dongo por la de doce años de prisión en la fortaleza. —Deme para que firme. El príncipe firmó y puso la fecha de la víspera. Devolvió luego la sentencia a Rassi y le dijo: —Escriba inmediatamente debajo de mi firma: Habiéndose arrodillado otra vez ante Su Alteza la duquesa Sanseverina, el príncipe permite que todos los jueves el culpable tenga una hora de paseo por la plataforma de la torre cuadrada, vulgarmente denominada torre Farnesio. —Fírmelo —continuó el príncipe— y, por encima de todo, mantenga la boca cerrada, independientemente de lo que oiga decir por la ciudad. Al consejero De Capitani le dirá que ha votado por dos años de fortaleza, que incluso ha discurseado a favor de tan ridícula pena, y que yo le animo a que vuelva a leer las leyes y sus reglamentos. Una vez más, silencio y adiós. El fiscal Rassi hizo con mucha lentitud tres profundas reverencias, que el príncipe ni miró. Esto sucedía a la siete de la mañana. Unas horas más tarde, la noticia del destierro de la marquesa Raversi se extendía por la ciudad y por los cafés; tan importante acontecimiento se convirtió en el único tema de conversación. El destierro de la marquesa alejó de Parma por algún tiempo a ese enemigo implacable de las ciudades pequeñas y de las cortes pequeñas: el aburrimiento. El general Fabio Conti, que ya se había creído primer ministro, estuvo varios días sin salir de su fortaleza pretextando sufrir un ataque de gota. Burgueses primero y menestrales después, concluyeron que lo que pasaba era que el príncipe había decidido nombrar arzobispo a Monseñor del Dongo. Los finos políticos de café llegaron incluso a asegurar que al padre Landriani, el actual arzobispo, se le había invitado a fingir una enfermedad y a presentar la dimisión. Se le había concedido una espléndida pensión vinculada a la fábrica de tabaco, estaban absolutamente seguros de ello. El rumor llegó hasta el arzobispo, que se asustó mucho, y durante algunos días su preocupación por nuestro héroe se mitigó muy considerablemente. Dos meses más tarde tan curiosa noticia se reflejaba en los periódicos de París, ligeramente modificada: quien iba a ser hecho arzobispo era el conde Mosca, sobrino de la duquesa Sanseverina. La marquesa Raversi estaba furiosa en su castillo de Velleja; no era en absoluto una de esas mujeres de tres al cuarto que creen vengarse haciendo circular rumores ultrajantes contra sus enemigos. Al día siguiente de su desgracia, el caballero Riscara y otros tres amigos de la marquesa se presentaron, por orden suya, ante el príncipe, y le pidieron permiso para ir a visitarla a su castillo. Su Alteza recibió a estos caballeros con amabilidad exquisita, y su llegada a Velleja supuso un gran consuelo para la marquesa. Antes de que terminase la segunda semana, tenía ya a treinta personas en su castillo, todos ellos altos cargos en la sombra del futuro gobierno liberal. Todas las noches, la marquesa reunía formalmente un consejo con sus amigos mejor informados. Un día que había recibido muchas cartas de Parma y de Bolonia, se retiró pronto. Su doncella preferida introdujo primero al amante del momento, el conde Baldi, un joven de figura admirable y banalidad extremada; después, al caballero Riscara, su predecesor; era éste un hombrecito negro, en lo físico y en lo moral, que había empezado siendo profesor ayudante de geometría en el colegio de nobles de Parma, y, por aquel entonces, había llegado a ser consejero de Estado y caballero de varias órdenes. —Tengo la buena costumbre —les dijo la marquesa a aquellos dos hombres— de no destruir nunca ningún papel y me ha ido bien. Miren, éstas son nueve cartas que la Sanseverina me ha escrito en diferentes ocasiones. Se van a ir los dos a Génova, a buscar entre los condenados a trabajos forzados a un exnotario llamado Burati, como el gran poeta de Venecia, o Durati. Usted, Baldi, siéntese a mi escritorio y copie lo que le voy a dictar: Se me acaba de ocurrir una idea y te escribo estas líneas. Voy a ir a mi cabaña de Castelnovo; podrías venir a pasar doce horas conmigo; me harías muy feliz. Después de los últimos acontecimientos, no creo que haya el menor peligro en ello. Los nubarrones se despejan. Detente, no obstante, antes de entrar en Castelnovo; encontrarás en la carretera a uno de mis hombres, todos te quieren con locura; no dejes, naturalmente, de utilizar el nombre de Bossi en el viaje. Dicen que te has dejado crecer la barba como un apuesto capuchino; en Parma no se te ha visto más que con el decente aspecto de un vicario general. —¿Comprendes, Riscara? —Perfectamente, pero el viaje a Génova es un dispendio inútil. Conozco a un hombre en Parma que aunque todavía no está en la cárcel no tardará en estar en ella, y que falsificará magistralmente la escritura de la Sanseverina. Cuando oyó estas palabras, el conde Baldi abrió desmesuradamente sus bonitos ojos; empezaba a entender el asunto. —Si tú conoces a ese digno caballero palmesano, a quien tales progresos vaticinas —le dijo la marquesa a Riscara—, también él te conocerá a ti, y su amante o su confesor o su amigo pueden estar vendidos a la Sanseverina; prefiero que esta bromita se retrase unos días a correr ningún albur. Idos antes de dos horas, como buenos corderitos, no veáis a nadie en Génova y volved cuanto antes. El caballero Riscara se fue riendo y hablando con una voz nasal como la de Polichinela; «hay que hacer el equipaje», decía dando unos cómicos saltitos. Quería dejar a Baldi a solas con la señora. Cinco días más tarde Riscara le devolvía su conde Baldi a la marquesa. Venía éste lleno de arañazos, pues para ahorrar seis leguas de camino, le habían hecho atajar por el monte a lomos de mula. Juraba que no volverían a enredarle para hacer grandes viajes. Baldi le entregó a la marquesa tres copias de la carta que ella le había dictado, y otras cinco o seis cartas con la misma letra, redactadas por Riscara, de las que seguramente podría sacar provecho más adelante. Una de estas cartas estaba llena de bromas sumamente graciosas sobre los miedos nocturnos del príncipe y sobre la lamentable delgadez de la marquesa Balbi, su amante, quien, según decía la carta, cuando se levantaba de alguna butaca, tras haber estado sentada apenas un instante, dejaba en el cojín una marca como la que dejarían unas pinzas. Se habría podido jurar que todas aquellas cartas las habría escrito de su puño y letra la señora Sanseverina. —Ahora ya estoy segura —dijo la marquesa— de que Fabricio, el amigo del alma, está en Bolonia o en los alrededores… —¡Yo estoy demasiado enfermo! —la interrumpió el conde Baldi—, imploro la gracia de ser dispensado de ese segundo viaje o, por lo menos, que se me concedan algunos días de reposo para reponerme. —Abogaré en su favor —le dijo Riscara, que se levantó y se acercó a hablar en voz baja a la marquesa. —Está bien, se lo concedo —respondió ella sonriendo, y dirigiéndose a Baldi con un gesto bastante desdeñoso—: Tranquilícese, no tendrá que irse. —Gracias —exclamó éste con una voz que le salía del corazón. Riscara tomó solo la silla de posta. Apenas llevaba dos días en Bolonia, cuando vio a Fabricio en una calesa con la pequeña Marietta. «Demonio —se dijo—, no parece que se aburra nuestro futuro arzobispo; la duquesa tiene que enterarse de esto, la encantará». No tuvo Riscara más que seguir a Fabricio para enterarse de dónde vivía. Al día siguiente por la mañana, un correo le llevaba a Fabricio la carta elaborada en Génova. Aunque le pareció un poco corta, no le inspiró la menor sospecha. La idea de volver a ver a la duquesa y al conde le volvía loco de alegría y, pese a las advertencias de Ludovico, tomó un caballo de posta y partió al galope. Sin que él lo advirtiera, lo seguía a poca distancia el caballero Riscara, quien al llegar a la última posta antes de Castelnovo, a seis millas de Parma, tuvo el placer de ver un gran arremolinamiento de gente en la plaza delante de la cárcel local. Acababan de llevar allí a nuestro héroe que, cuando cambiaba de caballo en la posta, había sido reconocido por dos de los policías que había seleccionado y enviado el conde Zurla. Los ojillos del caballero Riscara brillaban de alegría. Con paciencia ejemplar verificó todo lo que acababa de suceder en el pueblecito, luego envió un correo a la marquesa Raversi. Tras lo cual, se puso a recorrer las calles como movido por la curiosidad. Capítulo decimoquinto Dos horas más tarde, el pobre Fabricio, equipado con unas esposas y atado por una larga cadena a la sediola en que le habían hecho subir, partía hacía la ciudadela de Parma escoltado por ocho gendarmes. Tenían éstos la orden de incorporar a su grupo a todos los gendarmes apostados en los pueblos por donde debía pasar la brigada. El propio podestá seguía al importante prisionero. A eso de las siete de la tarde, la sediola, escoltada por todos los golfillos de Parma y por treinta gendarmes, atravesó la hermosa avenida, pasó por delante del palacete en que pocos meses antes había vivido Fausta, y llegó a la puerta exterior de la ciudadela en el momento en que el general Fabio Conti y su hija iban a salir. El coche del gobernador se detuvo antes de cruzar el puente levadizo para dejar entrar a la sediola en que iba encadenado Fabricio. El general gritó que cerraran las puertas de la ciudadela y bajó a toda prisa a la oficina de la entrada para ver quién era el prisionero. No fue pequeña su sorpresa cuando lo reconoció. Venía Fabricio muy entumecido tras un viaje tan largo amarrado a su sediola. Lo habían sacado entre cuatro gendarmes y lo habían conducido a la oficina de registro. «Así que tengo en mi poder —se dijo el vanidoso gobernador— al famoso Fabricio del Dongo, de quien, desde hace casi un año, parece ocuparse exclusivamente la alta sociedad de Parma». El general habría coincidido con él en la corte, en casa de la duquesa y en otros sitios, hasta una veintena de veces, pero se guardó mucho de mostrar que lo conocía; temía que ello pudiera comprometerlo. —Levante acta detallada —ordenó al responsable de la oficina— de la entrega que me hace del prisionero el digno podestá de Castelnovo. Aquel funcionario, de nombre Barbone, un personaje terrible por el tamaño de su barba y su porte marcial, adoptó unos aires de más importancia que los de costumbre, parecía un carcelero alemán. Tenía la idea de que la duquesa Sanseverina había sido la principal responsable de que su amo, el gobernador, no hubiera llegado a ser ministro de la guerra; así que fue más insolente con el prisionero de lo que solía ser; se dirigía a él utilizando el tratamiento de voi, que es el que suele utilizarse en Italia para dirigirse a los criados. —Soy prelado de la santa Iglesia romana —le dijo Fabricio con firmeza— y vicario general de esta diócesis y, aunque sólo fuera por mi apellido, tengo derecho a cierta consideración. —A mí no me consta nada de eso —replicó el funcionario con impertinencia—; pruebe usted eso que dice con documentos que le den derecho a usar esos títulos tan respetables. Fabricio no tenía ningún documento y no contestó. El general Fabio Conti, de pie al lado de su subordinado, miraba cómo escribía éste, sin levantar los ojos al prisionero para no sentirse obligado a decir que era realmente Fabricio del Dongo. Clelia Conti, que esperaba en el coche, oyó un tremendo y súbito alboroto en el cuerpo de guardia. El funcionario Barbone, que estaba haciendo una descripción insolente y premiosa del prisionero, pidió a éste que se desabrochara la ropa con objeto de poder comprobar y constatar el número y estado de las heridas y rasguños recibidos con ocasión del asunto Giletti. —No puedo —dijo Fabricio con una sonrisa amarga—; me es imposible obedecer sus órdenes, señor, me lo impiden las esposas. —¡Cómo! —exclamó el general, con afectada ingenuidad—, ¡el prisionero está esposado!, ¡en el interior de la fortaleza! Esto va en contra del reglamento; para ello se requiere una orden ad hoc; quítenle las esposas. Fabricio lo miró. «¡Vaya un jesuita! —pensó—; ¡hace una hora que me está viendo con estas esposas que me hacen un daño horrible y se hace el sorprendido!». Le quitaron las esposas los gendarmes, que acababan de enterarse de que era el sobrino de la duquesa Sanseverina, y que se apresuraron a mostrarle una cortesía lisonjera que contrastaba con la grosería del funcionario; molesto éste por ello, le dijo a Fabricio, que estaba inmóvil: —¡Vamos, vamos! ¡Dese prisa! Enséñenos esos arañazos que le hizo el pobre Giletti, cuando estaba siendo asesinado. Fabricio se abalanzó de un salto contra Barbone y le dio tal bofetada, que cayó de la silla en que estaba y fue a dar contra las piernas del general. Los gendarmes sujetaron por los brazos a Fabricio, que se había quedado quieto. El mismo general y los dos gendarmes que tenía a cada lado se apresuraron a levantar del suelo al funcionario que tenía mucha sangre en la cara. Dos gendarmes que estaban un poco más allá corrieron a cerrar la puerta de la oficina, no fuera a ser que el prisionero intentara escapar. El brigada que los mandaba pensó que el joven del Dongo no iba a intentar realmente fugarse; al fin y al cabo, estaba dentro de la ciudadela; aun así, por puro instinto de policía, se acercó a la ventana para evitar cualquier desorden. Frente a la ventana abierta, a dos pasos, estaba estacionado el coche del general. Clelia se había arrebujado en el fondo, para no ver la triste escena que se ofrecía en la oficina; pero cuando oyó todo aquel ruido, miró. —¿Qué pasa? —le preguntó al brigada. —Es el joven Fabricio del Dongo, señorita, que le acaba de dar una buena bofetada al insolente de Barbone. —¡Cómo! ¿El preso que traen es el señor del Dongo? —Naturalmente —contestó el brigada—, y por ser de la familia que es le dedican tantas ceremonias al pobre muchacho. Yo creía que la señorita lo sabía. Clelia no se apartó ya de la portezuela del coche. Cuando los gendarmes que rodeaban la mesa se apartaron un poco, pudo ver al prisionero. «¿Quién iba a decirme a mí —pensaba—, cuando lo conocí junto a la carretera del lago de Como, que la próxima vez que lo fuera a ver iba a ser en estas tristes circunstancias?… Me dio la mano para subir a la carroza de su madre… ¡Y estaba ya con la duquesa! ¿Se remontarán a aquella época sus amores?». Conviene informar al lector de que en el partido liberal dirigido por la marquesa Raversi y el general Conti era un lugar común la convicción de que entre Fabricio y la duquesa había una relación amorosa. El conde Mosca, al que aborrecían, era objeto de sistemáticas burlas por su condición de engañado. «Así que ahora está encarcelado —pensó Clelia—; ¡encarcelado por sus enemigos! Porque, en el fondo, el conde Mosca, aunque pueda parecer un ángel, estará encantado con esta captura». Del cuerpo de guardia llegó un estallido de carcajadas. —¿Qué pasa, Jacobo? —le preguntó sobresaltada al brigada. —Nada, que el general le ha preguntado ásperamente al prisionero por qué había pegado a Barbone y monsignore Fabricio le ha contestado muy tranquilamente: «Me ha llamado asesino; que muestre los títulos y documentos que le autorizan a darme ese título». De eso se ríen. Un carcelero que sabía escribir sustituyó a Barbone. Clelia lo vio salir, limpiándose con un pañuelo la sangre que le salla abundantemente de una herida terrible. Maldecía como un hereje: —A ese j… Fabricio —gritaba— no lo matará nadie más que yo. Secuestraré al verdugo, etcétera, etcétera. Se había detenido entre el coche del general y la ventana de la oficina para mirar por ella a Fabricio, y sus maldiciones se multiplicaban. —Váyase de aquí —le dijo el brigada—; no se jura así delante de la señorita. Barbone volvió la cabeza para mirar hacia el interior del coche; su mirada se cruzó con la de Clelia, y ésta dejó escapar un grito de horror. Nunca había visto tan cerca una cara con expresión tan atroz. «¡Matará a Fabricio! —pensó—; tengo que decírselo a don César». Don César era su tío, uno de los curas más respetados de la ciudad. El general Conti, su hermano, le había conseguido el puesto de ecónomo y capellán general de la prisión. El general volvió al coche. —¿Quieres volver a tus habitaciones —le dijo a su hija—, o prefieres esperarme, quizá un buen rato, en el patio de palacio? Tengo que ir a informar de todo esto al soberano. Fabricio salía de la oficina escoltado por tres gendarmes. Lo llevaban a la celda que le habían destinado. Clelia miraba por la portezuela; el prisionero estaba muy cerca de ella. Justo en aquel momento, ella contestaba a la pregunta de su padre con las palabras: «Iré con usted». Cuando Fabricio oyó aquellas palabras tan cerca, volvió la cabeza y sus ojos se encontraron con los de la muchacha. Le impresionó, sobre todo, la expresión de melancolía de su cara. «¡Qué guapa se ha puesto —pensó— desde que la vi cerca de Como! ¡Qué expresión de pensamiento profundo!… No se equivocan cuando la comparan con la duquesa. ¡Qué cara de ángel!». Barbone, el funcionario sangrante, que no por casualidad se había quedado cerca del coche, detuvo con un gesto a los tres gendarmes que conducían a Fabricio y, dando la vuelta por detrás del coche, llegó hasta la portezuela del lado en que estaba el general para decirle: —El prisionero ha cometido violencia en el interior de la ciudadela; ¿no ha dado ocasión, en virtud del artículo 157 del reglamento, a que se le pongan las esposas durante tres días? —¡Váyase al diablo! —exclamó el general—, que no dejaba de sentirse inquieto con aquella detención. No tenía la menor intención de exasperar ni a la duquesa ni al conde Mosca. ¿Cómo se tomaría el conde todo el asunto? En el fondo, el asesinato de un tipo como Giletti era una nadería, y sólo la intriga lo había convertido en algo importante. Durante este breve intercambio de frases, Fabricio estaba soberbio entre los gendarmes; su rostro reflejaba un orgullo y una nobleza singulares; sus finos y delicados rasgos y la sonrisa de desprecio que bailaba en sus labios componían un delicioso contraste con el aspecto grosero de los gendarmes que lo rodeaban. Pero todo esto no constituía más que, por decirlo así, la parte exterior de su fisonomía; estaba extasiado con la belleza celestial de Clelia, y su mirada traicionaba toda su sorpresa. A ella, profundamente abstraída, no se le ocurrió retirar la cabeza de la portezuela. Él la saludó con una media sonrisa llena de respeto; y, tras un instante, se dirigió a ella: —Me parece, señorita, que he tenido ya el honor de conocerla en otra ocasión, también entonces con un acompañamiento de gendarmes. Clelia se ruborizó y se quedó tan desconcertada que no encontró palabras para responder. «¡Qué nobleza la suya en medio de esos hombres tan groseros!» —pensaba precisamente en el momento en que Fabricio le dirigía la palabra. La profunda compasión, el enternecimiento casi —diríamos nosotros— en que estaba sumida la ofuscaron de tal modo, que fue incapaz de encontrar una sola palabra y, al darse cuenta de su silencio, enrojeció aún más. En aquel momento estaban corriendo estrepitosamente los cerrojos de la puerta grande de la ciudadela. ¿No llevaba, acaso, al menos un minuto esperando el coche de Su Excelencia? El estrépito que se hizo bajo aquella bóveda fue tan atronador que, aun cuando Clelia hubiera encontrado alguna palabra para responder, Fabricio no habría podido oír sus palabras. Llevada por los caballos, que se habían puesto al galope nada más pasar el puente levadizo, Clelia se decía «¡Qué ridícula me habrá encontrado!», y súbitamente añadió «no sólo ridícula; habrá pensado que tengo un alma vil, habrá pensado que no he contestado a su saludo porque él es un preso y yo la hija del gobernador». Esta idea sembró la desesperación en la muchacha, que tenía un espíritu elevado. «Lo que envilece completamente mi proceder —siguió considerando— es que en aquella otra ocasión, cuando nos vimos por primera vez, también con un acompañamiento de gendarmes, como ha dicho él, era yo la que estaba presa, y él quien me ayudó y me sacó de un gran apuro… Sí, tengo que reconocer que a mi comportamiento no le ha faltado de nada, he sido grosera e ingrata. ¡Ay! ¡Pobre joven! Ahora que ha caído en desgracia, todo el mundo va a ser ingrato con él. Entonces me dijo: “¿Se acordara de mí en Parma?”. ¡Cómo me estará despreciando ahora! ¡Hubiera sido tan sencillo decirle una palabra amable! Tengo que admitir, desde luego, que mi conducta ha sido atroz. Si en aquella ocasión no llega a ser por el generoso ofrecimiento del coche que nos hizo su madre, yo hubiera tenido que seguir a los gendarmes a pie en medio del polvo o, lo que hubiera sido aún peor, montar a la grupa detrás de alguno de aquellos hombres. Entonces era mi padre el que iba detenido y yo estaba indefensa. ¡No, a mi comportamiento no le ha faltado de nada! ¡Y cómo ha debido sentirlo alguien como él! ¡Qué contraste entre su rostro, tan noble, y mi comportamiento! ¡Qué nobleza! ¡Qué serenidad! ¡Qué aspecto de héroe, rodeado de viles enemigos! Ahora comprendo la pasión de la duquesa. Si mantiene ese talante en un acontecimiento tan adverso y que puede tener consecuencias tan espantosas, ¡cuál: no tendrá cuando su alma sea feliz!». La carroza del gobernador de la ciudadela estuvo esperando más de una hora y media en el patio de palacio y, aún así, cuando el general bajó de la audiencia del príncipe, Clelia no tenía la sensación de haber tenido que esperar mucho. —¿Qué ha dispuesto Su Alteza? —preguntó Clelia. —«¡Cárcel!» ha dicho su boca; y su mirada, «¡Muerte!». —¡Muerte! ¡Ay Dios mío! —exclamó Clelia. —¡Vamos! ¡Cállate! —dijo entonces el general de mal humor—. ¡Soy un tonto, haciendo caso a una niña! En aquel momento, Fabricio estaba subiendo los trescientos ochenta escalones que conducen a la torre Farnesio, la nueva cárcel, construida sobre la plataforma de la gran torre, a una altura prodigiosa. Ni una sola vez había pensado, al menos de un modo preciso, en el gran cambio que acababa de dar su suerte. «¡Qué mirada! —se decía— ¡Cuántas cosas expresaba! ¡Qué compasión tan honda! Parecía que estuviera diciéndome: “¡La vida está tejida de desgracias! ¡No se acongoje usted mucho con esto que le pasa! ¿Acaso no estamos en este mundo para ser desdichados?”. ¡Y sus bellísimos ojos estaban fijos en mí! ¡Incluso cuando los caballos se pusieron en marcha tan estruendosamente bajo la bóveda!». A Fabricio se le había olvidado completamente su desventura. Clelia siguió a su padre por distintos salones de la ciudad. Al principio de la velada, nadie conocía aún la noticia de la detención del gran culpable, como dos horas más tarde llamarían los cortesanos a aquel pobre joven imprudente. Aquella noche podía percibirse más viveza que de costumbre en la cara de Clelia. Pues lo que le faltaba a tan bella muchacha era precisamente la viveza; transmitía la sensación de que no participaba en lo que le rodeaba. Cuando se comparaba su belleza con la de la duquesa, su aire de no emocionarse con nada, su forma de estar aparentemente por encima de todo, hacían inclinar la balanza a favor de su rival. En Inglaterra o en Francia, ese país de la vanidad, probablemente se hubiera opinado de modo contrario. Clelia Conti era una muchacha todavía casi demasiado esbelta; recordaba las figuras de Guido Reni[27]. No ocultaremos que, según los cánones de belleza de la antigua Grecia, a aquella cabeza podrían reprochársele unos rasgos un poco marcados; sus labios, por ejemplo, que tenían una gracia conmovedora, no dejaban de ser algo densos. La extraordinaria singularidad de aquel rostro, que revelaba una gracia ingenua y el sello celestial de un alma nobilísima, estribaba en que, aun siendo de una rarísima belleza, nada tenía que ver con las cabezas griegas. En cambio, la duquesa tenía, un poco en demasía, la conocida belleza del ideal; su cabeza, genuinamente lombarda, recordaba la sonrisa voluptuosa y la melancolía tierna de las bellas Herodías de Leonardo de Vinci Todo lo que tenía la duquesa de vivacidad, de brillantez, de ingenio, un punto malicioso, de apasionamiento —si se me permite hablar así— en su modo de abordar todos los asuntos que la comente de la conversación traía hasta los ojos de su alma, en Clelia era calma y pausa para la emoción, ya fuera por desprecio de cuanto la rodeaba, ya fuera por añoranza de alguna quimera ausente. Durante mucho tiempo se creyó que acabaría por abrazar la vida religiosa. A sus veinte años, dejaba ver la repugnancia que le producían los bailes y si, acompañando a su padre, iba a los mismos, era por obediencia, por no perjudicarlo en sus intereses y en su ambición. «¡Y que me haya dado el cielo esta hija, la muchacha más guapa y virtuosa en todos los dominios de nuestro soberano, y no pueda yo —se repetía a menudo aquel general de espíritu vulgar— sacar el menor partido de ello para mejorar mi fortuna! Mi vida es demasiado solitaria, sólo la tengo a ella en el mundo, y necesito perentoriamente una familia que me afiance en el mundo y que me abra las puertas de algunos salones en los que mis méritos y, sobre todo, mi aptitud para ser ministro se planteen como bases indiscutibles desde cualquier planteamiento político. Pues bien, esta hija mía tan guapa, tan razonable, tan piadosa, se descompone en cuanto algún joven bien situado en la corte se propone festejarla. Una vez rechazado el pretendiente, su carácter se hace menos sombrío, la veo casi contenta, hasta que un nuevo aspirante se coloca en la línea de salida. Lo ha intentado el hombre más guapo de la corte, el conde Baldi, y ha sido rechazado; el siguiente fue el hombre más rico de los estados de Su Alteza, el marqués Crescenzi, y dice que con él sería desgraciada». «Indiscutiblemente —decía en otras ocasiones el general—, mi hija tiene los ojos más bonitos que la duquesa, sobre todo las pocas veces en que muestran su expresión más profunda, ¿pero cuándo deja ver esa expresión admirable? Nunca en un salón, donde podría incrementar su notoriedad, únicamente en alguna ocasión paseando, sola o conmigo; entonces es muy capaz de enternecerse con la desgracia de cualquier rústico repugnante, por ejemplo. “Conserva un poco de esa mirada sublime —le digo yo entonces— para los salones que visitaremos esta noche”. Ni por asomo; acepta seguirme a las reuniones sociales y su rostro noble y puro asume la expresión más bien altiva y poco alentadora de la obediencia pasiva». El general no regateaba ningún esfuerzo, como se ve, para encontrar un yerno conveniente, pero era cierto cuanto decía. Los cortesanos, que no tienen nada que ver en sus interiores, están muy atentos a cuanto sucede fuera y se habían percatado de que, precisamente en los días en que a Clelia le era más difícil salir de sus ensueños y fingir interés por algo, a la duquesa le gustaba acercarse a ella e intentaba hacerla hablar. El pelo de Clelia era rubio ceniza y contrastaba en un efecto muy suave con las mejillas suavemente coloreadas, más bien pálidas, por lo general. Le hubiera bastado a cualquier observador atento considerar la forma de la frente para darse cuenta de que aquel aspecto tan noble y aquel ademán tan por encima de los encantos habituales emanaban de un real desinterés por todo lo vulgar. Se trataba de una ausencia de interés por las cosas, no de una imposibilidad de tal interés. Desde que su padre era gobernador de la ciudadela, Clelia se encontraba feliz o, por lo menos, no se encontraba a disgusto, en sus habitaciones altísimas. La terrible cantidad de escalones que había que subir para llegar al palacio del gobernador, situado en la plataforma de la gran torre, alejaba a las visitas molestas; tal era la causa, puramente material, por la que Clelia gozaba de una libertad conventual. En tal circunstancia encontraba casi la plenitud del ideal de felicidad que, durante una época de su vida, había pensado buscar en la vida religiosa. Le inspiraba una especie de horror el mero pensamiento de poner su querida soledad y sus pensamientos íntimos a disposición de un joven a quien el título de marido autorizaría a turbar toda aquella vida interior. Si la soledad no era una vía de la felicidad, por lo menos le había servido para evitar las sensaciones demasiado dolorosas. El día en que llevaron a Fabricio a la fortaleza, la duquesa vio a Clelia en el salón del ministro del interior, el conde Zurla. Todo el mundo se arracimaba alrededor de ellas dos. Aquella noche la belleza de Clelia superaba a la de la duquesa. Había en los ojos de la muchacha una expresión tan singular y tan profunda que los hacían casi indiscretos. Reflejaban piedad en sus miradas, pero también indignación y cólera. La alegría y la brillantez de las ideas de la duquesa parecían sumir a Clelia en un estado de dolor que rozaba el horror. «¡Qué gritos no proferirá esta pobre mujer, qué gemidos, cuando se entere de que su amante, ese joven de tan gran corazón y de figura tan noble, acaba de ser arrojado a la cárcel! ¡Y esa mirada del soberano que lo está condenando a muerte! ¡Ay, poder absoluto, cuándo dejarás de oprimir a Italia! ¡Tantas almas viles y venales! ¡Y que yo sea la hija de un carcelero, que no me haya atrevido a negar tan aristocrática condición cuando no me he dignado a contestar a Fabricio, a él, que en una ocasión fue mi benefactor! ¿Qué pensará ahora de mí, en su celda, con una lamparilla como única compañía?». Trastornada con esta idea, Clelia dejaba discurrir una mirada espantada por la magnífica iluminación de los salones del ministro del interior. Jamás —se comentaba en el círculo de cortesanos que se formaba alrededor de las dos bellezas de moda y que trataba de mezclarse en su conversación—, jamás se habían hablado tan animadamente y con tanta intimidad. ¿Estaría la duquesa —siempre vigilante para conjurar los odios que suscitaba el primer ministro— pensando en concertar algún matrimonio importante para Clelia? Abonaba esta conjetura un dato que nunca hasta entonces se había presentado a la observación de la corte; en los ojos de la muchacha había más fuego y más pasión, incluso, si cupiera hablar así, que en los de la bella duquesa. Ésta, por su parte, estaba asombrada y puede decirse, en honor suyo, que encantada con aquella gracia nueva que descubría en la solitaria joven. Hacía ya más de una hora que la contemplaba experimentando un placer que muy rara vez había sentido contemplando a una rival. «¿Qué pasa? —se preguntaba la duquesa—; nunca ha estado Clelia tan guapa, ni ha tenido un aire tan conmovedor. ¿Habrá hablado su corazón?… Si ha sido así, no hay duda de que es un amor desgraciado, pues en el fondo de esa vivacidad tan nueva hay un dolor sombrío… ¡Pero los amores desdichados son silenciosos! ¿Será que trata de volver a interesar a algún inconstante mediante un triunfo en sociedad?». Y la duquesa miraba con la mayor atención a los jóvenes que había por allí. Por ninguna parte vio ninguna expresión especial, todas las miradas eran las habituales de fatuidad más o menos satisfecha. «Aquí hay algo milagroso —seguía diciéndose la duquesa, incómoda por no poder adivinar lo que pasaba—. ¿Dónde está el conde Mosca, que es tan listo? No, no me equivoco en absoluto, Clelia me mira con atención y como si yo despertara en ella un interés absolutamente nuevo. ¿Será por orden de su padre, ese vil cortesano? Yo pensaba que esta alma noble y joven sería incapaz de rebajarse a los intereses del dinero. ¿Tendrá el general Fabio Conti que hacerle alguna petición decisiva al conde?». A eso de las diez, un amigo de la duquesa se acercó hasta ella y le dijo algo en voz baja; ella se puso muy pálida; Clelia le tomó la mano y se atrevió a apretársela. —Se lo agradezco; ahora la entiendo… ¡Tiene usted un alma bella! —dijo la duquesa, sobreponiéndose con dificultad; apenas tenía fuerza para pronunciar aquellas pocas palabras. Sonrió muy visiblemente a la dueña de la casa, que se levantó para acompañarla hasta la puerta del último salón. Tales honores sólo se rendían a las princesas de nacimiento y a la duquesa le parecieron un cruel contrasentido con su posición actual. Sonrió, pues, largamente a la condesa Zurla, pero pese a los denodados esfuerzos que hizo no pudo dirigirle una sola palabra. Los ojos de Clelia se inundaron de lágrimas al ver pasar a la duquesa por aquellos salones, llenos en aquel momento de la sociedad más brillante de Parma. «¿Cómo se sentirá esta pobre mujer —pensaba— en cuanto se vea sola en su coche? ¿Será una indiscreción si me ofrezco a acompañarla? No me atrevo… ¡Cómo le consolaría al pobre preso, sentado en alguna espantosa celda, acompañado sólo por su lamparilla, saber hasta qué punto es amado! ¡En qué espantosa soledad lo han hundido! ¡Y nosotros aquí, en estos salones tan brillantes! ¡Qué horror! ¿Habría algún modo de hacerle llegar unas palabras? Aunque eso sería traicionar a mi padre; ¡está en una situación tan delicada, entre los dos partidos! ¿Qué le podría pasar si quedara expuesto al odio apasionado de la duquesa, que dispone de la voluntad del primer ministro, dueño y señor, a su vez, de las tres cuartas partes de los asuntos del estado? Además el príncipe se ocupa personalmente de todo lo que pasa en la fortaleza y no admite la menor broma sobre esa cuestión; el miedo hace cruel a la gente… ¡En cualquier caso Fabricio (Clelia no lo llamaba ya Sr. del Dongo) es mucho más digno de lástima!… ¡Él está en un peligro mucho mayor que el de perder un puesto lucrativo!… ¿Y la duquesa?… ¡Qué pasión tan terrible, el amor!… ¡Y, sin embargo, todos esos embaucadores mundanos hablan de él como de una fuente de felicidad! ¡Las mujeres mayores dan lástima porque ya no pueden sentir o inspirar amor!… ¡Nunca olvidaré lo que acabo de ver; qué súbita transformación! ¡Qué tristes, qué apagados se han quedado los ojos de la duquesa, tan bellos un instante antes, tan radiantes, cuando el marqués N*** le ha dado la noticia fatal!… ¡Debe ser muy digno de ser amado Fabricio!…». En medio de aquellas serias reflexiones, que ocupaban enteramente su espíritu, las frases ingeniosas y los cumplidos que no habían dejado de decirle le parecieron aún más desagradables que de costumbre. Para librarse de ellos, se acercó a una ventana abierta, a medias tapada por una cortina de tafetán; confiaba en que nadie tuviera el atrevimiento de seguirla hasta aquella especie de retiro. La ventana daba a un pequeño naranjal que durante el invierno se cubría con un tejadillo. A Clelia le pareció delicioso el aroma de sus flores; era como si aquel placer devolviera alguna paz a su alma… «Es verdad que tiene un aspecto muy noble —pensaba—, ¡pero inspirar semejante pasión en una mujer tan distinguida!… Ella ha tenido la grandeza de rechazar los agasajos del príncipe; si se hubiera dignado aceptarlo, habría sido la reina de sus estados… Dice mi padre que la pasión del soberano era tan fuerte que se hubiera casado con ella si hubiera sido libre… ¡Y este amor por Fabricio dura desde hace tanto tiempo! ¡Sí —se siguió diciendo tras unos instantes de reflexión—, fue hace cinco años. Ya me maravilló el hecho entonces, cuando tantas cosas pasaban ante mí sin que mis ojos de niña pudieran verlas! ¡Qué admiración parecían tener aquellas dos señoras por Fabricio!…». A Clelia le complació comprobar que ninguno de los jóvenes que con tanta insistencia la requebraban se había atrevido a acercarse al balcón. Uno de ellos, el marqués Crescenzi, había dado unos pasos en aquella dirección, pero se había detenido cerca de una mesa de juego. «Si yo tuviera desde mi ventanita del palacio de la fortaleza —pensaba—, la única con sombra, una vista como ésta, con unos naranjos tan bonitos, mis ideas serían menos tristes; pero el único paisaje que tengo son las enormes piedras de la torre Farnesio… ¡Ay —exclamó, estremecida—, será allí donde seguramente lo han metido! A ver si puedo hablar con don César; seguro que es menos severo que el general. Por descontado que mi padre no me dirá nada cuando volvamos a la fortaleza, pero don César me lo contará todo… Tengo dinero; podría comprar algunos naranjos y colocarlos debajo de la ventana de mi jaula, así me taparían el grueso muro de la torre Farnesio. Me va a parecer mucho más odioso ahora que conozco a una de las personas a las que priva de luz… Sí, es la tercera vez que lo veo; una vez en la corte, en el baile de cumpleaños de la princesa; otra, hoy, rodeado de gendarmes, mientras ese horrible Barbone pedía que le pusieran las esposas; y, ¡bueno!, en el lago de Como… Hace ya cinco años de eso; ¡qué pinta de travieso tenía entonces! ¡Con qué cara miraba a los gendarmes y qué miradas tan singulares le dirigían a él su madre y su tía! Sin duda aquel día ocultaban algo, tenían algún secreto suyo… Durante mucho tiempo, pensé que él tenía miedo de los gendarmes… —Clelia volvió a estremecerse—. ¡Qué pocas cosas sabía! Seguramente, ya entonces la duquesa tenía un interés especial en él… ¡Cuánto nos hizo reír al poco rato, cuando aquellas señoras, a pesar de su evidente preocupación, se habituaron un poco a la presencia de una extraña!… ¡Y esta noche no he sido capaz de contestar a las palabras que me ha dirigido!… ¡Ay, ignorancia y timidez, cuántas veces tomáis la apariencia de los sentimientos más negros! ¡Y tengo ya más de veinte años!… ¡No me equivocaba cuando pensaba meterme en el convento! La verdad es que estoy hecha para la vida retirada. “¡Digna hija de un carcelero!”, habrá pensado él. Me desprecia; en cuanto pueda escribir a la duquesa, le comentará mi falta de delicadeza, y la duquesa pensará que soy una niña hipócrita, después de que esta noche haya podido pensar que era muy sensible a su desgracia». Clelia se dio cuenta de que se acercaba alguien con la intención, aparentemente, de ponerse a su lado en aquel balcón de hierro. Le molestó y al mismo tiempo se reprochó sentirse molesta. Aquellos pensamientos de los que el importuno venía a sacarla no carecían de cierta dulzura. «¡Este inoportuno se va a encontrar con un bonito recibimiento!» —se dijo. Estaba ya volviendo la cabeza con una mirada altiva, cuando vio el rostro tímido del arzobispo que se acercaba al balcón con unos pasos leves. «Este santo varón carece de mundo —se dijo Clelia— ¿A santo de qué venir a molestar a una pobre chica como yo? Lo único que tengo es mi tranquilidad». Iniciaba ya un saludo respetuoso, aunque no carente de distancia altiva, cuando el prelado le dijo: —¿Se ha enterado de la horrible noticia, señorita? Los ojos de la joven habían cambiado ya completamente de expresión; pero siguiendo órdenes cien veces repetidas de su padre, contestó aparentando una ignorancia que su mirada contradecía abiertamente: —No sé nada, monseñor. —Mi primer vicario general, el pobre Fabricio del Dongo, que es tan culpable de la muerte de ese bandido de Giletti como pueda serlo yo, ha sido secuestrado en Bolonia, donde vivía con el nombre supuesto de José Bossi, y lo han encerrado en vuestra ciudadela. Lo han traído encadenado al coche que lo llevaba. Una especie de carcelero llamado Barbone, expresidiario indultado hace tiempo tras haber asesinado a uno de sus hermanos, ha pretendido proceder violentamente contra Fabricio, pero mi joven amigo no es hombre que tolere un insulto. Ha tirado por tierra a su infame adversario, lo que le ha costado que lo llevaran esposado a un calabozo a más de seis metros bajo tierra. —Esposado no. —¡Ah! ¡Usted sabe algo! —exclamó el arzobispo, y en la cara del anciano se borró la intensa expresión de desaliento—; pero, antes que nada, tome, no vaya a ser que se acerque alguien a este balcón y nos interrumpa, ¿tendría usted la caridad de entregarle en persona este anillo pastoral a don César? La muchacha había cogido el anillo, pero no sabía bien dónde guardarlo para que no se le perdiera. —Póngaselo en el pulgar —le dijo el arzobispo; y él mismo se lo colocó en el dedo—. ¿Puedo contar con usted para que le llegue este anillo? —Sí, monseñor. —¿Me prometerá usted guardar secreto sobre lo que le voy a decir ahora, aun en el caso de que no le parezca bien acceder a la petición que le voy a hacer? —Naturalmente que sí, monseñor —respondió la muchacha, temblando al observar la cara seria y sombría con que súbitamente la miraba el anciano; y añadió—: nuestro respetable arzobispo sólo puede darme órdenes dignas de él y de mí. —Dígale a don César que le recomiendo a mi hijo adoptivo. Sé que los policías que lo han secuestrado no le han dado tiempo para coger su breviario, yo le ruego a don César que le haga llegar el suyo, y si su señor tío quiere enviar a alguien mañana al arzobispado, yo me encargo de restituirle el libro que haya dado a Fabricio. También le ruego a don César que le haga llegar igualmente al Sr. del Dongo el anillo que ahora lleva esa mano tan bonita. El arzobispo fue interrumpido en este punto por el general Fabio Conti que venía a recoger a su hija para llevarla al coche. Mantuvieron entonces una pequeña conversación en la que el prelado no dejó de estar hábil. Sin referirse en ningún momento al nuevo prisionero, se las arregló para colocar oportunamente en el curso de sus razonamientos algunas máximas morales y políticas, como: «Hay momentos de crisis en la vida de las cortes que son decisivos para las existencias de los más grandes personajes; seria una imprudencia considerable convertir en odio personal la situación de alejamiento político que a menudo no es más que un simple resultado de posturas opuestas». Y dejándose llevar un poco por el profundo disgusto que le causaba una detención tan imprevista, llegó a decir que seguramente era conveniente mantener las posiciones de que se gozaba, pero que sería una imprudencia sumamente gratuita atraerse para lo sucesivo odios furibundos por prestarse a ciertas cosas que no se olvidan. Cuando el general estuvo en su carroza sentado al lado de su hija comentó: —Bien pudiera decirse que esto son amenazas… ¡Amenazas a un hombre de mi condición! Y no hubo más intercambio de palabras entre padre e hija durante veinte minutos. En el momento en que el arzobispo le dio el anillo, Clelia pensó que cuando estuviera en el coche con su padre le hablaría del pequeño servicio que le encargaba el prelado. Pero cuando oyó la palabra amenazas, pronunciada con ira, se convenció de que su padre interceptaría el encargo. Se tapó el anillo con la mano izquierda y lo apretó con pasión. Durante todo el tiempo que emplearon en ir del Ministerio del Interior a la ciudadela estuvo preguntándose si no sería un delito no hablar de todo aquello con su padre. Era una muchacha muy piadosa, muy medrosa, y el corazón, tan tranquilo por lo común, le latía con una violencia inusual. Al cabo, se oyó el quién vive del centinela de guardia en la muralla, por encima de la puerta, cuando el coche se acercaba, sin que Clelia hubiera encontrado las palabras adecuadas que predispusieran a su padre favorablemente. ¡Tenía tanto miedo a una negativa! Tampoco se le ocurrió nada mientras subían los trescientos sesenta escalones que llevaban al palacio del gobernador. Corrió a hablar con su tío, que refunfuñó y se negó a prestarse a nada. Capítulo decimosexto —¡Bueno —exclamó el general cuando vio a don César, su hermano—; seguro que la duquesa está ya disponiéndose a gastar cien mil escudos para burlarse de mí y organizar la fuga del prisionero! Ahora tenemos que dejar a Fabricio en su prisión, en lo más alto de la ciudadela de Parma; está bien guardado, allí volveremos a encontrárnoslo, aunque quizá un poco cambiado. Ocupémonos, pues, de la corte, donde intrigas sumamente complicadas y, sobre todo, la pasión de una mujer desdichada, decidirán su suerte. Cuando subía los trescientos noventa escalones de su prisión en la torre Farnesio, Fabricio, que tanto había temido aquel momento, se dio cuenta de que no tenía tiempo para pensar en su desgracia. Cuando entró en su casa, al volver de los salones del conde Zurla, la duquesa despidió a las doncellas con un gesto. Luego se dejó caer, vestida, en la cama. «¡Fabricio —prorrumpió en voz alta— está en poder de sus enemigos, y puede que por mi culpa lo envenenen!». Resulta difícil describir el momento de desesperación que siguió a esta consideración de la situación en una mujer tan poco razonable, tan esclava de la sensación del momento y, aunque sin confesárselo, perdidamente enamorada del joven prisionero. Profirió gritos inarticulados, tuvo transportes de rabia, sufrió convulsiones, pero no asomó ni una lágrima. Había despedido a sus doncellas para que no la vieran; había pensado que estallaría en sollozos nada más encontrarse sola; pero las lágrimas, ese primer consuelo de los grandes dolores, no aparecieron en absoluto. La cólera, la indignación, el sentimiento de haber quedado por debajo del príncipe, dominaban por encima de todo en aquel espíritu altivo. «¡Qué humillación! —exclamaba a cada momento—; ¡no sólo me ofende, sino que encima juega con la vida de Fabricio! ¡Me vengaré! ¡Está bien, mi señor! ¡Usted me mata y yo lo acato, suyo es el poder, pero yo me cobraré con su vida! ¡Ay! ¿Pero de qué te serviría eso a ti, pobre Fabricio? ¡Qué diferencia con el día en que estaba dispuesta a irme de Parma! ¡Y yo que entonces me creí desgraciada…! ¡Qué ceguera! Iba a romper con todos los hábitos de una vida agradable; ¡ay!, no me daba cuenta de que estaba ante un acontecimiento que iba a cambiar mi suerte para siempre. Si el conde, siguiendo sus despreciables costumbres de servil cortesano, no hubiera suprimido la expresión procedimiento injusto en la nota fatal que la vanidad del príncipe me concedía, ahora estaríamos salvados. Había tenido la suerte más que la habilidad —tengo que reconocerlo— de picar su amor propio en lo tocante a su querida ciudad de Parma. Entonces jugaba con la amenaza de marcharme, entonces era libre. ¡Dios mío! ¡Ahora soy su esclava! ¡Ahora estoy clavada en esta cloaca infame, y Fabricio encadenado en la ciudadela, en esa ciudadela que ha sido la antesala de la muerte para tanta gente ilustre! ¡Ahora no puedo dominar a ese tigre con el temor de que pueda abandonar su cueva! Es lo suficientemente listo como para darse cuenta de que nunca me alejaré de esa torre infame donde está encadenado mi corazón. Y ahora la vanidad herida de ese hombre puede sugerirle las ideas más singulares. Su insólita crueldad no hará más que excitar su vanidad desmedida. Volverá con sus viejas e insustanciales proposiciones galantes; quizá me diga “O acepta usted el ofrecimiento de su esclavo, o Fabricio perece”; pues bien, en tal caso, repetiremos la vieja historia de Judit…, aunque lo que para mí no sería más que un suicidio, para Fabricio sería un asesinato; porque el memo del sucesor, nuestro príncipe heredero, y el infame verdugo Rassi ahorcarían a Fabricio como cómplice mío». La duquesa gritó. Aquella alternativa, a la que no veía salida posible, atormentaba su desdichado corazón. Su confundida inteligencia no vislumbraba ninguna otra posibilidad para el futuro. Durante diez minutos se estremeció como una perturbada; finalmente, el agotamiento le indujo un sueño que la sacó por unos instantes de aquel horrible estado, tenía la vida aniquilada. A los pocos minutos se despertó sobresaltada y se encontró sentada en la cama; estaba convencida de que el príncipe quería cortarle la cabeza a Fabricio ante sus ojos. ¡Qué mirada perdida no lanzaría en su derredor! Cuando finalmente se persuadió de que no tenía delante ni al príncipe ni a Fabricio, volvió a caer en la cama a punto de desvanecerse. Su debilidad física era tal, que no tenía fuerzas ni para cambiar de postura. «¡Dios mío! ¡Si al menos pudiera morirme!… —se dijo—. ¡Pero qué cobardía! ¡Abandonar a Fabricio en su desgracia! Yo no razono… Veamos, consideremos la realidad; encaremos con calma la atroz situación en que me he metido como por capricho. ¡Qué atolondramiento funesto! ¡Venir a la corte de un príncipe absoluto! ¡Un tirano que conoce a todas sus víctimas, que en cada una de sus miradas ve un desafío a su poder! ¡Eso es lo que ni el conde ni yo vimos, ay, cuando dejé Milán! Me imaginé las galas y gracias de una corte amable; un poco inferior, ciertamente, pero muy semejante a la de los buenos tiempos del príncipe Eugenio. »Estando lejos, no es posible hacerse a la idea de lo que es la autoridad de un déspota que conoce de vista a todos sus súbditos. La forma exterior del despotismo es como la de cualquier gobierno de otro orden: hay jueces, por ejemplo, pero son Rassis; ¡ese monstruo!, seguro que no Le parecería nada extraordinario mandar ahorcar a su propio padre si se lo ordenara el príncipe… diría que era su deber… ¡Y si lo sobornara! ¡Pobre de mí; no tengo con qué! ¿Qué podría ofrecerle? ¿Cien mil francos? Dicen que cuando se libró de la última puñalada que intentaron asestarle —gracias al aborrecimiento que el cielo profesa a este pobre país—, el príncipe le envió un cofrecillo con diez mil cequíes de oro. ¿Cuánto haría falta, pues, para corromperlo? Esa alma enfangada, que no ha visto otra cosa que desprecio en las miradas de los hombres, experimenta ahora el placer de ver el miedo, incluso respeto, en esas mismas miradas. Podría llegar a ser ministro de Policía, ¿por qué no? En tal caso, las tres cuartas partes de los habitantes del país se convertirán en sus cortesanos envilecidos y temblarán delante de él con el mismo servilismo con que él tiembla ante el soberano. »No puedo huir de este odioso lugar, tengo que serle útil a Fabricio. ¡Vivir sola, solitaria y desesperada! ¿Qué puedo hacer yo por Fabricio? Vamos, ponte en marcha, mujer desventurada; haz lo que debes; ve al mundo, finge que no piensas en Fabricio… ¡Fingir que te olvido, ángel mío!». Con estas últimas palabras, la duquesa se deshizo en lágrimas. Por fin podía llorar. Tras entregarse durante una hora a tal debilidad humana, se dio cuenta, con algún consuelo, de que empezaban a aclarársele las ideas. «¡Tener la alfombra mágica —soñó—; sacar a Fabricio de la ciudadela; refugiarme con él en algún lugar dichoso donde no pudieran perseguirnos, París, por ejemplo. Allí podríamos vivir, primero, con los mil doscientos francos que el administrador de su padre me hace llegar con tan divertida puntualidad. Yo podría reunir cien mil francos con los despojos de mi fortuna!». La imaginación de la duquesa repasaba los detalles de la existencia que podría llevar a trescientas leguas de Parma y en ello hallaba momentos de inefable delicia. «Allí —seguía soñando—, podría sentar plaza con un nombre supuesto… En algún regimiento de esos valientes franceses, el joven Valserra se haría muy pronto con una reputación. Por fin sería feliz». Tales imaginaciones venturosas le provocaron otra vez las lágrimas, pero ahora eran lágrimas dulces. ¡En algún sitio existía aún la felicidad! Permaneció en aquel estado mucho tiempo. A la pobre mujer le daba horror volver a considerar la espantosa realidad. Finalmente, cuando el crepúsculo del día empezaba a dibujar con una línea blanca las copas de los árboles de su jardín, se dominó. «Dentro de unas horas —se dijo— estaré en el campo de batalla; tendré que actuar y, si me sucede algo irritante, si al príncipe le da por decirme algo de Fabricio, no sé si podré mantener la calma. No puedo dejar pasar más tiempo, tengo que tomar alguna decisión. »Si me declaran culpable de algún crimen de Estado, Rassi confiscará inmediatamente todo lo que hay en este palacio. Como ya es una costumbre en nosotros, el día uno el conde y yo quemamos todos los papeles que hubiera podido utilizar la policía en contra nuestra; lo divertido es que él es el ministro de Policía. Tengo tres diamantes de cierto valor. Mañana le mandaré a Fulgencio, mi antiguo barquero de Grianta, que los lleve a Ginebra y que los guarde en algún lugar seguro. Si alguna vez Fabricio consigue escapar (¡Quiéralo Dios! —exclamó santiguándose—), lo que es seguro es que a ese grandísimo cobarde del marqués del Dongo le parecerá pecado enviar pan a un hombre perseguido por un príncipe legítimo; entonces por lo menos tendrá mis diamantes, tendrá pan. »Separarme del conde, sí… Me sería imposible encontrarme a solas con él después de lo que acaba de pasar. ¡Pobre hombre! No tiene nada de malo, todo lo contrario; sólo es débil. Su alma vulgar no está a la altura de las nuestras. ¡Pobre Fabricio! ¡Y que no puedas estar aquí, aunque sólo fuera un momento, conmigo, para decidir juntos qué hacer ante los peligros que nos aguardan! »La meticulosa prudencia del conde no haría más que estorbar cualquier proyecto mío, pero, por otra parte, no puedo arrastrarlo en mi caída…, ¿pues por qué no iba a meterme en la cárcel ese tirano vanidoso…? Podría acusarme de haber conspirado, ¿hay algo más fácil de probar? Si me enviara a su ciudadela y, a fuerza de sobornos, pudiera hablar con Fabricio, aunque sólo fuera un instante, ¡con qué serenidad iríamos juntos a la muerte! Pero dejemos estas locuras. Su Rassi le aconsejaría acabar conmigo con algún veneno. Mi presencia en las calles, en una carreta, podría conmover la sensibilidad de sus queridos parmesanos… ¡Vaya, otra vez con novelerías! ¡Ay! ¡Aunque bien se le pueden perdonar estas fantasías a una pobre, mujer que afronta una realidad tan triste! Lo cierto es que el príncipe no me enviará a la muerte, pero nada le resultará más fácil que arrojarme a la cárcel y dejarme allí. Mandará esconder en algún rincón de mi palacio toda clase de papeles comprometedores como han hecho con el pobre L… Y luego tres jueces —no necesariamente muy viles, pues contarán con lo que ellos llaman piezas de convicción— y una docena de testigos falsos serán más que suficientes. Me podrán condenar a muerte por haber conspirado; tras ello, el príncipe, en su infinita clemencia, considerando que en otro tiempo tuve la fortuna infinita de haber sido admitida en su corte, conmutará mi pena por diez años de cárcel en la fortaleza. Aunque yo, para no desmentir ese violento carácter mío que tantas tonterías ha hecho decir a la marquesa Raversi y demás enemigos, tendré la osadía de envenenarme. Por lo menos, es lo que todo el mundo querrá creer; aunque apuesto a que Rassi se presentará en mi calabozo para traerme con toda cortesía, de parte del príncipe, algún frasquito de estricnina o de opio de Perusa. »Sí, mi ruptura con el conde tiene que ser notoria, no quiero arrastrarle en mí caída, eso sería una infamia. ¡Pobre; me ha querido tan candorosamente! La tonta fui yo, por creer que un auténtico cortesano tendría el suficiente espíritu como para poder amar. Con toda probabilidad, el príncipe encontrará algún pretexto para meterme en la cárcel; tendrá miedo de que pueda influir en la opinión pública con respecto a Fabricio. El conde es un hombre de honor, y, en cuanto se entere, hará lo que los fatuos de esta corte, en su estupor, calificarán de locura: abandonará la corte. La noche de la nota desafié la autoridad del príncipe, puedo esperármelo todo de su vanidad herida. ¿Puede olvidar un príncipe de nacimiento una sensación como la que yo le produje aquella noche? Por otra parte, el conde, tras nuestra ruptura, estará en mejor posición para ayudar a Fabricio. Aunque, ¿y si el conde, desesperado por mi decisión, decidiera vengarse…? Pero ésa es una de las ideas que al conde no se le ocurrirían jamás. No tiene ese espíritu esencialmente vil que tiene el príncipe. El conde puede llegar a firmar, llorando de rabia, un decreto infame, pero es un hombre de honor. Y además, ¿de qué iba a vengarse? ¿De que, tras haberlo amado durante cinco años, sin hacerle a su amor la menor ofensa, le diga: “Mi querido conde, he tenido la dicha de amarle; ahora esa llama se apaga. Ya no lo quiero, pero conozco hasta el último rincón de su corazón, le guardo a usted una honda estima y será para siempre el mejor de mis amigos”? ¿Qué podría responder un hombre galante a una afirmación tan sincera? »Buscaré un nuevo amante; eso creerá la gente, por lo menos. Le diré al nuevo amante: “En el fondo, el príncipe tiene razón en castigar el dislate de Fabricio; pero estoy segura de que el día de su fiesta su graciosa majestad le concederá la libertad”. De ese modo gano seis meses. La prudencia aconseja que el nuevo amante sea Rassi, ese juez corrupto, ese infame verdugo… se sentiría ennoblecido y, de hecho, conmigo, entraría en la buena sociedad. ¡Perdóname, Fabricio querido, pero semejante esfuerzo está más allá de lo que me siento capaz! ¡Dios mío, ese monstruo, todavía manchado con la sangre del conde P. y D.! ¡Me desmayaría de horror cuando se me acercara o, más probablemente, cogería un cuchillo y se lo clavaría en su innoble corazón. No me pidas cosas imposibles! »¡¡Sí, sobre todo, olvidar a Fabricio!, y que no se note ni una sombra de ira contra el príncipe. Exhibir mi habitual alegría, que a esas almas encenagadas les parecerá más amable, primero, porque creerán que me someto gustosamente a su soberano y, después, porque, lejos de burlarme de ellos, estaré pendiente de encomiar sus limitados méritos y virtudes; al conde Zurla, por ejemplo, le ponderaré esa pluma blanca del sombrero que se ha hecho traer de Lyon con un correo y que tan contento lo tiene. »Buscar un amante en el partido de la Raversi… Si el conde se va, ése será el partido del gobierno; serán ellos quienes tengan el poder. Y será un amigo de la Raversi quien gobierne la ciudadela, pues Fabio Conti será el primer ministro. ¿Cómo podrá el príncipe, hombre sociable e inteligente al cabo, acostumbrado al sugestivo modo de trabajar del conde, despachar con esa vaca, con ese rey de los tontos, cuya única preocupación en la vida ha consistido en dilucidar si tenían que ser siete o nueve los botones de la pechera de los soldados de Su Alteza? ¡Unos bestias y unos cretinos, Fabricio, y me tienen envidia; por eso estás en peligro! ¡Y son esos bestias cretinos quienes van a decidir tu destino y el mío! ¡No hay que consentir, pues, que el conde dimita! ¡Que se quede, aunque tenga que someterse a ciertas humillaciones! Piensa que presentar la dimisión es el mayor sacrificio que pueda hacer un primer ministro, y cada vez que el espejo le revela que envejece, me ofrece ese sacrificio. Así pues, ruptura absoluta, sí; y reconciliación, sólo en el caso de que ése sea el único medio de impedirle que abandone el gobierno. Lo despediré, naturalmente, del modo más amistoso que pueda; pero después de la omisión de la expresión procedimiento injusto en la nota del príncipe a que le indujo su servilismo cortesano, siento que para no odiarlo lo mejor será que pase unos meses sin verlo. No me hacía ninguna falta su inteligencia en aquella noche decisiva. Lo único que tenía que hacer era escribir lo que yo dictaba, escribir aquella frase que yo había conseguido gracias a mi carácter, pero tuvieron que imponerse sus hábitos de cortesano adulador. Al día siguiente decía que no podía haber hecho firmar una cosa absurda a su príncipe; que lo que hubiéramos necesitado era una cédula de gracia. ¡Dios mío! Con esa gente, con esos monstruos de vanidad y rencor, con los Farnesio, hay que coger lo que se pueda». Este último pensamiento reavivó toda la cólera de la duquesa. »El príncipe me ha engañado —se decía—. ¡Y con cuánta cobardía!… No tiene excusa. Es un hombre inteligente, rápido, sensato; lo único que tiene de mezquino son sus pasiones. Lo hemos observado el conde y yo muchas veces, su inteligencia se hace vulgar en cuanto imagina que lo han querido ofender. Bueno, pues el crimen de Fabricio no tiene nada que ver con la política, no es más que un asesinato de poca monta, como los cientos que se cometen en sus felices dominios; además, el conde me ha asegurado que ha mandado recoger la información más veraz y que Fabricio es inocente. No le faltaba audacia a ese Giletti, que, viéndose a dos pasos de la frontera, tuvo súbitamente la tentación de deshacerse de un rival afortunado». En este punto la duquesa se detuvo un rato bastante largo para examinar si cabía admitir culpabilidad en Fabricio. No es que a ella le pareciera que fuera ningún pecado grave que un aristócrata de la categoría de su sobrino se deshiciera de un histrión impertinente, pero, en su desesperación, empezaba a sentir vagamente que iba a tener que pelear para probar la inocencia de Fabricio. «No —se dijo finalmente—, una prueba decisiva de la inocencia de Fabricio es que, igual que el pobre Pietranera, que siempre iba con armas en los bolsillos, el día en cuestión no llevaba más que una mala escopeta de un solo cañón y prestada, además, por uno de sus obreros. »Odio al príncipe porque me ha engañado, y de la manera más cobarde. Después de su nota con el perdón, manda secuestrar al pobre muchacho en Bolonia, etcétera. Pero esa cuenta me la va a pagar». Hacia las cinco de la madrugada, la duquesa, agotada por tan largo acceso de desesperación, llamó a sus doncellas, que lanzaron un grito cuando la vieron. Estaba en la cama, vestida, con los diamantes todavía puestos, tan pálida como las sábanas, con los ojos cerrados…; les pareció como si estuviera amortajada en su lecho de muerte. Si no hubieran reparado en que acababa de llamarlas, hubieran pensado que estaba desmayada. De vez en cuando, alguna lágrima aislada corría por sus mejillas insensibles; las doncellas comprendieron, a una señal suya, que quería que la ayudaran a acostarse. Tras la velada del ministro Zurla, el conde se había presentado dos veces en casa de la duquesa, y las dos fue rechazado. Le había escrito que tenía que pedirle consejo: ¿Debía mantenerse en su cargo, aun después de la ofensa que habían tenido la osadía de hacerle? Y añadía: «El chico es inocente; pero aunque fuera culpable, ¿era admisible que se le hubiera detenido sin habérselo comunicado antes a él, su protector reconocido?». La duquesa no vio aquella nota hasta la mañana siguiente. El conde no era un hombre virtuoso; conviene recordar qué entienden los liberales por virtuoso; esto es: el que se esfuerza por conseguir la felicidad para la mayoría. Al conde eso le parecía una simpleza; se creía en la obligación de buscar ante todo la felicidad del conde Mosca de la Rovere; pero era un hombre de honor y absolutamente sincero cuando hablaba de dimisión. Jamás había mentido a la duquesa. Ésta, por su parte, no prestó la menor atención a aquella carta. Su decisión, una penosa decisión, estaba tomada, fingir que había olvidado a Fabricio; tras aquel esfuerzo, todo lo demás le era indiferente. Al día siguiente, el conde, que había ido hasta diez veces al palacio Sanseverina, fue finalmente admitido a eso del mediodía. Cuando vio a la duquesa se quedó espantado… «¡Tiene cuarenta años! —se dijo—. ¡Ayer tan brillante! ¡Tan joven!… Todo el mundo ha comentado lo joven y lo seductora que estaba mientras hablaba largo y tendido con Clelia Conti». La voz y el tono de la duquesa eran tan extraños como su aspecto. Aquel tono, en el que no había la menor pasión, ni el menor interés humano, ni el menor indicio de ira, hizo palidecer al conde. Le recordó a un amigo suyo, que, pocos meses antes, en su lecho de muerte, tras haber recibido los últimos sacramentos, había querido hablar con él. Hasta pasados unos minutos, la duquesa no fue capaz de hablar. Le dirigió la mirada, pero sus ojos estaban apagados: —Separémonos, querido conde —le dijo con voz débil, pero bien articulada y en la que podían percibirse sus esfuerzos por parecer amable—, separémonos, ¡es necesario! El cielo es testigo de que, en estos cinco años, mi conducta para con usted ha sido irreprochable. Me ha procurado una existencia brillante frente al aburrimiento que hubiera supuesto mi triste suerte en el castillo de Grianta; sin usted, me hubiera precipitado en la vejez algunos años antes… Por mi parte no me he ocupado de otra cosa que de tratar de que fuera usted feliz. Precisamente porque lo amo le propongo esta separación à la amiable, como dicen los franceses. El conde no entendía nada. Ella se vio obligada a repetírselo varias veces. A él le sobrevino una palidez mortal; se arrojó de rodillas junto a la cama, y le dijo todo lo que el asombro más hondo, primero, y la desesperación más intensa, después, pueden inspirar a un hombre inteligente y apasionadamente enamorado. Le ofreció repetidamente presentar su dimisión, seguirla al retiro que fuere, a mil leguas de Parma… —¡Se atreve usted a hablarme de partir, estando aquí Fabricio! —exclamó ella finalmente, incorporándose a medias; aunque, al darse cuenta de que el nombre de Fabricio producía una impresión penosa, añadió, tras un momento de descanso, apretando levemente la mano del conde—: No, querido amigo, no puedo decirle que le haya amado con la pasión o con el arrobamiento que, cumplidos los treinta años, creo yo, dejan de sentirse; yo ya estoy muy lejos de esa edad. Le habrán dicho que amaba a Fabricio. Sé que el rumor ha corrido por esta corte malvada. (Y por primera vez en la conversación, cuando pronunció la palabra malvada, le brillaron los ojos). Le juro ante Dios, y por la vida de Fabricio, que jamás ha habido nada entre él y yo que no pudiera ver una tercera persona. Tampoco le diré que lo ame como una hermana; lo amo, por decirlo de algún modo, por instinto. Amo su valentía, una valentía tan sencilla y perfecta, que estoy segura de que ni él mismo se da cuenta de que la tiene. Recuerdo que esta admiración empezó en mí a su vuelta de Waterloo. Aún era un niño, pese a sus diecisiete años, y lo que le inquietaba sobre todas las cosas era saber si realmente había estado en la batalla y, en el caso de que la respuesta fuera sí, si podía afirmar que había combatido, él que no había asaltado ninguna batería ni ninguna columna enemigas. Empecé a ver en él una gracia perfecta durante las sesudas discusiones que mantuvimos los dos a propósito de tan importante asunto. Ahí se me reveló su grandeza de alma. ¡Qué cantidad de hábiles mentiras no se hubiera forjado, en su lugar, cualquier joven bien educado! En suma, si él no es feliz, yo tampoco puedo serlo. Mire, ésa es una frase que formula perfectamente el estado de mi corazón. Si no es cierta, expresa, por lo menos, lo que yo siento. El conde, animado por este tono de sinceridad y de intimidad, hizo ademán de besarle la mano; ella la retiró como horrorizada. —Eso se ha acabado ya; soy una mujer de treinta y siete años y me siento a las puertas de la vejez; siento todo su desfallecimiento; quizá esté cerca de la tumba. Un momento terrible, por lo que dicen, y, sin embargo, tengo la sensación de desearlo. Experimento el peor de los síntomas de la vejez: esta espantosa desgracia ha apagado mi corazón, ya no puedo amar. No veo en usted, mi querido conde, más que la sombra de alguien a quien quise. Le diré aún más, es sólo el agradecimiento lo que me permite hablarle. —¿Qué va a ser de mí —le repetía el conde—, ahora que me siento ligado a usted con una pasión mayor aún que la de los primeros días, cuando la veía en la Scala? —Le voy a decir una cosa, amigo mío, hablar de amor me disgusta y me parece indecente. ¡Vamos —dijo tratando, en vano, de sonreír—, valor! Demuestre su inteligencia, su sensatez, su capacidad de reacción ante cualquier circunstancia. Sea conmigo el que realmente es a los ojos de cualquiera, el hombre más hábil y el político más grande que ha dado Italia desde hace siglos. El conde se levantó y paseó en silencio por la habitación durante unos momentos. —¡Imposible, amiga mía —dijo finalmente—, me está desgarrando la pasión más violenta y usted me pide que le pregunte a mi razón! ¡Ya no hay razón para mí! —No me hable de pasiones, se lo ruego —dijo ella con un tono seco. Y fue entonces cuando, por primera vez, tras dos horas de conversación, su voz se moduló con algún tipo de expresión. El conde, aun en medio de su desesperación, trató de consolarla. —¡Me ha engañado —exclamaba ella, sin hacer caso a las razones del conde en el sentido de que no perdiera la esperanza—; el príncipe me ha engañado del modo más cobarde! Su lividez de muerte desapareció por un instante. Pero, incluso en aquel momento de excitación, observó el conde que no tenía fuerzas para levantar los brazos. «¡Dios mío! ¿Será posible que lo que le pasa —se preguntó el conde— es que esté enferma? Pero entonces sería el principio de alguna enfermedad muy grave». Y sumamente inquieto, propuso que llamaran al célebre Razori, el primer médico de Parma y de Italia[28]. —¿Quiere usted darle el gusto a un extraño de enterarse hasta qué punto estoy desesperada?… ¿De quién es ese consejo, de un traidor o de un amigo? Y lo miró con una extraña mirada. «¡Definitivamente —se dijo él con desesperación— ya no me quiere! ¡Ni siquiera me tiene por un hombre de honor corriente!». —Le diré —dijo entonces el conde, hablando con afecto— que, antes de nada, he querido saber los detalles de la detención que nos angustia y, por extraño que parezca, aún no sé nada. He mandado interrogar a los gendarmes de la estación más cercana; vieron llegar al prisionero por la carretera de Castelnovo y recibieron la orden de seguir su sediola. Inmediatamente he enviado a Bruno —ya sabe usted lo leal y diligente que es— con la orden de ir estación tras estación hasta enterarse de cómo fue detenido Fabricio. Cuando la duquesa oyó pronunciar el nombre de Fabricio tuvo una ligera convulsión. —Perdóneme, amigo mío —le dijo al conde cuando pudo hablar—, eso me interesa mucho; cuéntemelo todo, hasta el menor detalle. —Verá, señora —continuó el conde tratando de asumir un tono ligero con objeto de distraerla un poco—, he pensado enviarle a Bruno alguien de confianza para que lo ayude; este ayudante tendría que llegar hasta Bolonia, donde, seguramente, secuestraron a nuestro amigo. ¿De cuándo es su última carta? —De hace cinco días, del martes. —¿La habían abierto en el correo? —No hay ninguna señal de que haya sido abierta. Estaba escrita en un papel horrible y la dirección estaba puesta con letra de mujer. Es la dirección de una vieja lavandera, pariente de mi doncella. La lavandera piensa que se trata de un asunto amoroso, y Chekina le paga los portes de las cartas sin desmentírselo. El conde, que había adoptado decididamente el tono de un hombre de negocios, trató de deducir, discutiéndolo con la duquesa, cuál podía haber sido el día del secuestro en Bolonia. Hasta entonces no se percató, él que de ordinario tenía tanto tacto, de que ése era el tono que tenía que haber asumido. Aquello era lo que interesaba a la desventurada mujer y parecía distraerla un poco. Si el conde no hubiera estado enamorado, se le hubiera ocurrido tan sencilla idea nada más entrar en la habitación. La duquesa le dijo que se fuera a enviar, sin más dilación, las nuevas órdenes a Bruno. Pero como, de pasada, tocaran el asunto de si había habido, o no, sentencia dictada en el momento en que el príncipe había firmado la nota dirigida a la duquesa, ésta aprovechó rápidamente la ocasión para decirle al conde: —No se me ocurrirá nunca reprocharle que haya omitido las palabras procedimiento injusto en la nota que usted escribió y que él firmó. Su instinto de cortesano lo atenazaba. Sin pensar en ello, optó antes por el interés de su señor que por el de su amiga. Ha puesto usted sus actos a mis órdenes, querido conde, y desde hace mucho tiempo. Pero no está en su mano cambiar su natural. Tiene usted una gran capacidad para ser ministro, y tiene también el instinto del oficio. La supresión de la palabra injusto me pierde; pero de ningún modo voy a reprochársela a usted; fue un pecado del instinto, no de la voluntad. —Recuerde bien esto —añadió ella, cambiando de tono y asumiendo un ademán imperioso—: el secuestro de Fabricio no me aflige en absoluto, no tengo la menor veleidad de abandonar este país y tengo el mayor de los respetos por el príncipe. Eso es lo que tiene usted que decir; y esto es lo que tengo yo que decirle a usted: puesto que en lo sucesivo sólo yo voy a decidir sobre mi conducta, quiero separarme de usted amigablemente, como una buena y vieja amiga. Hágase cuenta de que tengo sesenta años; la mujer joven ha muerto en mí; yo ya no puedo incurrir en ninguna exageración en sociedad, yo ya no puedo amar. Pero sería aún más desgraciada de lo que soy si compromete usted su destino. Es posible que entre mis proyectos esté la idea de tomar aparentemente un amante joven, no quisiera que eso le afligiera. Puedo jurarle por la felicidad de Fabricio —y se detuvo medio minuto tras esta palabra— que nunca le he sido infiel, y esto durante un período de cinco años. Es mucho tiempo —prosiguió, y trató de sonreír; sus mejillas, muy pálidas, se estremecieron, pero sus labios no pudieron separarse—. Le juro, además, que nunca lo proyecté ni nunca tuve deseos de hacerlo. Y, una vez aclarado todo esto, déjeme. El conde salió desesperado del palacio Sanseverina. Estaba convencido de que la decisión de la duquesa de separarse de él era firme, y nunca había estado tan locamente enamorado. Me veo obligado, una y otra vez, a insistir en este tipo de cosas, porque fuera de Italia son harto improbables. Al llegar a su casa, envió hasta seis personas distintas a la carretera de Castelnovo y Bolonia con cartas. «Esto no es suficiente —se dijo el desventurado conde—, el príncipe puede tener el antojo de mandar ejecutar a ese pobre chico nada más que para vengarse del tono que empleó con él la duquesa el día de la nota fatal. Yo me di cuenta de que la duquesa estaba sobrepasando ese límite que no se debe franquear jamás y, precisamente para arreglar las cosas, cometí la increíble estupidez de suprimir la expresión procedimiento injusto, la única que podría comprometer al príncipe… Aunque, ¿hay algo que pueda comprometer a esas personas? Ha sido, sin duda, el error más grande de mi vida, ahí me jugué cuanto puede hacerla valiosa para mí. Ahora tengo que reparar esa insensatez a fuerza de habilidad y de esfuerzo; y si al final no consigo nada, ni siquiera sacrificando algo mi dignidad, dejaré a ese hombre. Veremos con quién me sustituye para llevar a cabo sus sueños de alta política, esas ideas suyas de coronarse rey constitucional de la Lombardía… Fabio Conti es un necio y el talento de Rassi no va más allá de arbitrar medios legales para colgar a todo aquel que disgusta al poder». Una vez tomada la firme decisión de renunciar a su cargo si el rigor de las medidas tomadas contra Fabricio fuera más allá de la simple detención, el conde se dijo: «si un capricho de ese hombre vanidoso e imprudentemente desafiado, me cuesta la felicidad, al menos me queda el honor… Y, puesto que ya no me importa nada mi cargo, puedo permitirme cientos de cosas que esta misma mañana me habrían parecido imposibles. Voy a intentar, por ejemplo, hacer todo lo posible para que Fabricio pueda escapar… ¡Dios mío! —exclamó para sí el conde, interrumpiendo el curso de sus pensamientos y abriendo unos ojos como platos, como si tuviera ante sí una felicidad inesperada—, la duquesa no me ha hablado de evasión; ¿habrá dejado de ser sincera por una vez en su vida, y la ruptura no sería sino el deseo de que yo traicionara al príncipe? Pues, a fe mía, ¡eso está hecho! —la mirada del conde había recuperado su vivacidad satírica—. Al amable fiscal Rassi se le retribuyen todas las sentencias que nos deshonran en Europa, pero no es hombre que vaya a rechazar que yo le pague para traicionar los secretos de su amo. Ese animal tiene una amante y un confesor; la condición de la amante es demasiado baja como para que pueda hablar con ella; al día siguiente habría contado la entrevista a todas las verduleras de la vecindad». El conde, que se sentía resucitado con aquel renuevo de esperanza, iba ya camino de la catedral. Asombrado por la ligereza de su paso, sonrió a pesar de su disgusto. «¡Es lo que tiene haber dejado de ser ministro!» —se dijo. La catedral, como tantas iglesias de Italia, sirve de pasaje entre una calle y otra; ya dentro, el conde vio, a lo lejos, a uno de los vicarios generales del arzobispo que estaba cruzando la nave. —Ya que le encuentro —le dijo— ¿tendría usted la bondad de ahorrarle a mi gota la molestia mortal de subir hasta la residencia del señor arzobispo? Dígale que le estaría infinitamente agradecido si tuviera a bien bajar a la sacristía. Al arzobispo le llenó de gozo aquella petición; tenía miles de cosas que decirle al ministro a propósito de Fabricio. Pero el ministro se dio cuenta inmediatamente de que no eran más que palabras y no le dejó hablar. —¿Qué tal persona es Dugnani, el vicario de San Pablo? —Una inteligencia escasa y una gran ambición —contestó el arzobispo—; pocos escrúpulos y una pobreza extrema, ¡no son vicios lo que nos faltan! —¡Demontre, monseñor! —exclamó el ministro—, ¡pinta usted como Tácito! Y se despidió riendo. Nada más llegar al ministerio, hizo llamar al abate Dugnani. —Usted guía la conciencia de mi excelente amigo el fiscal general Rassi, ¿no tendrá nada que decirme el señor fiscal? Y sin más palabras ni más ceremonias, despidió a Dugnani. Capítulo decimoséptimo El conde se veía ya a sí mismo fuera del gobierno. «Veamos —se dijo— cuántos caballos podré tener después de mi caída en desgracia, que es como llamarán a mi retiro». E hizo un balance de su patrimonio: había llegado al cargo con ochenta mil francos por toda fortuna. Para su asombro descubrió que, contando todo lo que tenía, su haber apenas ascendía a quinientos mil francos. «Esto hace una renta de veinte mil libras, todo lo más —se dijo— ¡He de reconocer que soy una nulidad! No hay burgués en Parma que no me suponga una renta de ciento cincuenta mil libras; y el príncipe, a este respecto, es más burgués que nadie. Cuando me vean en la miseria, dirán que escondo bien mi fortuna. ¡Demontre, si sigo tres meses más en el gobierno, tengo que duplicar esta fortuna!». En esta última idea encontró una buena ocasión para escribir a la duquesa, y se entregó a ella con ardor; si bien, para hacerse perdonar la carta, dadas las circunstancias por que pasaban sus relaciones, la llenó de cálculos y de cifras. «Sólo tendremos una renta de veinte mil libras —le decía— para vivir los tres, Fabricio, usted y yo, en Nápoles. Fabricio y yo no podremos disponer más que de un caballo para los dos». Acababa de enviar esta carta, cuando le anunciaron al fiscal general Rassi. Lo recibió con una distancia altiva, rayana en la impertinencia. —¡Veo, señor —le dijo—, que ha mandado usted secuestrar en Bolonia a un conspirador protegido mío, a quien, por si fuera poco, quiere cortarle la cabeza, y todavía no me ha dicho usted nada! ¿Sabe, al menos, el nombre de mi sucesor? ¿Es el general Conti o acaso es usted mismo? Rassi se quedó aterrado; carecía de la suficiente habilidad social como para adivinar si el conde hablaba en serio o no. Enrojeció y farfulló algunas palabras ininteligibles. El conde lo miraba regocijado con su turbación. De pronto, Rassi se estremeció y, con absoluta desenvoltura y el ademán de Fígaro sorprendido en flagrante delito por Almaviva, exclamó: —Mire, señor conde, no me voy a andar con rodeos ante Vuestra Excelencia, ¿qué me dará si contesto a todas sus preguntas como contestaría a las de mi confesor? —La cruz de San Pablo (es la orden de Parma), o dinero, si puede usted proporcionarme un pretexto para concedérselo. —Prefiero la cruz de San Pablo, que me da acceso a la nobleza. —¿Cómo, mi querido fiscal? ¿Acaso le concede usted alguna importancia a nuestra pobre nobleza? —Si yo fuera noble —contestó Rassi con la falta de pudor característica de su oficio— los parientes de los que he mandado ahorcar me odiarían, pero no me despreciarían. —¡Está bien! Yo lo libraré del desprecio —dijo el conde—, líbreme usted de mi ignorancia. ¿Qué piensa hacer con Fabricio? —Le diré; el príncipe está sumamente inquieto. Teme que, seducido por los hermosos ojos de Armida[29] (y perdóneme el atrevimiento del lenguaje, pero son las palabras que empleó el soberano); teme, decía, que, seducido por esos hermosos ojos, que en cierto modo también a él lo han hechizado, lo abandone usted; pues bien, usted es el único que puede ocuparse de los asuntos de Lombardía. Y aún le diré más —añadió Rassi bajando la voz—, se le presenta a usted una magnífica ocasión (que bien vale la cruz de San Pablo que me otorga). Si decide no inmiscuirse en el asunto de Fabricio del Dongo o, al menos, no hablarle de ello más que en público, el príncipe le concedería, como recompensa nacional por sus servicios, un hermoso predio, que ahora pertenece al patrimonio del soberano y que vale seiscientos mil francos, o una gratificación de trescientos mil francos escudos[30]. —Yo esperaba algo mejor —dijo el conde—; no mezclarme en el asunto de Fabricio equivale a romper con la duquesa. —¡Pues sí! Eso es lo que dice el príncipe. El hecho es que, dicho sea entre nosotros, está terriblemente enfadado con la señora duquesa; y teme que, para consolarse de su ruptura con esa amable dama, ahora que usted se ha quedado viudo, le pida la mano de su prima, la vieja princesa Isota, que sólo tiene cincuenta años. —¡Ha dado en el clavo! —exclamó el conde—. Nuestro príncipe es el hombre más perspicaz de todos sus dominios. Jamás se le había ocurrido al conde la novelesca idea de casarse con aquella vieja princesa, ni nada le hubiera convenido menos a un hombre a quien hastiaban mortalmente las ceremonias de la corte. Se puso a juguetear con su tabaquera sobre el mármol de una mesita que estaba junto al sillón. A Rassi le brillaron los ojos; en aquel gesto de fastidio creyó ver la posibilidad de obtener un buen provecho. —¡Señor conde! —exclamó—, tanto si Su Excelencia decide aceptar el predio de seiscientos mil francos como si prefiere optar por la gratificación en dinero, le ruego que no busque a otro mediador que no sea yo. Estoy seguro de que podré —añadió bajando la voz— aumentar la gratificación o, incluso, conseguir que se mejore con un bosque bastante grande la extensión de la finca. Si Vuestra Excelencia decide poner cierta mesura y prudencia cuando le hable al príncipe de ese mocoso que han encerrado, esa tierra que le concedería el agradecimiento nacional se podría convertir en ducado. Se lo repito, Excelencia, el príncipe, ahora mismo, detesta a la duquesa, pero también está sumamente inquieto; hasta el punto de que, en algunos momentos, he tenido la impresión de que había algún dato secreto que no se atrevía a confesarme. De verdad se lo digo, puede que hayamos dado con una mina de oro, porque yo le puedo vender a usted sus secretos más íntimos y, además, con toda libertad, pues todo el mundo piensa que soy su enemigo jurado. En el fondo, aparte de estar furioso con la duquesa, está convencido, como todos nosotros, de que usted es la única persona del mundo que puede llevar a buen puerto las negociaciones secretas relativas al Milanesado. ¿Me permite Su Excelencia repetir textualmente las palabras del soberano? —le preguntó Rassi, cada vez más animado—, porque hay también una expresividad en el orden de las palabras, que ningún traslado podría dar, y usted podrá ver en ellas más que yo. —Yo le permito todo —dijo el conde, mientras distraídamente seguía dando golpecitos con la tabaquera de oro en la mesa de mármol—, le permito todo y se lo agradeceré. —Deme usted un título de nobleza hereditario, además de la cruz, y estaré más que satisfecho. Cada vez que le hablo al príncipe de ennoblecimiento, me contesta: «¡Noble, un canalla como tú! Tendríamos que cerrar la tienda al día siguiente; después de que tú lo fueras, ya nadie querría ser noble en Parma». Y volviendo al asunto del Milanesado, aún no hace ni tres días me decía el príncipe: «Nadie como ese bribonazo para mover los hilos de nuestras intrigas; si lo echara, o le diera por seguir a la duquesa, sería como renunciar a la esperanza de llegar a ser algún día el jefe liberal, adorado por Italia entera». Al oír estas últimas palabras, el conde respiró aliviado: «Fabricio no morirá» —se dijo. Rassi no cabía en sí de gozo. Jamás había podido mantener una conversación íntima con el primer ministro; ahora, se veía a punto de poder abandonar aquel apellido suyo, Rassi, que habla llegado a ser en el país sinónimo de cuanto pueda haber de bajo y vil: la gente humilde llamaba Rassi a los perros rabiosos; hacía pocos días, unos soldados se habían batido en duelo porque uno de sus camaradas les había llamado Rassis; no había, finalmente, semana en que aquel lamentable nombre no se encajara en algún soneto atroz, y a su hijo, un inocente chico de dieciséis años, lo habían echado de más de un café tras dar su nombre. El recuerdo irritante de todos aquellos gajes anejos a su posición lo llevó a cometer una imprudencia. —Tengo una finca —dijo, al tiempo que acercaba su silla al sillón de conde—, se llama Riva, me gustaría ser barón de Riva. —¿Y por qué no? —dijo el ministro. Rassi no cabía en sí. —Bien, señor conde, me voy a permitir ser indiscreto, voy a adivinar sus deseos. Usted aspira a la mano de la princesa Isota, y es una noble ambición. En cuanto sea usted su pariente, estará protegido ante cualquier desgracia, tendrá bien atado a nuestro hombre. No le ocultaré que al príncipe este matrimonio con la princesa Isota le parece algo horrible, pero si confía usted sus asuntos a alguien verdaderamente hábil y le paga bien, es posible que llegue a tener éxito. —Ya había perdido yo las esperanzas, mi querido barón. Desautorizo de antemano cuanto pueda usted decir en mi nombre, pero el día en que esa ilustre alianza tenga lugar y se cumplan así mis deseos de alcanzar tan alta posición en el Estado, yo le concederé a usted trescientos mil francos de mi propio patrimonio, o bien aconsejaré al príncipe que le otorgue la merced que usted prefiera a esa cantidad de dinero. Quizá al lector le parezca demasiado larga esta conversación y, sin embargo, le hemos ahorrado más de la mitad; aún duró dos horas más. Rassi salió del despacho del conde loco de contento; el conde se quedó muy esperanzado de poder salvar a Fabricio y más decidido que nunca a presentar su dimisión. Pensaba que a su prestigio le vendría muy bien una renovación mediante la presencia en el poder de individuos como Rassi y el general Conti. Saboreaba de antemano las dulzuras de una venganza que se le acababa de ocurrir: «Podrá hacer que la duquesa se vaya —se decía—, pero, por mi vida, tendrá también que renunciar a la esperanza de ser rey constitucional de Lombardía». (Aquélla era una quimera ridícula. Aunque el príncipe era un hombre muy inteligente, a fuerza de soñar con ella se había enamorado locamente de la idea). No cabía en sí de gozo el conde al dirigirse, a toda prisa, a casa de la duquesa para informarla de su conversación con el fiscal. Al llegar se encontró con que la puerta estaba cerrada para él; el portero no se atrevía casi a comunicarle aquella orden, dada personalmente por la duquesa. Volvió muy triste al palacio del gobierno; el disgusto que acababan de darle eclipsaba completamente la alegría que le había proporcionado su conversación con el confidente del príncipe. Sin humor alguno para ocuparse de nada, erraba penosamente por su galería de cuadros cuando, al cabo de un cuarto de hora, recibió la siguiente nota: Puesto que lo cierto es, mi querido y buen amigo, que ya no hay más que amistad entre nosotros, conviene que no venga a verme más que tres días por semana. Dentro de quince días reduciremos estas visitas, que tanto aprecio, a dos por mes. Si quiere darme gusto, le agradecería que hiciera pública esta especie de ruptura; y si quisiera corresponder a casi todo el amor que una vez le profesé, buscaría una nueva amiga. Por lo que a mí respecta, abrigo grandes proyectos de disipación: he decidido frecuentar mucho la sociedad; es probable, incluso, que busque un hombre inteligente que me haga olvidar mis penas. Ni que decir tiene que, como amigo, usted ocupará siempre el primer lugar en mi corazón, pero no quiero volver a oír jamás que mis pasos han sido guiados por su prudencia. Y, por encima de todo, quiero que se sepa muy bien que he perdido cualquier influencia sobre las decisiones que pueda usted tomar. En una palabra, mi querido conde, créame, usted será siempre mi amigo más querido, pero nada más. No abrigue, se lo ruego, ninguna idea de restablecimiento de la vieja relación, todo ha concluido. Cuente siempre con mi amistad. Este último golpe fue demasiado fuerte para el ánimo del conde. Escribió una bonita carta dirigida al príncipe, presentándole la dimisión de todos sus cargos, y se la mandó a la duquesa con el ruego de que la hiciera llegar a palacio. Un instante después recibió su dimisión rota en cuatro pedazos, y en un espacio en blanco de uno de los pedazos, del puño y letra de la duquesa, escrito: ¡No, mil veces no! No resulta fácil describir la desesperación del pobre ministro. «Debo admitir que tiene toda la razón —se decía a cada instante—. No haber escrito procedimiento injusto ha supuesto una espantosa desgracia. Puede que le cueste la vida a Fabricio, y tras la suya, la mía.» Con la idea de la muerte impregnándole el alma, el conde, que no quería aparecer por el palacio del soberano sin haber sido llamado antes, escribió de su puño y letra el motu proprio que nombraba a Rassi caballero de la orden de San Pablo y le concedía nobleza hereditaria. Adjuntó un informe de media página en el que le exponía al príncipe las razones de Estado que aconsejaban la medida. Escribió dos bonitas copias de tales documentos, en lo que halló una suerte de contento melancólico, y se las mandó a la duquesa. Se hacía miles de conjeturas. Trataba de adivinar qué plan de actuación para el futuro se trazaría la mujer que amaba. «Seguro que ni ella misma lo sabe —se decía—; aunque una cosa es segura, nada en el mundo le hará cambiar las decisiones que me haya comunicado». No podía reprocharle nada a la duquesa y ello aumentaba aún más su tribulación: «Me concedió la gracia de su amor, y deja de amarme tras mi falta, involuntaria, es verdad, pero que puede traer una horrible desgracia. No tengo ningún derecho a quejarme». A la mañana siguiente, el conde se enteró de que la duquesa había empezado a frecuentar otra vez la sociedad. La noche anterior había ido a todas las casas que recibían. ¿Qué hubiera pasado si hubiera coincidido con ella en el mismo salón? ¿Cómo habría tenido que hablarle? ¿En qué tono? ¿Cómo no hablarle? El día siguiente fue funesto. Por todas partes se decía que Fabricio iba a ser ejecutado; la ciudad entera estaba conmovida. Se añadía que el príncipe, teniendo en cuenta su origen aristocrático, había decidido que fuera decapitado. «Soy yo quien lo mata —se dijo el conde—. No puedo ni pensar en volver a ver a la duquesa». Pero, a pesar de tan claro razonamiento, no pudo dejar de pasar tres veces por delante de su puerta; bien que, para no ser notado, las tres veces fue a pie. En su desesperación, se atrevió incluso a escribirle. En dos ocasiones mandó llamar a Rassi, pero el fiscal no se había presentado. «Ese canalla me traiciona» —pensó. Tres grandes noticias alteraron, al día siguiente, a la alta sociedad de Parma y, también, a la clase media. La ejecución de Fabricio se consideraba ya cosa segura y, como añadido muy sorprendente a esta noticia, la duquesa no parecía especialmente desesperada por ello. Según todas las apariencias, sólo tibiamente lamentaba la suerte de su joven amante; aprovechaba, sin embargo, con refinado estilo, la palidez que le había producido una bastante grave indisposición que le aquejó coincidiendo con la detención de Fabricio. Los burgueses reconocían en aquellos detalles el duro corazón de una gran señora de la corte. Por decencia, no obstante, y como sacrificio a los manes del joven Fabricio, había roto con el conde Mosca. ¡Qué inmoralidad! —se escandalizaban los jansenistas de Parma—; la duquesa, ¡por increíble que pueda parecer!, estaba ya prestando oídos a las lindezas de los jovencitos más guapos de la corte. Se hablaba mucho, entre otros caprichos, de lo alegre que se había mostrado en una conversación con el conde Baldi, por entonces amante de la Raversi, con quien había bromeado mucho a propósito de sus frecuentes idas y venidas al castillo de Velleja. Los pequeños comerciantes y menestrales estaban indignados con la muerte de Fabricio; aquella buena gente atribuía la condena a los celos del conde Mosca. También la sociedad de la corte se ocupaba mucho del conde, aunque para burlarse de él. Efectivamente, no otra cosa que la dimisión del conde era la tercera de las grandes noticias que anunciábamos. Todo el mundo se mofaba de un amante ridículo que, a los cincuenta y seis años, sacrificaba una magnífica posición por el disgusto que le producía el abandono de una mujer sin corazón y que, además, ya desde tiempo atrás, prefería a un muchacho antes que a él. Sólo el arzobispo tuvo la inteligencia o, mejor, la sensibilidad, de comprender que era el honor lo que le impedía al conde seguir siendo primer ministro en un país en el que se iba a decapitar a un joven protegido suyo sin consultárselo a él. La noticia de la dimisión del conde produjo el efecto de curarle la gota al general Fabio Conti —como comentaremos cuando lleguemos a ello, o sea, cuando lleguemos al relato del modo en que el pobre Fabricio pasaba el tiempo en la ciudadela mientras toda la ciudad se preguntaba sobre la fecha de su ejecución. Al día siguiente, el conde volvió a ver a Bruno, el fiel agente que había enviado a Bolonia. Cuando entró en su despacho, el conde se emocionó; verlo lo retrotrajo al momento en que lo envió a Bolonia y, con ello, al estado de felicidad en que entonces se encontraba, de pleno acuerdo, casi, con la duquesa. Llegaba Bruno de Bolonia, donde no había descubierto nada; no había podido dar con Ludovico, a quien el podestá de Castelnovo había recluido en la cárcel local. —Voy a volver a enviarlo a Bolonia —le dijo el conde a Bruno—. Seguro que la duquesa sigue queriendo tener el triste gusto de conocer los detalles de la desgracia de Fabricio. Vaya usted a ver al brigada de los gendarmes que está al mando del puesto de Castelnovo… ¡Aunque no! —exclamó el conde, interrumpiéndose—; vaya inmediatamente a Lombardía y deles dinero abundante a todos nuestros agentes. Quiero que todos ellos envíen informes decididamente alentadores. Bruno comprendió perfectamente el sentido de su misión y se puso a escribir las cartas credenciales pertinentes. Estaba el conde dándole las últimas instrucciones, cuando le llegó una carta muy bien escrita y perfectamente engañosa. Parecía la carta de un amigo pidiéndole un favor a otro amigo. Aquel amigo que escribía no era otro que el príncipe. Habían llegado a sus oídos algunas ideas de retiro y le rogaba a su amigo, el conde Mosca, que se mantuviera en su cargo; se lo pedía en nombre de la amistad y para ahorrarle peligros a la patria; y, como señor suyo, se lo ordenaba. Añadía que el rey de *** acababa de poner a su disposición dos grandes cruces de su orden; él se quedaba con una y le enviaba la otra a su querido conde Mosca. —¡Este animal es mi desgracia! —exclamó el conde furioso, ante un Bruno estupefacto—; se cree que puede engañarme con las mismas palabritas hipócritas que tantas veces hemos pergeñado juntos para coger en el garlito a algún idiota. Rechazó la cruz que se le ofrecía y, en la carta de respuesta, se refirió a su estado de salud, que le dejaba pocas esperanzas de poder entregarse por más tiempo a la dura tarea del gobierno. El conde estaba furioso. Momentos más tarde le anunciaban al fiscal Rassi, a quien trató como a un esclavo. —¡Está bien; ha bastado que lo hiciera noble para que empezara a hacer gala de su insolencia! ¿Cómo no vino usted ayer a darme las gracias, como era su estricta obligación, señor fantoche? A Rassi le resbalaban los insultos. Aquél era el tono con que el príncipe lo trataba a diario; pero quería ser barón y se defendió con habilidad. Nada podía resultarle más fácil. —Ayer el príncipe me tuvo clavado a la mesa todo el día; me fue imposible salir de palacio. Su Alteza me hizo copiar, con mi mala letra de procurador, una cantidad tan grande de documentos diplomáticos, tan insustanciales y tan gárrulos, que yo creo que, en realidad, lo único que pretendía era tenerme allí prisionero. Cuando finalmente, a eso de las cinco, muerto de hambre, pude marcharme, me ordenó que me fuera a casa directamente y que no saliera por la noche. Y, en efecto, he podido ver que dos de sus espías, a los que conozco perfectamente, se han estado paseando por mi calle hasta las doce de la noche. Esta mañana, en cuanto he podido, he pedido un coche, he ido a la catedral, me he bajado del coche muy lentamente, luego he cruzado a todo correr la iglesia y aquí estoy. Vuestra Excelencia es en estos momentos el hombre en el mundo a quien yo más fervientemente deseo complacer. —¿Qué se ha creído usted, farsante, que soy tan tonto como para creerme todos esos cuentos mejor o peor traídos? Usted se negó a hablarme de Fabricio anteayer, y yo he respetado sus escrúpulos y sus juramentos de guardar secreto, aunque los juramentos en un ser como usted no pasen de ser meras disculpas para no tener que hablar. Hoy quiero que me diga la verdad. ¿Qué son todos esos ridículos rumores que condenan a muerte a ese joven por el asesinato del cómico Giletti? —Nadie puede informar mejor a Vuestra Excelencia sobre esos rumores que yo mismo, que he sido quien los ha puesto en circulación por orden del soberano. Y, ahora que lo pienso, seguro que si me tuvo prisionero durante todo el día fue precisamente para que no pudiera informarle de ello. El príncipe, que sabe que no soy ningún loco, no podía dudar ni por un instante de que viniera a traerle la cruz para rogarle que fuera usted quien me la prendiera en el ojal. —¡Déjese de monsergas y vaya al grano! —exclamó el ministro. —No cabe la menor duda de que el príncipe hubiera preferido una sentencia de muerte contra el señor del Dongo, pero, como seguramente usted sabe ya, sólo obtuvo una sentencia de veinte años de prisión, conmutada por él al día siguiente de su emisión por doce años en la fortaleza con ayuno a pan y agua los viernes y en otras festividades religiosas. —Precisamente porque conocía esa condena de tan sólo prisión, estaba espantado con los rumores de próxima ejecución que corren por la ciudad. Recuerdo bien la muerte del conde Palanza, que con tanta habilidad disimuló usted. —¡Entonces fue cuando tenían que haberme dado la cruz! —exclamó Rassi sin inmutarse—; debí haber apretado las clavijas cuando estaba en mi mano; cuando nuestro hombre no quería otra cosa que aquella muerte. Fui un bobo en aquella ocasión. Y, basándome en aquella experiencia, me atrevo a aconsejarle hoy que no haga usted lo mismo. (Tal equiparación le pareció del peor gusto a su interlocutor, que tuvo que contenerse para no darle un puntapié). En primer lugar —continuó Rassi, con la lógica de un jurisconsulto y la seguridad absoluta del hombre a quien ningún insulto puede ofender—; en primer lugar, la ejecución del susodicho del Dongo no puede ser motivo de consideración; el príncipe no se atrevería, los tiempos han cambiado y además yo, siendo noble y en vísperas de ser barón, gracias a usted, yo no me avendría a ello. Y, bueno, sólo de mí, como sabe Vuestra Excelencia, puede recibir órdenes el ejecutor último; pues yo le juro a usted que el caballero Rassi no dará jamás esa orden contra el señor del Dongo. —Y hará usted bien —contestó el conde mirándole con desdén. —Conviene distinguir —continuó Rassi con una sonrisa—. De lo que yo me ocupo es de las muertes oficiales; si el señor del Dongo acaba muriendo de un cólico, ¡no vaya usted a hacerme responsable! El príncipe está frenético, y no sé por qué, contra la Sanseverina (tres días antes, Rassi hubiera dicho la señora duquesa, pero, como toda la ciudad, ahora conocía su ruptura con el primer ministro). Al conde le cogió por sorpresa la supresión del título en boca de semejante individuo; e imagine el lector la gracia que le hizo; le dirigió a Rassi una mirada cargada de vivísimo odio. «Ángel mío —se dijo al instante—, no puedo mostrarte mi amor nada más que obedeciendo tus órdenes ciegamente». —He de confesarle —le dijo al fiscal—, que no tengo un interés excesivo en satisfacer los distintos caprichos de la señora duquesa; ahora bien, teniendo en cuenta que fue ella quien me presentó a ese buena pieza de Fabricio, que se podía haber quedado en Nápoles en vez de venir aquí a complicarnos las cosas, preferiría que no muriera durante mi mandato, y tengo mucho gusto, además, en darle a usted mi palabra de honor de que será barón en los ocho días siguientes a su salida de la cárcel. —En tal caso, señor conde, no seré barón hasta que no hayan pasado los doce años cabales, porque el príncipe está furioso, y su odio a la duquesa es tan intenso que trata de esconderlo. —¡Su Alteza es demasiado bueno! ¿Qué necesidad tiene de esconder su odio, cuando su primer ministro ha dejado de proteger a la duquesa? De lo último que querría que se me pudiera acusar sería de indignidad y, mucho menos, de celos. Soy yo quien trajo a la duquesa a este país y, si Fabricio muere en la cárcel, no sólo no será usted barón, sino que, además, seguramente será apuñalado. Pero dejemos esa minucia. El caso es que he estado haciendo cuentas sobre el estado de mi patrimonio y he descubierto que apenas llego a una renta de veinte mil libras, así que, contando con eso, pienso presentarle con toda humildad mi dimisión al soberano. Tengo algunas esperanzas de que me emplee a su servicio el rey de Nápoles. En esa gran ciudad encontraré las distracciones que ahora necesito y que no puede ofrecerme un agujero como Parma. Me iré, a no ser que usted me consiga la mano de la princesa Isota, etcétera, etcétera. La conversación se alargó infinitamente en torno a este asunto. Cuando Rassi se levantaba, el conde le dijo con tono sumamente casual: —Ya sabe usted que se ha comentado que Fabricio me engañaba, que era uno de los amantes de la duquesa. No estoy dispuesto a admitir semejante habladuría y, para desmentirla, quiero que le haga llegar a Fabricio esta bolsa. —Pero, señor conde, ahí hay una suma enorme. Los reglamentos… —Para usted, querido, puede ser enorme —dijo el conde con un tono de soberano desdén—: cuando se trata de enviar dinero a un amigo encarcelado, un burgués como usted piensa que se arruina si le manda diez cequíes; yo, en cambio, quiero que Fabricio reciba estos seis mil francos y, sobre todo, que no se sepa nada de este envío en Palacio. Rassi, espantado, quiso contestar algo, pero el conde le cerró la puerta con impaciencia. «Esta gente —se dijo— es incapaz de ver el poder si no es bajo la capa de la insolencia». Tras haber pensado esto, el primer ministro se entregó a una acción tan ridícula, que no deja de darnos cierta vergüenza contarla. Corrió a tomar de su mesa de despacho un retrato en miniatura de la duquesa y lo cubrió de apasionados besos. «¡Perdón, ángel mío —exclamaba—, por no haber tirado por la ventana con mis propias manos a ese fantoche que se atreve a hablar de ti con esa familiaridad!; ¡si obro con tanta paciencia es por hacerte caso! ¡Ya le llegará su hora!». Tras una larga conversación con el retrato, el conde, que sentía su corazón muerto en el pecho, tuvo una idea ridícula y se entregó a su ejecución con una diligencia pueril. Pidió que le trajeran una casaca llena de condecoraciones y se fue a visitar a la vieja princesa Isota; nunca, salvo en la fiesta de año nuevo, había visitado a aquella princesa en su casa. La encontró rodeada de perros y muy vestida, llevaba incluso sus diamantes, como si fuera a ir a la corte. Como el conde expresara su miedo a estorbar los planes de Su Alteza, que probablemente tenía pensado salir, Su Alteza respondió que una princesa de Parma tenía la obligación consigo misma de presentarse siempre así. Por primera vez tras su desgracia, experimentó el conde unos instantes de regocijo. «He hecho bien en venir por aquí —se dijo—; hoy mismo tengo que declararme». La princesa estaba encantada de tener en su casa a un hombre tan conocido por su inteligencia y que era primer ministro, además. La pobre solterona no estaba muy acostumbrada a visitas como aquella. Con un hábil preludio, el conde empezó refiriéndose a la inmensa distancia que siempre separará a un simple aristócrata de los miembros de la familia real. —Pero conviene hacer alguna distinción —dijo la princesa—: la hija de un rey de Francia, por ejemplo, no tiene la menor expectativa de alcanzar la corona; las cosas no son así en la familia real de Parma. Por eso, nosotros, los Farnesio, debemos mantener siempre cierta dignidad en nuestras formas. Yo misma, que no soy nada más que la pobre princesa que usted ve, no puedo afirmar que sea absolutamente imposible que un día lo tenga a usted de primer ministro mío. Esta idea, de inesperada extravagancia, volvió a proporcionar al conde nuevos instantes de intenso regocijo. Al dejar a la princesa Isota, que se había ruborizado como la grana cuando oyó al primer ministro confesarle su pasión, se encontró éste con uno de los recaderos de palacio; le comunicaba que el príncipe reclamaba urgentemente su presencia. —Estoy enfermo —le contestó el ministro, encantado de poderle hacer un feo a su príncipe. «¡Ay, ay, primero me saca usted de mis casillas —exclamó en su interior, furioso— y luego quiere que le sirva! Sepa, usted, mi señor, que en este siglo no basta con haber recibido el poder de la Providencia, hay que tener mucha inteligencia y mucho carácter para llegar a ser un déspota». Tras haber despedido al recadero de palacio, que se fue muy escandalizado por la perfecta salud de aquel enfermo, al conde se le ocurrió que sería divertido ir a visitar a los dos hombres de la corte que más influencia ejercían sobre el general Fabio Conti. Había una cosa que hacía que el ministro se estremeciera cuando pensaba en ella, una cosa que lo asustaba por encima de todo: el gobernador de la ciudadela había sido acusado de haberse deshecho, hacía tiempo, de un capitán, enemigo personal suyo, mediante la aquetta de Perusa[31]. El conde sabía que desde hacía ocho días la duquesa estaba repartiendo exorbitantes sumas de dinero para ganarse voluntades en la ciudadela, aunque, en su opinión, tenía muy pocas posibilidades de éxito; todo el mundo estaba ahora sumamente atento a lo que pudiera pasar. No entretendremos al lector con todos los intentos de corrupción que había puesto en obra aquella desventurada mujer. Estaba desesperada, y tenía a sus órdenes agentes de toda índole y absolutamente fieles. Pero en las pequeñas cortes despóticas no hay seguramente más que una clase de asuntos que se resuelva a la perfección: la guarda de los presos políticos. El oro de la duquesa no tuvo más efecto que la expulsión de la ciudadela de ocho o diez hombres de diverso rango. Capítulo decimoctavo Así pues, aunque se habían volcado enteramente en ayudar al prisionero, ni la duquesa ni el primer ministro habían conseguido apenas nada. El príncipe estaba encolerizado y tanto la corte como el público en general se sentían molestos con Fabricio y les gustaba verlo sumido en la desgracia; había sido demasiado feliz. Pese a haber gastado dinero a manos llenas, la duquesa no había logrado dar un solo paso adelante en su asedio a la ciudadela. No pasaba un solo día sin que la marquesa Raversi o el caballero Riscara no le hicieran alguna recomendación al general Fabio Conti. Lo alentaban así en su debilidad. Como ya hemos dicho, el día de su encarcelamiento Fabricio fue llevado provisionalmente al palacio del gobernador, un bonito edificio de pequeñas dimensiones, construido en el siglo pasado sobre planos de Vanvitelli, que lo emplazó a sesenta metros de altura sobre la plataforma de la inmensa torre redonda. Desde las ventanas de este palacete aislado en la torre como la joroba de un camello, Fabricio podía ver el campo y, muy a lo lejos, los Alpes; al pie de la ciudadela, podía seguir con la vista el curso del río Parma, un arroyo más bien, que después de trazar una curva a la derecha, a cuatro leguas de la ciudad, corre a desembocar en el Po. Más allá de la orilla izquierda del río, que aparecía como una linea de manchas blancas en medio de los campos verdes, se ofrecían a su mirada entusiasta las cumbres perfectamente perfiladas de la inmensa muralla que forman los Alpes al norte de Italia. Estas cumbres siempre cubiertas de nieve, incluso en el mes de agosto, que era el mes que entonces corría, sugieren, en medio de los campos ardientes, una sensación de frescor. Desde donde estaba Fabricio se pueden recorrer con la mirada hasta en sus detalles más pequeños, aunque estén a más de treinta leguas. Aquel panorama tan amplio que podía divisarse desde el bonito palacio del gobernador quedaba interceptado, en uno de los ángulos de visión, hacia el sur, por la torre Farnesio, donde se estaba preparando a toda prisa una celda para Fabricio. Esta segunda torre, como probablemente recordará el lector, fue construida sobre la plataforma de la torre grande en homenaje a un príncipe heredero que, a diferencia de Hipólito, el hijo de Teseo, no se negó en absoluto a las solicitaciones de una joven madrastra. La princesa murió a las pocas horas; el hijo del príncipe no recobró la libertad sino hasta diecisiete años después, cuando accedió al trono a la muerte de su padre. La torre Farnesio, adonde llevaron a Fabricio al cabo de tres cuartos de hora, tiene un exterior extraordinariamente feo, se alza a más de dieciséis metros por encima de la plataforma de la gran torre y está guarnecida de muchos pararrayos. El irritado príncipe —con su esposa— que mandó construir aquella prisión, visible desde todas partes, tuvo la extraña pretensión de convencer a sus súbditos de que existía desde hacía mucho tiempo; por eso le puso el nombre de torre Farnesio. Mientras se construía, estuvo prohibido hablar de la obra, aunque desde cualquier parte de la ciudad o de las llanuras vecinas se pudiera ver perfectamente cómo los albañiles colocaban, una tras otra, las piedras que arman este edificio pentagonal. Como prueba de su antigüedad, encima de la puerta principal —de sesenta y cinco centímetros de anchura por un metro treinta de altura—, se colocó un magnífico bajorrelieve en el que se representa al famoso general Alejandro Farnesio obligando a Enrique IV a alejarse de París. Esta torre Farnesio, emplazada ante un panorama tan bello, consta de una planta baja de cuarenta pasos de largo, por lo menos, y otros tantos de ancho, llena de columnas achaparradas, pues tan vasto espacio no alcanza los cinco metros de altura; la sala está destinada al cuerpo de guardia. La escalera de acceso al piso superior está en el centro, enroscada en torno a una de las columnas; es pequeña, de hierro, muy ligera, apenas llega a los sesenta centímetros de anchura y está construida en enrejado fino. Por esta escalera, que temblaba bajo el peso de los carceleros que lo conducían, llegó Fabricio a las amplias estancias, con techos de casi siete metros de altura, que constituyen el magnífico primer piso. En otro tiempo estuvieron amueblados con un lujo espléndido para el joven príncipe que pasó allí los diecisiete años más bonitos de su vida. También allí, en uno de los extremos de la planta, hay una capilla, que mostraron al nuevo prisionero. Se trata de una dependencia dispuesta con la mayor magnificencia; las paredes y la bóveda están completamente revestidas de mármol negro; unas columnas negras, de nobles proporciones, corren alineadas a lo largo de los muros sin llegar a tocarlos; estos muros están adornados con numerosísimas calaveras, de proporciones colosales, finamente esculpidas en mármol blanco y colocadas, cada una de ellas, sobre dos huesos en aspa. «¡Vaya una invención de alguien que odia pero no puede matar al ser odiado! —pensó Fabricio—, ¡y qué diabólica idea enseñarme esto!». Al piso siguiente de la prisión se llega por otra ligerísima escalera de hierro, también en enrejado y también enroscada alrededor de una columna. El general Fabio Conti llevaba un año dando pruebas de su genio en las dependencias de aquel segundo piso, de casi cinco metros de altura. Bajo su dirección, en primer lugar, se habían puesto sólidas rejas a las ventanas de los cuartos que habían sido las habitaciones de los criados del príncipe y que quedan a unos once metros de las losas que pavimentan la plataforma de la gran torre redonda. Un oscuro pasillo, que corre por el centro de la planta, da acceso a estos cuartos, que tienen todos dos ventanas. En aquel corredor, muy estrecho, pudo ver Fabricio tres puertas sucesivas, hechas con enormes barrotes de hierro, que llegaban hasta la bóveda. Los planos, cortes y alzados de todas las curiosas invenciones que habla tras aquellas puertas le hablan valido al general una audiencia semanal con su señor a lo largo de dos años. Ningún conspirador al que se hubiera metido en una de aquellas celdas podría quejarse a la opinión pública de haber sido tratado de forma inhumana y, sin embargo, no habría tenido comunicación con nadie en el mundo, ni habría hecho el menor movimiento sin ser oído. El general había mandado colocar en cada cuarto unos gruesos tablones de roble que formaban como una plataforma de un metro de altura, encima —y en ello estaba su invención principal, la que le hacía acreedor de la cartera de Policía—, había mandado construir una especie de cabaña con tablas, de manera que dentro de ella resonara el menor ruido; tenía algo más de tres metros de altura y dejaba un espacio vacío entre sus paredes y el muro salvo en el lado de las ventanas; en los otros tres lados se formaba un estrecho corredor de poco más de un metro de ancho entre el muro primitivo de la prisión, construido con enormes bloques de piedra, y las paredes de la cabaña, hechas con cuatro tableros dobles de nogal, roble y pino sólidamente ensamblados con pernos de hierro e innumerables clavos. En una de aquellas celdas, construidas hacía un año, obra maestra del general Fabio Conti y a la que se había dado el hermoso nombre de Obediencia pasiva, metieron a Fabricio. Lo primero que hizo fue precipitarse a las ventanas; la vista, más allá de los barrotes, era sublime; sólo un fragmento muy pequeño del horizonte, hacia el noroeste, quedaba oculto por la terraza que cubría el bonito palacio del gobernador de sólo dos pisos y cuya planta baja estaba dedicada a las oficinas del estado mayor; lo primero que atrajo la mirada de Fabricio fue una de las ventanas de la segunda planta, en donde, dentro de unas bonitas jaulas, se podía ver una gran cantidad de pájaros de todas clases. A Fabricio le gustó escuchar sus cantos y verlos saludar a los últimos rayos del crepúsculo de la noche mientras los carceleros trajinaban a su alrededor. Aquella ventana de los pájaros no estaría a mucho más de ocho metros de una de las suyas, y a metro y medio o dos por debajo, de tal manera que era lo primero que se veía cuando uno se asomaba. Había luna aquel día y, en el momento en que Fabricio entraba en su celda, se levantaba majestuosamente en el horizonte, a la derecha, por encima de los Alpes, hacia Treviso. Eran las ocho y media de la tarde, y por el otro extremo del horizonte, por poniente, un brillante crepúsculo rojo anaranjado dibujaba perfectamente el contorno del monte Viso y de los otros picos de los Alpes que ascienden desde Niza hasta el monte Cenis y Turín; sin prestar mayor atención a su desventura, Fabricio estaba emocionado y embelesado con aquel espectáculo sublime. «¡Éste es, pues, el mundo maravilloso en que vive Clelia Conti! —se dijo—; su alma pensativa y seria debe gozar de este panorama más que nadie; aquí se está como en la soledad del monte a cien leguas de Parma». Pasó así más de dos horas, asomado a la ventana, admirando aquel horizonte que le hablaba directamente al alma y dirigiendo de vez en cuando la mirada hacia el bonito palacio del gobernador; luego, súbitamente, exclamó para sí: «¿Y esto es una cárcel? ¿Esto es lo que tanto he temido?». En vez de ir sintiendo nuevas contrariedades a cada paso y motivos de amargura, nuestro héroe se dejaba cautivar por los encantos de la prisión. De repente su atención fue violentamente llevada a la realidad por un estruendo espantoso: la celda de madera, bastante parecida a una jaula y, sobre todo, muy resonante, se estremeció violentamente; ladridos de perro y chillidos agudos componían el ruido más singular. «¡Mira que si ha llegado tan pronto el momento de escapar!» —pensó Fabricio. Un instante después reía, como probablemente nunca se ha reído nadie en una cárcel. Por orden del general, los carceleros habían subido con un perro inglés, muy sañudo, destinado a la guarda de los prisioneros de importancia, y que debía pasar la noche en el espacio tan ingeniosamente dispuesto en torno a la celda de Fabricio. Perro y carcelero tenían que dormir en el hueco de apenas un metro que quedaba entre las losas del suelo del cuarto y los tablones de madera sobre los cuales el prisionero no podía dar un paso sin ser oído. Lo que había sucedido era lo siguiente: a la llegada de Fabricio, la celda de la Obediencia pasiva estaba ocupada por un centenar de ratas enormes que escaparon en todas direcciones. El perro, un cruce de podenco y fox inglés, nada bonito, mostró, no obstante, su instinto cazador. Lo habían atado al pavimento de losas de piedra, debajo del entablado que servia de suelo a la celda de madera; pero cuando sintió todas las ratas pasar cerca, dio unos tirones tan fuertes que consiguió sacar la cabeza del collar; tuvo entonces lugar aquella batalla admirable, cuyo fragor despertó a Fabricio de aquellas tan amenas ensoñaciones en que estaba inmerso. Las ratas que habían podido librarse de la primera dentellada se refugiaron en la celda de madera, subió tras ellas el perro los seis escalones de madera que llevaban del suelo de piedra a la cabaña de Fabricio y se desencadenó un estrépito mucho más espantoso: la cabaña entera temblaba hasta en sus estribos. Fabricio reía como un loco hasta saltársele las lágrimas. Grillo, el carcelero, no menos regocijado, había cerrado la puerta. El perro corría tras las ratas sin que le estorbara ningún mueble, pues la celda estaba absolutamente vacía; lo único que podía molestar los saltos del perro cazador era una estufa de hierro que había en un rincón. Cuando el perro hubo vencido a todos sus enemigos, Fabricio lo llamó, lo acarició y consiguió gustarle. «Éste no ladrará si me ve alguna vez saltar por encima de un muro» —se dijo. Pero había algo de retórico, por su parte, en aquella política sutil; en el estado de ánimo en que se encontraba, jugar con el perro era, más que otra cosa, un placer para él. Por alguna extraña razón en la que no pensaba, en el fondo de su corazón reinaba una secreta alegría. Tras quedarse sin aliento correteando con el perro, se dirigió al carcelero. —¿Cómo se llama usted? —le preguntó. —Grillo, para servir a Vuestra Excelencia en todo lo que permita el reglamento. —Verá, mi querido Grillo, un individuo llamado Giletti quiso asesinarme en medio de un camino real, yo me defendí y lo maté; lo volvería a matar si se repitiera la situación; pero estas cosas no deben impedir que quiera llevar una vida agradable mientras sea su huésped. Pídales permiso a sus jefes, vaya a buscar ropa blanca al palacio Sanseverina y luego cómpreme nebbiolo de Asti en abundancia. Es éste un vino espumoso, bastante bueno, que se hace en el Piamonte, en la patria de Alfieri, muy apreciado sobre todo por ese tipo de aficionados a que pertenecen los carceleros. Ocho o diez de tales caballeros estaban ocupados en aquel momento en llevar a la celda de madera de Fabricio algunos muebles antiguos, muy dorados, que sacaban de la primera planta, de las dependencias del príncipe; todos ellos guardaron religiosamente en su interior la orden referida al vino de Asti. Pese a todo aquel trajín, la instalación de Fabricio aquella primera noche fue lamentable; sin embargo, a él no pareció preocuparle otra cosa que la carencia de una buena botella de nebbiolo. —Éste tiene cara de buen chico… —dijeron los carceleros cuando se marchaban—, lo único que va a hacer falta ahora es que los jefes dejen que le llegue dinero. Cuando se quedó solo y se repuso un poco de todo aquel ajetreo se dijo: «¡Será posible que sea esto la cárcel —Fabricio contemplaba el inmenso panorama que se abre desde Treviso hasta el monte Viso, la extensa cadena de los Alpes con sus picos nevados, las estrellas, etcétera—, y no es más que la primera noche en prisión! Entiendo que Clelia Conti se recree en esta soledad aérea; aquí se está a mil leguas de las cominerías y las maldades que nos ocupan allí abajo. Si esos pájaros de allí abajo son suyos, la veré… ¿Se pondrá colorada cuando me vea?». Mientras dilucidaba tan importante cuestión, a una hora ya muy avanzada de la noche, le llegó el sueño. Pasada esta primera noche en prisión, y durante la cual no perdió la paciencia ni una sola vez, el único interlocutor que tuvo Fabricio fue Fox, el perro inglés. Bien es verdad que Grillo, el carcelero, le ponía siempre una cara de lo más amable, pero había recibido nuevas órdenes que lo convertían en mudo; y no le trajo ni ropa blanca ni nebbiolo. «¿Veré a Clelia? —se preguntó Fabricio cuando se despertó—. ¿Serán suyos esos pájaros?». Empezaban éstos a lanzar su leve clamor y a cantar; y, en aquellas alturas, era el suyo el único sonido que se oía en los aires. El vasto silencio que reinaba allí arriba fue para Fabricio una sensación sumamente novedosa y placentera. Escuchaba embelesado los delicados, discontinuos y vivos gorjeos con que sus vecinos los pájaros saludaban al día. «Si son suyos, en algún momento aparecerá en ese cuarto, ahí abajo, frente a mi ventana». Y al tiempo que contemplaba la inmensa cadena de los Alpes, ante cuyas primeras estribaciones la ciudadela de Parma parecía alzarse como una barbacana, una y otra vez volvía la mirada a las magníficas jaulas de limonero y de caoba que, adornadas con alambre dorado, estaban dispuestas en medio de aquel cuarto tan luminoso que servía de pajarera. Lo que Fabricio no sabía, y no supo hasta mucho después, es que aquel cuarto era el único del segundo piso del palacio que tenía sombra entre las once y las cuatro; lo guardaba del sol la torre Farnesio. «¡Menudo disgusto —se decía Fabricio—, si, en vez de la cara celestial y pensativa que espero, y que quizá enrojezca un poco si me ve, lo que veo es la cara redonda de alguna criada vulgar a la que le hayan encargado el cuidado de los pájaros! Y si veo a Clelia, ¿querrá ella mirarme a mí? Seguro que tengo que cometer alguna indiscreción para ser notado; algún privilegio tendrá que tener mi situación actual; por otra parte, aquí los dos estamos solos, ¡y tan lejos de la sociedad! Yo soy un preso, o sea, lo que el general Conti y los miserables de su calaña llaman uno de sus subordinados… Aunque ella es tan inteligente o, mejor dicho, tan buena, según dice el conde, que, probablemente, tal y como el conde dice, desprecia el oficio de su padre, y de ahí le viene la melancolía. ¡Una noble causa para la tristeza! Después de todo, yo no soy exactamente un extraño para ella. ¡Con qué gracia llena de modestia me saludó ayer! Recuerdo muy bien que cuando nos encontramos, cerca de Como, le dije: “Algún día iré a ver sus hermosos cuadros de Parma, ¿querrá usted acordarse entonces del nombre de Fabricio del Dongo?”. ¿Lo habrá olvidado? ¡Era tan joven entonces! »Y, a propósito —se dijo Fabricio extrañado, interrumpiendo súbitamente el curso de sus pensamientos—, ¡se me olvidaba estar encolerizado! ¿Seré uno de esos pocos hombres de extraordinario valor de los que la antigüedad ha dado alguna muestra al mundo? ¿Seré un héroe, y no me había dado cuenta? ¿Cómo puede ser que yo, que tenía tanto miedo a la cárcel, esté aquí, en ella, y no se me ocurra estar triste? Ésta si que es una buena ocasión para decir que el miedo ha sido cien veces peor que lo temido. ¡Qué cosas! ¿Tendré que darme razones para sentirme triste en esta cárcel que, como dijo Blanes, tanto puede durar diez años como diez meses? ¿Será la novedad de la situación lo que me distrae del malestar que tendría que sentir? A lo mejor, este buen humor, independiente de mi voluntad y tan poco razonable, cesa repentinamente y, tan repentinamente como cese, caigo en la negra desazón en que debería estar sumido. »En cualquier caso, ¡qué raro es esto de estar en la cárcel y tener que darse argumentos para estar triste! Me parece que voy a volver al primer supuesto: seguramente tengo un gran carácter». Aquellas fantasías de Fabricio fueron interrumpidas por el carpintero de la ciudadela, que venía a tomar medidas para unas pantallas de madera que iban a colocar en sus ventanas. Era la primera vez que aquellas dependencias se utilizaban como prisión y habían descuidado aquella parte esencial. «O sea —se dijo Fabricio—, que me van a privar de esta vista sublime»; y trataba de que aquella privación lo entristeciera. —De manera que no volveré a ver esos pájaros tan bonitos —dijo súbitamente, dirigiéndose al carpintero. —¡Ah! ¡Los pájaros de la señorita, que a ella le gustan tanto! —dijo aquel hombre, que tenía cara de buena persona—, ¡quedarán escondidos, eclipsados, suprimidos, como todo lo demás! El carpintero tenía tan rigurosamente prohibido hablar como los carceleros, pero a aquel hombre le dio pena la juventud del preso; le explicó que aquellas pantallas enormes iban apoyadas en el alféizar de las ventanas y se alzaban apartándose del muro hasta tapar totalmente la vista a los prisioneros, que sólo podrían ver el cielo. —Hacen estas cosas para salvaguarda de la moral —le dijo—, para incrementar en los prisioneros una saludable tristeza y el deseo de corregirse. El general —añadió el carpintero— ha discurrido también que se quiten los cristales y se sustituyan con papel aceitado. A Fabricio le gustó mucho el tono satírico de aquella conversación, tan raro en Italia. —Me gustaría tener un pájaro para entretenerme, me gustan con locura; cómprele uno para mí a la criada de la señorita Clelia Conti. —¡Ah!, si sabe tan bien su nombre, la conocerá usted —exclamó el carpintero. —¿Quién no ha oído hablar de una belleza tan célebre? Además, he tenido el honor de encontrarme más de una vez con ella en la corte. —¡Pobre señorita! Aquí se aburre mucho —añadió el carpintero—; se pasa la vida con los pájaros. Esta misma mañana ha comprado dos preciosos naranjos que ha mandado colocar en la puerta de la torre, debajo de su ventana; si no fuera por la cornisa los podría ver. Esta respuesta del carpintero encerraba palabras preciosas para Fabricio, que buscó un modo delicado de darle una propina. —Incurro en dos faltas a un tiempo —le dijo el hombre a Fabricio—: le hablo a Vuestra Excelencia y acepto su dinero. Pasado mañana, cuando venga a instalar las pantallas, traeré un pájaro en el bolsillo y, si no estoy solo, simularé que se me escapa; también, si puedo, le traeré un libro de oraciones; debe usted sentir mucho no poder rezar su oficio. «Entonces —se dijo Fabricio en cuanto estuvo solo—, esos pájaros son suyos, ¡y dentro de dos días dejaré de verlos!». Esta idea puso un velo de tristeza en sus ojos. Finalmente, al cabo de una larga espera y cientos de miradas, a eso del mediodía, para indescriptible alegría suya, Clelia fue a ocuparse de los pájaros. Fabricio se quedó quieto, sin aliento; estaba de pie, ante los enormes barrotes de su ventana, casi pegado. Observó que ella no alzaba la mirada hacia él, aunque sus movimientos delataban cierto envaramiento, como los de quien se siente observado. Aunque hubiera querido, la pobre muchacha no habría podido olvidar aquella sonrisa tan delicada que el día anterior había visto bailar en los labios del prisionero, cuando los gendarmes lo sacaban del puesto de guardia. Era evidente que ponía el mayor cuidado en todos sus gestos; no obstante, cuando se acercó a la ventana de la pajarera se ruborizó claramente. Lo primero que se le ocurrió a Fabricio, pegado a los barrotes de la ventana, fue dejarse llevar por el instinto infantil y golpear ligeramente aquellos barrotes con la mano, lo que no dejaría de producir algún ruido. Luego, la sola idea de la falta de consideración que ello suponía le produjo horror. «Me haría merecedor de que enviara a su criada a ocuparse de los pájaros durante ocho días». Ni en Nápoles ni en Novara se le hubiera ocurrido nunca tan delicada idea. Seguía ardientemente con la mirada todos sus movimientos. «Se va a ir —se decía—, se va a ir, sin dignarse mirar hacia esta pobre ventana, y la tengo justo delante». Pero, cuando volvía desde el interior del cuarto, que Fabricio veía perfectamente gracias a su posición más elevada, Clelia no pudo evitar mirar hacia arriba disimuladamente mientras se movía; aquello fue suficiente para que Fabricio se sintiera autorizado a saludarla. «¿Acaso no estamos aquí los dos completamente solos?» —se dijo a sí mismo para animarse. Tras el saludo, la muchacha bajó los ojos y se quedó inmóvil. Al poco, Fabricio pudo ver cómo los abría muy lentamente; y, forzándose, con toda evidencia, a sí misma, saludó al prisionero con el más serio y más distante de los gestos; pero no pudo imponer silencio a sus ojos, que, seguramente sin que ella lo advirtiera, en un instante fugaz, expresaron una vivísima piedad. Fabricio se dio cuenta de que se ponía colorada; tanto, que el tono rosáceo se extendió rápidamente hasta los hombros, a los que el calor, al llegar a la pajarera, había despojado de un chal de puntilla negra. La mirada instintiva con que Fabricio respondió a su saludo redobló la turbación de la muchacha. «¡Qué feliz le haría a esa pobre mujer —se dijo Clelia pensando en la duquesa— verlo como yo lo estoy viendo aunque fuera sólo un instante!». Fabricio aún guardaba la ligera esperanza de saludarla una vez más en el momento en que saliera del cuarto; pero, para evitar una nueva galantería, Clelia tramó una hábil retirada por etapas, de jaula en jaula, como si los últimos pájaros que tuviera que atender fueran los más próximos a la puerta. Finalmente salió. Fabricio se quedó quieto mirando la puerta por la que acababa de irse. Era otro hombre. Desde aquel momento, el único objeto de su pensamiento fue idear cómo seguir viéndola aun cuando colocaran aquella horrible pantalla delante de la ventana que daba al palacio del gobernador. La noche anterior, antes de acostarse, se había impuesto la muy pesada y larga tarea de esconder la mayor parte del oro que llevaba en las múltiples ratoneras que adornaban su celda de madera. «Esta noche tengo que esconder mi reloj. Me parece haber oído que con la ruedecilla dentada de un reloj y mucha paciencia se puede cortar madera y hasta hierro. Yo podría serrar esa pantalla». La operación de esconder el reloj, que le llevó dos horas largas, no le resultó nada pesada; estuvo todo el rato pensando en cómo llevar a término su idea y en qué sabía él de carpintería. «Tengo que arreglármelas —se decía—, para cortar un cuadrado en el tablero de roble con que harán la pantalla, en la parte que se apoye en el alféizar; lo sacaré y lo volveré a encajar en el hueco según vengan dadas; le daré todo lo que tengo a Grillo para que se haga el ciego cuando ponga en obra mi tejemaneje». A partir de aquel momento, toda la felicidad de Fabricio se cifró en la posibilidad de llevar a cabo aquel trabajo. No pensaba en otra cosa. «Si consigo verla, aunque sólo sea verla…, seré feliz; aunque no —se dijo—; también tiene que ver ella que yo la veo». Toda la noche tuvo la mente ocupada en invenciones de carpintería; probablemente no pensó ni una sola vez en la corte de Parma, ni en la cólera del príncipe, etcétera, etcétera. Y hemos de confesar que tampoco pensó en el dolor que debía de embargar a la duquesa. Esperaba impaciente la llegada del día, pero el carpintero no vino. Aquel hombre tenía fama de liberal en la prisión, así que tuvieron la cautela de enviar a otro, un hombre malencarado, que no contestó ni una sola vez sino con desconfiados gruñidos a todas las cosas agradables que el ingenio de Fabricio se esforzó en dirigirle. Algunos de los innumerables intentos de la duquesa para establecer una correspondencia con Fabricio habían sido frustrados por los numerosos agentes de la marquesa Raversi, quien diariamente advertía, asustaba y picaba en su amor propio al general Fabio Conti. Cada ocho horas se relevaba una guardia de seis soldados en la sala de las cien columnas de la planta baja; además, el gobernador había ordenado que hubiera un soldado de guardia en cada una de las tres puertas de hierro sucesivas del corredor. El pobre Grillo, el único que veía al prisionero, estaba condenado a no salir de la torre Farnesio más que una vez cada ocho días, lo que lo tenía muy contrariado. Se lo hizo ver a Fabricio y éste tuvo el acierto de contestarle sólo con las siguientes palabras: —Mucho nebbiolo de Asti, amigo mío —y le dio dinero. —¡Ni siquiera esto, que nos consuela de todas las penas —exclamó Grillo indignado, pero en voz baja para que sólo pudiera oírle el prisionero—, nos dejan que le aceptemos! Debería rehusar, pero lo cogeré. Aunque es dinero perdido, porque no puedo decirle nada de nada. Muy culpable tiene que ser usted. Está toda la ciudadela revuelta por su culpa. Todos los astutos arreglos de la duquesa no han servido más que para que despidan a tres de los nuestros. «¿Pondrán la pantalla antes del mediodía?». Tal era la cuestión capital que tuvo en ascuas a Fabricio toda aquella larga mañana; contaba todos los cuartos de hora que sonaban en el reloj de la ciudadela. Finalmente, cuando sonó el tercero entre las once y las doce, la pantalla no había llegado todavía. Clelia volvió a aparecer para ocuparse de sus pájaros. La cruel necesidad espoleó la audacia de Fabricio; la amenaza de no volver a verla le parecía tan por encima de cualquier otra consideración, que, mirándola, se atrevió a imitar con el dedo la acción de serrar la pantalla. Bien es cierto que ella, en cuanto vio aquel gesto, tan sedicioso en una cárcel, hizo un medio saludo y se retiró. «¡Bueno! —pensó Fabricio, extrañado—, ¿será tan susceptible como para ver una familiaridad ridícula en un gesto que sólo la más imperiosa necesidad ha dictado? Lo único que yo quería era rogarle que, cuando viniera todos los días a ocuparse de sus pájaros, mirase alguna vez a la ventana de la prisión, aun en el caso de que la viera tapada por una enorme contraventana de madera; indicarle que haría todo lo humanamente posible para poderla ver. ¡Ay, Dios! ¿Dejará de venir mañana por culpa de ese gesto indiscreto?». Este miedo, que turbó el sueño de Fabricio, se hizo plenamente realidad. Al día siguiente, a las tres, cuando terminaban de colocar ante las ventanas de Fabricio dos enormes pantallas, Clelia no había aparecido. Habían subido las distintas piezas desde la plataforma de la gran torre mediante cuerdas y poleas atadas por fuera a los barrotes de hierro de las ventanas. Cierto es también que Clelia, en su cuarto, escondida tras una persiana, había seguido angustiada todas las maniobras de los obreros; había reparado en la mortal inquietud de Fabricio, pero asimismo había tenido el valor de ser fiel a la promesa que se había hecho. Clelia era una pequeña sectaria del liberalismo; en su primera juventud se había tomado muy en serio todas las ideas liberales que había oído en el ambiente que frecuentaba su padre, quien no tenía otro interés que labrarse una posición. Y en aquellas ideas se basaba el desprecio, horror casi, que le inspiraba el acomodaticio talante del cortesano, y de ahí, también, su aversión al matrimonio. Desde la llegada de Fabricio estaba llena de remordimientos: «Mira por dónde, este indigno corazón mío —se decía a sí misma— toma el partido de la gente que quiere traicionar a mi padre. ¡Y se ha atrevido a hacerme el gesto de serrar una puerta!… ¡Aunque —se dijo inmediatamente con el corazón apesadumbrado— toda la ciudad habla de su muerte próxima! ¡Quizá mañana sea el día fatal! ¡Con esos monstruos que nos gobiernan puede pasar cualquier cosa! ¡Qué dulzura, qué serenidad heroica en esos ojos que quizá se cierren para siempre! ¡Dios mío, qué angustias no tendrá la duquesa! Dicen que está desesperada. Iré y apuñalaré al príncipe como la heroica Carlota Corday». Durante todo este tercer día de cárcel, Fabricio estuvo fuera de sí de rabia, pero era porque no había visto a Clelia. «Ya que se iba a enfadar de todos modos, tendría que haberle dicho que la amo», se decía a sí mismo, pues se había dado cuenta de que eso era lo que le pasaba. «La verdad es que si no pienso en la cárcel, si se desmiente en mí la profecía de Blanes, no es por grandeza de espíritu, tal honor no me corresponde a mí. A mi pesar, no hago otra cosa que pensar en la mirada de tierna piedad que Clelia puso en mí cuando los gendarmes me sacaban del puesto de guardia. Esa mirada ha borrado toda mi vida anterior. ¡Quién iba a decirme a mí que iba a encontrar unos ojos tan dulces en un lugar como éste! ¡Y precisamente cuando los míos estaban sucios por haber visto las caras de Barbone y del general gobernador! ¡El cielo se me apareció en medio de esos seres infames! ¿Acaso es posible no amar la belleza, no tratar de volver a verla? No, no es la grandeza de espíritu lo que me hace indiferente a todas las pequeñas humillaciones con que me mortifica la cárcel». La imaginación de Fabricio recorrió rauda todas las posibilidades hasta llegar a la de la libertad. «Sin duda, el afecto que me tiene la duquesa hará milagros por mí. En tal caso, no le agradeceré la libertad más que de labios afuera; no es éste un lugar al que se vuelva y, una vez fuera de la cárcel, separados por ambientes sociales distintos, no volveré a ver casi nunca a Clelia. Y, a fin de cuentas, ¿qué mal me causa la cárcel? Si Clelia tuviera a bien no desesperarme con su enfado, ¿qué más podría pedirle al cielo?». Cuando llegó la noche de aquel día en que no había visto a su bella vecina, se le ocurrió una gran idea. Con la cruz de hierro del rosario que daban a todos los presos a su ingreso en la prisión, se puso, no sin éxito, a perforar la pantalla. «Quizá esto sea una imprudencia —se dijo antes de empezar—; los carpinteros han comentado delante de mí que mañana vendrían los pintores, ¿qué dirán si se encuentran agujereada la pantalla de la ventana? Pero si no cometo esta imprudencia, no la puedo ver mañana. ¡Cómo voy a estar un día sin verla, y por mi culpa, precisamente ahora que se ha ido enfadada!» La imprudencia de Fabricio tuvo su recompensa. Al cabo de quince horas de trabajo pudo ver a Clelia y, para colmo de felicidad, como pensaba que él no podía verla, se quedó un buen rato quieta con la mirada puesta en la pantalla. Tuvo él, así, ocasión de leer en sus ojos señales de una compasión llena de ternura. Al final de su permanencia en el cuarto, se hizo evidente que descuidaba, incluso, el arreglo de las jaulas para alargar los minutos de contemplación de la ventana. Tenía Clelia el alma profundamente desasosegada; pensaba en la duquesa, cuya enorme desgracia tanta compasión le había inspirado y, no obstante, se daba cuenta de que empezaba a odiarla. No entendía nada de la honda melancolía que se apoderaba de su ánimo, estaba enfadada consigo misma. En dos o tres ocasiones, a lo largo de aquella visita, Fabricio tuvo tentaciones de tratar de zarandear la pantalla. Pensaba que no sería feliz hasta tanto no hiciera saber a Clelia que la estaba viendo. «Y sin embargo —se decía—, si supiera que la estoy viendo tan bien, con lo tímida y reservada que es, seguro que se apartaría de mi vista». Al día siguiente fue más feliz (¡de qué quisicosas no se valdrá el amor para hacer su dicha!). Mientras miraba ella con tristeza hacia la inmensa pantalla, él consiguió pasar un trocito de alambre por el agujero hecho con la cruz y le hizo señas, cuyo sentido entendió ella claramente, que pretendían decir: «Estoy aquí, la estoy viendo». Fabricio pasó a disgusto los días que siguieron. Quería serrar en aquella pantalla colosal un trozo del tamaño de una mano, que pudiera encajar y desencajar cuando quisiera, permitiéndole, así, ver y ser visto, o sea, hablar de lo que pasaba en su alma aunque sólo fuera mediante señas. Pero el ruido de la serrezuela, muy tosca, que se había fabricado con una ruedecilla del reloj, dentándola con la cruz, llamaba la atención de Grillo que iba a pasar muchas horas a su celda. Creyó advertir ciertamente que la severidad de Clelia se atemperaba a medida que crecían las dificultades materiales que obstaculizaban cualquier correspondencia. Fabricio notó claramente que ya no fingía bajar la mirada o mirar a los pájaros cuando él trataba de hacerle ver su presencia con la ayuda de su mísero trozo de alambre. Le producía verdadero placer comprobar que no dejaba de ir nunca a la pajarera justo en el momento en que sonaban las doce menos cuarto, y tenía la casi seguridad de que era él la causa de aquella puntualidad tan exacta. ¿Por qué? La idea no parece razonable, pero el amor es capaz de ver matices que el ojo de quien no está enamorado es incapaz de ver y sacar de ellos consecuencias infinitas. Por ejemplo, desde que Clelia había dejado de poder ver al prisionero, nada más entrar en la pajarera alzaba la mirada hacia su ventana. Eran aquellos los días fúnebres en que nadie en Parma dudaba de que fueran a matar a Fabricio muy pronto; el único que lo ignoraba era él. Aquella idea atroz no se le borraba a Clelia de la cabeza, ¿cómo iba a reprocharse todo el interés que le inspiraba Fabricio, si iba a morir?, ¡y por la causa de la libertad!, pues era demasiado absurdo ejecutar a un del Dongo por haber tirado una estocada a un histrión. También era cierto que aquel amable joven estaba ligado a otra mujer. Clelia era muy desgraciada, y sin confesarse a sí misma de qué tipo era el interés que la suerte de Fabricio le inspiraba, se decía: «Si lo matan, me meteré en un convento y jamás en la vida volveré por la corte, me da horror. ¡Asesinos bien educados!». En el octavo día de encarcelamiento de Fabricio, Clelia tuvo ocasión de pasar unos momentos de mucha vergüenza. Aquel día, el prisionero no había dado aún ninguna señal de su presencia; Clelia, absorta en sus pensamientos, estaba mirando fijamente hacia La pantalla que tapaba su ventana, cuando súbitamente un trozo de aquella, poco más grande que una mano, fue retirado. Él la miró alegremente, ella pudo ver sus ojos que la saludaban. Fue incapaz de resistir aquella inesperada demostración; se volvió rápidamente a sus pájaros y se puso a cuidarlos; temblaba de tal modo que se le caía el agua que echaba en los bebederos. Fabricio podía ver perfectamente su emoción. Ella no pudo soportar la situación y optó por salir corriendo. Aquél fue, sin comparación, el momento más hermoso de la vida de Fabricio. ¡Con qué contundencia habría rechazado la libertad si se la hubieran ofrecido en aquel momento! Al día siguiente la duquesa pasó por uno de los momentos de mayor desesperación de su vida. Todo el mundo daba por seguro en la ciudad que Fabricio estaba definitivamente perdido. Clelia no tuvo el sombrío valor de mostrarle una dureza que no albergaba en su corazón: pasó una hora y media en la pajarera, aceptó todas sus señas y le contestó muchas veces, al menos con una expresión del máximo y más sincero interés; en algunos momentos se apartaba para que no pudiera verle las lágrimas. En su coquetería femenina lamentaba vivamente la pobreza del lenguaje utilizado. Si hubieran estado hablando normalmente, ¡de cuántas maneras distintas no habría tratado ella de averiguar cuál era la verdadera naturaleza de los sentimientos de Fabricio para la duquesa! A Clelia no le resultaba fácil seguir engañándose: odiaba a la señora Sanseverina. Una noche Fabricio intentó pensar con algún detenimiento en su tía y se sorprendió: le costó mucho recordar su imagen; el recuerdo que tenía de ella había cambiado totalmente; para él, en aquel momento, tenía cincuenta años. «¡Menos mal —exclamó para sí confortado— que tuve el acierto de no decirle que la amaba!». Llegó incluso a preguntarse incrédulo cómo la había encontrado tan guapa. En ese mismo orden de cosas, no tenía la sensación de que su apreciación de la pequeña Marietta hubiera cambiado, y era porque nunca había creído que su alma tuviera nada que ver con el amor que había sentido por ella, mientras que, en el caso de la duquesa, sí: en muchas ocasiones había pensado que su alma le pertenecía por entero. Ahora veía a la duquesa de A*** y a Marietta como a dos palomitas cuyos encantos estribaran en la debilidad y en la inocencia, mientras que la imagen sublime de Clelia Conti henchía su alma entera hasta darle miedo. Se daba perfecta cuenta de que la felicidad de toda su vida le obligaba a contar con la hija del gobernador y que ésta tenía en su mano convertirlo en el más desgraciado de los hombres. Día tras día experimentaba un miedo mortal a que, súbitamente, por algún capricho inapelable de su voluntad, terminara aquella deliciosa y singular forma de vida que había encontrado cerca de ella; fuera como fuese, lo había colmado de felicidad durante los dos primeros meses de cárcel. Eran aquéllos los días en que el general Fabio Conti le decía al príncipe: —Puedo darle a Vuestra Alteza mi palabra de honor de que el prisionero del Dongo no habla con alma viviente y de que su vida transcurre en la pesadumbre de la desesperación más honda o durmiendo. Clelia iba dos o tres veces al día a ver a los pájaros, algunas veces sólo unos instantes. Si Fabricio no hubiera estado tan enamorado, se habría dado cuenta con toda claridad de que ella lo amaba, pero tenía dudas mortales al respecto. Clelia había mandado llevar un piano a la pajarera. Al mismo tiempo que pulsaba las teclas para que el instrumento llamara la atención de los centinelas, que se paseaban bajo las ventanas, y los distrajera, respondía con su mirada a las preguntas de Fabricio. Un único asunto no hallaba respuesta nunca, e incluso, en algunas ocasiones, había provocado su marcha precipitada y hasta su ausencia prolongada a un día entero; era el caso en que las señas de Fabricio expresaban sentimientos cuyo sentido último hacía sumamente difícil no entender; a este respecto ella era inflexible. De tal modo, aunque encerrado en una jaula bastante pequeña, Fabricio llevaba una vida muy ocupada, dedicada enteramente a resolver el problema de la mayor importancia, que formulaba así: «¿Me ama?». El resultado de miles de observaciones constantemente renovadas y constantemente puestas en cuestión era el siguiente: «Todos sus gestos voluntarios dicen que no, pero cuanto hay de involuntario en sus miradas parece revelar que empieza a sentir una cierta inclinación por mí». Clelia esperaba no tener que confesar nunca su amor. Y para alejar tal contingencia había rechazado, con excesivo enojo, un ruego que Fabricio le había dirigido varias veces. Hubiera parecido mejor, no obstante, que la penuria de medios que empleaba el pobre prisionero alentara en Clelia algo más de piedad. Quería él comunicarse con ella pintándose letras en la mano con un trozo de carbón, hallazgo precioso que había hecho en su estufa. Habría formado las palabras, letra a letra, sucesivamente. Tal invención habría multiplicado la eficacia de su comunicación, al permitirle decir cosas precisas. Su ventana distaba de la de Clelia algo más de ocho metros, y hubiera sido muy arriesgado hablar por encima de las cabezas de los centinelas que se paseaban delante del palacio del gobernador. Fabricio dudaba de si era o no era amado; si hubiera tenido alguna experiencia en el amor, no habría albergado la menor duda, pero hasta entonces nunca mujer alguna había ocupado su corazón. Tampoco tenía el menor barrunto de un secreto que lo habría arrojado a la desesperación de haberlo conocido: se hablaba muy seriamente del matrimonio de Clelia Conti con el marqués Crescenzi, el hombre más rico de la corte. Capítulo decimonoveno La ambición del general Fabio Conti, excitada hasta el paroxismo por las dificultades que acababan de presentarse en la carrera del primer ministro Mosca —y que parecían anunciar su caída—, lo inducía a hacerle a su hija violentas escenas. Lleno de cólera le repetía constantemente que tiraba por la ventana sus posibilidades de éxito, si no terminaba de decidirse a elegir entre sus pretendientes; con veinte años cumplidos había llegado el momento de comprometerse. Aquel estado de aislamiento cruel en que su obstinación sin sentido sumía al general tenía que concluir finalmente, etcétera, etcétera. El primer motivo que tuvo Clelia para refugiarse en la pajarera fue escapar a aquellos arranques de mal genio. Se llegaba allí por una escalera de madera, pequeña y muy incómoda, sumamente molesta de subir para el gobernador que padecía de gota. Desde hacía algunas semanas el alma de Clelia estaba muy turbada; hasta tal punto ignoraba ella misma qué debía desear, que, sin haber llegado a asentir explícitamente ante su padre, casi se había dejado comprometer. En uno de sus arrebatos de cólera, el general le había gritado que ya se ocuparía él de enviarla a que se aburriera al convento más triste de Parma y que la dejaría allí muerta de asco hasta que se dignara tomar una decisión. —Sabe usted perfectamente que nuestra casa, aunque muy antigua, no llega a reunir seis mil libras de renta, mientras que la fortuna del marqués Crescenzi llega a más de cien mil escudos al año. Todo el mundo en la corte le reconoce un bonísimo carácter, jamás ha dado motivo de queja a nadie, es muy guapo, joven, apreciadísimo por el príncipe; le digo que tiene que estar loca de atar para rechazar sus proposiciones. Si fuera éste el primer rechazo, podría aguantarlo; pero es que son ya cinco o seis partidos, y de los mejores de la corte, los que lleva rechazados, como la tontita que es. ¿Y qué sería de usted —le pregunto—, si me quedara sólo con la paga de retirado? ¡Qué triunfo para mis enemigos, verme viviendo en un segundo piso a mí, de quien tantas veces se ha hablado para el ministerio! ¡No, ni hablar! ¡Ya es mucho tiempo de hacer el papel de Casandro[32] por pura bondad! Ahora mismo va a decirme qué objeciones puede ponerle al pobre marqués Crescenzi, que ha tenido la bondad de enamorarse de usted, de querer casarse con usted sin dote, y de asignarle una renta de treinta mil libras, con la que yo podría al menos pagarme la casa; ahora mismo va a hablarme con coherencia o, ¡maldita sea, se casa antes de dos meses!… Un solo argumento de todo este discurso inquietó a Clelia y fue la amenaza de ser enviada a un convento y, por lo tanto, alejada de la ciudadela, justo en el momento en que la vida de Fabricio pendía de un hilo, pues no había mes en que no corriera por la ciudad y por la corte el rumor de su muerte inminente. Se hiciera el razonamiento que se hiciera, no podía decidirse a correr el riesgo de ser separada de Fabricio precisamente cuando temía por su vida. Éste sería, a sus ojos, el peor de los males y, en todo caso, el más inmediato. No quiere decir esto que la eventualidad de no ser alejada de Fabricio pusiera su corazón en la perspectiva de la felicidad. Clelia estaba convencida de que la duquesa lo amaba, y tenía el alma desgarrada por unos celos mortales. Pensaba constantemente en la ventaja que le llevaba aquella mujer tan admirada por todos. La extrema reserva que se imponía a sí misma en su relación con Fabricio, el lenguaje de signos en que lo había confinado por miedo a caer en alguna indiscreción, todo parecía reunirse para sustraerle a él la posibilidad de que le explicara cuál era la naturaleza de su relación con la duquesa. Así, día a día, experimentaba más cruelmente la espantosa desventura de tener una rival en el corazón de Fabricio y, día a día, menguaba su valor para exponerse a darle a él ocasión de decir toda la verdad sobre lo que sentía en su corazón. Y, sin embargo, ¡qué maravilla sería poder oírle confesar sus verdaderos sentimientos; qué delicia poder olvidar las espantosas sospechas que le envenenaban la vida! Fabricio era un inconstante en el amor; en Nápoles tenía fama de cambiar de amante con mucha facilidad. Y Clelia lo sabía; aunque a una señorita se le exigía una extremada discreción, desde que la habían hecho canonesa[33] y acudía a la corte, sin hacer nunca una pregunta, simplemente escuchando, se había ido enterando perfectamente de la reputación que tenían los jóvenes que sucesivamente habían pedido su mano. Pues bien, Fabricio era mucho más liviano en sus relaciones amorosas que todos aquellos jóvenes. Ahora estaba en la cárcel, se aburría, cortejaba a la única mujer con que podía hablar. ¿Podía haber nada más sencillo? ¿Nada más corriente? Y esto era lo que más le dolía a Clelia; porque, aun cuando, tras una revelación completa de Fabricio, ella se enterara de que no estaba enamorado de la duquesa, ¿qué confianza podría tener en sus palabras?, e, incluso, aun cuando creyera en la sinceridad de sus palabras, ¿qué confianza podría tener en la constancia de sus sentimientos? Y, por último, y para mayor desesperación, ¿no estaba Fabricio muy adelantado ya en su carrera eclesiástica? ¿No estaba a punto de comprometerse con los votos perpetuos? ¿No le esperaban las mayores dignidades que podía ofrecerle aquel género de vida? «Si me quedara un resquicio de sentido común, ¿no debería poner distancia? —se decía la desventurada Clelia—. ¿No debería suplicarle a mi padre que me encerrara en algún convento bien lejano? ¡Y, para colmo de miserias, lo que ahora ordena todo mi comportamiento es precisamente el temor a ser alejada de la ciudadela y encerrada en un convento! Ese temor es lo que me fuerza a disimular, lo que me obliga a la odiosa e infame mentira de fingir que acepto las delicadezas y las atenciones públicas del marqués Crescenzi». El carácter de Clelia era extremadamente razonable; nunca, en toda su vida, había tenido que reprocharse un solo paso atolondrado y, en aquellas circunstancias, su comportamiento era el colmo de la sinrazón. Juzgue el lector cuál no sería su sufrimiento…, tanto más cruel cuanto que no se hacía la menor ilusión. Se ligaba a un hombre de quien la mujer más bella de la corte estaba perdidamente enamorada, ¡una mujer tan superior a ella, Clelia, por tantas razones! Y un hombre que, si hubiera estado en libertad, no hubiera sido capaz de un compromiso serio, mientras que ella, y esto lo sabía perfectamente, no se comprometería más que una sola vez en la vida. Así pues, cada vez que Clelia iba a la pajarera lo hacía con el corazón turbado por los más espantosos remordimientos; una vez allí, adonde llegaba como a su pesar, su inquietud cambiaba de objeto, se hacía menos cruel por algunos instantes, sus remordimientos desaparecían. Latiéndole el corazón con indecible violencia, espiaba los momentos en que Fabricio podía abrir la especie de mirilla que había practicado en la inmensa pantalla que tapaba su ventana. Muchas veces, la presencia en la celda de Grillo, el carcelero, le impedía hablar por señas con su amiga. Una noche, a eso de las once, Fabricio oyó unos ruidos sumamente extraños en la ciudadela. En medio de la oscuridad, se acercó lo más que pudo a la ventana, hasta sacar la cabeza fuera de la mirilla para poder llegar a oír algo mejor los ruidos que hacían en la escalera grande, la conocida como la de los trescientos escalones, que subía por dentro de la torre redonda, desde el primer patio, hasta la plataforma de piedra sobre la que se había construido el palacio del gobernador y la prisión Farnesio en que él se encontraba. Hacia la mitad de su recorrido, a la altura del peldaño ciento ochenta, la escalera pasaba del lado sur de un gran patio al lado norte, mediante un puente de hierro muy ligero y muy estrecho, en cuyo centro estaba apostado un vigilante. Aquel hombre era relevado cada seis horas, y tenía que levantarse y ponerse de lado para que se pudiera pasar por aquel puentecillo que guardaba, único acceso al palacio del gobernador y a la torre Farnesio. Bastaba dar dos vueltas de llave en un mecanismo (y la llave la tenía consigo el gobernador) para que el puente cayera al patio desde una altura de unos treinta y tres metros. Una vez tomada esta simple precaución, como no había otra escalera en toda la ciudadela y como todas las noches, a las doce, un sargento llevaba a casa del gobernador, para dejarlas en un aposento al que sólo se podía entrar desde su cuarto, las cuerdas de todos los pozos, el gobernador quedaba completamente inaccesible en su palacio y, del mismo modo, le habría sido imposible a quienquiera que hubiera pretendido acceder a la torre Farnesio. De todo esto se había dado perfecta cuenta Fabricio el día de su llegada a la ciudadela y, además, se lo había explicado muchas veces Grillo a quien, como a todos los carceleros, le encantaba cantar las excelencias de su prisión. No había, pues, la menor esperanza de fuga. Pero Fabricio recordaba una máxima del abate Blanes: «Piensa más el amante en llegar hasta su querida que el marido en guardar a su mujer; piensa más el preso en fugarse que el carcelero en cerrar la puerta; así pues, sean los que fueren los obstáculos, preso y amante han de lograr su propósito». Aquella noche, Fabricio oyó muy claramente pasar por el puente de hierro a un gran número de hombres. Llamaban a aquella pasarela el puente del esclavo porque, hacía mucho tiempo, un esclavo dálmata había conseguido escapar, tras tirar al patio, desde el puente, al guardián. «Vienen hacia aquí, a trasladar a alguien; quizá vengan a por mí, para llevarme a la horca. Puede ser que haya cierta confusión, tendré que aprovecharme». Había cogido sus armas y estaba ya retirando el oro de algunos escondrijos, cuando se detuvo súbitamente. «¡Qué animal tan gracioso es el hombre! —exclamó para sí—. ¿Qué diría un espectador invisible que pudiera observar mis preparativos? ¿Acaso quiero yo escapar? ¿Qué sería de mí al día siguiente de mi vuelta a Parma? ¿No haría lo posible y lo imposible para volver cerca de Clelia? Si hay jaleo, lo aprovecharé para colarme en el palacio del gobernador; quizá pueda hablar con Clelia; quizá, amparándome en el desorden, me atreva a besarle la mano. El general Conti, tan desconfiado como vanidoso, tiene puestos cinco centinelas en el palacio, uno en Cada esquina del edificio y otro en la puerta, pero por suerte la noche es muy oscura». Con todo sigilo, Fabricio se acercó a ver qué hacían Grillo y su perro. El carcelero estaba profundamente dormido en una piel de vaca colgada del tablero inferior mediante cuatro cuerdas y envuelta en una burda red; el perro, Fox, abrió los ojos, se levantó y se acercó lentamente a Fabricio para que lo acariciara. Nuestro prisionero subió con ligereza los seis escalones que llevaban a su celda de madera. El ruido se estaba haciendo tan intenso al pie de la torre Farnesio, precisamente delante de la puerta, que pensó que despertaría a Grillo. Fabricio, cargado con todos sus pertrechos, dispuesto para la acción, pensaba que aquella noche le reservaba grandes aventuras. De pronto empezó a sonar la música más hermosa del mundo; era una serenata que alguien le daba al general o a su hija. Le dio un ataque de risa loca. «¡Y yo que estaba ya pensando en liarme a cuchilladas! ¡Como si, para explicar la presencia de ochenta personas en una prisión, no fuera algo infinitamente más trivial una serenata que un traslado o que una revuelta!». La música era excelente; a Fabricio, que no había tenido la menor distracción durante tantas semanas, le parecía deliciosa; le hizo llorar dulcemente; en su arrobamiento dirigía los discursos más irresistibles a la bella Clelia. Al día siguiente, no obstante, la encontró sumida en una melancolía tan sombría, estaba tan pálida, las miradas que le dirigió tenían a veces tanta ira, que no se sintió autorizado para hacerle ninguna pregunta sobre la serenata. Temió ser indiscreto. Clelia tenía muy buenas razones para estar triste; la serenata se la había dado el marqués Crescenzi; que el marqués hubiera dado un paso como aquel, tan notorio, era una especie de anuncio oficial de casamiento. Hasta el día de la serenata, hasta las nueve de la noche de aquel mismo día, Clelia había opuesto la resistencia más admirable, pero había tenido la debilidad de ceder ante la amenaza de su padre de que la encerraría inmediatamente en el convento. «¡Ay! ¡Ya no lo veré más! —se había dicho a sí misma entre lágrimas. Y en vano su razón había añadido—: ¡Ya no veré más a ese ser que, de un modo u otro, me hará desgraciada; ya no veré más a ese amante de la duquesa; ya no veré más a ese calavera que ha tenido diez amantes en Nápoles, que se sepa, y a todas las ha engañado; ya no veré más a ese ambicioso joven que, si sobrevive a la sentencia dictada contra él, recibirá las órdenes sagradas! Sería un crimen si lo volviera a mirar cuando esté fuera de esta ciudadela. Aunque su natural inconstancia me ahorrará la tentación, porque ¿qué soy yo para él, sino un modo de pasar menos tediosamente algunas horas de sus días de cárcel?». En medio de aquella invectiva, Clelia se acordó de la sonrisa con que miraba él a los gendarmes que lo rodeaban cuando salía de la oficina del registro antes de que lo subieran a la torre Farnesio, y sus ojos se inundaron de lágrimas: «¡Qué no haría yo por ti, amigo mío; tú serás mi perdición, lo sé, es mi destino; me pierdo yo a mí misma, atrozmente, asistiendo esta noche a esa espantosa serenata; pero mañana, al mediodía, volveré a ver tus ojos!». Y fue precisamente el día siguiente a aquel en que Clelia había sacrificado tantas cosas al joven prisionero a quien amaba tan apasionadamente; el día siguiente a aquel en que, después de considerar todos sus defectos, le había sacrificado su vida, el día en que Fabricio se desesperó ante su frialdad. Por poco que hubiera presionado el alma de Clelia, aun utilizando el tan imperfecto lenguaje de las señas, ella hubiera roto a llorar probablemente; pero le faltaba valor, tenía un miedo mortal a ofender a Clelia. El castigo que ella podía infligirle era demasiado severo. En otras palabras, Fabricio no tenía la menor experiencia de esa clase de emoción que inspira una mujer a la que se ama; era aquella una sensación que no había experimentado jamás, ni siquiera en sus gradaciones más débiles. Necesitó ocho días, tras aquel de la serenata, para que su relación con Clelia recuperara el carácter amigable que venía teniendo. La pobre muchacha se moría de miedo a traicionarse, por lo que se armaba de severidad, y a Fabricio le parecía que las cosas iban peor de día en día. Hacía ya casi tres meses que Fabricio estaba preso, sin haber tenido ninguna comunicación con el exterior y, no obstante, sin haberse sentido mal por ello. Aquel día, Grillo se había quedado hasta muy entrada la mañana en su celda. Fabricio no sabía qué hacer para que se fuera. Estaba desesperado. Finalmente, cuando habían sonado ya las doce y media, pudo abrir las dos trampillas de unos treinta centímetros de alto que había practicado en la aciaga pantalla. Clelia estaba de pie, asomada a la ventana de la pajarera, con los ojos fijos en la ventana de Fabricio. Los rasgos crispados de su rostro expresaban una violenta desesperación. En cuanto vio a Fabricio le dijo mediante señas que todo estaba perdido. Corrió al piano y, fingiendo cantar un recitativo de ópera muy de moda en aquella época, con frases entrecortadas por la desesperación y el miedo a que la entendieran los centinelas que hacían guardia bajo la ventana, le dijo: ¡Dios mío! ¡Aún está usted vivo! ¡Cuántas gracias le tengo que dar a Dios! Barbone, el carcelero, a quien usted castigó por su insolencia el día en que llegó aquí, había desaparecido, se había ido de la ciudadela. Volvió anteayer por la noche y, desde ayer, tengo razones para creer que quiere envenenarlo. Anda merodeando en torno a la cocina del palacio, que es donde le preparan a usted sus comidas. No puedo asegurarle nada, pero mi doncella cree que, si ese hombre espantoso se acerca a la cocina, es con el único propósito de matarlo a usted. Me moría de nerviosismo cuando no aparecía usted; pensaba que había muerto. No coma usted nada hasta nuevo aviso, haré lo que sea para poder darle un poco de chocolate. En cualquier caso, esta noche, a las nueve, si Dios quiere que tenga usted algún hilo o pueda hacer una tira con su ropa blanca, déjelos caer desde su ventana sobre los naranjos, yo ataré una cuerda que usted podrá recoger y, con ayuda de esa cuerda, le haré llegar pan y chocolate. Fabricio, que había conservado como un tesoro el pedazo de carbón que había encontrado en la estufa de su celda, no dudó ni un instante en aprovechar la emoción de Clelia y escribirse en la mano una sucesión de letras que leídas seguidas formaban las siguientes palabras: La amo a usted, si aprecio la vida es porque la veo; envíeme, sobre todo, papel y un lápiz. Como había previsto Fabricio, el terror que había percibido en el rostro de Clelia impidió a la muchacha cortar la conversación tras la osada frase «la amo a usted». Se contentó con manifestar un fuerte enfado. Y Fabricio fue lo suficientemente listo como para añadir: Con el viento que hace hoy, entiendo muy mal los consejos que ha tenido a bien darme cantando, el sonido del piano tapa la voz. ¿Qué decía usted de un veneno? Cuando leyó esta última palabra, todo el terror de la muchacha volvió a hacer acto de presencia. A toda prisa, se puso a dibujar con tinta unas letras muy grandes en las páginas que desgarró de un libro. Fabricio no cabía en sí de gozo; por fin se establecía, al cabo de tres meses de cuidados, aquel sistema de correspondencia que tantas veces había rogado en vano. Decidió no abandonar la estratagema que tan buen resultado le había dado, y, como lo que quería era escribir cartas, a cada poco fingía no entender bien las palabras que Clelia le mostraba deletreándoselas ante sus ojos. Se vio ésta obligada a dejar la pajarera para ir corriendo a donde estaba su padre. Lo que más temía era que viniera él a buscarla a aquel cuarto. Dada su natural suspicacia, no le hubiera dejado nada tranquilo la proximidad entre la ventana de la pajarera y la pantalla que upaba la del prisionero. A la propia Clelia, unos momentos antes, cuando el no asomarse de Fabricio la sumía en un nerviosismo de muerte, se le había ocurrido que se podía tirar una piedrecilla envuelta en un papel por encima de la pantalla y, si el azar quería que en aquel momento no estuviera en la celda el carcelero encargado de la guarda de Fabricio, el procedimiento no dejaba de ser un medio de correspondencia seguro. Se apresuró nuestro prisionero a fabricarse una especie de cinta desgajándola de la ropa blanca; y, por la noche, poco después de las nueve, oyó perfectamente unos golpecillos dados en alguno de los cajones de los naranjos que estaban bajo su ventana. Dejó caer la cinta y, al recuperarla, le trajo un cordelillo muy largo que traía atado, primero, una provisión de chocolate y, luego, para indescriptible satisfacción suya, un rollo de papel y un lápiz. En vano volvió a largar la cuerda al instante, ya no le llegó nada más. Al parecer los centinelas se habían acercado a los naranjos. Pero estaba ebrio de alegría. Se puso inmediatamente a escribirle a Clelia una carta infinita. En cuanto estuvo terminada, la ató a la cuerda y la dejó caer. Durante más de tres horas esperó infructuosamente a que fuera recogida. En multitud de ocasiones la recogió para introducir algún cambio. «Si Clelia no ve mi carta esta noche —se decía—, cuando todavía está conmovida con esas ideas del veneno, quizá mañana por la mañana rechace ya de plano la idea de recibir una carta». En realidad, Clelia no había podido dejar de ir a la ciudad con su padre. Fabricio llegó a pensarlo, más o menos, cuando, a eso de las doce y media de la noche, oyó el coche del general que volvía; conocía el paso de los caballos. Su alegría no pudo ser mayor cuando, algunos minutos después de haber oído al general atravesar la plataforma y a los centinelas presentarle armas, notó que tiraban del cordel que no había dejado de tener arrollado al brazo. Dos pequeñas sacudidas le avisaron de que podía recoger el cordel; llevaba atado un gran peso. Tuvo bastantes dificultades para hacer pasar el bulto que cobraba a causa de una cornisa muy saliente que había bajo su ventana. El objeto que tanto le había costado subir era una garrafa llena de agua, envuelta en un chal. El pobre joven, después de tanto tiempo de completa soledad, encontró un inmenso placer en cubrir de besos aquel chal. Pero lo que verdaderamente no se puede describir es su emoción cuando, tras tantos días de esperanzas vanas, descubrió un papelito prendido al chal con un alfiler. No beba usted más que esta agua, no se alimente más que con el chocolate. Mañana haré todo lo posible para hacerle llegar pan, lo marcaré por todas partes con crucecitas hechas a tinta. Es espantoso decirlo, pero tiene que saberlo: muy probablemente han encargado a Barbone que lo envenene. ¿Cómo no se ha dado usted cuenta de que el asunto que aborda en su carta escrita a lápiz sólo puede disgustarme? Tanto, que no le escribirla si no fuera por el peligro extremo que le amenaza. Acabo de ver a la duquesa, está bien, como el conde, aunque ella ha adelgazado mucho. No vuelva a escribirme sobre ese asunto. ¿Quiere usted que me enfade? Clelia tuvo que hacer un enorme esfuerzo de generosidad para escribir la antepenúltima frase de esta nota. En boca de todo el mundo en la corte estaba que la señora Sanseverina se hacía muy amiga del conde Baldi, el guapo mozo que había sido amante de la marquesa Raversi. Lo cierto, en cualquier caso, es que Baldi se había peleado del modo más escandaloso con dicha marquesa, que durante seis años había sido como una madre para él y lo había introducido en el gran mundo. Clelia había tenido que escribir dos veces aquella nota compuesta a toda prisa, porque la primera redacción dejaba entrever algo de los nuevos amores que la malignidad pública atribuía a la duquesa. «¡Qué bajeza la mía —había exclamado para sí—: hablarle mal a Fabricio de la mujer a la que ama!…». A la mañana siguiente, mucho antes del amanecer, Grillo entró en la celda de Fabricio, dejó un paquete bastante pesado y se fue sin decir nada. El paquete contenía un pan grande, adornado por todas partes con crucecitas hechas a tinta. Fabricio las cubrió de besos; estaba enamorado. Junto al pan había un rollo envuelto muchas veces en papel; dentro había seis mil francos en cequíes; finalmente, Fabricio encontró un breviario nuevo muy bonito. Con una letra que ya empezaba a conocer, en uno de los márgenes estaba escrito: ¡El veneno! Mucho cuidado con el agua, con el vino, con todo; no comer más que chocolate, tratar de que el perro coma los alimentos que traigan, ¡y no tocarlos! Conviene no parecer desconfiado, el enemigo buscaría otros medios. ¡Ni una sola imprudencia, por Dios, ni una sola ligereza! Fabricio hizo desaparecer inmediatamente aquellas queridas letras que podrían comprometer a Clelia y desgarró un buen número de pliegos del breviario, con los que hizo varios alfabetos. Cada letra estaba cuidadosamente escrita con carbón molido y disuelto en vino. Los alfabetos estaban secos cuando, a las doce menos cuarto, Clelia apareció a dos pasos por detrás de la ventana de la pajarera. «Ahora, lo importante —se dijo Fabricio— es que se avenga a utilizarlos». Por suerte para él, ella tenía muchas cosas que contar al joven prisionero a propósito del intento de envenenamiento: un perro de las criadas había muerto tras comer un plato que era para él. Clelia distaba mucho de poner objeciones al uso de los alfabetos; ella misma tenía ya preparado uno magnífico, hecho con tinta. La conversación entablada con aquel sistema, bastante incómodo al principio, no duró menos de hora y media, o sea, todo el tiempo que Clelia podía estar en la pajarera. En las dos o tres ocasiones en que Fabricio se permitió abordar asuntos prohibidos, ella no contestó y, por unos momentos, se fue a darles a sus pájaros los cuidados que necesitaban. Había conseguido Fabricio que, por la noche, cuando le envió el agua, le hiciera llegar uno de los alfabetos hechos por ella con tinta, que se veían mucho mejor que los suyos. Y no dejó de escribirle una carta muy larga en la que tuvo mucho cuidado de no poner ninguna ternura, al menos en forma que pudiera ofenderla. Aquel procedimiento tuvo éxito; su carta fue aceptada. Al día siguiente, en la conversación mediante los alfabetos, Clelia no le hizo ningún reproche. Le contó que el peligro de envenenamiento iba siendo menor. A Barbone le habían dado una soberana paliza, que casi lo había matado, unos muchachos que cortejaban a las criadas de la cocina del palacio del gobernador y lo más probable era que no se atreviera a volver por aquellas dependencias. Le confesó que, por su parte, se había atrevido a robarle a su padre un contraveneno para él. Se lo enviaba. Lo esencial era que rechazara inmediatamente cualquier alimento que le supiera raro. Clelia le había preguntado insistentemente a don César por la procedencia de los seiscientos cequíes que había recibido Fabricio, pero no había obtenido respuesta; en cualquier caso era una magnífica señal; la severidad se mitigaba. Este episodio del veneno hizo progresar infinitamente los intereses de nuestro prisionero; aunque nunca pudo obtener el menor reconocimiento de nada que se pareciera al amor, tenía la dicha de vivir en la mayor intimidad con Clelia. Todas las mañanas, y muchas noches, mantenían una larga conversación mediante los alfabetos. Todas las noches, a las nueve, Clelia aceptaba una extensa carta y algunas veces contestaba con unas pocas palabras. Ella le enviaba el periódico y algunos libros. Por último, Fabricio se había ganado a Grillo hasta el punto de que todos los días le traía el pan y el vino que le suministraba la doncella de Clelia. El carcelero Grillo había llegado a la conclusión de que el gobernador no estaba muy de acuerdo con quienes habían encargado a Barbone el envenenamiento del joven monseñor, y aquello le hacía muy feliz, a él y a sus compañeros, pues corría una frase por la casa: «Basta con mirarle a la cara a monseñor del Dongo para que te dé dinero». Fabricio estaba ahora muy pálido y la falta absoluta de ejercicio perjudicaba su salud; aparte de esto, nunca había sido tan feliz. El tono de la conversación entre Clelia y él era íntimo y algunas veces alegre. Los únicos momentos de la vida de Clelia en los que no le asaltaban previsiones funestas y remordimientos eran los que pasaba charlando con él. Un día cometió la imprudencia de decirle: —Admiro su delicadeza; siendo yo la hija del gobernador, no me habla usted nunca del deseo de recobrar la libertad. —Lo que pasa es que ni se me ocurre tener un deseo tan absurdo —le contestó Fabricio—; una vez en Parma, ¿cómo la iba a ver a usted? La vida se me haría insoportable si no pudiera decirle todo lo que pienso…, bueno, exactamente todo lo que pienso no, usted me ata muy corto; pero, de todas formas, a pesar de sus maldades, vivir sin verla todos los días sería para mí un suplido mucho mayor que esta prisión. Nunca he sido tan feliz…, ¿no es gracioso comprobar que la felicidad me esperaba en la cárcel? —Hay mucho que decir a ese respecto —contestó Clelia con una cara súbitamente seria, casi sombría. —¡Cómo! —exclamó Fabricio muy alarmado—, ¿Corro el peligro de perder ese rinconcito tan pequeño de su corazón que he conseguido conquistar y que es la única alegría que tengo en el mundo? —Sí —le contestó ella—, tengo buenas razones para creer que no es sincero conmigo, aunque fuera, en el gran mundo, tenga usted fama de hombre muy caballeroso; pero son cosas de las que no quiero hablar hoy. Aquella extraña digresión hizo muy embarazoso el resto del coloquio, y, en muchos momentos, a los dos se les llenaron de lágrimas los ojos. El fiscal general Rassi quería a toda costa cambiar de nombre. Estaba muy cansado de lo que había llegado a significar el que llevaba y quería convertirse en el barón Riva. El conde Mosca, por su parte, ponía todo su arte en fomentar aquella pasión por la baronía del juez corrupto, de igual modo que alentaba en el príncipe la loca esperanza de llegar a ser rey constitucional de la Lombardía. Eran los únicos medios que se le ocurrieron para retrasar la muerte de Fabricio. El príncipe le decía a Rassi: —Quince días de desesperación y quince de esperanza; si seguimos el método con paciencia, conseguiremos vencer el carácter de esa mujer altanera. Con esa misma alternancia de suavidad y dureza se consigue domar los caballos más bravíos. Aplique el castigo con firmeza. Y, efectivamente, cada quince días, corría por Parma con nueva insistencia el rumor de la inminente muerte de Fabricio. Estas noticias hundían a la desventurada duquesa en la desesperación más negra. Fiel a su resolución de no arrastrar al conde en su desgracia, no lo veía más que dos veces al mes; su crueldad con aquel pobre hombre hallaba castigo en aquellos continuos quebrantos de negra desesperanza en que transcurría su vida. En vano el conde Mosca, sobreponiéndose a los celos crueles que le inspiraba la asiduidad de aquel hombre tan guapo, el conde Baldi, escribía a la duquesa cuando no podía verla y le daba puntual información de cuantos datos obtenía de la diligencia del futuro barón Riva; lo que la duquesa hubiera necesitado verdaderamente, para poder resistir aquellos atroces rumores que incesantemente corrían sobre Fabricio, era convivir con un hombre inteligente y bueno como Mosca, pues la insensatez de Baldi la dejaba a solas con sus pensamientos, la abandonaba a un género de vida atroz, y el conde no podía llegar a transmitirle motivos de esperanza. Con distintos e ingeniosos pretextos, el primer ministro había conseguido que el príncipe se aviniera a depositar en un castillo amigo, cerca de Sarono, en el centro mismo de la Lombardía, los archivos de todas aquellas intrigas tan complicadas mediante las cuales Ranucio Ernesto IV abrigaba la más que extravagante esperanza de convertirse en rey constitucional de aquel hermoso país. Más de veinte de aquellos documentos, muy comprometedores, eran del puño y letra del príncipe o estaban firmados por él. El conde tenía pensado que, en caso de que la vida de Fabricio llegara a estar seriamente amenazada, le anunciaría a Su Alteza que iba a entregar aquellos documentos a una gran potencia que con una sola palabra podía aniquilarlo. El conde Mosca se creía seguro respecto al futuro barón Riva. El único miedo que tenía era el del veneno. La intentona de Barbone lo había alarmado mucho, hasta tal punto que se decidió a dar un paso que podía parecer una insensatez. Una mañana, pasó por delante de la ciudadela e hizo llamar al general Fabio Conti. Bajó éste hasta el baluarte de encima de la puerta y, allí, paseando amistosamente con él, tras un correcto y agridulce preámbulo, le dijo sin la menor vacilación: —Si Fabricio muriera sospechosamente, podrían atribuirme a mí su muerte y, en tal caso, me tomarían por celoso, lo que a mí me supondría un ridículo abominable que no estoy dispuesto a consentir. Así que curándome en salud, le diré a usted que si Fabricio muriera por causa de alguna enfermedad, yo lo mataría a usted con mis propias manos, cuente con ello. El general Fabio Conti le dio una magnífica respuesta, y le habló de su valor, pero la mirada del conde se le quedó grabada en la mente. Pocos días después, como si estuviera de acuerdo con el conde, el fiscal Rassi se permitió una imprudencia, muy extraña en un hombre como él. El desprecio general ligado a su nombre, convertido en forma proverbial para la gente más vulgar, lo ponía enfermo, sobre todo desde que abrigaba fundadas esperanzas de librarse de aquel nombre. Envió al general Fabio Conti una copia oficial de la sentencia que condenaba a Fabricio a doce años de ciudadela. Según la ley, aquello era lo que se tenía que haber hecho al día siguiente del ingreso de Fabricio en prisión, pero en Parma, aquel país de medidas secretas, era inaudito que la justicia se permitiera dar tal paso sin una orden explícita del soberano; porque ¿qué posibilidades quedaban de renovar cada quince días la desesperación de la duquesa y domar aquel carácter altanero —como decía el príncipe—, si salía de la cancillería de justicia una copia oficial de la sentencia? Un día antes de que el general Fabio Conti recibiera el pliego oficial del fiscal Rassi, tuvo noticia de que al funcionario Barbone le habían dado una soberana paliza una noche que regresaba un poco tarde a la ciudadela. Coligió de ello que en cierto lugar no había demasiado interés en deshacerse de Fabricio, y, en un rasgo de prudencia que libró a Rassi de las secuelas inmediatas a su insensatez, cuando se reunió con el príncipe en la primera audiencia que tuvo a bien concederle, no le dijo nada de la copia oficial de la sentencia del preso que le había sido remitida. Felizmente, para tranquilidad de la pobre duquesa, el conde había descubierto que la torpe intentona de Barbone no respondía más que a un deseo de venganza personal, y ya había ordenado que se le diera a dicho funcionario el aviso del que ya hemos hablado. Después de ciento treinta y cinco días de estar encarcelado en una celda bastante estrecha, Fabricio tuvo la agradable sorpresa de que el bueno de don César, el capellán de la ciudadela, fuera a buscarle un jueves para dar un paseo por el baluarte de la torre Farnesio. Apenas había pasado diez minutos al aire libre, cuando Fabricio se sintió mal. Este incidente le sirvió de pretexto a don César para conseguir que le fuera permitido a Fabricio dar un paseo diario de media hora. Estos paseos frecuentes sirvieron para que nuestro héroe recuperara enseguida unas fuerzas de las que abusó. Hubo otras serenatas; el meticuloso gobernador las consintió únicamente porque afianzaban el compromiso del marqués Crescenzi con su hija Clelia, de cuyo carácter se fiaba muy poco. Tenía la impresión de que entre ella y él no había ningún punto de contacto, y seguía temiendo seriamente alguna ofuscación de su hija. Ella podía muy bien huir a un convento, lo que lo dejaría a él inerme. Pero, por otra parte, el general temía que aquellas músicas, que podían oírse hasta en los calabozos más recónditos, los reservados a los más negros liberales, fueran portadoras de mensajes. También recelaba de los músicos mismos, de forma que, en cuanto terminaba la serenata, se los encerraba con llave en las grandes salas de la planta baja del palacio del gobernador, que durante el día eran las oficinas del estado mayor, y sólo se les abría a la mañana siguiente después de que hubiera salido el sol. El gobernador en persona, instalado en el puente del esclavo, se ocupaba de que fueran registrados en su presencia antes de que se les dejara en libertad, no sin repetirles varias veces que si alguno de ellos tenía la osadía de llevar el menor recado a cualquiera de los presos, sería inmediatamente detenido. Y era bien sabido que, dado su temor a disgustar a sus superiores, era un hombre que cumplía lo que decía; de modo que el marqués Crescenzi tenía que pagarles el triple a sus músicos, muy molestos con tener que pasar la noche en prisión. Lo único que, con mucho trabajo, consiguió la duquesa de uno de aquellos músicos especialmente miedoso fue que le entregara una carta suya al gobernador. En la carta, dirigida a Fabricio, lamentaba el infortunio de que tras cinco meses de prisión, sus amigos no hubieran podido establecer con él la menor correspondencia. Nada más entrar en la ciudadela el músico comprado se arrojó a los pies del general Fabio Conti y le confesó que un cura que él no había visto nunca antes le había insistido tanto para que le llevara una carta dirigida al señor del Dongo, que no había podido negarse; pero que, fiel a su deber, la ponía inmediatamente en manos de Su Excelencia. Su Excelencia se puso muy contento. Conocía los recursos de que disponía la duquesa y tenía mucho miedo de que lo engañara. Se fue radiante a entregar la carta al príncipe, que también se puso muy contento. —Esto significa que la firmeza de mi administración ha logrado vengarme. ¡Desde hace cinco meses esa mujer altanera está sufriendo! Uno de estos días vamos a disponer que se arme un cadalso, y su loca imaginación creerá que es para el pequeño del Dongo. Capítulo vigésimo Una noche, a eso de la una de la madrugada, Fabricio estaba echado bajo su ventana, había sacado la cabeza por el ventanuco que había practicado en la pantalla y estaba mirando las estrellas y el inmenso horizonte que se divisa desde lo alto de la torre Farnesio; dejaba vagar sus ojos por la campiña, hacia el bajo Po y Ferrara, cuando casualmente se fijó en una luz muy pequeña, pero muy viva, que parecía brillar en lo alto de una torre. «Lo más probable es que esa luz no se pueda ver desde abajo —se dijo Fabricio—, la anchura de la torre impedirá que se vea; debe ser alguna señal destinada a un punto lejano». Súbitamente se dio cuenta de que la luz aparecía y desaparecía a intervalos muy cortos. «Ésa es alguna chica que se comunica con su amante del pueblo de al lado». Contó nueve destellos sucesivos: «Ésa debe ser una “i” —se dijo—, que es la novena letra del alfabeto». Luego, tras un breve intervalo, hubo catorce destellos: «Ésa es una “n”»; después, tras otro intervalo, un solo destello: «Ésa es una “a”; la palabra es Ina». Su alegría y su asombro fueron indescriptibles, cuando los siguientes destellos, separados todas las veces por breves pausas, completaron las siguientes palabras: INA PIENSA EN TI Evidentemente Gina piensa en ti. Inmediatamente, poniendo sucesivamente su lámpara ante la mirilla, respondió: ¡FABRICIO TE QUIERE! Aquel coloquio se prolongó hasta el alba. Era la noche ciento setenta y tres de su cautiverio y en aquella conversación se enteró de que le estaban haciendo aquellas señales desde hacía cuatro meses. Como cualquiera podría ver e interpretar aquellas luces, ya desde la primera noche se introdujeron formas abreviadas: tres destellos muy rápidamente seguidos significaban la duquesa; cuatro, el príncipe; dos, el conde Mosca; dos destellos muy seguidos, acompañados de otros dos más espaciados querían decir evasión. Se acordó que, a partir de aquel momento, se valdrían del alfabeto de la monja, que, para evitar que pueda ser interpretado por indiscretos, cambia el orden de las letras y atribuye una posición arbitraria a cada una de ellas. La «a», por ejemplo, va en décimo lugar; la «b», en tercero. De forma que tres destellos sucesivos de luz quieren decir «b»; diez, «a», etcétera; una pausa de oscuridad significa fin de palabra. Se fijó una cita para el día siguiente a la una de la madrugada, y al día siguiente la duquesa se desplazó a aquella torre que estaba a un cuarto de legua de la ciudad. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando vio las señales de Fabricio, a quien tan a menudo había creído muerto. Y ella misma, mediante los destellos de luz de una lámpara le transmitió: ¡Te amo, ten valor, salud y esperanza! Ejercita tu vigor en la celda, vas a necesitar la fuerza de tus brazos. «No lo he visto —se dijo la duquesa— desde el concierto de Fausta, cuando se presentó en la puerta del salón vestido de cazador, ¡quién iba a decirme, entonces, la desventura que nos aguardaba!». La duquesa mandó transmitir señales que le anunciaran a Fabricio que muy pronto iba a ser liberado GRACIAS A LA BONDAD DEL PRÍNCIPE (esta última frase con señales que podían ser comprendidas); luego volvió a decirle ternuras; ¡no podía separarse de allí! Sólo las observaciones de Ludovico, quien tras haber sido útil a Fabricio se había convertido en su mano derecha, consiguieron decidirla, cuando ya iba a amanecer, a dejar de enviar señales que podían atraer las miradas de cualquier enemigo malo. Aquél anunció de una próxima liberación, repetido varias veces, sumió a Fabricio en una profunda tristeza. Cuando, al día siguiente, Clelia se dio cuenta, cometió la imprudencia de preguntarle la causa. —Estoy a punto de darle un serio motivo de disgusto a la duquesa. —¿Y qué puede pedirle ella que vaya usted a negarle? —preguntó Clelia movida por una vivísima curiosidad. —Quiere que me vaya de aquí —le contestó él—, y eso no lo haré nunca. Clelia no pudo contestar, lo miró y prorrumpió en llanto. Si él hubiera podido hablar con ella de cerca, probablemente hubiera obtenido en aquel momento la confesión de sus sentimientos; aquellos sentimientos respecto de los cuales no tenía ninguna seguridad, lo que tan a menudo le sumía en profundo desconsuelo. Sentía vivamente que sin el amor de Clelia la vida no sería para él sino un encadenamiento de disgustos amargos o de tedios insoportables. Estaba convencido de que no merecía la pena vivir para volver a encontrarse con los mismos goces que le habían parecido interesantes antes de haber conocido el amor y, aunque el suicidio no estuviera de moda en Italia todavía, había pensado que podría ser un recurso si el destino lo separaba de Clelia. Al día siguiente recibió una larga carta suya. Conviene, amigo mío, que sepa la verdad. Son ya muchas las veces que, desde que está usted aquí, se ha pensado en Parma que habla llegado su último día. Es cierto que está condenado sólo a doce años de fortaleza, pero desgraciadamente ya no es posible dudar de que alguien muy poderoso lo odia a usted y no ceja en su persecución. En más de veinte ocasiones he temido que lo fueran a envenenar; haga usted uso, pues, de todos los medios posibles para salir de aquí. Habrá visto que, por usted, yo falto a mis deberes más sagrados; juzgue, pues, por las cosas que me atrevo a decirle y que resultan tan poco convenientes en alguien como yo, la inminencia del peligro que corre. Si es absolutamente necesario, si no hay ningún otro medio de salvación, huya. Cada instante que pasa en esta fortaleza puede ser ocasión del más grave riesgo para su vida. Tenga en cuenta que en la corte hay un partido que no desdeñaría ni la eventualidad del crimen para conseguir sus propósitos. ¿Se le oculta a usted que todos los proyectos de ese partido son sistemáticamente malogrados por la habilidad superior del conde Mosca? Pues bien, han encontrado un medio certero para desterrar al conde de Parma y ese medio es la desesperación de la duquesa. ¿Y será menos evidente que tal desesperación se pueda conseguir mediante la muerte de cierto joven prisionero? Baste esta última pregunta, que dejo sin respuesta, para que juzgue usted mismo cuál es su situación Dice que siente amor por mí; considere, en primer lugar, los obstáculos insuperables que se oponen a que ese sentimiento adquiera alguna consistencia. Ciertamente nos hemos encontrado en la juventud, ciertamente nos hemos tendido una mano en un momento de desgracia; ciertamente el destino me ha colocado en este severo lugar para endulzar sus penas, pero no es menos cierto que yo me haría eternamente los más duros reproches si ciertas ilusiones, que no tienen ninguna base ni la tendrán jamás, lo indujeran a usted a no aprovechar todas las ocasiones posibles para evitar el peligro mortal que corre. He perdido la paz de mi espíritu por haber cometido la cruel imprudencia de intercambiar con usted alguna señal de amistad sincera. Si nuestros juegos pueriles con esos alfabetos le han llevado a fraguarse unas ilusiones tan poco fundadas y que pueden ser tan funestas para usted, en vano trataría de justificarme remitiéndome a la intentona de Barbone: yo lo habría puesto en un peligro muchísimo peor, muchísimo más cierto, cuando pensaba evitarle uno momentáneo. Y estas imprudencias mías no tienen posibilidad de perdón si han hecho nacer en usted unos sentimientos que puedan llevarlo a desoír los consejos de la duquesa. Considere lo que me obliga a repetirle: huya, se lo ordeno… La carta era muy larga. Algunas frases como la del se lo ordeno, que acabamos de transcribir, procuraron al amor de Fabricio algunos instantes de deliciosa esperanza. Le parecía que el contenido sentimental de la carta era bastante tierno, si bien la expresión era sumamente prudente. En otros momentos expiaba su crasa ignorancia en batallas de este género y no veía en esta carta de Clelia más que simple amistad o, incluso, una compasión muy corriente. Por lo demás, toda aquella información que le daba no le hizo cambiar sus propósitos ni por un instante; aun en el caso de que los peligros que le pintaba fueran verdaderamente reales, ¿era tan caro pagar el precio de algún riesgo momentáneo a cambio de la dicha de verla todos los días? ¿Y qué vida iba a llevar si volviera a refugiarse en Bolonia o en Florencia? Porque, si huyera de la ciudadela, no podía esperar que se le permitiera vivir en Parma. Y aun cuando el príncipe cambiara hasta el punto de ponerlo en libertad (algo muy poco probable, dado que él, Fabricio, se había convertido, para una poderosa facción, en instrumento para derrocar al conde Mosca), ¿qué vida iba a llevar en Parma separado de Clelia por todo aquel odio que separaba a los dos partidos? Una o dos veces al mes, quizá, el azar los llevaría al mismo salón; e incluso en tal caso, ¿qué tipo de conversación podría mantener con ella? ¿Cómo recuperar la intimidad perfecta que ahora gozaba todos los días durante varias horas? ¿Qué podría ser una conversación de salón comparada con la de los alfabetos que ahora tenían? «Y si para conseguir esta vida llena de delicias, esta oportunidad única de dicha, tuviera yo que correr algún peligro de menor entidad, ¿dónde estaría el mal? ¿No viene a ser, más bien, un motivo de felicidad encontrar en ello una frágil ocasión de darle una prueba de mi amor?». En definitiva, Fabricio no vio en la carta de Clelia más que la ocasión de pedirle una entrevista. Tal era el único y constante objeto de su deseo. Sólo le había hablado una vez, y apenas unos instantes, en el momento de su ingreso en la cárcel, y de eso hacía ya más de doscientos días. Había un medio fácil para aquel posible encuentro con Clelia. El buen abate don César tenía a bien dar un paseo de media hora con Fabricio por la terraza de la torre Farnesio todos los jueves cuando todavía había luz. Los demás días de la semana, el paseo, que podría ser visto por todos los habitantes de Parma y de los alrededores y comprometer, así, seriamente al gobernador, sólo tenía lugar cuando dejaba de haber luz. Para subir a la terraza de la torre Farnesio no había más escalera que la de un pequeño campanario que dependía de la capilla un lúgubremente ornamentada en mármol negro y blanco, que seguramente recordará el lector. Llevaba Grillo a Fabricio hasta esta capilla, le abría la escalerilla del campanario y, aunque su deber hubiera sido seguirlo, como las noches empezaban a ser frescas, el carcelero lo dejaba subir solo, lo encerraba con llave en el campanario, que estaba comunicado con la terraza, y se volvía al calor del cuarto. Pues bien, ¿no podría Clelia encontrarse una noche, escoltada por su doncella, en la capilla de mármol negro? Toda la larga carta con que Fabricio contestaba a la de Clelia estaba calculada para obtener aquella entrevista. Le explicaba con una sinceridad perfecta, y como si en vez de él mismo le hablara de otra persona, todas las razones que lo decidían a no abandonar la ciudadela. Me jugaría la vida mil veces a diario por tener la dicha de hablarle con nuestros alfabetos, que manejamos ya con tanta rapidez, ¡y quiere usted que haga la necedad de exiliarme en Bolonia, o en Florencia! ¡Quiere que me vaya y que me aleje de usted! Sepa que semejante esfuerzo me resulta imposible. La engañaría si le diera mi palabra, no podría cumplirla. Esta petición de cita tuvo como resultado una ausencia de Clelia que se prolongó durante cinco días. En aquellos cinco días no fue a la pajarera más que en los momentos en que sabía que Fabricio no podía servirse del ventanuco practicado en la pantalla. Fabricio estaba desesperado. Aquella ausencia le hizo pensar que, a pesar de algunas miradas que le habían hecho concebir unas irracionales esperanzas, él nunca le había inspirado a Clelia más sentimientos que los de una simple amistad. «¿Y, así, qué puede importarme la vida? Que me la quite el príncipe, se lo agradeceré. Razón de más para no abandonar la fortaleza». Y todas aquellas noches contestó con harto disgusto a las señales de la lamparita. La duquesa pensó que se había vuelto completamente loco cuando, en el cuadernillo de los mensajes que Ludovico le traía todas las mañanas, leyó estas extrañas palabras: ¡No me quiero escapar; quiero morir aquí! Durante aquellos cinco días, tan duros para Fabricio, Clelia fue más desdichada aún que él. Se le ocurrió la siguiente idea, desgarradora para un alma generosa como la suya: «Mi deber es irme a un convento, lejos de la ciudadela; cuando Fabricio se entere de que ya no estoy aquí (y yo le haré llegar la noticia con Grillo y los demás carceleros), se decidirá a intentar escapar». Pero irse a un convento era renunciar a ver a Fabricio, ¡renunciar a verlo cuando daba pruebas tan evidentes de que los sentimientos que en otro tiempo podían haberlo ligado a la duquesa ya no existían! ¿Qué otra prueba de amor más emotiva podía ofrecer un joven? Después de siete largos meses de cárcel que habían trastornado gravemente su salud, se negaba a recuperar la libertad. Una persona tan superficial como los dimes y diretes de los cortesanos habían descrito a Fabricio ante los ojos de Clelia, habría sacrificado veinte queridas con tal de salir un día antes de la ciudadela; ¡y qué no habría hecho para salir de una cárcel en que cualquier día podía morir envenenado! A Clelia le faltó valor, cometió el error notorio de no buscar refugio en un convento, lo que también le hubiera servido para romper con la mayor naturalidad con el marqués Crescenzi. Y, una vez cometido el error, ¿cómo resistirse a aquel joven tan amable, tan espontáneo, tan delicado, que exponía su vida a terribles peligros para obtener la simple dicha de poderla ver desde una ventana? Tras cinco días de debatirse en una espantosa lucha interior entreverada de momentos de desprecio de sí misma, Clelia se decidió a contestar la carta en que Fabricio le rogaba que le concediera la ventura de hablarle en la capilla de mármol negro. De hecho, se negaba a ello y en términos bastante duros; pero, a partir de entonces, no volvió a tener un momento de tranquilidad; a cada instante, su imaginación le pintaba un Fabricio pereciendo ante los embates del veneno; iba seis y hasta ocho veces al día a la pajarera, tenía una verdadera necesidad de asegurarse con sus propios ojos de que Fabricio seguía vivo. «Si sigue encerrado en la fortaleza —se decía—, si aún está expuesto a todos los horrores que la facción Raversi probablemente esté tramando contra él con la finalidad última de echar al conde Mosca, ha sido únicamente porque yo he tenido la cobardía de no escapar a un convento. Porque, ¿qué razón le hubiera quedado para permanecer aquí en cuanto hubiera estado seguro de que yo me había ido para siempre?». Aquella muchacha, tan tímida y tan orgullosa a un tiempo, llegó a ponerse en situación de recibir una negativa de Grillo, el carcelero; y, aún más, se expuso a los comentarios que aquel hombre podría permitirse sobre las anomalías de su comportamiento. Se rebajó hasta hacerlo llamar para decirle con una voz temblorosa, que traicionaba cuanto pretendía ocultar, que al cabo de muy pocos días Fabricio iba a conseguir la libertad, pues la duquesa Sanseverina estaba haciendo las más eficaces gestiones para ello; que sería necesario tener respuestas inmediatas del prisionero a determinadas propuestas que habría que hacerle; para lo cual ella le rogaba a él, a Grillo, que le permitiera a Fabricio practicar un orificio en la pantalla que tapaba su ventana, con objeto de que ella pudiera comunicarle mediante señas las instrucciones que ella recibía varias veces al día de la señora Sanseverina. Grillo sonrió y le transmitió la seguridad de su respeto y de su obediencia. Clelia le agradeció intensamente que no añadiera ninguna palabra más. Era evidente que él sabía muy bien lo que venía pasando desde hacía ya varios meses. Apenas hubo salido el carcelero, Clelia le hizo a Fabricio la señal convenida para llamarlo en las grandes ocasiones. Le confesó todo lo que acababa de hacer. «Usted quiere morir envenenado —añadió—: espero que, un día de estos, yo tenga valor suficiente para abandonar a mi padre y huir a algún convento lejano; para mí eso es una obligación que tengo con usted; espero que entonces deje de negarse a los planes que le propongan para sacarlo de aquí. Mientras siga aquí yo viviré entre el espanto y la locura; jamás en mi vida he contribuido al mal de nadie, y ahora tengo la sensación de ser la causa de que usted muera. Si tuviera esa misma sensación a propósito de alguien a quien no conociera de nada, estaría desesperada; imagine qué no sentiré cada vez que pienso que un amigo, cuya insensatez me da serios motivos de queja, pero a quien al fin y al cabo veo a diario desde hace mucho tiempo, se está exponiendo en estos momentos a los sufrimientos de la muerte. Muchas veces siento verdadera necesidad de saber por usted mismo que aún vive. »Precisamente para evitarme este espantoso dolor acabo de rebajarme a pedirle a un subalterno un favor que hubiera podido negarme. Aún es posible que ese hombre me traicione y me denuncie a mi padre, lo cual no dejaría de hacerme feliz, pues tendría que irme a un convento inmediatamente y dejaría de ser la cómplice, tan a mi pesar, de sus crueles locuras. Créame, esto no puede continuar. Tiene usted que obedecer las órdenes de la duquesa. ¿Está satisfecho, mi cruel amigo? ¡Soy yo quien le está pidiendo que traicione a mi padre! Llame a Grillo y dele un regalo». Tan enamorado estaba Fabricio, a tan gran zozobra lo arrojaba la menor manifestación de la propia voluntad que le hiciera Clelia, que tampoco aquel extraño mensaje le sirvió de indicio de que era amado. Llamó a Grillo y le pagó generosamente las pasadas contemporizaciones y con respecto al futuro le dijo que por cada día que le permitiera utilizar la abertura hecha en la pantalla, recibiría un cequí. A Grillo le encantaron aquellas condiciones. —Señor, le voy a hablar con el corazón en la mano, ¿se resignará a comer frío todos los días? Hay un medio muy sencillo para evitar el veneno, pero le ruego la mayor discreción; un carcelero tiene que verlo todo y no adivinar nada, etcétera, etcétera… En vez de un perro, yo tendré varios, y usted mismo les dará a probar todos los platos de los que piense comer; en cuanto al vino, yo le daré del mío, no beberá usted otro vino que el de las botellas en que yo haya bebido antes. Ahora bien, si Vuestra Excelencia quiere perderme para siempre, basta con que cuente estos detalles, aunque sea a la misma señorita Clelia; al fin y al cabo es una mujer, y si mañana se enfada con usted, pasado mañana, para vengarse, le contará todas estas mañas a su padre, quien se alegrará mucho de tener un motivo para ahorcar a un carcelero. Seguramente, después de Barbone, no hay nadie más despiadado que él en toda la fortaleza, y en él está el auténtico peligro que le amenaza a usted. Créame, sabe mucho de venenos y no me perdonaría la idea ésta de tener tres o cuatro perrillos. Hubo otra serenata. Para entonces Grillo contestaba a todas las preguntas de Fabricio; aunque se había prometido ser prudente y no traicionar a la señorita Clelia, que, según él, pese a estar a punto de casarse con el marqués Crescenzi, el hombre más rico de Parma, no por ello dejaba de corresponder, en la medida en que se lo permitían los muros de la prisión, al cortejo del amable señor del Dongo. Estaba respondiendo a las preguntas de éste sobre la serenata, cuando cometió la torpeza de añadir; —Dicen que van a casarse enseguida. Imagínese el lector el efecto que tan sucinta frase produjo en Fabricio. Aquella noche no contestó a las señales de la lámpara salvo para comunicar que estaba enfermo. Al día siguiente, a las diez, cuando apareció Clelia en la pajarera, en un tono de ceremoniosa cortesía, absolutamente nuevo entre ellos, le preguntó por qué no le había dicho sencillamente que quería al marqués Crescenzi y que estaba a punto de casarse con él. —Porque nada de eso es verdad —contestó Clelia molesta. También es verdad, por otra parte, que el resto de la respuesta fue menos categórico. Fabricio se lo hizo notar y aprovechó la ocasión para insistir en su petición de una entrevista. Clelia, que vio puesta en tela de juicio su buena fe, aceptó casi inmediatamente, no sin decirle que, con aquel encuentro, ella quedaba definitivamente deshonrada a los ojos de Grillo. Cuando se hizo de noche, apareció en la capilla de mármol negro acompañada de su doncella; se detuvo en el centro, junto a la lamparilla; la doncella y Grillo se quedaron detrás, a unos treinta pasos, junto a la puerta. Clelia, temblorosa, llevaba preparado un bonito discurso. Se había planteado el objetivo de no hacer ninguna confesión comprometida, pero la lógica de la pasión es irresistible; el vivo interés que pone en saber la verdad no deja lugar a miramientos vanos y, al mismo tiempo, su entrega total al ser amado le quita cualquier miedo a ofender. Fabricio, en un primer momento, quedó deslumbrado ante la belleza de Clelia; hacía ocho meses que no veía de cerca más que a carceleros. Pero el nombre del marqués Crescenzi lo devolvió a su furor, que aumentó cuando notó claramente que Clelia contestaba sólo con prudentes reticencias. La propia Clelia se dio cuenta de que estaba agravando las sospechas en vez de disiparlas. La sensación fue muy dura para ella. —Estará usted contento —le dijo en una especie de arrebato de ira y con lágrimas en los ojos—; me ha obligado a pasar por encima de cuanto me debo a mí misma. Hasta el 3 de agosto del año pasado, yo no había sentido más que indiferencia por los hombres que habían intentado ser agradables conmigo. Sentía un desprecio infinito, probablemente exagerado, por el carácter de los cortesanos y me disgustaba todo lo que regocijaba a la corte. En cambio, veía cualidades singulares en un prisionero que trajeron el 3 de agosto a esta ciudadela. Primero sentí, sin darme cuenta, todos los tormentos de los celos. Cada uno de los atractivos de una mujer llena de encanto, y muy conocida por mí, era una puñalada en mi corazón, porque pensaba, y todavía pienso en cierto modo, que aquel prisionero estaba ligado a ella. Muy poco después, el marqués Crescenzi, que ya había pedido mi mano antes, redobló su persecución. Es un hombre muy rico y nosotros carecemos de fortuna. Yo lo rechacé haciendo uso pleno de mi libertad, hasta que mi padre pronunció la palabra fatal, «convento». Comprendí entonces que, si dejaba la ciudadela, ya no podría velar por la vida del prisionero por cuya suerte me interesaba. Hasta entonces la obra maestra de mis precauciones había consistido en que él no tuviera la menor sospecha de los espantosos peligros que amenazaban su vida. Me había prometido a mí misma que jamás traicionaría ni a mi padre ni mi secreto. Pero esa mujer que protege al prisionero, una mujer sorprendentemente activa, dotada de una inteligencia superior y de una voluntad férrea, le ofreció, según creo, algún medio de huida; él lo rechazó y pretendió convencerme de que se negaba a abandonar la ciudadela por no alejarse de mí. Cometí entonces un gran error, durante cinco días me debatí en la duda. Lo que tenía que haber hecho era irme inmediatamente de la fortaleza a refugiarme en el convento. Dar tal paso hubiera sido un modo sumamente sencillo de romper con el marqués Crescenzi. No tuve valor para dejar la fortaleza y ahora soy una muchacha sin dignidad; he optado por un hombre poco serio; sé cuál ha sido su modo de comportarse en Nápoles y ¿por qué iba yo a pensar que ha cambiado? Encerrado en una cárcel estricta, ha hecho la corte a la única mujer que puede ver; eso le ha servido para distraer su tedio. Como para hablar con ella tenía que superar algunas dificultades, ese pasatiempo ha tomado la falsa apariencia de una pasión. Ese prisionero, que se ha ganado fama de valiente, piensa que, si se expone a grandes peligros para seguir viendo a la persona que cree amar, demuestra que su amor es algo más que un capricho pasajero. Pero en cuanto esté en una gran ciudad, rodeado otra vez de las seductoras incitaciones de la sociedad, volverá a ser lo que no ha dejado de ser en ningún momento: un hombre de mundo entregado a la disipación y a la galantería. Y su pobre amiga de la cárcel acabará sus días en un convento, olvidada de ese ser tornadizo y con el disgusto mortal de haberle hecho una confesión. Este discurso histórico, del que sólo reproducimos sus rasgos esenciales, fue, como muy bien imagina el lector, más de veinte veces interrumpido por Fabricio; estaba locamente enamorado y absolutamente convencido de que nunca había amado a nadie antes de conocer a Clelia y de que su destino era vivir para ella. Sin duda, puede el lector imaginarse las cosas bonitas que le estaba diciendo Fabricio a Clelia, cuando la doncella le recordó a su señora que acababan de dar las once y media, y que el general podía volver en cualquier momento; la separación fue cruel. —Probablemente sea ésta la última vez que lo veo —le dijo Clelia al prisionero—. Se va a tomar una medida inspirada por la camarilla Raversi, que puede proporcionarle a usted un modo cruel de demostrar que no es inconstante. Cuando Clelia dejó a Fabricio se ahogaba en sollozos y, al mismo tiempo, se moría de vergüenza por no poder ocultar aquellos sollozos ni a su doncella ni, sobre todo, al carcelero Grillo. Sólo podía pensarse en una segunda conversación cuando el general anunciara que iba a pasar la velada en algún salón; pero como, desde que Fabricio estaba preso, se había suscitado en la corte una gran curiosidad por aquel encarcelamiento, al general le había parecido prudente padecer un continuo ataque de gota, y sus salidas a la ciudad, sometidas a las exigencias de una sabia política, se decidían siempre en el momento de subir al coche. Desde aquella noche de la capilla de mármol, la vida de Fabricio fue un perpetuo embeleso. Era verdad que a su felicidad parecían oponerse obstáculos no pequeños; pero, fuera como fuese, lo poseía el goce supremo e inesperado de que lo amara aquel ser divino que ocupaba todos sus pensamientos. Tres días después de que tuviera lugar esta entrevista, las señales nocturnas de la lámpara acabaron antes, hacia las doce de la noche; nada más terminar, cayó dentro de la celda una gruesa bola de plomo que, lanzada por encima de la pantalla, tras romper los papeles de la ventana, casi le abre la cabeza a Fabricio. Aquella bola tan grande pesaba muchísimo menos de lo que anunciaba su volumen; no le costó mucho abrirla a Fabricio y dentro encontró una carta de la duquesa. Con la mediación del arzobispo, a quien adulaba cuidadosamente, había sobornado a un soldado de la guarnición de la ciudadela. Este hombre, un hondero diestro, o bien había burlado a los soldados de la guardia colocados en las esquinas y en la puerta del palacio del gobernador, o bien se había entendido con ellos. Tienes que huir con la ayuda de unas cuerdas. Me estremezco al darte este extraño consejo. Hace más de dos meses que vengo dándole vueltas; el caso es que el futuro oficial se hace cada día más oscuro y ya no cabe esperar sino lo peor. A propósito, transmite ahora mismo con tu lámpara para darnos aviso de que has recibido esta peligrosa carta. Transmite la P, B y G del alfabeto de la monja, o sea, cuatro, doce y dos. Estaré en vilo hasta que no vea tu señal. Ahora mismo me encuentro en la torre; te contestaremos N y O, siete y cinco. En cuanto recibas esa señal, no transmitas más y ocúpate únicamente de entender bien mi carta. Fabricio se apresuró a obedecer; hizo las señales convenidas a las que siguieron las respuestas anunciadas. Luego siguió con la lectura de la carta. Hay que esperar lo peor, así me lo han dicho los tres hombres en quienes más confío tras haberles hecho jurar sobre los Evangelios que me dirían la verdad, por cruel que pudiera ser para mí. El primero de tales hombres es el que amenazó al cirujano delator de Ferrara con caer sobre él con una navaja abierta en la mano; el segundo es el que, cuando volviste de Belgirate, te dijo que hubiera sido más prudente dispararle un tiro al criado que iba cantando por el bosque y que llevaba de la rienda un hermoso caballo un poco flaco; al tercero no lo conoces, es un salteador que ha atracado a amigos míos, un hombre de acción donde los haya y tan valiente como tú; precisamente ha sido esta cualidad la que me ha movido a pedirle que me dijera qué deberías hacer. Los tres me han contestado, sin que ninguno de ellos supiera que también había preguntado a los otros, que más vale correr el riesgo de romperse la cabeza que tener que pasar aún once años y cuatro meses con el miedo continuo de un más que probable envenenamiento. Conviene que durante un mes te ejercites en tu celda en subir y bajar por una cuerda de nudos. Luego, un día de fiesta en que se haya obsequiado a la guarnición con vino, intentarás la gran empresa. Tendrás tres cuerdas de seda y cáñamo del grosor de una pluma de cisne. La primera, de veintiséis metros, para bajar los once metros largos que hay desde tu ventana hasta los macetones de los naranjos; la segunda, de unos cien metros —ésta te supondrá la dificultad añadida de su propio peso—, para bajar los cincuenta y ocho metros y medio que tiene de altura la torre grande; la tercera, de diez metros, te servirá para bajar la muralla exterior. Me paso los días estudiando el gran muro de levante, es decir el del lado de Ferrara. Hubo allí una grieta, causada por un temblor de tierra, que ha sido tapada con un contrafuerte que forma un plano inclinado. Mi salteador de caminos me asegura que él podría bajar por allí sin mayor dificultad, salvo algún que otro rasponazo, dejándose deslizar por el plano inclinado que forma el contrafuerte. El espacio vertical que queda hasta abajo mide unos nueve metros; éste es, por otra parte, el sitio menos vigilado. Pero, por considerarlo todo, mi ladrón, que se ha escapado tres veces de la cárcel y que a ti te encantaría, aunque odia a los de tu casta; mi salteador —como te decía—, un hombre tan ágil y rápido como tú, piensa que él preferiría bajar por el lado de poniente, exactamente por enfrente del palacete donde vivía Fausta, que tan bien conoce usted. Le decidiría a optar por ese lado que el muro, aunque muy poco inclinado, está prácticamente cubierto todo él de matojos; hay ramillas leñosas del grosor de un dedo meñique, que aunque pueden desgarrar la piel de quien baje por allí si no pone cuidado, pueden también ofrecer unos agarraderos excelentes. Esta misma mañana he estado mirando ese lado de poniente con un buen catalejo. El sitio mejor es el que queda por debajo de una piedra nueva que pusieron arriba en la balaustrada hará unos dos o tres años. A partir de esa piedra, siguiendo la vertical, te encontrarás primero con un espacio liso de unos seis o siete metros; tendrás que ir muy despacio por allí (imagina cómo palpita mi corazón al darte tan terribles instrucciones, pero el valor consiste en elegir el mal menor, por muy espantoso que éste pueda llegar a ser); después de ese espacio liso, encontrarás un tramo, de veintiséis a treinta metros, de maleza muy crecida, en el que puede verse revolotear a los pájaros; luego otro trecho de unos diez metros, en el que no hay más que hierbas, alhelíes y cañarroyas; un poco antes de llegar al suelo quedan otros seis metros, o seis metros y medio, con maleza y, por último, entre ocho y diez metros que han revocado recientemente. Lo que a mí me decidiría también para optar por este sitio es que abajo, justo en la vertical de la piedra nueva de la balaustrada, hay una cabaña de madera que se ha hecho un soldado en su huerto y que el capitán de ingenieros de la fortaleza quiere obligarle a desmantelar. Tiene unos cinco metros y medio altura, esta cubierta con paja y esa cubierta queda adosada al muro de la ciudadela. Es ese techo lo que más me tienta; en el caso funesto de un accidente, amortiguaría la caída. Cuando hayas llegado a tierra, estarás todavía dentro del recinto amurallado, que no está demasiado vigilado; si intentaran detenerte, defiéndete a tiros durante unos minutos. Tu amigo de Ferrara y otro valiente, ese a quien llamo mi salteador de caminos, que tendrán escalas, no vacilarán en escalar aquella muralla, que es bastante baja, y acudir en tu ayuda. La muralla no tiene más de siete metros y medio de altura y un talud muy grande. Yo estaré junto a este último muro con bastante gente armada. Espero poder hacerte llegar cinco o seis cartas más por este mismo conducto. Te repetiré una y otra vez las mismas cosas con palabras distintas, para llegar a estar perfectamente de acuerdo. Imagínate con qué ánimo te digo que el hombre del disparo al criado que iba cantando, que, después de todo, es el mejor de los hombres y no puede estar más arrepentido, piensa que, aun con un brazo roto, podrás escapar. El salteador de caminos, que tiene más experiencia en expediciones de esta clase, piensa que si bajas muy lentamente, sin apresuramientos de ninguna clase, la libertad no te costará más que algún rasguño. La mayor dificultad está en conseguir las cuerdas; no hago más que pensar en ello; es algo que me tiene obsesionada desde hace quince días. No contestaré a la locura esa, la única necedad que has dicho en tu vida: «No me quiero escapar». El hombre del disparo al criado que iba cantando dijo que seguramente el aburrimiento te había vuelto loco. No te ocultaré que tememos un peligro inminente que puede obligamos a adelantar la fuga. Te anunciaremos ese peligro mediante las señales de la lámpara, que repetirán varias veces seguidas: ¡Hay fuego en el castillo! A lo que tú contestarás: ¿Se han quemado mis libros? La carta tenía aún cinco o seis páginas más, cargadas de detalles; estaba escrita con una letra microscópica y en un papel muy fino. «Todo esto es muy bonito y está muy bien pensado —se dijo Fabricio—; les estaré eternamente agradecido al conde y a la duquesa; pero aunque seguramente deduzcan que tengo miedo, no me pienso escapar. ¿Puede concebirse que nadie quiera marcharse de un sitio en el que lo colma a uno la felicidad para irse a un destierro espantoso en el que le faltará todo, hasta el aire para respirar? ¿Qué haré yo al cabo de un mes en Florencia? Seguro que acabaré disfrazándome para venir a rondar a la puerta de esta fortaleza, en el intento de acechar una mirada.» Al día siguiente Fabricio pasó miedo. Estaba en su ventana a eso de las once, contemplando el magnífico paisaje, mientras esperaba a que llegase el momento dichoso en que pudiera ver a Clelia, cuando Grillo entró en la celda sin aliento. —¡Deprisa, deprisa, Monseñor! ¡Métase en la cama y ponga cara de estar enfermo; vienen tres jueces que están ya por las escaleras! Van a interrogarlo. Piense bien antes de hablar, porque vienen a liarlo. Mientras decía esto, Grillo se lanzó a cerrar la trampilla de la pantalla, empujó a Fabricio a la cama y le echó dos o tres abrigos por encima. —Dígales que está muy malo y hable poco, hágales repetir las preguntas para tener, así, tiempo para pensar. Entraron los tres jueces. «Tres presidiarios, más que tres jueces» —pensó Fabricio cuando vio sus caras torvas. Llevaban unos largos ropones negros. Saludaron gravemente y se sentaron, sin decir palabra, en las tres sillas que había en la celda. —Señor Fabricio del Dongo —dijo el de más edad—, lamentamos mucho la triste misión que traemos. Hemos venido a comunicarle el fallecimiento de Su Excelencia el señor marqués del Dongo, su padre de usted, segundo gran mayordomo mayor del reino lombardo véneto, caballero y gran cruz de las órdenes de, etcétera, etcétera. Fabricio se echó a llorar; el juez prosiguió: —Su madre de usted, la señora marquesa del Dongo, le comunica la triste noticia en una carta; pero, en la medida en que ha incluido en esa carta alguna reflexión inconveniente, una orden dictada ayer por el tribunal de justicia determina que sólo le sea leído a usted un extracto de dicha carta. El escribano, señor Bona, procederá ahora a leerle ese extracto. Una vez terminada la lectura, el juez se acercó a Fabricio, que seguía acostado, y le indicó en la carta de su madre cuáles eran los pasajes cuyas copias acababan de serle leídas. Fabricio pudo ver en la carta palabras como encarcelamiento injusto, castigo cruel por un crimen que no es tal, y comprendió lo que había motivado la visita de los jueces. Por lo demás, dado su desprecio por los magistrados prevaricadores, se limitó a decirles únicamente: —Estoy enfermo, señores, me muero de debilidad, ustedes me perdonarán si no me puedo levantar. Una vez que se hubieron ido los jueces, Fabricio siguió llorando mucho tiempo. Luego se dijo a sí mismo: «¿Seré un hipócrita? Yo creo que no lo quería nada». Aquel día y los siguientes, Clelia se mostró muy triste; lo llamó varias veces, pero apenas tuvo valor para decirle unas pocas palabras. Por la mañana del quinto día que siguió a la primera entrevista, le dijo que por la noche iría a la capilla de mármol. —Sólo puedo decirle unas palabras —le dijo ella, nada más entrar. Temblaba de tal modo que tenía que apoyarse en su doncella. Tras enviar a ésta a la entrada de la capilla, siguió diciéndole a Fabricio: —O me da usted su palabra de honor de que va a obedecer a la duquesa y va a intentar huir cuando ella se lo diga o mañana por la mañana me refugio en un convento y le juro aquí que no vuelvo a dirigirle la palabra en toda mi vida. Fabricio se quedó mudo. —Prométamelo —dijo Clelia con lágrimas en los ojos y casi fuera de sí— o ésta es la última vez que nos vemos. Me está usted dando una vida espantosa. Está usted aquí por mi causa y cada día puede ser el último de su existencia. Clelia se encontraba tan débil que se vio obligada a buscar apoyo en un enorme sillón que se encontraba en medio de la capilla y que había sido del príncipe prisionero. Estaba a punto de desmayarse. —¿Qué tengo que prometer? —preguntó Fabricio con un tono absolutamente derrotado. —Ya lo sabe usted. —Juro entonces que me hundiré conscientemente en una espantosa desventura, y que me condenaré a vivir lejos de todo lo que amo en el mundo. —Prometa usted cosas concretas. —Juro que obedeceré a la duquesa y que emprenderé la huida el día que ella diga y como ella diga. ¿Y qué será de mí lejos de usted? —Jure que se va a escapar pase lo que pase. —¿Quiere decir eso que está usted dispuesta a casarse con el marqués Crescenzi en cuanto yo ya no esté aquí? —¡Dios mío! ¿Cómo puede usted pensar eso de mí?… Pero jure, jure o no tendré un solo instante de paz en mi alma. —Está bien. Juro escaparme de aquí el día que la señora Sanseverina lo ordene, pase lo que pase hasta que llegue ese día. En cuanto consiguió la jura, Clelia, que se encontraba extraordinariamente débil, se vio obligada a retirarse tras darle las gracias a Fabricio. —Tenía todo dispuesto para marcharme mañana por la mañana —le dijo—, si usted se hubiera obstinado en quedarse. Éste hubiera sido el último instante de mi vida en que lo hubiera visto a usted; se lo había prometido a la Virgen. Ahora, en cuanto pueda salir de mi cuarto, iré a examinar ese terrible muro por la parte que queda debajo de la piedra nueva del parapeto. Al día siguiente, le pareció que estaba tan pálida que le dio una vivísima pena. Le dijo desde la ventana de la pajarera: —No podemos hacemos la menor ilusión, amigo mío; nuestra amistad es pecaminosa, así que no me cabe la menor duda de que nos va a suceder alguna desgracia. Lo descubrirán a usted cuando intente emprender la huida, y lo perderán para siempre, si no sucede algo peor. Aunque hay que hacer caso de la prudencia humana, y la prudencia nos exige que lo intentemos todo. Para bajar por fuera de la torre grande va a necesitar una cuerda resistente de más de sesenta y cinco metros de larga. Por mucho que lo he intentado desde que conozco el plan de la duquesa, todo lo más que he podido conseguir son unas pocas cuerdas que juntas apenas llegan a los dieciséis metros. En la orden del día del gobernador se prescribe que se quemen todas las cuerdas que sean encontradas en la fortaleza, y todas las noches se quitan las cuerdas de los pozos, tan delgadas, por otra parte, que muchas veces se rompen cuando están subiendo su ligera carga. De todas formas, rece usted a Dios para que me perdone, traiciono a mi padre e, hija desnaturalizada, me esfuerzo en darle un disgusto mortal. Rece a Dios por mí. Y si consigue salvar la vida, prometa que la va a consagrar en todos sus momentos a su gloria. Vea qué idea se me ha ocurrido. Dentro de ocho días, saldré de la ciudadela para ir a la boda de una de las hermanas del marqués Crescenzi. Volveré ya de noche, como es normal, pero haré todo lo posible para que sea muy tarde y, así, lo más probable es que Barbone no se atreva a examinarme muy de cerca. En la boda de la hermana del marqués estarán las señoras más importantes de la corte y entre ellas, sin duda, la señora Sanseverina. Haga usted, ¡por Dios!, que una de esas señoras me dé un paquete bien apretado de cuerdas, que no sean muy gruesas y que hagan el menor bulto posible. ¡Aunque tuviera que exponerme a morir mil veces, trataré por todos los medios, aun los más arriesgados, de meter ese paquete de cuerdas en la ciudadela, haciendo caso omiso, ¡ay!, de mi deber! Si mi padre se entera, no lo volveré a ver a usted; pero sea el que fuere el destino que me aguarda, si puedo contribuir a salvarlo, seré dichosa dentro de los límites de una amistad fraternal. Aquella misma noche, mediante las comunicaciones nocturnas con la lámpara, Fabricio informó a la duquesa de la ocasión única que se les presentaba para poder meter en la ciudadela una cantidad suficiente de cuerdas. Le rogaba también que guardara el secreto, incluso ante el conde, lo que no dejaba de parecer una rareza. «Se ha vuelto loco —pensó la duquesa—; la cárcel lo ha cambiado; se toma las cosas a la tremenda». Al día siguiente, una bola de plomo, lanzada por el hondero, le trajo al prisionero el anuncio del mayor de los peligros posibles: «La persona que se encargaba de meter las cuerdas —decía la carta— le salvaba positiva y exactamente la vida». Fabricio se apresuró a dar esta noticia a Clelia. La bola de plomo traía también un croquis muy exacto del muro de poniente que tenía que bajar desde lo alto de la gran torre hasta el espacio comprendido entre ésta y los bastiones, desde donde era bastante fácil escapar pues la muralla no tenía más que siete metros y medio de altura y estaba bastante mal vigilada. En el revés del croquis, con una letra pequeña y fina, habían escrito un soneto magnífico; en él, un alma generosa exhortaba a Fabricio a emprender la fuga y a no dejar que los once años de cautividad que aún le quedaban envilecieran su alma ni consumieran su cuerpo. En este punto, nos vemos obligados a interrumpir por un momento la historia de esta empresa tan atrevida para dar cuenta de un detalle que explica, en parte, el valor que tuvo la duquesa para aconsejar a Fabricio una fuga tan peligrosa. Como todos los partidos que aún no tienen el poder, el de la Raversi no estaba demasiado unido. El caballero Riscara detestaba al fiscal Rassi, al que acusaba de haberle hecho perder un importante pleito, en el que, a decir verdad, él, Riscara, no tenía ninguna razón. A Riscara se debió que el príncipe recibiera una nota anónima en la que se le informaba de que la sentencia de Fabricio había sido remitida oficialmente al gobernador de la ciudadela. A la marquesa Raversi, la muy hábil jefa del partido, le contrarió mucho aquel paso en falso y se apresuró a decírselo a su amigo el fiscal general. Ella no daba importancia a que Rassi quisiera sacar algún provecho del ministro Mosca mientras éste estuviera en el poder. Rassi se presentó intrépidamente en palacio, pensando que saldría del apuro con algunos puntapiés; el príncipe no podía perder a un jurisconsulto experto, y Rassi había mandado al destierro, por liberales, a un juez y a un abogado, los únicos que podían haberse quedado con su puesto. El príncipe, fuera de sí, lo cubrió de insultos y le fue encima para pegarle. —¡Bueno! No fue más que una distracción de un funcionario —respondió Rassi con la mayor tranquilidad—; es un procedimiento que ordena la ley, tenía que haberse hecho al día siguiente del ingreso del señor del Dongo en la ciudadela. Un funcionario diligente debió pensar que se había incurrido en una omisión y debió pedirme la firma de remisión como mero trámite. —¿Y pretendes que me crea una mentira tan burda? —gritó el príncipe furioso—; di más bien que te has vendido a ese bribón de Mosca, y que por eso te ha dado la cruz. Pero ¡maldita sea!, no te vas a ir de rositas con unos golpes: te voy a procesar, te voy a destituir con deshonra. —¡Procéseme, si quiere! —respondió Rassi con seguridad, pues sabía que aquel era un medio seguro para calmar al príncipe. La ley me favorece, y usted no tiene un segundo Rassi para forzarla. No me destituirá usted porque su severidad sólo dura unos momentos; mientras transcurren esos momentos, usted quiere sangre, pero al mismo tiempo quiere conservar el aprecio de los italianos razonables, y ese aprecio es una condición sine qua non para su ambición. En definitiva, acabará llamándome para que le resuelva algún asunto por el que la severidad de su carácter tenga algún interés y, como de costumbre, yo le conseguiré una sentencia bien articulada, dictada por jueces timoratos y suficientemente honrados, de tal manera que sus pasiones quedarán satisfechas. ¡Dígame si podría encontrar otro hombre en sus estados tan útil como yo! Dichas tales cosas, Rassi salió corriendo; salió del paso con un reglazo bien dado y cinco o seis patadas. Nada más salir del palacio, se fue a su predio de Riva; no dejaba de tener algún miedo a alguna puñalada fruto del primer arrebato de ira, pero tampoco albergaba la menor duda de que antes de quince días sería llamado a la capital mediante algún correo. Dedicó el tiempo que pasó en el campo a organizar un sistema de correspondencia seguro con el conde Mosca. Quería, más que nada en el mundo, aquel título de barón, y pensaba que el príncipe valoraba en mucho aquella institución, en otro tiempo sublime, la nobleza, como para consentir en otorgársela nunca; mientras que el conde, muy orgulloso de su origen, no valoraba otra nobleza que la que pudieran probar títulos anteriores a 1400. No se equivocaba el fiscal general en sus previsiones; apenas llevaba ocho días en su propiedad, cuando un amigo del príncipe, que pasó casualmente por allí, le aconsejó que volviera a Parma sin más dilación. El príncipe lo recibió con risas, aunque enseguida se puso serio y le hizo jurar sobre los Evangelios que guardaría secreto sobre lo que iba a confiarle. Rassi juró con mucha seriedad, y el príncipe, con el fulgor del odio en los ojos, le dijo que no tendría tranquilidad mientras Fabricio del Dongo estuviera con vida. —No puedo —añadió— desterrar a la duquesa y tampoco puedo soportar su presencia; sus miradas retadoras no me dejan vivir. Rassi dejó que el príncipe se explayase; luego, fingiendo una consternación extrema, dijo por fin: —Vuestra Alteza será obedecido, eso sin duda, pero el asunto es terriblemente complicado. No parece posible condenar a muerte a un del Dongo por el asesinato de un Giletti. Ya fue un asombroso logro haber conseguido doce años de ciudadela. Además, creo que la duquesa ha dado con tres de los lugareños que trabajaban en la excavación de Sanguigna, y que estaban fuera de la zanja cuando aquel bandido de Giletti atacó a del Dongo. —¿Y dónde están esos testigos? —preguntó el príncipe irritado. —Escondidos en el Piamonte, me imagino. Necesitaríamos una acusación de conspiración contra Vuestra Alteza… —Eso tiene su peligro —dijo el príncipe—, da ideas. —Pues —dijo Rassi con fingida inocencia— no hay otro recurso oficial. —Queda el veneno… —¿Y quién podría dárselo? ¿Ese imbécil de Conti? —Pues, según dicen por ahí, no sería la primera vez que lo intenta… —Habría que provocar su cólera —respondió Rassi—, y además, cuando despachó a aquel capitán, aún no tenía treinta años, estaba enamorado y era infinitamente menos pusilánime de lo que es ahora. Todo debe allanarse a la razón de Estado, sin duda alguna; pero, así, de improviso, a primera vista, no veo yo otra persona para ejecutar las órdenes del soberano que a un individuo llamado Barbone, funcionario administrativo de la prisión, a quien el señor del Dongo tiró al suelo de un bofetón el día en que entró en la cárcel. En cuanto el príncipe se tranquilizó, la conversación se alargó infinitamente; la terminó concediendo a su fiscal general un plazo de un mes; Rassi hubiera preferido dos. Al día siguiente recibió éste una gratificación secreta de mil cequíes. Estuvo dando vueltas al asunto durante tres días; al cuarto concluyó en un razonamiento que le parecía evidente: «Sólo el conde Mosca tendrá valor para mantener su palabra, pues haciéndome barón, no me concede nada que él aprecie especialmente; en segundo lugar, si le informo, probablemente me libro de cometer un crimen por el que, más o menos, me han pagado por adelantado; en tercer lugar, me vengo de los primeros golpes humillantes recibidos por el caballero Rassi». A la noche siguiente le contó al conde Mosca toda su conversación con el príncipe. El conde galanteaba en secreto a la duquesa; ciertamente mantenía la limitación de una o dos visitas semanales a su casa; pero casi no había semana en que no se le ocurriera algún pretexto para hablar de Fabricio; en tales ocasiones la duquesa, entrada ya la noche y acompañada de Chekina, iba a pasar unos momentos al jardín del conde. Se las ingeniaba para engañar incluso a su cochero, un hombre leal, a quien hacía creer que estaba de visita en una casa cercana. Imagínese el lector la prisa que se dio el conde, nada más oír la terrible confidencia del fiscal, en darle a la duquesa la señal convenida. Aunque la noche estaba ya muy avanzada, ella le rogó, por medio de Chekina, que fuera a su casa inmediatamente. El conde, encantado, como cualquier enamorado, con esta apariencia de intimidad, vacilaba, no obstante, en contarle toda la verdad a la duquesa; temía que enloqueciera de dolor. Tras haber buscado algunas medias palabras para suavizar el anuncio fatal, acabó, sin embargo, por contarle todo. Le era imposible guardar un secreto por el que ella le preguntaba. Desde hacía nueve meses, la desventura extrema había modificado a aquel espíritu ardiente, lo había templado, y la duquesa no se deshizo ni en lágrimas ni en quejas. Al día siguiente por la noche mandó transmitir a Fabricio la señal de gran peligro: ¡Hay fuego en el castillo! A lo que éste contestó puntualmente: ¿Se han quemado mis libros? Aquella misma noche tuvo la suerte de poderle hacer llegar una carta dentro de una bola de plomo. Esto sucedió ocho días después de la boda de la hermana del marqués Crescenzi, en la que la duquesa incurrió en una imprudencia enorme que contaremos cuando sea oportuno. Capítulo vigesimoprimero En aquella época de desventuras, hacía ya casi un año, la duquesa había conocido a un personaje singular. Un día que tenía la luna, como se dice en la región, se había ido repentinamente, a la caída de la tarde, a su castillo de Sacca, que está un poco más allá de Colorno, en la colina que domina el Po. Se complacía en mejorar aquella heredad. Le gustaba el extenso bosque que corona la colina y llega hasta el castillo; se ocupaba de que abrieran caminos en direcciones pintorescas. —Un día la van a secuestrar a usted los bandidos, mi bella duquesa —le dijo en cierta ocasión el príncipe—; es imposible que no haya nadie en un bosque en el que esté usted paseándose sabiéndolo la gente —y, al decir esto, el príncipe miraba al conde, pues quería provocarle celos. —Cuando paseo por mis bosques, Alteza Serenísima —respondió la duquesa con un tono ingenuo—, no tengo ningún miedo; y lo que me tranquiliza es la siguiente idea: «¿Quién podría odiarme, si no he hecho mal a nadie?». Se consideró que la respuesta era atrevida; recordaba las injurias proferidas por los liberales del país, gente muy insolente. El día del paseo a que nos referimos, la duquesa se acordó de la frase del príncipe cuando se dio cuenta de que un hombre muy mal vestido la iba siguiendo de lejos por el bosque. Tras trazar inopinadamente una vuelta muy cerrada en su recorrido, el desconocido quedó tan cerca de ella, que sintió miedo. En un primer impulso, llamó a su guardabosque, que había dejado a unos mil pasos de allí, en el parterre de flores junto al castillo. Al desconocido le dio tiempo de acercarse hasta ella y arrojarse a sus pies. Era joven y muy guapo, aunque llevaba una horrible indumentaria; su ropa tenía desgarrones de más de un palmo, pero en sus ojos brillaba el fuego de un alma ardiente. —Soy un condenado a muerte, soy el médico Ferrante Palla, me estoy muriendo de hambre, yo y mis cinco hijos. La duquesa había observado que estaba horriblemente delgado; pero sus ojos eran tan bonitos y su expresión tan dulcemente exaltada, que a la duquesa se le quitó de la cabeza cualquier idea de crimen asociada con él. «Pallagi tendría que haberle puesto —pensó la duquesa— unos ojos así al San Juan en el desierto que acaba de pintar en la catedral». Le había sugerido la idea de San Juan la extrema delgadez de Ferrante. La duquesa le dio tres cequíes que llevaba en su bolso, excusándose por darle tan poco, pues acababa de pagarle una cuenta al jardinero. Ferrante le dio las gracias efusivamente: —¡Ay! —le dijo—, hace tiempo, yo vivía en las ciudades y veía a mujeres elegantes. Pero, desde que por cumplir mi deber como ciudadano me condenaron a muerte, vivo en los bosques; yo la seguía a usted, no para pedirle limosna o para robarle, sino como un salvaje fascinado por la belleza de un ángel. ¡Hace tanto tiempo que no veo unas manos blancas tan bonitas! —Levántese usted —le dijo la duquesa, pues se había quedado de rodillas. —Déjeme que siga así —le dijo Ferrante—; esta posición me recuerda que ahora no estoy robando, y eso me tranquiliza. Sepa que yo robo para vivir, porque no me dejan ejercer mi profesión. Pero ahora mismo no soy más que un simple mortal que adora la belleza sublime. La duquesa se dio cuenta de que estaba un poco loco, pero no le dio ningún miedo. En los ojos de aquel hombre veía un alma apasionada y buena y, además, a ella no le disgustaban los rostros extraordinarios. —Soy, como le decía, médico, y le hacía la corte a la esposa del boticario Sarasine de Parma. Nos sorprendió éste y la echó de casa a ella y a tres hijos que suponía, con razón, que eran míos y no suyos. Luego tuvimos otros dos. La madre y los cinco niños viven en la absoluta miseria, en una especie de cabaña que construí yo mismo a una legua de aquí, en el bosque. Porque yo tengo que esconderme de los gendarmes, y la pobre mujer no quiere separarse de mí. A mí me condenaron a muerte muy justificadamente; yo conspiraba; odio al príncipe, que es un tirano. No pude huir porque no tenía dinero. Mis calamidades son mucho mayores, en realidad, y debería haberme suicidado ya mil veces. Ya no amo a la desventurada mujer que me ha dado esos cinco hijos y que se ha perdido por mi culpa. Estoy enamorado de otra; pero si me suicido, los cinco niños y su madre morirán de hambre literalmente. El modo de hablar de aquel hombre revelaba su sinceridad. —¿Y cómo viven ustedes? —le preguntó la duquesa conmovida. —La madre de los niños hila; a la niña mayor le dan de comer en la granja de unos liberales a cambio de guardar las ovejas, y yo robo en la carretera de Piacenza a Génova. —¿Y cómo concilia usted el robo con sus principios liberales? —Apunto los nombres de las personas a las que robo y, si en algún momento llegara a tener con qué, les devolveré las cantidades robadas. Considero que un tribuno del pueblo como yo realiza un trabajo que, por su peligrosidad, bien merece un estipendio de cien francos al mes; y, así, me guardo muy mucho de coger más de mil doscientos francos al año. Bueno, no exactamente, también robo otra pequeña cantidad más, para hacer frente con ella a los gastos de impresión de mi obra. —¿Qué obra? —¿La … tendrá alguna vez una cámara y un presupuesto? —¿Cómo? —dijo la duquesa asombrada—; ¿entonces, usted es el famoso Ferrante Palla, uno de los grandes poetas del siglo? —Famoso es probable; pero muy desgraciado es absolutamente seguro. —¡Y que un hombre con un talento como el suyo, señor mío, se vea obligado a robar para poder vivir! —A lo mejor por eso es por lo que tengo algún talento. Hasta ahora, todos nuestros autores que han llegado a ser conocidos eran gente pagada, o bien por el gobierno, o bien por el culto que pretendían socavar. Yo, en primer lugar, me juego la vida; en segundo lugar, ¡imagínese, señora, los pensamientos que me agitan cuando emprendo mis robos! ¿No me estaré equivocando? ¿Valdrán verdaderamente cien francos al mes los servicios que presto como tribuno? Tengo dos camisas, la ropa que llevo encima, unas pocas malas armas y la seguridad de morir ahorcado. Me atrevo a pensar que no soy una persona interesada. Sería feliz si no fuera por ese amor fatal que no me deja otra salida que sentirme desgraciado junto a la madre de mis hijos. Me pesa la pobreza por su fealdad: me gusta la buena ropa, las manos blancas… Y miraba a las de la duquesa de tal manera, que a ésta le dio miedo. —Adiós, señor —dijo ella entonces—, ¿puedo hacer algo por usted en Parma? —Piense algunas veces en lo siguiente: «Su trabajo consiste en despertar los corazones, en impedirles que se queden dormidos en esa falsa placidez, exclusivamente material, que proporcionan las monarquías. ¿Vale cien francos mensuales el servicio que presta a sus conciudadanos?…». Mi infortunio es amar —dijo en un tono dulcísimo—; desde hace casi dos años, nadie más que usted habita en mi alma, aunque hasta hoy la había visto sin causarle temor. Y echó a correr con una rapidez tan prodigiosa que asombró a la duquesa y la tranquilizó. «No lo tendrían nada fácil los gendarmes para cogerlo —pensó—. La verdad es que está completamente loco». —Está loco —le dijeron sus hombres—; todos sabemos, desde hace mucho tiempo, que el pobre está enamorado de la señora; cuando la señora está aquí, lo vemos vagar por las partes más altas del bosque y, en cuanto la señora se va, viene enseguida a sentarse en los mismos sitios en los que ha estado la señora; recoge con el mayor cuidado las flores que han podido caérsele de su ramillete y las conserva durante muchísimo tiempo atadas a su andrajoso sombrero. —¿Y por qué no me habéis dicho nunca nada de esas locuras? —les preguntó la duquesa con un tono casi de reproche. —Temíamos que la señora se lo dijera al ministro Mosca. ¡Es tan bueno el pobre Ferrante! Nunca ha hecho mal a nadie; ¡y está condenado a muerte por amar a nuestro Napoleón! La duquesa no le dijo nada al ministro de este encuentro y, como era el primer secreto que tenía para él desde hacía cuatro años, en muchas ocasiones se vio obligada a pararse de golpe en mitad de una frase. Volvió a Sacca con oro, aunque Ferrante no se dejó ver. Volvió quince días más tarde y Ferrante, tras haberla seguido durante un buen rato brincando por el bosque a cien pasos de distancia, cayó junto a ella con la rapidez de un gavilán y se hincó de rodillas como la primera vez. —¿Dónde estaba usted hace quince días? —En el monte, más allá de Novi, robando a unos arrieros que volvían de Milán, donde habían vendido aceite. —Acepte esta bolsa. Ferrante abrió la bolsa y cogió un cequí, lo besó y se lo metió en el pecho, luego se la devolvió. —¡Me devuelve usted la bolsa y roba! —Naturalmente. Lo tengo así establecido: no tener nunca más de cien francos. Ahora mismo, la madre de mis hijos tiene ochenta francos y yo tengo veinticinco, así que estoy en falta por cinco francos; si me colgaran ahora mismo, tendría remordimientos. He cogido este cequí por venir de usted y porque la amo. El tono de esta frase, tan simple, fue perfecto. «Éste ama de verdad» —se dijo la duquesa. Aquel día tenía un aspecto de absoluto extravío. Dijo que había quien le debía en Parma seiscientos francos y que con aquel dinero arreglaría la cabaña donde, en aquel momento, cogían frío sus pobres hijitos. —Pero yo puedo adelantarle esos seiscientos francos —dijo la duquesa conmovida. —En tal caso, siendo yo un hombre público, el partido contrario me calumniaría, diría que me vendo. La duquesa, emocionada, le ofreció un escondite en Parma, siempre que le jurara que, por el momento, dejaría de ejercer absolutamente su magistratura en aquella ciudad y que, sobre todo, no ejecutaría ninguna de las penas de muerte que, como él decía, tenía in petto. —Y si me cuelgan a causa de mi imprudencia —dijo muy serio Ferrante—, todos esos canallas, tan dañinos para el pueblo, vivirán largos años, ¿y de quién será la culpa?, ¿qué dirá mi padre cuando me reciba allí arriba? La duquesa insistió largamente en el problema de la humedad que podía causar enfermedades mortales a sus hijitos. Él acabó por aceptar el ofrecimiento del escondite en Parma. El duque Sanseverina, en las muy escasas horas que pasó en Parma después de su matrimonio, le había enseñado a la duquesa un escondite muy singular que hay en el ángulo sur del palacio que lleva su nombre. El muro de la fachada, que data de la Edad Media, tiene casi tres metros de espesor. Fue socavado por dentro, y se hizo allí una cámara secreta de casi seis metros y medio de altura, aunque de unos sesenta y cinco centímetros, nada más, de anchura. Está justamente al lado de la famosa alberca que citan todos los viajeros, obra admirable del siglo XII, construida durante el sitio de Parma por el emperador Segismundo, que, más tarde, quedó dentro del recinto del palacio Sanseverina. Para entrar en el escondite hay que mover una enorme piedra sobre el eje de hierro que tiene en el centro del bloque. La duquesa estaba tan hondamente conmovida por la locura de Ferrante y por la suerte de sus hijos (para quienes rechazaba obstinadamente cualquier regalo que fuera de algún valor), que le dio permiso para que usara aquel escondrijo durante una buena temporada. Volvió a verlo un mes después, otra vez en los bosques de Sacca. Aquel día estaba un poco más tranquilo y le recitó uno de sus sonetos, que a la duquesa le pareció el más hermoso de cuantos se hayan compuesto en Italia en los dos últimos siglos. Ferrante consiguió varias entrevistas más; pero su amor se exaltó y se hizo inoportuno. La duquesa se dio cuenta de que aquella pasión seguía las leyes del amor al que se da la posibilidad de vislumbrar una luz de esperanza. Le ordenó que se fuese a sus bosques y que no volviera a dirigirle la palabra. Él obedeció inmediatamente con absoluta docilidad. En ese punto estaban las cosas cuando Fabricio fue detenido. Tres días después, a la caída de la tarde, se presentó a la puerta del palacio Sanseverina un capuchino. Tenía, según dijo, un importante secreto que comunicar a la dueña de la casa. Ella estaba tan mal que lo hizo entrar. Era Ferrante. —Se ha cometido una nueva iniquidad —dijo a la duquesa este hombre loco de amor— de la cual el tribuno del pueblo debe tomar conocimiento. Como simple particular, por otra parte —añadió—, lo único que puedo ofrecer a la señora duquesa Sanseverina es mi vida, que pongo a su disposición. Tan sincera abnegación por parte de un ladrón y de un loco, conmovió vivamente a la duquesa. Estuvo mucho tiempo hablando con aquel hombre que pasaba por ser el más grande poeta del norte de Italia y lloró largamente. «Este hombre comprende mis sentimientos», se dijo. Al día siguiente volvió a aparecer a la hora del Ave María, disfrazado de criado, con librea. —No me he ido de Parma. He oído decir algo horrible que mis labios no repetirán; pero aquí estoy. ¡Piense, señora, en lo que rechaza! El ser que tiene usted ante sí no es una muñeca de corte[34], ¡es un hombre! —pronunciaba estas palabras puesto de rodillas, como para darles un valor especial—. Ayer —prosiguió— me dije a mí mismo: «¡Ella ha llorado delante de mí; debe ser, pues, un poco menos desdichada!». —¡Pero, piense, señor mío, en los peligros que lo acechan; van a detenerlo en esta ciudad! —A eso, el tribuno le dirá: ¿Qué es la vida, señora, cuando el deber grita? Y el hombre desventurado, abatido por el dolor de haber perdido la pasión por la virtud desde que arde de amor, añadirá: ¡Señora duquesa, probablemente Fabricio, un valiente, va a morir, no rechace a otro valiente que se le ofrece a usted! Tiene ante usted un cuerpo de hierro y un alma que no teme a nada en el mundo salvo disgustarla a usted. —Si me vuelve a hablar de sus sentimientos, le cierro la puerta para siempre. Fue aquella noche cuando se le ocurrió a la duquesa la idea de decirle a Ferrante que quería concederles una pequeña pensión a sus hijos, pero le dio miedo de que cuando lo supiera se fuera de su casa con la idea de matarse. Cuando se fue, se quedó sumida en presentimientos funestos. «¡Yo también puedo morir —se decía— y, si encontrara un hombre digno de tal consideración a quien encomendar a mi pobre Fabricio, así se lo pediría a Dios y que fuera muy pronto!». Aún se le ocurrió otra idea a la duquesa. Cogió un papel y en un escrito en que sembró aquí y allá algunas palabras de derecho que sabía, reconoció que había recibido del señor Ferrante Palla la suma de veinticinco mil francos, con la condición expresa de pagarles anualmente una renta vitalicia de trescientos francos a la señora Sarasine y a sus cinco hijos. La duquesa añadió: «Lego además una renta vitalicia de trescientos francos a cada uno de sus hijos, con la condición de que Ferrante Palia preste servicios médicos a mi sobrino Fabricio del Dongo, a quien ruego trate como a un hermano». Firmó, dató con fecha del año anterior y guardó el papel. Dos días después volvió Ferrante Palla. Toda la ciudad estaba alterada con el rumor de la próxima ejecución de Fabricio. ¿Dónde se oficiaría la triste ceremonia? ¿En la ciudadela o bajo los árboles del paseo? Muchos hombres del pueblo fueron aquella tarde a pasear por delante de la puerta de la ciudadela para ver si estaban armando el patíbulo. El espectáculo había impresionado a Ferrante. Encontró a la duquesa anegada en llanto e incapaz de proferir palabra. Le saludó con la mano y le indicó una silla. Ferrante, disfrazado aquel día de capuchino, estaba soberbio. En vez de sentarse, se puso de rodillas y rogó a Dios devotamente, a media voz. Al cabo de unos momentos, la duquesa pareció calmarse; él, sin cambiar de postura, interrumpió por unos instantes su plegaria para decir las siguientes palabras: —Él ofrece su vida de nuevo. —Piense en lo que dice —exclamó la duquesa con esa mirada ausente que, tras los sollozos, anuncia que la ira va a suceder a la ternura. —Él ofrece su vida para poner obstáculos al sino de Fabricio o para vengarlo. —Sólo en un caso —contestó la duquesa— podría yo aceptar el sacrificio de su vida. Ella lo miraba con atención severa. En su mirada brilló un rayo de luz. Él se levantó con presteza y alzó los brazos al cielo. La duquesa fue a por un papel guardado en el cajón secreto de un gran armario de nogal. —Lea —le dijo a Ferrante—. Ésta es la donación a favor de sus hijos de que ya hemos hablado. Las lágrimas y los sollozos le impedían a Ferrante leer el final. Cayó de rodillas. —Devuélvame ese papel —dijo la duquesa, y allí mismo lo quemó con una vela. No conviene que aparezca mi nombre en caso de que lo cojan a usted y lo encarcelen; pues va en ello su cabeza. —Mi gozo está puesto en morir quebrantando al tirano; mucho mayor gozo será morir por usted. Dicho y sentado esto, le ruego que no vuelva a mencionar ese detalle del dinero, pues vería en ello una duda injuriosa. —Si se viera usted en una situación comprometida, también yo podría llegar a verme en esa misma situación, y Fabricio después de mí. Por ello, y no porque dude de su valentía, exijo que el hombre que está desgarrándome el corazón sea envenenado y no matado por otros medios. Por esa misma razón de la implicación de mi persona, le ordeno a usted que haga lo imposible por salir ileso de la aventura. —Ejecutaré sus órdenes fielmente, puntualmente y prudentemente. Intuyo, señora duquesa, que mi venganza se asociará con la suya; pero si fuera de otro modo, también obedecería fielmente, puntualmente y prudentemente. Puedo fracasar en el empeño, pero habré puesto en él toda mi fuerza de hombre. —Se trata de envenenar al asesino de Fabricio. —Lo había adivinado. Y desde hace veintisiete meses que llevo esta vida errante y abominable, en muchas ocasiones había pensado en llevar a cabo una acción semejante por mi cuenta. —Lo que no quiero en absoluto es que, si me descubren y me condenan como cómplice —continuó la duquesa con tono de orgullo—, puedan acusarme de haberlo seducido a usted. Le ordeno que no vuelva a intentar verme hasta el momento de nuestra venganza. Lo que de ninguna manera puede pasar es que muera antes de que yo le dé la señal. Si muriera ahora mismo, por ejemplo, en vez de ser útil para mí, su muerte sería funesta. Lo más probable es que esa muerte no deba tener lugar hasta transcurridos algunos meses, pero tendrá lugar. Y exijo que muera envenenado, prefiero que conserve la vida a que muera de un disparo. Además, por motivos que no le voy a explicar, le exijo a usted que salve la vida. Ferrante estaba encantado con el tono de autoridad que la duquesa estaba empleando con él. Sus ojos brillaban con intensa alegría. Como ya hemos dicho, estaba horriblemente delgado; pero aún podía verse que había sido muy guapo en su primera juventud, y él creía ser todavía el que había sido antaño. «¿Estoy loco —se preguntó— o la duquesa quiere hacerme un día, cuando yo le haya dado esta prueba de devoción, el hombre más feliz del mundo? ¿Y por qué no iba a ser así? ¿Acaso no valgo yo más que el conde Mosca, esa muñeca que en las actuales circunstancias no ha hecho nada por ella, ni siquiera hacer que escapara monseñor Fabricio?». —A partir de mañana mismo, puedo querer su muerte —continuó la duquesa con el mismo tono de autoridad—. Ya conoce usted la inmensa alberca que hay en la esquina del palacio, al lado del escondite que ha utilizado algunas veces; hay un modo secreto para dejar escapar toda esa agua a la calle. Pues bien, ésa será la señal para que ejecute mi venganza. Verá, si está usted en Parma, u oirá comentar, si está en los bosques, que la alberca del palacio Sanseverina ha reventado. Actúe, entonces, sin dilación, pero utilizando veneno, y, sobre todo, no ponga en peligro su vida. Que nunca sepa nadie que yo he tenido nada que ver en este asunto. —Sobran las palabras —respondió Ferrante con entusiasmo mal contenido—; ya sé cómo lo haré. La vida de ese hombre me resulta ahora más odiosa que antes, porque no podré volver a verla a usted mientras él viva. Esperaré la señal de la alberca reventada en la calle. Saludó con brusquedad y se fue. La duquesa le siguió con la mirada. Cuando estaba ya en la otra habitación, lo llamó. —¡Ferrante! —gritó—, ¡hombre sublime! Él regresó como con impaciencia por ser retenido; en aquel momento su cara era soberbia. —¿Y sus hijos? —Serán más ricos que yo, señora; probablemente usted les asigne una pequeña pensión. —Tenga —dijo la duquesa, y le dio una especie de estuche, grande, de madera de olivo—, éstos son los diamantes que me quedan; valen cincuenta mil francos. —¡Ay señora!, ¡me humilla usted!… —dijo Ferrante con un gesto de horror; y le cambió la cara completamente. —No volveré a verlo hasta que no se haya consumado el acto. Cójalo; lo quiero así —añadió la duquesa con un tono dominante que aterró a Ferrante. Él cogió el estuche y se fue; cerró la puerta tras él. La duquesa volvió a llamarlo otra vez. Entró inquieto. La duquesa estaba de pie en medio del salón; se arrojó en sus brazos. En aquel instante Ferrante casi se desvaneció de gozo. La duquesa se desprendió de sus abrazos y le indicó la puerta con la mirada. «Éste es el único hombre que me ha comprendido —se dijo—; Fabricio hubiera obrado como él si hubiera podido oírme». La duquesa tenía dos rasgos de carácter bien significativos: nunca dejaba de querer lo que había querido una vez y jamás volvía a considerar lo que había decidido previamente. A este respecto solía citar una frase de su primer marido, el amable general Pietranera: «¡Qué insolencia para conmigo mismo! —decía—. ¿Qué razones tengo para pensar que hoy soy más listo que cuando tomé la decisión?». A partir de entonces, en el carácter de la duquesa volvió a manifestarse una cierta alegría. Antes de la fatal resolución, cada suceso de su inteligencia, cada cosa nueva que consideraba, le traía a la conciencia el sentimiento de su inferioridad respecto del príncipe, la conciencia de su debilidad y de su candidez. El príncipe, según ella, la había engañado vilmente, y el conde Mosca, aunque inocentemente, había secundado al príncipe al dejarse llevar de su talante cortesano. Una vez que hubo decidido vengarse, tomó conciencia de su propia fuerza, cada cosa nueva que pensaba le proporcionaba satisfacción. En mi opinión, ese gozo inmoral que los italianos encuentran en la venganza se basa en la capacidad imaginativa de ese pueblo; en otros países la gente, hablando con propiedad, no perdona, olvida. La duquesa no volvió a ver a Palla hasta los últimos días de la prisión de Fabricio. Como probablemente habrá adivinado el lector, fue él quien le dio la idea del plan de fuga. A dos leguas de Sacca, en medio del bosque, había una torre de la Edad Media, de algo más de treinta metros de altura, medio en ruinas. Antes de volverle a hablar de la fuga a la duquesa, Ferrante le suplicó que Ludovico, con la ayuda de algunos hombres de confianza, llevara a aquella torre unas cuantas escalas. Allí, en presencia de la duquesa, subió a la torre con la ayuda de las escalas, y la bajó sirviéndose solamente de una cuerda con nudos. Repitió hasta tres veces la operación; luego, volvió a explicarle su idea. Ocho días después, también Ludovico hizo el descenso de la vieja torre con la simple ayuda de una cuerda anudada. Fue entonces cuando la duquesa le comunicó el plan a Fabricio. En los días que precedieron a aquel intento, que podía costarle la vida al prisionero (y de más de una manera), la duquesa no pudo hallar un momento de reposo si no era teniendo a Ferrante a su lado. El valor de aquel hombre estimulaba el suyo. Como cabe suponer, se cuidaba de ocultarle al conde aquel extraño trato. No le daba miedo que se enfadara, pero la contrariaban sus posibles objeciones, que habrían incrementado su intranquilidad. «¡Haber tomado como consejero íntimo a un loco notorio, y condenado a muerte! ¡Un hombre —seguía diciéndose a sí misma la duquesa— de quien cabía esperar las más sorprendentes cosas!». Cuando el conde fue a informar a la duquesa de la conversación que había tenido con Rassi, Ferrante estaba en el salón; y cuando el conde hubo salido, ella tuvo que esforzarse para impedir que Ferrante se fuera inmediatamente a poner en obra una atroz determinación. —¡Ahora soy fuerte! —gritaba aquel loco—. ¡No dudo en lo más mínimo de la legitimidad de la acción! —Pero en el furor que inevitablemente suscitará la acción, seguro que matan a Fabricio. —Sin embargo, le ahorraríamos, así, ese descenso, que es perfectamente posible, incluso fácil —argumentaba él—, pero para el cual ese joven carece de experiencia. Se celebró la boda de la hermana del marqués Crescenzi y, en la fiesta que con tal motivo tuvo lugar, la duquesa tuvo ocasión de ver a Clelia y hablar con ella sin suscitar sospechas a los observadores de la buena sociedad. La propia duquesa le dio a Clelia el paquete de cuerdas en el jardín adonde habían ido ambas damas a respirar aire fresco. Aquellas cuerdas, cuidadosamente fabricadas con cáñamo y seda, en la misma proporción, y con nudos, eran muy delgadas y bastante flexibles. Ludovico había probado su solidez, y en todos sus puntos podían sostener un peso de ocho quintales sin romperse. Las habían apretado hasta formar con ellas varios paquetes con la forma y volumen de un libro en cuarto. Tomólas Clelia y prometió a la duquesa que haría todo lo humanamente posible para que el paquete llegara a la torre Farnesio. —Pero esa timidez suya no deja de inspirarme temor y, por otra parte —añadió con delicadeza la duquesa—, ¿qué interés puede usted tener en un desconocido? —El señor del Dongo es desgraciado, ¡y yo le prometo que lo salvaré! Pero la duquesa, que contaba más bien poco con la intrepidez que pudiera tener una joven de veinte años, había tomado otras precauciones de las que, naturalmente, ni por un momento se le ocurrió hacer partícipe a la hija del gobernador. Como era de suponer, también el general había asistido a la fiesta de la boda de la hermana del marqués Crescenzi. La duquesa pensó que si hacía que le suministraran un fuerte narcótico, era muy probable que en un primer momento se pensara en un ataque de apoplejía; entonces, en vez de meterlo en su coche para llevarlo a la ciudadela, con un poco de habilidad, se podría hacer prevalecer la idea de que era mejor utilizar una litera, que, casualmente, estaría en la casa en que se daba la fiesta. Junto a ella estaría un grupo de hombres inteligentes, vestidos como si fueran obreros empleados para la fiesta, que, en la confusión general, se ofrecerían amablemente para transportar al enfermo a su palacio, que estaba tan alto. Estos hombres, dirigidos por Ludovico, llevaban una buena cantidad de cuerdas, hábilmente escondidas entre la ropa. Como se ve, la duquesa, tras haberse decidido firmemente por la fuga de Fabricio, había perdido la sagacidad. El peligro que estaba corriendo aquel ser querido era demasiado grande para su espíritu y, sobre todo, duraba ya desde hacía mucho tiempo. Aquel exceso de precauciones estuvo a punto de hacer fracasar la fuga, como veremos enseguida. Todo se llevó a cabo como se había previsto. El único fallo fue que el narcótico produjo un efecto demasiado intenso, y todo el mundo creyó, incluso los médicos, que el general sufría un ataque de apoplejía. Por suerte, Clelia, en su desesperación, no sospechó nada de la criminal tentativa de la duquesa. En el momento de la entrada de la litera en la ciudadela con el general dentro, medio muerto, hubo tal confusión y desorden, que Ludovico y sus hombres pasaron sin el menor problema. No se les registró más que por pura fórmula en el puente del Esclavo. En cuanto llevaron al general hasta su cama, fueron conducidos a la antecocina, donde los criados los trataron muy bien; pero después de la cena, que se prolongó hasta cerca de la madrugada, les explicaron que las normas de la prisión exigían que se los encerrara con llave en las salas de abajo del palacio durante el resto de la noche. Al día siguiente, cuando amaneciera, el lugarteniente del gobernador los pondría en libertad. A los hombres no les fue demasiado difícil pasarle a Ludovico las cuerdas que traían escondidas, pero a Ludovico, en cambio, no le resultó nada fácil conseguir un instante de atención de Clelia. Finalmente, en un momento en que ella pasaba de un cuarto a otro, Ludovico consiguió hacerle ver cómo dejaba los paquetes de cuerdas en el ángulo oscuro de uno de los salones de la primera planta. A Clelia aquel hecho extraño le suspendió el ánimo e inmediatamente concibió sospechas atroces. —¿Quién es usted? —le preguntó a Ludovico. Y, tras la muy vaga respuesta de éste añadió—: Tendría que hacer que lo detuvieran; ¡o usted o los suyos han envenenado a mi padre!… Dígame ahora mismo qué clase de veneno han utilizado, para que el médico de la ciudadela pueda aplicarle el remedio adecuado. ¡Confiéselo inmediatamente o ni usted ni sus cómplices saldrán nunca de esta ciudadela! —La señorita no tiene por qué alarmarse —respondió Ludovico, con gentileza y maneras perfectas—. No ha habido veneno de ninguna clase. Se ha cometido la imprudencia de administrar al general una dosis de láudano; parece ser que el criado encargado de semejante trasgresión ha puesto en el vaso algunas gotas de más. Nos arrepentiremos de ello toda la vida; pero la señorita puede estar segura de que, gracias a Dios, no hay el menor peligro. Al señor gobernador debe aplicársele el tratamiento que corresponde a haber tomado, equivocadamente, una dosis demasiado fuerte de láudano. Me complazco en repetir a la señorita que el lacayo encargado del desafuero no utilizó auténticos venenos, como los que utilizó Barbone cuando quiso envenenar a monseñor Fabricio. En ningún momento se ha tenido la pretensión de vengar el peligro corrido por monseñor. A ese lacayo torpe se le dio sólo una ampolla que contenía láudano, ¡se lo juro, señorita! Ahora bien, también le digo que si yo fuera interrogado, lo negaría todo. Y debo añadir que si la señorita hablara de esto, sea del láudano, sea del veneno, con quienquiera que fuere, aun con el bueno de don César, estaría matando a Fabricio con sus propias manos. Haría imposible para siempre cualquier proyecto de fuga. Y la señorita sabe bien que no es con simple láudano con lo que se quiere envenenar a monseñor; y sabe, así mismo, que cierta persona ha dado, solamente, un mes de plazo para la comisión de ese crimen, y que ya ha trascurrido más de una semana desde que la orden fatal fue dada. Así pues, si la señorita hace que me detengan, o simplemente habla de esto con don César, o con cualquier otra persona, retrasa todas nuestras operaciones en bastante más de un mes, y hará con ello perfectamente cierto lo dicho a propósito de que, en tal caso, la señorita mataría a monseñor Fabricio con sus propias manos. Clelia estaba espantada ante el extraño aplomo de Ludovico. «No me lo explico —se decía—; aquí estoy, manteniendo una ponderada conversación con el envenenador de mi padre, un hombre que emplea, además, fórmulas corteses para dirigirse a mí. ¡Y es el amor lo que me ha llevado a todas estas aberraciones!…». Los remordimientos apenas la dejaban hablar. Volvió a dirigirse a Ludovico: —Lo voy a encerrar a usted con llave en este salón, y voy corriendo a decirle al médico que es sólo láudano; aunque, ¡Dios mío!, ¿cómo le diré que me he enterado por mí misma? Enseguida vuelvo a soltarlo. —Oiga —preguntó Clelia, que, tras salir, había vuelto corriendo hasta la puerta—, ¿sabía algo Fabricio del láudano? —No, ¡por Dios, señorita! No lo hubiera consentido de ninguna manera. Y, además, ¿qué sentido tenía hacerle una confidencia inútil? Hemos actuado con la más rigurosa prudencia. Se trata de salvar a monseñor, que será envenenado de aquí a tres semanas. Una orden dada por alguien que normalmente no encuentra el menor obstáculo a la realización de sus deseos. Y, para decírselo todo ya a la señorita, parece ser que quien ha recibido esa orden ha sido el terrible fiscal general Rassi. Clelia se fue espantada. Tenía tanta confianza en la perfecta integridad de don César, que, no sin cierta precaución, se decidió a decirle que lo que habían suministrado al general no era otra cosa que láudano. Sin decir nada, sin preguntar nada, don César fue corriendo a donde estaba el médico. —Clelia volvió al salón donde había encerrado a Ludovico con idea de hacerle mil preguntas sobre el láudano. No lo encontró allí. Había conseguido escapar. En una mesa vio una bolsa llena de cequíes y una cajita con venenos de distintas clases. A la vista de los venenos se estremeció. «¿Y quién me dice a mí —pensó— que no ha sido más que láudano lo que le han dado a mi padre, y que la duquesa no ha querido vengarse de la intentona Barbone? ¡Dios mío! —exclamó para sí—, ¡me estoy relacionando con los envenenadores de mi padre! ¡Y encima dejo que se escapen! ¡Y seguramente ese hombre, en un interrogatorio, hubiera confesado que le habían dado algo distinto al láudano!» Entonces, Clelia cayó de rodillas, deshecha en lágrimas, y se puso a rezar fervorosamente a la Madona. Mientras tanto, el médico de la ciudadela, sumamente extrañado con lo que le decía don César a propósito de que sólo se trataba de láudano, suministró al general los remedios adecuados, que enseguida hicieron desaparecer los síntomas más alarmantes. Cuando el día empezaba a clarear, el paciente volvió un poco en sí. Lo primero que hizo, cuando tuvo algo de conocimiento, fue cubrir de insultos al coronel, segundo comandante de la ciudadela, que se había permitido dar algunas órdenes, absolutamente elementales, mientras el general estuvo sin sentido. Luego, el general se irritó sobremanera con una criadita de la cocina, a la que se le vino a la boca la palabra apoplejía, cuando le traía un caldo. —¿Tengo yo edad de apoplejías? —gritaba—. Sólo a mis peores enemigos se les puede ocurrir propalar semejantes bulos. Y, además, ¿me han sangrado acaso, para que la calumnia misma, si hablara, se atreviera a mencionar la apoplejía? Fabricio, entregado de lleno a los preparativos de la huida, no pudo interpretar los extraños ruidos que llenaron la ciudadela cuando trajeron al gobernador medio muerto. Lo primero que se le ocurrió fue que habían cambiado su sentencia y que venían a matarlo. Cuando comprobó que no venía nadie a su celda, pensó que Clelia había sido traicionada; que al entrar en la ciudadela le habían descubierto las cuerdas que seguramente traía y que sus proyectos de fuga se habían frustrado para siempre. Al día siguiente, al amanecer, entró en su celda un hombre a quien no había visto nunca antes, que, sin decir palabra, dejó una cesta con fruta. Escondida entre la fruta estaba la carta siguiente: Atribulada por los más vivos remordimientos por todo lo que se ha hecho —sin mi consentimiento, gracias a Dios—, pero con ocasión de una idea que había tenido yo, le he prometido a la Santísima Virgen que, si mediante su santa intervención mi padre se salva, nunca más opondré el menor rechazo a sus órdenes. Me casaré con el marqués en cuanto me lo pida, y a usted no volveré a verlo nunca más. Creo, no obstante, que tengo el deber de concluir lo que he empezado. El próximo domingo a la vuelta de misa, adonde lo llevarán por petición mía (y debería usted preparar su alma, pues puede morir en la difícil empresa que va a acometer); a la vuelta de misa, decía, retrase todo lo que pueda el momento de entrar en la celda. Encontrará en ella todo lo que necesita para la acción planeada. ¡Si muere se me romperá el alma! ¿Me acusará usted de haber contribuido a su muerte? ¿No me ha repetido la misma duquesa en distintas ocasiones que el partido de la Raversi lleva las de ganar? Pretenden que el príncipe quede comprometido por la comisión de un acto cruel que lo distancie para siempre del conde Mosca. La duquesa me ha jurado, deshecha en lágrimas, que no hay otra posibilidad si usted no intenta nada, muere. No puedo volver a verlo a usted, lo he prometido, pero si el domingo, a la caída de la tarde, me ve en la ventana de siempre, vestida enteramente de negro, ésa será la señal de que esa misma noche estará todo dispuesto en la medida de lo posible, dadas mis escasas posibilidades. Después de las once de la noche, quizá a las doce o a la una, aparecerá la luz de una lámpara pequeña en mi ventana, ése será el instante decisivo. Encomiéndese a su santo patrón, póngase inmediatamente las ropas de clérigo que se le han suministrado y váyase. Adiós, Fabricio, yo estaré rezando y llorando muy amargamente, créame, mientras esté usted corriendo tan grandes peligros. Si muere usted, no le sobreviviré ni un instante. ¿Qué estoy diciendo, Dios mío?, pero si consigue escapar, no volveré a verlo nunca. El domingo, después de misa, encontrará usted en su celda el dinero, los venenos, las cuerdas que ha enviado esa mujer terrible que lo ama a usted apasionadamente y que me ha repetido hasta tres veces que había que tomar esta decisión Que Dios y la Santísima Virgen lo protejan. Fabio Conti era un carcelero siempre agobiado, siempre sombrío, siempre preocupado por la posibilidad de que alguno de sus presos pudiera escapársele. Todos los que estaban en la ciudadela lo aborrecían; pero la desventura ajena inspira las mismas resoluciones en todos los hombres, y a los pobres presos, incluso a los que estaban encerrados en calabozos de apenas un metro de altura, otro tanto de anchura y dos y medio de largo, donde no podían estar ni de pie ni sentados, a todos los prisioneros, incluso a éstos —decía—, cuando se enteraron de que su gobernador estaba fuera de peligro, se les ocurrió encargar a sus expensas un Te Deum. Dos o tres de aquellos desgraciados compusieron sonetos en honor de Fabio Conti. ¡Ah, qué extraños efectos puede producir la desventura en hombres como aquéllos! ¡A quien se le ocurra denostar a tales presos, se le debería enviar a pasar un año en un calabozo de menos de un metro de altura, con ocho onzas de pan y ayuno los viernes!… Clelia, que no salía de la habitación de su padre más que para ir a la capilla a rezar, dijo que el gobernador había decidido que las celebraciones tuvieran lugar el domingo. Aquel domingo por la mañana, Fabricio asistió a misa y al Te Deum; por la noche hubo fuegos artificiales y en las salas de abajo del palacio se dio a los soldados una cantidad de vino cuádruple de la que había dispuesto el gobernador. Una mano desconocida había enviado, incluso, varios toneles de aguardiente, que los soldados desfondaron enseguida. La generosidad de los soldados que se estaban emborrachando no les permitía dejar que los cinco compañeros que estaban de imaginaria en torno al palacio sufrieran por culpa del servicio. A medida que llegaban a sus garitas, un criado de confianza les llevaba vino; lo que no se sabe es quién llevó también aguardiente a los que entraron de guardia a las doce y se lo siguió llevando a lo largo de la noche, dejándose, cada vez, olvidada la botella junto a la garita (como se pudo probar en el proceso que siguió a los hechos). El desorden duró más tiempo de lo que Clelia había calculado. Fabricio tuvo que esperar hasta la una de la madrugada para empezar a desmontar la pantalla de una de las ventanas, la que no daba a la pajarera, dos de cuyos barrotes tenía ya serrados desde hacía más de ocho días. Tuvo que trabajar casi encima de las cabezas de los centinelas que hacían la guardia del palacio del gobernador, pero no oyeron nada. Había tenido que hacer algún nudo más en la larguísima cuerda que necesitaría para bajar aquellos terribles sesenta metros de altura. Se enrolló la cuerda en bandolera alrededor del cuerpo; le molestaba mucho; abultaba enormemente, unos cincuenta centímetros, pues los nudos impedían apretarla. «Éste va a ser el mayor estorbo» —se dijo Fabricio. Una vez preparada esta cuerda lo mejor que pudo, Fabricio cogió la otra, con que pensaba bajar los once metros y medio que había desde su ventana hasta la plataforma en que se alzaba el palacio del gobernador. Pero comoquiera que, por muy borrachos que estuvieran los centinelas, no podía bajar justo por encima de sus cabezas, salió, como ya hemos dicho, por la otra ventana de la celda, que daba al tejado de una especie de cuerpo de guardia muy grande. Por una extravagancia de enfermo, cuando el general Fabio Conti pudo hablar, había ordenado que subieran doscientos soldados a aquel viejo cuerpo de guardia, en desuso desde hacía ya un siglo. Decía que, tras haberlo envenenado, querían asesinarlo en su cama; aquellos doscientos soldados debían guardarlo. Imagínese el efecto que aquella disposición imprevista produjo en el corazón de Clelia. Aquella muchacha tan virtuosa sabía bien que estaba traicionando a su padre, a quien acababan de envenenar, o poco menos, en beneficio precisamente del preso a quien ella amaba. En la imprevista llegada de aquellos doscientos hombres, Clelia vio una orden de la Providencia que le prohibía ir más allá y facilitarle la libertad a Fabricio. Pero en Parma todo el mundo hablaba de la muerte inminente del prisionero. Incluso se había comentado tan triste asunto en la fiesta de bodas de la signora Giulia Crescenzi. Si por una nonada semejante, una desgraciada estocada asestada a un cómico por un hombre de la condición de Fabricio, se le mantenía en prisión por más de nueve meses, aun contando con la protección del primer ministro, era porque había política de por medio. De modo que —se comentaba— era inútil seguir ocupándose de él. Si al poder no le interesaba hacerlo morir en la plaza pública, moriría pronto de enfermedad. Un cerrajero, a quien habían llamado al palacio del general Fabio Conti, se refirió a Fabricio como a un preso a quien habían matado hacía ya tiempo y cuya muerte se ocultaba por razones políticas. Las palabras de aquel hombre decidieron a Clelia. Capítulo vigesimosegundo A lo largo de aquel día, a Fabricio lo asaltaron algunas ideas serias y desagradables, pero, a medida que oía sonar las horas que lo acercaban al momento de la acción, iba sintiéndose más alegre y decidido. La duquesa le había avisado en una carta de que el contacto con el aire libre lo sorprendería, y que, nada más salir de su celda, le sería imposible caminar; en tal caso, era preferible correr el riesgo de que lo volvieran a coger preso a caerse desde lo alto de un muro de sesenta metros de altura. «Si tuviera la mala suerte de que me pasara eso —se decía Fabricio— me echaré, bien pegado al parapeto, y dormiré una hora, luego seguiré adelante, porque, puesto que así se lo he jurado a Clelia, debo preferir caer de un muro, por alto que sea, a pasarme la vida haciéndome cébalas sobre el gusto del pan que haya comido. ¡Deben de ser terribles los dolores antes de llegar al final, cuando se muere envenenado! Fabio Conti no se andará con chiquitas, mandará que me den el arsénico con que mata a las ratas de su ciudadela». Alrededor de medianoche cayó una de esas nieblas espesas y blancas con que el Po cubre a veces sus orillas que se extendió primero por la ciudad para alcanzar, después, la explanada y los bastiones entre los que se alza la gran torre de la ciudadela. A Fabricio le pareció que desde el parapeto de la plataforma ya no se veían las pequeñas acacias que rodeaban los huertos que cultivan los soldados al pie del muro de sesenta metros. «Magnifico» —pensó. Un poco después de que sonaran las doce y media apareció en la ventana de la pajarera la señal de la lámpara. Fabricio estaba preparado; hizo la señal de la cruz y ató a su cama la cuerda pequeña con que iba a bajar los once metros que lo separaban de la plataforma donde estaba el palacio. Llegó sin dificultad hasta el tejado del cuerpo de guardia que, desde el día anterior, estaba ocupado por los doscientos soldados de refuerzo de los que ya hemos hablado. Desgraciadamente, a aquella hora, la una menos cuarto, los soldados no estaban dormidos todavía. Mientras andaba tratando de no hacer ruido por el tejado de gruesas tejas árabes, Fabricio les oía decir que el diablo andaba en el tejado y que había que intentar matarlo de un tiro. Algunas de las voces aseguraban que decir aquello era un grandísimo pecado, otras advertían de que si se disparaba algún fusil sin matar nada, el gobernador los metería a todos en el calabozo por haber alarmado a la guarnición inútilmente. Aquella sorprendente discusión inducía a Fabricio a andar lo más deprisa posible por el tejado, con lo que hacía mucho más ruido todavía. El caso es que, cuando estaba ya colgado de su cuerda, bajando por delante de las ventanas (afortunadamente a metro o metro y medio de distancia a causa de un alero del tejado), aquellas ventanas estaban erizadas de bayonetas. Hay quien ha dicho que el siempre alocado Fabricio tuvo entonces la ocurrencia de fingir que era el diablo y que les arrojó un puñado de cequíes a los soldados. Lo que sí es cierto es que había dejado sembrado de cequíes el suelo de su celda, y que, en el recorrido desde la torre Farnesio hasta el parapeto, dejó asimismo sembrada de cequíes la plataforma, con idea de darse la posibilidad de que los soldados se distrajeran en recoger el dinero, en caso de que lo persiguieran. Cuando llegó a la plataforma, en medio de centinelas que de ordinario gritaban cada cuarto de hora «Sin novedad en mi puesto», se dirigió hacia el parapeto de poniente y buscó la piedra nueva. Lo que parece increíble, hasta el punto de que cabría dudar del hecho si no fuera porque toda una ciudad fue testigo de su conclusión, es que los centinelas situados a lo largo del parapeto no vieran ni arrestaran a Fabricio. Es, verdad que la niebla, que ya hemos mencionado, empezaba a subir (Fabricio comentaba después que, cuando estaba en la plataforma, le pareció que la niebla llegaba hasta la mitad de la torre Farnesio), pero era una niebla muy poco densa, y él sí vio bien a los centinelas, algunos de los cuales estaban paseando. También contaba que, como si lo empujara una fuerza sobrenatural, fue a colocarse resueltamente entre dos centinelas que estaban muy cerca el uno del otro. Desenrolló tranquilamente la cuerda grande que llevaba alrededor del cuerpo y que se le enredó en dos ocasiones. Necesitó mucho tiempo para desenredarla y desovillarla entera en el parapeto. Por todas partes oía hablar a los soldados; estaba decidido a apuñalar al primero que se le echara encima. «Estaba muy tranquilo —seguía contando—, tenía la sensación de estar celebrando una ceremonia». Una vez desenredada, ató la cuerda al parapeto pasándola por una boca de desagüe; subió a aquel mismo parapeto y rezó fervorosamente; luego, como un héroe de los tiempos de las caballerías, pensó un instante en Clelia. «¡Qué distinto soy del Fabricio frívolo y libertino que entró aquí hace nueve meses!», se dijo y, finalmente, se puso a bajar aquella asombrosa altura. Actuaba mecánicamente —contó luego—, como si lo hubiera hecho en pleno día, como si estuviera bajando delante de unos amigos para ganar una apuesta. Hacia la mitad del descenso, sintió súbitamente que sus brazos perdían fuerzas; cree que hasta llegó a soltar la cuerda por un instante, aunque la volvió a coger inmediatamente. Es probable —dice— que lo sujetaran los matojos por los que se deslizaba y que lo arañaban. De vez en cuando sentía un dolor atroz entre los hombros, que llegaba, incluso, a dejarlo sin respiración. Estaba sometido a un movimiento pendular sumamente incómodo, que lo lanzaba constantemente contra los matorrales. Lo rozaron algunos pájaros bastante grandes, que, al despertarlos, se arrojaban contra él cuando echaban a volar. Las primeras veces pensó que eran hombres que bajaban de la ciudadela por la misma vía que él para apresarlo y se dispuso a la defensa. Finalmente llegó al pie de la gran torre sin más complicación que la de tener las manos ensangrentadas. Después contó que, desde la mitad de la torre, la inclinación del muro en forma de talud le fue muy útil; bajó rozando la pared y las plantas que crecían entre las piedras lo sujetaron mucho. Al llegar abajo, a los huertos de los soldados, cayó en una acacia, que, vista desde arriba, le pareció que no tendría más de metro o metro y medio de altura, aunque luego resultó tener entre cinco y seis metros. Un borracho que estaba allí dormido lo tomó por un ladrón. Al caer del árbol casi se rompe el brazo izquierdo. Echó a correr hacia la muralla, pero, según contó, las piernas le parecían de trapo; no tenía fuerzas. Pese al peligro, se sentó y bebió un poco de aguardiente que le quedaba; durmió unos minutos tan profundamente, que no sabía dónde estaba cuando despertó, no podía entender por qué veía árboles desde su celda; al fin, recordó la terrible verdad. Inmediatamente se dirigió hacia la muralla; allí subió por una escalera grande. Pasó al lado de un centinela que roncaba en su garita. Había un cañón entre la hierba al que ató su tercera cuerda, que se quedó un poco corta, y cayó en una zanja con cieno en el fondo, donde podía haber como un palmo de agua. Cuando se estaba levantando y trataba de orientarse, sintió que lo cogían dos hombres; en un primer momento se asustó, pero enseguida oyó que pronunciaban su nombre en voz muy baja junto a su oído. ¡Eh, monsignore, monsignore! Vagamente se dio cuenta de que eran hombres de la duquesa; luego cayó en un profundo desvanecimiento. Sintió, más tarde, que era llevado por unos hombres que iban en silencio y muy deprisa; súbitamente se detuvieron, lo que lo inquietó mucho. No tenía fuerzas para hablar ni para abrir los ojos. Sentía que alguien lo apretaba, e inmediatamente reconoció el perfume de los vestidos de la duquesa. Aquel olor lo reanimó; abrió los ojos, pudo pronunciar las palabras «¡Ah! ¡Querida amiga!» y volvió a caer en un desmayo profundo. El fiel Bruno, con un destacamento de policías fieles al conde, vigilaba a unos doscientos pasos. El propio conde aguardaba escondido en una casita muy cerca del sitio en donde había estado esperando la duquesa. Si hubiera hecho falta, no hubiera dudado en echar mano a la espada seguido de unos cuantos oficiales retirados, amigos íntimos suyos. Se sentía obligado a salvar la vida de Fabricio, a quien veía en un serio peligro y para quien hubiera podido hacía un tiempo conseguir el perdón firmado del príncipe, si él, Mosca, no hubiera cometido la estupidez de quererle evitar al soberano una estupidez escrita. Desde las doce de la noche, la duquesa, encerrada en un absoluto mutismo y rodeada de hombres armados hasta los dientes, iba de aquí para allá delante de las murallas de la ciudadela. No podía estarse quieta, pensaba que tendría que combatir para rescatar a Fabricio de sus perseguidores. Su ardiente imaginación le había dictado cien precauciones, a cual más imprudente, que sería tedioso detallar aquí. Parece ser que hubo allí más de ochenta hombres dispuestos a luchar por algo extraordinario. Afortunadamente, a la cabeza de toda aquella operación estaban Ferrante y Ludovico, y el ministro de Policía no se había opuesto. El conde mismo observó que nadie traicionó a la duquesa y que él, como ministro, no supo nada. Cuando vio a Fabricio, la duquesa perdió completamente la cabeza; lo estrechaba convulsivamente entre sus brazos; luego, al verlo cubierto de sangre, se hundió en la desesperación; era sangre de las manos, pero ella pensó que estaba gravemente herido. Con la ayuda de uno de sus hombres, le quitó la ropa para vendarlo. Pero entonces, Ludovico, que afortunadamente se encontraba allí, mandó meter a la duquesa y a Fabricio en uno de los cochecillos que estaban escondidos en un huerto cerca de la puerta de la ciudad y salieron a galope tendido para pasar el Po cerca de Sacca. Ferrante, con veinte hombres bien armados, cubría la retaguardia, y había prometido por su vida detener cualquier persecución. El conde, solo y a pie, no dejó los alrededores de la ciudadela hasta pasadas dos horas, cuando vio que nadie se movía por allí. «Aquí estoy, incurriendo en alta traición» —se decía, loco de contento. Ludovico tuvo la magnífica idea de meter en un coche a un cirujano joven, vinculado a la casa de la duquesa, y que se parecía mucho a Fabricio. —Emprenda usted la huida —le dijo— hacia Bolonia; y sea todo lo torpe que pueda, haga todo lo posible para que lo detengan, y, cuando esté detenido, vacile en las respuestas, finalmente, confiese que es Fabricio del Dongo; sobre todo, gane tiempo. Ponga toda su habilidad en ser torpe, le costará un mes de cárcel y la señora le dará cincuenta cequíes. —¿Quién piensa en el dinero cuando se sirve a la señora? Partió, y fue detenido algunas horas más tarde, lo que produjo un alborozado contento en el general Fabio Conti y en Rassi, quien con el alejamiento del peligro para Fabricio, veía alejarse su baronía. Hasta las seis de la mañana no fue advertida la evasión en la ciudadela, y hasta las diez no se le comunicó al príncipe. La duquesa había estado tan bien asistida que, pese al profundo sueño de Fabricio —que ella tomaba por desvanecimiento mortal, lo que hizo que mandara detener el coche hasta tres veces—, cruzó el Po en una barca cuando daban las cuatro. Contaban con dos relevos en la orilla izquierda y aún corrieron mucho durante dos leguas, después estuvieron detenidos una hora larga en el control de pasaportes. La duquesa tenía pasaportes de todas clases para ella y para Fabricio; pero aquel día tenía la cabeza tan perdida que se le ocurrió darle diez napoleones al agente de la policía austríaca y cogerle la mano, deshecha en lágrimas. Aquel agente, muy asustado, volvió a repetir todos los trámites del control. Tomaron la posta; la duquesa pagaba de un modo tan extravagante, que no hacía sino suscitar sospechas en aquel país en que todo extranjero es sospechoso. Una vez más, acudió Ludovico en su ayuda. Dijo que la señora duquesa estaba enloquecida de dolor por la fiebre continua del joven conde Mosca, el hijo del primer ministro de Parma, a quien ella llevaba a Pavía para consultar con los médicos. Habían recorrido diez leguas más allá del Po cuando el prisionero se despertó del todo; tenía una luxación en un hombro y muchísimos arañazos y desgarrones. La duquesa seguía mostrando unas maneras tan extraordinarias, que el dueño de una posada de pueblo, en donde pararon a comer, pensó que se trataba de una princesa de sangre imperial, y fue a rendirle los honores que le eran debidos en su fantasía, ante lo cual Ludovico le dijo que si se le ocurría mandar tocar las campanas, la princesa lo metería indefectiblemente en la cárcel. Finalmente, a eso de las seis de la tarde, llegaron al Piamonte. Sólo allí podía Fabricio considerarse completamente seguro. Lo llevaron a un pueblecito apartado de la carretera general; le vendaron las manos y siguió durmiendo durante algunas horas. En aquel mismo pueblo la duquesa cometió un acto no sólo horrible desde el punto de vista moral, sino además funesto para la tranquilidad de su alma durante el resto de su vida. Algunas semanas antes de la evasión de Fabricio, un día en que toda Parma había ido a las puertas de la ciudadela a ver el patíbulo que en su honor estaban alzando en el patio, la duquesa le había mostrado a Ludovico, que se había convertido en el factótum de su casa, el secreto mediante el cual se hacía saltar de un pequeño marco de hierro, muy bien escondido, una de las piedras que formaban el fondo de la famosa alberca del palacio Sanseverina, obra del siglo XIII, que ya hemos mencionado. Mientras Fabricio dormía en la trattoria del pueblecito, la duquesa mandó llamar a Ludovico. A éste le pareció que la duquesa se había vuelto loca, tan rara era la mirada que le dirigió. —Seguramente está usted esperando —le dijo ella— que le vaya a dar algunos miles de francos. Pues bien, no se los voy a dar. Lo conozco a usted; es un poeta, y estoy convencida de que si le doy dinero, se lo come enseguida; le voy a dar la pequeña finca de la Ricciarda, que está a una legua de Casal-Maggiore. Ludovico se arrojó a sus pies loco de alegría, y haciendo las más sinceras protestas de que si había contribuido a salvar a monsignore Fabricio no había sido en absoluto por dinero; que lo quería de corazón y de un modo muy especial desde que había tenido el honor de llevarlo una vez en su calidad de tercer cochero de la señora. Cuando a aquel hombre, verdaderamente bueno, le pareció que había ocupado ya suficientemente el tiempo de una señora tan importante, se despidió. Pero ella, brillándole los ojos de un modo especial, le dijo: —No se vaya. Se paseaba sin decir nada por aquel cuarto de la fonda, dirigiéndole a Ludovico unas miradas increíbles. Finalmente el hombre, viendo que aquellos paseos no acababan nunca, se sintió obligado a dirigirle a su señora la palabra. —Señora, el regalo que me ha hecho es tan excesivo, tan por encima de lo que un pobre hombre como yo podía imaginar, tan superior, sobre todo, a los pobres servicios que he tenido el honor de prestarle, que, en conciencia, creo yo que no debo aceptar la finca de la Ricciarda. Me tengo por muy honrado devolviéndole esa posesión a la señora, y rogándole que me conceda una pensión de cuatrocientos francos. —¿Ha oído usted decir alguna vez en su vida —le preguntó ella con la más sombría altivez— que me haya vuelto atrás de una decisión que hubiera tomado? Tras estas palabras, la duquesa siguió paseándose aún unos minutos. Luego se detuvo bruscamente y exclamó: —¡Si Fabricio ha salvado la vida ha sido por casualidad y porque ha sabido gustarle a esa chiquilla! Si no llega a ser amable, habría muerto. ¿Me lo puede usted negar? —dijo, acercándose a Ludovico con una mirada en la que estallaba una furia sombría. Ludovico retrocedió unos pasos; pensó que se había vuelto loca, lo que le hizo concebir serios temores sobre aquel regalo de la Ricciarda. —Bueno —siguió diciendo la duquesa, ahora con un tono radicalmente distinto, dulce y alegre—, quiero que mi buena gente de Sacca tenga una fiesta loca, una fiesta de la que se acuerden durante mucho tiempo. Va usted a volver a Sacca, ¿tiene algún inconveniente?, ¿cree que correrá peligro? —Muy poco, señora. Nadie de Sacca dirá nunca que yo era uno de los hombres de monsignore Fabricio. Además, si me lo permite la señora, me muero de ganas de ver mi finca de la Ricciarda. ¡Se me hace tan raro ser propietario! —Me gusta esa alegría tuya. El rentero de la Ricciarda me debe tres o cuatro años de renta, no lo sé bien. Le perdono la mitad de la deuda y la otra mitad te la doy a ti, con la siguiente condición: vas a ir a Sacca; allí dices que pasado mañana se celebra la festividad de una de mis santas patronas y, esa misma noche, mandas iluminar mi castillo del modo más espléndido. No ahorres dinero ni esfuerzos; piensa que, con ello, me estás dando la mayor alegría de mi vida. Tengo prevista esa iluminación desde hace mucho tiempo; en los sótanos del castillo encontrarás todo lo necesario para la gran fiesta; el jardinero tiene todo lo que hace falta para unos fuegos artificiales espléndidos; mandas que los enciendan en la terraza que da al Po. En la bodega hay ochenta y nueve toneles grandes de vino, así que mandas instalar ochenta y nueve caños de vino en el parque. Si al día siguiente queda una botella sin abrir, pensaré que no quieres a Fabricio. Cuando los caños, la iluminación y los fuegos artificiales estén en su apogeo, tú te vas sin que nadie lo note; pues lo más probable, y lo que espero, es que en Parma todos esos festejos parezcan una insolencia. —No sólo es probable, es seguro; como también es seguro que el fiscal Rassi, que firmó la sentencia de monsignore, reventará de rabia. Y… —añadió Ludovico con timidez— si la señora quisiera concederle a este humilde servidor suyo algo que le proporcionaría un placer mayor aún que la mitad de los atrasos de la Ricciarda, consentiría que le gastara una bromita a ese Rassi… —¡Eres un buen hombre! —exclamó la duquesa con entusiasmo—, pero te prohíbo absolutamente que le hagas nada a Rassi, tengo idea de hacerlo ahorcar públicamente, pero más adelante. Y tú, ten mucho cuidado para que no te detengan en Sacca; si te perdiera a ti, se desbarataría todo. —No se preocupe por mí, señora, en cuanto haya dicho que se trata de celebrar a una de las santas patronas de la señora, ya puede enviar la policía treinta gendarmes para impedir lo que sea, que, antes de que lleguen a la cruz roja que hay en el centro del pueblo, no queda uno a caballo. Se tienen en mucho los de Sacca; todos son buenos contrabandistas y adoran a la señora. —En fin —prosiguió la duquesa con un tono sorprendentemente trivial—, por lo mismo que le doy vino a mi buena gente de Sacca, se me antoja inundar a los parmesanos; la misma noche en que el castillo esté iluminado, coge el mejor caballo de la cuadra, corre a mi palacio y abre la alberca. —¡Ah! ¡Qué buena idea, señora! —exclamó Ludovico, riendo como un loco—, vino para la buena gente de Sacca, agua para los burgueses de Parma, tan seguros ellos, los muy miserables, de que monsignore Fabricio iba a ser envenenado como el pobre L***. La alegría de Ludovico no se acababa; la duquesa le miraba complacida reírse enloquecido; no hacía más que repetir: —¡Vino para la gente de Sacca y agua para la de Parma! —luego prosiguió—: La señora sabrá mucho mejor que yo, sin duda, que, cuando hace unos veinte años se vació por un descuido la alberca, llegó a haber más de un palmo de agua en algunas de las calles de Parma. —Y agua para la gente de Parma —le respondió la duquesa riendo—. Si hubieran ejecutado a Fabricio, el paseo de delante de la ciudadela habría estado lleno de gente… Todo el mundo lo llama el gran culpable… Sobre todo, hazlo con el máximo cuidado; que nadie se entere nunca de que esa inundación la has causado tú, ni de que te la he ordenado yo. Ni Fabricio, ni siquiera el conde, deben saber nada de esta broma loca… Pero me olvidaba de los pobres de Sacca; escríbele una carta a mi administrador, que firmaré yo; le dices que, con ocasión de la fiesta de mi santa patrona, distribuya cien cequíes a los pobres de Sacca y que te haga caso en todo lo referente a la iluminación, los fuegos artificiales y el vino; insístele en que al día siguiente no quede una sola botella en la bodega. —El administrador no va a tener problemas más que en un aspecto: en los cinco años que hace que la señora tiene el castillo no ha dejado ni diez pobres en Sacca. —¡Y agua para la gente de Parma! —repitió la duquesa, cantando—. ¿Cómo lo harás? —Ya tengo el plan. A eso de las nueve salgo de Sacca; a las diez y media mi caballo me ha llevado a la venta de los Tres Borricos, en la carretera de Casal-Maggiore y de mi finca de la Ricciarda; a las once estoy en mi cuarto, en el palacio, y a las once y cuarto: agua para la gente de Parma, toda la que quieran y más, para beber a la salud del gran culpable. Diez minutos más tarde, salgo de la dudad por la carretera de Bolonia. Al pasar por delante de la ciudadela, que la valentía de monsignore y la inteligencia de la señora acaban de deshonrar, le hago una profunda reverenda; tomo una senda, que cruza los campos que conozco muy bien, y me presento en la Ricciarda. Ludovico miró a la duquesa y se asustó. Estaba mirando fijamente la pared desnuda que tenía a seis pasos de ella y, ciertamente, era una mirada atroz. «¡Pobre finca mía! —pensó Ludovico—; la verdad es que se ha vuelto loca». La duquesa lo miró en ese momento y le adivinó el pensamiento. —¡Ah, Ludovico, poeta insigne!, lo que usted quiere es una donación por escrito. Vaya ahora mismo a por papel. No se hizo repetir la orden Ludovico, y la duquesa escribió, de su puño y letra, un largo documento, fechado un año antes, por el que reconocía haber recibido de Ludovico San Micheli la suma de ochenta mil francos y haberle dado en garantía la finca de la Ricciarda. Si pasados doce meses, la duquesa no hubiera devuelto los antedichos ochenta mil francos a Ludovico, la finca de la Ricciarda pasaría a ser propiedad de éste. «Es bueno —pensó la duquesa— darle a un servidor leal la tercera parte, más o menos, de lo que me queda a mí». —¡Bien! —le dijo la duquesa a Ludovico—, tras la broma de la alberca no te doy más que dos días para que te diviertas en Casal-Maggiore. Para que sea válida la venta, di que es un trato de hace más de un año. Vuelve enseguida a Belgirate y no te retrases nada, es muy probable que Fabricio vaya a Inglaterra y tú irás con él. Al día siguiente, muy temprano, la duquesa y Fabricio estaban ya en Belgirate. Se instalaron en aquel pueblo encantador. Pero a la duquesa le aguardaba un disgusto mortal junto a aquel hermoso lago. Fabricio estaba muy cambiado. Desde el primer momento, cuando despertó de aquella especie de sueño letárgico en que se sumió tras la fuga, la duquesa pudo comprobar que le pasaba algo muy raro. Escondía con sumo cuidado un hondo sentimiento muy extraño; se trataba de lo siguiente: estaba desesperado por no estar en la prisión. Se guardaba mucho de confesar aquella causa de su tristeza, que hubiera dado lugar a preguntas que no quería contestar. —Y aquella sensación horrible —le decía la duquesa asombrada—, cuando, para no desfallecer de hambre tenías que comerte alguno de los repugnantes platos de la cocina de la cárcel; aquella sensación de «¿no tiene esto un gusto raro?, ¿no me estaré envenenando en este preciso momento?»; aquella sensación, te pregunto, ¿no te produce aún horror? —Pensaba en la muerte —le contestaba Fabricio— como me imagino que piensan los soldados: como algo que está ahí, y que yo evitaría gracias a mi habilidad. ¡Qué inquietud, qué dolor para la duquesa! Aquel ser adorado, singular, vivo, original, era presa ahora —ella lo veía— de algún hondo delirio; prefería la soledad al placer de hablar de todo, sin trabas, con la mejor amiga que hubiera podido tener en el mundo. Seguía siendo atento y servicial, seguía mostrándose agradecido a la duquesa; como en otro tiempo, hubiera dado cien veces su vida por ella, pero su alma estaba en otra parte. Recorrían, a veces, cuatro o cinco leguas por aquel lago sublime sin decirse una palabra. Las conversaciones que mantenían, el ahora frío intercambio de ideas, podían parecer agradables a otros; pero ellos, sobre todo la duquesa, recordaban cómo era su conversación antes de que la fatal pelea con Giletti los separara. Fabricio le debía a la duquesa la historia de los nueve meses pasados en una prisión horrible, pero se encontraba con que no tenía nada que decir sobre aquel período salvo algunas palabras breves e incompletas. «Esto tenía que pasar antes o después —se decía la duquesa con una tristeza sombría—. Los disgustos me han envejecido o, quizá, él se ha enamorado de verdad y yo no ocupo en su corazón más que un segundo lugar». Humillada, aterrada por aquella, la mayor de las penas posibles, la duquesa se decía algunas veces: «Si el cielo hubiera querido que Ferrante se haya vuelto definitivamente loco o que le falte valor, me sentiré menos desgraciada». Desde entonces, aquel remordimiento a medias envenenó el aprecio que la duquesa tenía por su propio carácter. «¡O sea —se decía mortificada—, que me arrepiento de una decisión tomada: he dejado de ser una del Dongo!». «El cielo lo ha querido —seguía diciéndose—; Fabricio está enamorado y ¿con qué derecho iba yo a querer que no lo estuviera? ¿Acaso nos hemos dicho nosotros nunca una sola palabra de verdadero amor?». Aquel pensamiento tan razonable le quitó el sueño, y, finalmente —lo que venía a probar que con la perspectiva de una venganza memorable le habían sobrevenido el envejecimiento y la debilidad de espíritu—, se sentía cien veces peor en Belgirate que en Parma. Por lo que se refiere a la persona que podía ser la causa del estado de ensueño de Fabricio, no cabía tener la menor duda, era Clelia Conti: aquella muchacha tan virtuosa había traicionado a su padre cuando se avino a emborrachar a la guarnición. ¡Y que jamás hablara Fabricio de Clelia! «De todas formas —añadía la duquesa golpeándose el pecho con desesperación—, si la guarnición no se hubiera emborrachado, todas mis maquinaciones, todos mis desvelos hubieran sido inútiles, ¡ella ha sido quien lo ha salvado!». A la duquesa le costaba muchísimo trabajo que Fabricio le diera detalles de los acontecimientos de aquella noche, «que, antes, habría sido —se decía la duquesa— motivo de una conversación mil veces emprendida. En aquellos tiempos felices, Fabricio habría hablado durante todo un día con una locuacidad y una alegría constantemente renovadas sobre la menudencia más simple que previamente hubiera tenido yo la ocurrencia de plantearle». Como había que preverlo todo, la duquesa había instalado a Fabricio en el puerto de Locarno, la dudad suiza que está en un extremo del lago Mayor. Y allí iba todos los días a buscarlo en un barco para dar largos paseos por el lago. Pues bien, un día que se le ocurrió subir a su casa, descubrió que tenía el cuarto tapizado con vistas de la ciudad de Parma que habla mandado traer de Milán, o de la misma Parma, país que debería odiar. El saloncito, convertido en estudio, estaba repleto de los materiales que utilizan los pintores para hacer acuarelas; y lo encontró terminando una tercera vista de la torre Farnesio y del palacio del gobernador. —Lo único que te falta —le dijo en un tono revelador de que se sentía molesta— es pintar de memoria el retrato de aquel gobernador tan amable que sólo quería envenenarte. Se me ocurre —prosiguió la duquesa— que deberías escribirle una carta pidiéndole excusas por haberte tomado la libertad de escapar y haber dejado en ridículo su ciudadela. No sabía la pobre mujer que estaba poniendo en palabras lo que realmente había sucedido. Nada más encontrarse a salvo, la primera preocupación de Fabricio había sido escribirle a Fabio Conti una carta absolutamente correcta y, en cierto sentido, absolutamente ridícula. Le pedía perdón por haberse escapado, y alegaba como excusa que había creído, con algún fundamento, que a cierto subalterno de la prisión se le había encargado suministrarle un veneno. De hecho le importaba poco lo que escribía; lo que Fabricio esperaba era que los ojos de Clelia vieran aquella carta y, mientras la escribía, tenía el rostro cubierto de lágrimas. La terminó con una frase harto jocosa: se atrevía a decir que, una vez en libertad, se sorprendía, a menudo, añorando su cuartito de la torre Farnesio. Aquélla era la idea central de su carta; esperaba que Clelia la entendiera. Dejándose llevar de aquel impulso epistolar, y también en la esperanza de ser leído por cierta persona, Fabricio expresaba su agradecimiento a don César, el buen capellán que le había prestado libros de teología. Unos días más tarde, Fabricio le encargó al pequeño librero de Locarno que viajara a Milán, donde le compró a Reina, el famoso bibliófilo, que era amigo suyo, las ediciones más espléndidas que pudo encontrar de los libros que don César le había prestado. El buen capellán recibió estos libros y una bella carta en la que le decía que, en momentos de impaciencia perdonables quizá a un pobre prisionero, había llenado los márgenes de notas ridículas. Le rogaba, por tanto, que los reemplazara en su biblioteca por los volúmenes que su más vivo agradecimiento se permitía enviarle. Era muy indulgente Fabricio llamando nada más que notas a los infinitos garabatos con que había llenado los márgenes de un ejemplar en folio de las obras de San Jerónimo. En la esperanza de que podría restituirle aquel libro al buen capellán, cambiándoselo por otro, había escrito día a día, en los márgenes, un diario minucioso con todo lo que le pasaba en la cárcel. Los grandes acontecimientos no eran más que éxtasis de amor divino (con este adjetivo «divino» reemplazaba otro que no se atrevía a escribir). Algunas veces aquel amor divino llevaba al prisionero a una honda desesperación; en otras ocasiones, una voz oída a través de los aires le proporcionaba alguna esperanza y le producía arrebatos de felicidad. Afortunadamente todo aquello estaba escrito con una tinta carcelaria, a base de vino, chocolate y sebo, y don César se había limitado a echarle un vistazo sin leerlo cuando volvió a colocar el volumen de San Jerónimo en su biblioteca. Si hubiera prestado mayor atención a aquellos márgenes, hubiera visto que un día, creyéndose envenenado, el prisionero había escrito que se alegraba de morir a menos de cuarenta pasos de distancia de lo que más había amado en el mundo. Pero unos ojos distintos de los del buen capellán habían leído aquella página después de la fuga. A la muy hermosa idea de ¡Morir cerca de lo que se ama!, expresada de den maneras diferentes, seguía un soneto en el que se explicaba cómo el alma, separada tras tormentos atroces de aquel cuerpo frágil que había habitado durante veintitrés años, llevada por ese instinto de felicidad propio de todo ser que ha existido ya alguna vez, no subiría al cielo en cuanto fuera liberada para unirse a los coros angélicos, en el caso de que le fueran perdonados sus pecados en el juicio terrible, sino que, más dichosa aún después de la muerte de cuanto lo fuera en vida, iría unos pasos más allá de la prisión en que había estado gimiendo, para reunirse con lo que más había amado en este mundo. «Habré encontrado así —decía el último verso del soneto— mi paraíso en esta tierra». Aunque en la ciudadela de Parma nadie se refiriera a Fabricio sino como al infame traidor que habla violado los deberes más sagrados, al bueno de don César le encantaron aquellos libros que le enviaba un desconocido; pues Fabricio había tenido la prudencia de remitirle la carta unos días después del envío, no fuera a ser que la vista de su nombre indujera a devolver su paquete con indignación. Don César no le dijo nada de aquel regalo a su hermano, que se enfurecía sólo con oír el nombre de Fabricio; pero después de la evasión de éste, había reanudado su antigua intimidad con su amable sobrina; y como años atrás le había enseñado algo de latín, le mostró los muy bellos libros que había recibido. Eso era precisamente lo que había esperado el viajero. De pronto Clelia se puso muy colorada, había reconocido la letra de Fabricio. En distintas partes del volumen había unas tiras de papel amarillo largas y muy estrechas a guisa de señales de lectura. Y como es cierto que, en medio del interés gris por el dinero y la frialdad desvaída de los pensamientos vulgares que llenan la vida, las iniciativas inspiradas por una pasión verdadera rara vez dejan de producir el efecto querido —como si un dios propicio se ocupara de encaminarlas con sus propias manos—, Clelia, guiada por tal instinto y por la única idea que la embargaba, pidió a su tío el viejo ejemplar de San Jerónimo para compararlo con el que acababa de recibir. ¡Imposible expresar su maravilla, en medio de la sombría tristeza en que la ausencia de Fabricio la había arrojado, cuando en los márgenes del viejo libro de San Jerónimo encontró el soneto que hemos mencionado, y las memorias, día a día, del amor que ella había inspirado! Desde el primer día se supo de memoria aquel soneto; lo cantaba apoyada en su ventana ante la ahora ya solitaria ventana, en cuya pantalla tan a menudo había visto abrirse un boquete pequeño. Aquella pantalla había sido desmontada y trasladada al despacho del tribunal para servir de pieza de convicción en un ridículo proceso que había instruido Rassi contra Fabricio, acusado del crimen de haberse escapado o, como decía el fiscal, riéndose también él, ¡de haberse sustraído a la clemencia de un príncipe magnánimo! Cada uno de los pasos dados era para Clelia motivo de vivo remordimiento y, desde que se sentía tan desgraciada, los remordimientos eran más intensos. Trataba de mitigar un poco los reproches que se dirigía a sí misma recordándose la promesa de no volver a ver nunca a Fabricio que le había hecho a la Virgen con ocasión del amago de envenenamiento del general, y que después había renovado todos los días. Su padre se había puesto enfermo a causa de la evasión de Fabricio y, por si fuera poco, había estado a punto de perder su cargo, cuando el príncipe, encolerizado, destituyó a todos los carceleros de la torre Farnesio y mandó que los encarcelaran en la prisión de la ciudad. El general se había salvado, gracias, en parte, a la intercesión del conde Mosca, que prefería verlo encerrado en lo más alto de su ciudadela que como rival activo e intrigante en los círculos de la corte. Durante quince días se mantuvo la incertidumbre a propósito del futuro del general Fabio Conti, que se puso enfermo de verdad. En uno de aquellos días, Clelia se armó de valor suficiente para llevar a cabo el sacrificio que le había anunciado a Fabricio. Había tenido la habilidad de ponerse enferma el día del festejo general, que fue el de la huida del prisionero, como seguramente recordará el lector. También estuvo enferma el día siguiente y, en resumidas cuentas, supo hacer tan bien las cosas que, salvo el carcelero Grillo, encargado especialmente de la guarda de Fabricio, nadie sospechó nada de su complicidad, y Grillo no dijo nada. Pero tan pronto como desaparecieron sus inquietudes por aquel lado, Clelia se vio cruelmente atormentada por sus justos remordimientos. «¿Hay alguna razón en el mundo —se decía— que pueda atenuar el pecado de una hija que traiciona a su padre?». Una noche, después de haber pasado el día entero en la capilla llorando, le pidió a su tío, don César, que la acompañara a la habitación del general. Los ataques de furia de su padre la aterrorizaban tanto más cuanto que, fuera cual fuere el asunto de que se tratase, él lo impregnaba de imprecaciones contra Fabricio, aquel traidor abominable. Cuando estuvo en presencia de su padre, se atrevió a decirle que, si hasta entonces se había negado a casarse con el marqués Crescenzi, había sido porque no sentía el menor afecto por él, porque estaba convencida de que aquella unión no iba a darle la menor felicidad. Cuando oyó estas palabras, el general tuvo un acceso de ira; y a Clelia no le resultó nada fácil retomar la palabra. Añadió, entonces, que si su padre, seducido por la inmensa fortuna del marqués, creía que debía darle la orden de que se casara con él, ella estaba dispuesta a obedecerle. El general se quedó mudo de asombro ante aquella conclusión, que no se esperaba en absoluto. Terminó por alegrarse. «O sea —dijo dirigiéndose a su hermano—, que no me veré obligado a vivir en un segundo piso si por culpa de ese bribón de Fabricio y su mal proceder pierdo mi cargo». El conde Mosca no dejaba de mostrarse sumamente escandalizado por la evasión de Fabricio, aquel mal súbdito, y repetía la frase de Rassi sobre el bajo proceder de aquel joven, tan vulgar por otra parte, que se había sustraído a la clemencia del príncipe. La ingeniosa frase, consagrada en la alta sociedad, no caló en el pueblo; dejándose llevar de su buen sentido, y aun pensando que Fabricio era decididamente culpable, admiraba la valentía que había tenido para lanzarse por un muro tan alto. Ni un solo cortesano admiró aquel valor. En cuanto a la policía, humillada por aquel revés, había descubierto, oficialmente, que un grupo de veinte soldados, corrompidos con el dinero de la duquesa (aquella mujer atrozmente ingrata cuyo nombre sólo se pronunciaba acompañado de un suspiro), había preparado para Fabricio cuatro escalas atadas entre sí, de quince metros de largo cada una de ellas; Fabricio, tras tender una cuerda a la que ataron las escalas, no había tenido otro mérito que el muy vulgar de tirar hacia sí de aquella cuerda. Algunos liberales conocidos por su imprudencia, entre otros el médico C***, que era un agente directamente pagado por el príncipe, añadían —y con ello no dejaban de comprometerse— que esa misma atroz policía había cometido la brutalidad de fusilar a odio de los desventurados soldados que habían facilitado la fuga del ingrato Fabricio. Con lo cual éste fue denostado, incluso por los liberales auténticos, como causante por su imprudencia de la muerte de ocho pobres soldados. Así es cómo los pequeños despotismos reducen a nada el valor de la opinión pública[35]. Capítulo vigesimotercero En medio de aquel arrebato general, sólo el arzobispo Landriani se mostró leal a la causa de su joven amigo; se atrevía a repetir, incluso en la corte de la princesa, la máxima jurídica según la cual en todo proceso hay que mantener el oído limpio de todo prejuicio para oír las justificaciones de un ausente. Desde el día siguiente a la evasión de Fabricio, distintas personas fueron recibiendo un soneto bastante malo que celebraba la fuga como una de las hazañas más hermosas del siglo y comparaba a Fabricio con un ángel que llegara a la tierra con las alas extendidas. Dos días más tarde, toda Parma repetía por la noche un soneto sublime. Presentaba el monólogo de Fabricio mientras se deslizaba por la cuerda considerando los distintos incidentes de su vida. Este soneto lo prestigió ante la opinión por dos versos magníficos; todos los entendidos reconocieron el estilo de Ferrante Palla. En este punto de la narración tendría que buscar un estilo épico. ¿En qué paleta encontrar los colores para pintar los torrentes de indignación que anegaron de súbito a todos los corazones bienpensantes cuando se tuvo noticia de aquella espantosa insolencia de la iluminación del castillo de Sacca? Un grito unánime se alzó contra la duquesa; incluso a los liberales auténticos les pareció que aquello comprometía de un modo atroz a los pobres sospechosos retenidos en las distintas cárceles y exasperaba inútilmente al soberano. El conde Mosca declaró que a los viejos amigos de la duquesa no les quedaba otro remedio que olvidarla. El acuerdo en el anatema fue unánime. A un extranjero que se encontraba casualmente en la ciudad le sorprendió la energía de la opinión pública. Pero en este país, donde se sabe apreciar el placer de la venganza, la iluminación de Sacca y la magnífica fiesta dada en el parque a más de seis mil lugareños tuvieron un éxito inmenso. Todo el mundo comentaba en Parma que la duquesa había mandado repartir mil cequíes entre sus obreros, lo que explicaría la acogida algo desabrida que hicieron a la treintena de gendarmes que la policía había tenido la torpeza de enviar al pueblecito treinta y seis horas después de la sublime velada y de la borrachera general que la había seguido. Los gendarmes, recibidos a pedradas, emprendieron la huida, y a dos de ellos, que se cayeron del caballo, los tiraron al Po. En cuanto a la rotura de la gran alberca del palacio Sanseverina, había pasado prácticamente desapercibida. La inundación, más o menos grande, de algunas calles tuvo lugar durante la noche; el efecto, al día siguiente, era semejante al que podría haber producido la lluvia. Ludovico había tenido la precaución de romper los cristales de una ventana, con lo que la entrada de ladrones quedaba explicada. Se encontró, incluso, una pequeña escalera de mano. Sólo el conde reconoció en todo ello el genio de su amiga. Fabricio estaba absolutamente decidido a volver a Parma en cuanto le fuera posible. Encargó a Ludovico que llevara una larga carta al arzobispo, y este mismo fiel servidor fue a llevar a la posta del primer pueblo del Piamonte, Sannazaro, al oeste de Pavía, una epístola en latín que el digno prelado enviaba a su protegido. Haremos constar aquí un detalle que, como tantos otros sin duda, parecerá innecesario en los países donde no se requieren precauciones de esta clase: el nombre de Fabricio del Dongo no aparecía jamás; todas las cartas a él destinadas estaban dirigidas a Ludovico San Micheli, de Locarno, Suiza, o de Belgirate, Piamonte. El sobre era de papel basto, el sello estaba mal puesto, la dirección apenas legible y, algunas veces, rodeada de recomendaciones propias de una cocinera. Todas las cartas estaban fechadas en Nápoles, seis días antes de la fecha verdadera. Desde Sannazaro, cerca de Pavía, en el Piamonte, Ludovico volvió a toda prisa a Parma. Tenía que llevar a cabo una misión a la que Fabricio daba la mayor importancia. Se trataba nada menos que de hacer llegar a Clelia Conti un pañuelo de seda en el que se había impreso un soneto de Petrarca; el soneto tenía una palabra cambiada. Clelia lo encontró en su mesa dos días después de haber recibido el agradecimiento del marqués Crescenzi, que se consideraba el más dichoso de los hombres. No es necesario decir la impresión que hizo en Clelia, en lo más hondo de su corazón, esta señal de un recuerdo constante. Ludovico tenía que enterarse, lo más detalladamente posible, de cuanto sucedía en la ciudadela. Él fue quien informó a Fabricio de la triste noticia de que la boda del marqués Crescenzi parecía ya algo decidido. Casi no había día en que no le diera una fiesta a Clelia dentro de la ciudadela. Que la boda iba a realizarse lo probaba definitivamente el dato de que el marqués, inmensamente rico y consecuentemente muy avaro, como es habitual entre la gente opulenta del norte de Italia, hacía preparativos exorbitantes, aunque se casaba con una joven sin dote. En su vanidad, el general Fabio Conti, muy molesto con el hecho de que el primer comentario de todos sus compatriotas fuera aquella circunstancia de la dote, acababa de comprar una finca de más de trescientos mil francos y la había pagado al contado, él que no tenía un céntimo, al parecer con dinero del marqués. El propio general se había encargado de hacer notar que le daba a su hija aquella finca como dote matrimonial. Pero los gastos del registro y demás, que ascendían a más de doce mil francos, le parecieron al marqués, que era un hombre eminentemente lógico, un gasto completamente absurdo. Por su parte, el marqués había encargado en Lyon la ejecución de unos magníficos tapices, de colores muy bien dispuestos y pensados para el recreo de la vista por Pallagi, el célebre pintor boloñés. Los tapices, con escenas tomadas de los blasones de la familia Crescenzi, que, como todo el mundo sabe, desciende del famoso Crescentius, cónsul de Roma en 985, estaban destinados a decorar los diecisiete salones que formaban la planta baja del palacio del marqués. Los tapices, los relojes y las lámparas traídos a Parma costaron más de trescientos cincuenta mil francos; el precio de los nuevos espejos, que iban a añadirse a los que ya había en la casa, ascendió a doscientos mil francos. Salvo dos salones, obras célebres del Parmigiano, el gran pintor del país después del divino Correggio, todas las estancias del primer y segundo piso estaban ocupadas en aquellos días por pintores célebres de Florencia, Roma y Milán que las decoraban con frescos. Fokelberg, el gran escultor sueco, Tenerani de Roma, y Marchesi de Milán, estaban trabajando desde hacía un año en diez bajorrelieves que representaban otros tantos hechos famosos de Crescentius, aquel auténtico gran hombre. En la mayoría de los techos, pintados al fresco, se representaban también escenas alusivas a su vida. Era muy admirado el techo en que Hayez, de Milán, había representado a Crescentius recibido en los Campos Elíseos por Francisco Sforza, Lorenzo el Magnífico, el rey Roberto, el tribuno Cola de Rienzi, Maquiavelo, Dante y otros grandes hombres de la Edad Media. En la admiración por aquellas almas extraordinarias cabe ver una crítica a los poderosos del momento. Todos aquellos detalles magníficos ocupaban por entero la atención de la nobleza y de los burgueses de Parma y se clavaron en el corazón de nuestro héroe cuando tuvo noticia de ellos, contados con ingenua admiración en una carta de más de veinte páginas que Ludovico había dictado a un aduanero de Casal-Maggiore. «¡Y yo, tan pobre —se decía Fabricio—, con nada más que cuatro mil libras de renta por toda fortuna! Verdaderamente ha sido una insolencia por mi parte haber osado enamorarme de Clelia Conti, para quien se hacen tantos y tales milagros». En un párrafo de la larga carta de Ludovico, el único que estaba escrito con su mala letra, le contaba a su señor que se había encontrado una noche con Grillo, su antiguo carcelero; había estado en la cárcel, lo habían liberado luego, y ahora vivía oculto. El hombre le había pedido un cequí por caridad y Ludovico le había dado cuatro en nombre de la duquesa. Los antiguos carceleros, hasta doce, a quienes acababan de poner en libertad, estaban dispuestos a darles una fiesta de cuchilladas (un trattamento di cortellate) a los nuevos carceleros, sus sucesores, si se los encontraban fuera de la ciudadela. Grillo le había comentado que casi todos los días había serenata en la fortaleza, que la señorita Clelia Conti estaba muy pálida, a menudo enferma, y otras cosas semejantes. Aquella ridícula frase final fue la causa de que Ludovico recibiera, a vuelta de correo, orden de volver a Locarno. Ya de regreso, los detalles que le contó de viva voz fueron aún más tristes para Fabricio. Su actitud con la pobre duquesa no podía ser más amable. Hubiera preferido mil veces morir antes que pronunciar el nombre de Clelia Conti en su presencia. La duquesa odiaba Parma; pero para Fabricio, todo lo que le recordara aquella ciudad era sublime y, a la vez, enternecedor. La duquesa no había olvidado en absoluto su venganza, ¡era tan feliz antes del incidente de la muerte de Giletti! Y ahora, ¡qué triste sino el suyo!, vivía esperando un acontecimiento terrible, del que nunca le diría nada a Fabricio; aun cuando en otro tiempo, en el momento de su acuerdo con Ferrante, había estado convencida de que para Fabricio sería motivo de gran alegría saber que un día iba a ser vengado. La armonía que reinaba ahora en los encuentros de Fabricio con la duquesa consistía en un deprimente silencio. Para aumentar aún dicha armonía en sus relaciones, la duquesa había cedido a la tentación de jugarle una mala pasada a aquel sobrino demasiado querido. El conde escribía a la duquesa casi todos los días. Al parecer, como en los buenos tiempos de sus amores, enviaba correos, pues sus cartas llevaban siempre el sello de algún pueblecito suizo. El pobre hombre atormentaba su inteligencia para no hablarle demasiado abiertamente de sus sentimientos y para componer unas cartas divertidas, sobre las que ella, luego, apenas paseaba una mirada distraída. ¿Qué vale, ¡ay!, la fidelidad de un amante, tan sólo apreciado, cuando se tiene el corazón desgarrado por la frialdad de aquel otro a quien se prefiere? En dos meses, la duquesa no le contestó más que una vez, y fue para pedirle que tanteara el terreno con la princesa, para ver si, pese a la insolencia de los fuegos artificiales, tendría la bondad de recibir una carta suya. La carta que, si no le parecía mal, llevaría él mismo, era para pedir la plaza de caballero de honor de la princesa, vacante desde hacía poco, para el marqués Crescenzi; le pedía que le concediera aquel honor en consideración a su próxima boda. La carta era una obra maestra, no se podía expresar mejor el más tierno respeto; escrita en un depurado estilo cortesano, no había en ella una sola palabra que no estuviera destinada, aun remotamente, a agradar a la princesa. Y, así, también la respuesta alentaba una delicada amistad y el dolor por la ausencia: Ni mi hijo ni yo —escribía la princesa— hemos vuelto a pasar una sola velada medianamente aceptable desde su brusca partida. ¿Ha olvidado ya mi querida duquesa que fue usted quien consiguió que yo fuera oída en el nombramiento de los oficiales de mi casa? ¿Y se siente en la obligación de exponer motivos para que se le conceda la plaza al marqués, como si la mera expresión de su deseo no fuera para mí el primero de los motivos? A poco que yo pueda, el marqués tendrá ese puesto (siempre habrá uno en mi corazón, el primero de todos, para mi amable duquesa). Mi hijo se sirve absolutamente de estas mismas expresiones, aunque no dejen de resultar excesivas en un mozo que cuenta ya con veintiún años, y le pide a usted muestras de los minerales del valle de Orta, cercano a Belgirate. Puede usted enviarme sus cartas, que espero frecuentes, a través del conde, quien, como siempre, la sigue detestando (por eso lo aprecio yo tanto). También el arzobispo le sigue siendo fiel. Todos nosotros esperamos volver a verla un día. Conviene que lo recuerde. La marquesa Ghisleri, mi camarera mayor, se dispone a abandonar este mundo por otro mejor, la pobre mujer me ha hecho mucho daño; ahora me da un último disgusto partiendo inoportunamente. Su enfermedad me hace pensar en el nombre que, en otro momento, yo hubiera puesto con sumo placer en lugar del suyo, si hubiera podido conseguir tal sacrificio de la independencia de esa mujer única que, yéndose de nuestro lado, se llevó con ella toda la alegría de mi pequeña corte, etcétera, etcétera. Así pues, la duquesa veía todos los días a Fabricio con la conciencia de haber intentado apresurar en la medida de sus posibilidades el matrimonio que lo llevaba a la desesperación. A veces, pasaban cuatro o cinco horas navegando por el lago sin decirse una sola palabra. El talante de Fabricio era siempre muy cariñoso; pero tenía otras cosas en la cabeza, y su alma ingenua y sencilla no le sugería hablar de nada. La duquesa lo comprendía así, y en ello radicaba su tormento. Hemos olvidado contar en su lugar oportuno que la duquesa había tomado una casa en Belgirate, un pueblo encantador que tiene todo lo que promete su nombre (es decir, un bello recodo del lago). Desde la puerta acristalada de su salón, la duquesa podía embarcarse directamente. Había alquilado una barca pequeña, para la que hubieran bastado cuatro remeros; pero contrató a doce, y se las arregló para que procedieran de cada uno de los pueblos de los alrededores de Belgirate. La tercera o cuarta vez que se encontró en medio del lago con todos aquellos hombres bien elegidos, mandó que dejaran de remar: —Os considero a todos mis amigos —les dijo— y voy a confiaros un secreto. Mi sobrino Fabricio se ha evadido de la cárcel y cabe la posibilidad de que sea traicionado; tratarán de volver a cogerlo aunque esté en este lago vuestro, acogido en un país neutral. Tened el ojo avizor y avisadme de cualquier cosa que llegue a vuestros oídos. Tenéis mi permiso para entrar en mi cuarto a cualquier hora del día o de la noche. Los remeros respondieron con entusiasmo. Sabía hacerse querer. De todas formas, no temía que quisieran volver a coger a Fabricio. En realidad, todas aquellas prevenciones eran para ella misma, y nunca se le hubieran ocurrido si no hubiera dado la orden fatal de desbordar la alberca del palacio Sanseverina. Su prudencia la había inducido también a tomar un apartamento para Fabricio en el puerto de Locarno. Venía éste a verla todos los días, o bien iba ella a Suiza. Se puede juzgar la armonía de aquellos constantes encuentros a solas por el siguiente detalle: la marquesa y sus hijas fueron a visitarlos en dos ocasiones: pues bien, les encantó la presencia de aquellas extrañas; porque, pese a los lazos de sangre, cabe llamar extraña a una persona que desconoce nuestros intereses más apreciados y a quien no se la ve más que una vez al año. Una noche estaba la duquesa en Locarno, en casa de Fabricio, con la marquesa y sus dos hijas; hablan ido también a presentarles sus respetos a aquellas señoras el arcipreste del lugar y el cura. El arcipreste, que tenía intereses en una casa comercial y estaba muy informado de todas las novedades, les dio la noticia: —¡El príncipe de Parma ha muerto! La duquesa se puso muy pálida y apenas se atrevió a preguntar: —¿Se conocen los detalles? —No —contestó el arcipreste—, la noticia se limita a dar cuenta de la muerte, que es segura. La duquesa miró a Fabricio. «¡Lo he hecho por él —se dijo—; hubiera hecho mil cosas peores, y ahí está, delante de mí, indiferente y pensando en otra!». No podía soportar aquella idea espantosa y cayó en un profundo desvanecimiento. Todos se precipitaron en su ayuda; y cuando volvió en sí pudo darse cuenta de que Fabricio se mostraba menos diligente que el arcipreste y el cura; como de costumbre, estaba perdido en sus sueños. «Está pensando en volver a Parma —se dijo la duquesa— y, quizá, en romper el matrimonio entre Clelia y el marqués; pero yo lo impediré». Luego, acordándose de la presencia de los dos curas, se apresuró a añadir: —Era un gran príncipe y lo han calumniado mucho. ¡Para nosotros es una inmensa pérdida! Los dos curas se despidieron, y la duquesa, que quería estar sola, dijo que se iba a la cama. «No hay duda —se decía— de que lo prudente es esperar un mes o dos antes de volver a Parma. Pero me parece que no tendré paciencia para ello. Aquí estoy sufriendo demasiado. ¡Me resulta imposible seguir asistiendo a ese constante ensueño de Fabricio, a ese silencio suyo! ¡Quién iba a decirme a mí que me iba a aburrir paseando a solas con él por este lago encantador y en un momento en que, para vengarlo, he hecho mucho más de lo que puedo confesarle! Tras esto, la muerte no es nada. Estoy pagando los arrebatos de gozo y de alegría infantil que tuve en el palacio de Parma cuando recibí a Fabricio a su vuelta de Nápoles. Si entonces hubiera dicho una sola palabra, se habría resuelto todo y, seguramente, estando conmigo, no hubiera pensado nunca en esa jovencita Clelia; pero aquella palabra me inspiraba una terrible repugnancia. Ahora ella gana la partida. ¿Puede haber algo más natural? Tiene veinte años, y a mí los disgustos me han cambiado, estoy enferma, le doblo la edad… ¡Más vale morir, más vale acabar! A los cuarenta años, una mujer ya no es nada, salvo para los hombres que la amaron en su juventud. Ahora ya no me quedan otros placeres que los de la vanidad. ¿Merece la pena vivir para eso? Razón de más para ir a Parma y tratar de divertirme. Si las cosas fueran mal, me quitaré la vida. ¿Qué mal hay en ello? Tendré una muerte magnífica, y antes de morir, justo en ese momento, le diré a Fabricio: “¡Ingrato! ¡Hago esto por ti!”… Sí, sólo en Parma puedo encontrar algo que hacer para lo poco que me queda de vida. Desempeñaré el papel de gran dama. ¡Qué alegría si pudieran complacerme todas aquellas distinciones que en otro tiempo hacían sufrir tanto a la Raversi! Entonces, para poder ver mi felicidad tenía que mirar los ojos de la envidia… Mi vanidad tiene un consuelo; con la excepción del conde, quizá, nadie habrá adivinado qué acontecimiento ha matado mi corazón… Seguiré queriendo a Fabricio, me entregaré a la tarea de labrar su fortuna; pero no puede romper el matrimonio de Clelia para casarse con ella… ¡No, eso no puede ser!». En aquel punto de su triste monólogo, la duquesa oyó un gran ruido en la casa. «Bueno —se dijo—, ya están aquí, vienen a detenerme. Habrán cogido a Ferrante y le habrán hecho hablar. ¡Mejor para mí! Voy a tener en qué ocuparme; les disputaré mi cabeza. Y, lo primero de todo, no hay que dejarse coger». A medio vestir, la duquesa corrió al fondo del jardín. Estaba pensando en saltar por encima de un murete y escapar por los campos, cuando se fijó en quiénes entraban en su cuarto. Reconoció a Bruno, el hombre de confianza del conde. Estaba solo con su doncella. Se acercó a la puerta acristalada. El hombre estaba hablando con la muchacha de las heridas que tenía. La duquesa entró; Bruno poco menos que se arrojó a sus pies rogándole que no le dijera nada al conde a propósito de lo improcedente de la hora a que llegaba. —A raíz de la muerte del príncipe —siguió diciendo—, el señor conde ha dado la orden a todas las postas de que no facilitaran ningún caballo a los súbditos de los Estados de Parma. Así que fui hasta el Po con los caballos de casa, pero al salir del lanchón, mi coche ha volcado, se ha roto, se ha deshecho; y yo tengo golpes tan fuertes que no he podido montar a caballo, como hubiera debido. —¡Bueno! —dijo la duquesa—, aunque son las tres de la mañana, diré que has llegado al mediodía, pero no vayas, luego, a contradecirme. —Le agradezco mucho todas sus bondades, señora. En una obra literaria la política es como un pistoletazo en mitad de un concierto, una grosería y, sin embargo, no es posible dejar de prestarle atención[36]. Vamos a hablar aquí de cosas muy desagradables y que, por más de una razón, nos gustaría callar; pero no tenemos más remedio que abordar ciertos acontecimientos que nos afectan en la medida en que tienen como marco el corazón de los personajes. —Pero ¡por Dios! ¿Cómo ha muerto ese gran príncipe? —le preguntó la duquesa a Bruno. —Estaba cazando aves de paso, en los pantanos del Po, a dos leguas de Sacca. Se cayó en un hoyo que tenía la boca tapada por la maleza; estaba muy sudado y cogió frío. Lo llevaron a una casa solitaria, donde murió a las pocas horas. Hay quien dice que los señores Catena y Borone también han muerto, y que el mal procedería de las cazuelas de cobre de la casa del labriego en que entraron, que tenían cardenillo; comieron todos allí. Y, bueno, los exaltados, los jacobinos, que cuentan lo que quieren, hablan de veneno. Lo que sí sé es que mi amigo Toto, que es furriel de la corte, hubiera muerto de no ser por los generosos cuidados de un campesino que parecía tener grandes conocimientos de medicina y que le dio unos remedios muy singulares. Pero ya no se habla de la muerte del príncipe; era un hombre cruel. Cuando salí de Parma, la gente se agrupaba ya para acabar con el fiscal Rassi; también querían pegar fuego a las puertas de la ciudadela para tratar de salvar a los prisioneros. Había quien decía que Fabio Conti sacaría los cañones. Otros aseguraban que los artilleros de la ciudadela habían mojado la pólvora, que no querían matar a sus conciudadanos. Pero, le contaré, lo más interesante ha sido que, mientras el cirujano de Sandolaro me curaba el brazo, ha llegado uno de Parma y ha contado que la gente ha encontrado en la calle a Barbone, el conocido funcionario de la ciudadela; le han dado la gran paliza y luego lo han colgado del árbol del paseo que queda más cerca de la ciudadela. La gente estaba enardecida y dispuesta a ir a tirar por tierra esa preciosa estatua del príncipe que está en los jardines de palacio. Pero el señor conde ha sacado un batallón de la guardia, lo ha formado delante de la estatua y ha mandado decir al pueblo que nadie que entrara en el jardín saldría vivo; la gente se ha asustado. Aunque lo más raro de todo, lo que ha repetido varias veces ese hombre de Parma, un antiguo gendarme, es que el señor conde le ha dado de puntapiés al general P***, que estaba al frente de la guardia del príncipe, y ha mandado que lo echaran del jardín dos fusileros, tras arrancarle los galones. —¡Eso es tan propio del conde! —exclamó la duquesa con un alborozo que no hubiera podido prever un minuto antes—: jamás habría consentido que se ultrajara a nuestra princesa. En cuanto al general P***, nunca quiso servir al usurpador por lealtad a sus legítimos señores, mientras que el conde, menos remilgado, hizo todas las campañas de España, lo que le han reprochado a menudo en la corte. La duquesa había abierto la carta del conde, pero dejaba de leer cada poco para hacerle den preguntas a Bruno. Era una carta muy divertida; el conde empleaba las palabras más lúgubres y, sin embargo, cada palabra reventaba de pura alegría. Evitaba dar detalles sobre la muerte del príncipe y terminaba su carta con estas palabras: Vas a volver, sin duda alguna, ¡ángel mío!, pero te aconsejo que aguardes aún un día o dos, hasta que llegue el correo que te enviará la princesa —espero— hoy o mañana. Tu vuelta tiene que ser magnífica, tanto como atrevida fue tu partida. En cuanto a ese gran criminal que tienes a tu lado, tengo la idea de hacer que lo juzguen doce jueces procedentes de todas las partes de este Estado. Aunque para poder castigar a semejante monstruo como merece, lo primero que hace falta es que yo pueda hacer pajaritas de papel con la primera sentencia, si es que existe. El conde había vuelto a abrir su carta y había añadido: Te hablo ahora de cosas muy distintas: acabo de mandar que se distribuya munición a los dos batallones de la guardia; voy a combatir; voy a hacer todo lo posible por merecerme el sobrenombre de Cruel con que me honran los liberales desde hace tanto tiempo. Esa vieja momia del general P*** ha tenido la osadía de andar diciendo en el cuartel que convendría entrar en conversaciones con el pueblo que está medio sublevado. Te escribo en mitad de la calle; me dirijo a palacio, donde no entrarán sino es por encima de mi cadáver. ¡Adiós! ¡Si muero, será adorándote a pesar de todo, como he vivido! No dejes de mandar retirar trescientos mil francos depositados a tu nombre en D***, en Lyon. Tengo delante a ese pobre diablo de Rassi, pálido como la muerte y sin peluca. ¡No te puedes hacer ni idea de la cara que se le ha puesto! El pueblo quiere colgarlo a toda costa, y sería un gran error si lo hiciera, pues se merece que lo descuarticen. Iba a refugiarse en mi palacio, y se ha puesto a correr detrás de mí por la calle. No sé muy bien qué hacer… no quiero llevarlo detrás de mí hasta palacio, pues sería llevar los disturbios hacia aquella parte. Ya le puedes comentar a F. cuánto lo quiero: lo primero que le he dicho a Rassi ha sido: «Necesito la sentencia contra el señor del Dongo, y todas las copias que tenga, y les va a decir a esos tres jueces inicuos, que son la causa de esta revuelta, que los haré colgar, a ellos y a usted, mi querido amigo, si susurran una sola palabra de esa sentencia, que, por otra parte, no ha existido jamás». En nombre de Fabricio, le envío una compañía de granaderos al arzobispo. ¡Adiós, ángel mío! Van a quemar mi casa, perderé mis maravillosos retratos tuyos. Corro a palacio a destituir a ese infame general P***, que está haciendo de las suyas. Ahora adula rastreramente al pueblo, como adulaba antes al difunto príncipe. Todos estos generales están muertos de miedo; me parece que me voy a hacer nombrar general en jefe. La duquesa cometió la pequeña maldad de no despertar a Fabricio. Se encontraba en un arrebato de admiración por el conde que se parecía mucho al amor. «Bien mirado —se dijo—, tengo que casarme con él». Le escribió sin más dilación y envió a uno de sus hombres. Aquella noche, la duquesa no tuvo tiempo de pasarlo mal. Al día siguiente, a eso de las doce, vio una barca con diez remeros que surcaba rápidamente las aguas del lago. Enseguida distinguieron Fabricio y ella a un hombre con la librea del príncipe de Parma. Era, en efecto, uno de sus correos, que, antes de bajar a tierra, le gritó a la duquesa: «¡La revuelta está dominada!». Aquel correo le traía varias cartas del conde, una carta admirable de la princesa y una disposición del príncipe Ranucio Ernesto V, escrita en pergamino, por la que la nombraba duquesa de San Giovanni y camarera mayor de la princesa madre. El joven príncipe, experto en mineralogía, y a quien ella consideraba un imbécil, le había escrito una nota inteligente, aunque al final había alguna palabra de amor. Decía así: Dice el conde, señora duquesa, que está contento de mí. Lo cierto es que me he enfrentado a su lado a unos cuantos disparos y que han herido a mi caballo, Vista la importancia que dan a tan poca cosa, me gustaría muchísimo asistir a una batalla de verdad, siempre que no fuera contra mis súbditos. Se lo debo todo al conde; mis generales, que no han ido nunca a la guerra, se han portado como liebres. Me parece que dos o tres han llegado en su huida hasta Bolonia. Desde que un acontecimiento tan importante como lamentable me ha dado el poder, no he firmado una sola disposición con tanto gusto como la que la nombra a usted camarera mayor de mi madre. Mi madre y yo nos hemos acordado de que en cierta ocasión admiró usted la hermosa vista que se contempla desde el palazzeto de San Giovanni, que, según dicen, perteneció a Petrarca. Mi madre ha querido regalarle esa pequeña propiedad, y yo, no sabiendo bien qué regalarle y no atreviéndome a ofrecerle lo que ya le pertenece, la he hecho duquesa de mi país, pues no sé si sabe que Sanseverina es un título romano. Acabo de conceder el gran cordón de mi orden a nuestro digno arzobispo, que ha manifestado una firmeza excepcional en un hombre de setenta años. Espero que no le moleste que haya llamado a todas las señoras desterradas. Me dicen que, a partir de ahora, no puedo firmar sin haber escrito antes la fórmula su afectísimo; me disgusta que me hagan prodigar una afirmación que sólo es cierta cuando le escribo a usted. Su afectísimo RANUCIO ERNESTO ¿Cabía alguna duda, tras leer aquella carta, de que la duquesa fuera a gozar del más alto favor? Y, sin embargo, en las siguientes cartas del conde, las que recibió dos horas más tarde, había algo muy singular. Sin darle ninguna explicación, le aconsejaba que retrasara algunos días su regreso a Parma; que escribiera a la princesa diciéndole que estaba muy indispuesta. No por ello dejaron la duquesa y Fabricio de salir hacia Parma después de comer. El objetivo de la duquesa, que ni a sí misma se confesaba, era apresurar el matrimonio del marqués Crescenzi. Por su parte, Fabricio hizo el viaje dando muestras de una alegría loca que a su tía le pareció ridícula. Tenía la esperanza de ver pronto a Clelia; estaba decidido a raptarla, aun en contra de su voluntad, si no había otro modo de impedir su boda. El viaje de la duquesa y de su sobrino fue muy alegre. En una posta antes de llegar a Parma, Fabricio se detuvo unos instantes para volver a ponerse el hábito eclesiástico, pues normalmente vestía simplemente de luto. Cuando volvió a la habitación de la duquesa, ésta le dijo: —Hay algo inquietante e inexplicable en las cartas del conde. Yo que tú, me quedaría aquí unas horas. Te enviaré un correo en cuanto haya hablado con el gran ministro. No sin un gran esfuerzo, terminó Fabricio por acatar aquel consejo razonable. El recibimiento que le hizo el conde a la duquesa, a la que trató de esposa, estuvo marcado por unas manifestaciones de alegría más dignas de un chico de quince años. Estuvo un gran rato sin querer hablar de política y cuando finalmente tocó el triste asunto le comentó a la duquesa: —Has hecho muy bien en impedirle a Fabricio que llegara de un modo ostensible; estamos en plena reacción. ¡Adivina qué colega me ha dado el príncipe en justicia! ¡Rassi, querida, Rassi, a quien el día de los grandes acontecimientos traté como al miserable que siempre ha sido, es el nuevo ministro de justicia! A propósito, como te decía, todo lo que ha pasado aquí ha sido suprimido por decreto. Si lees la gaceta, comprobarás que el funcionario de la ciudadela, de nombre Barbone, murió tras caerse de un coche. En cuanto a los sesenta y tantos bandidos que mandé matar a tiros cuando pretendían derribar la estatua del príncipe de los jardines, gozan de buena salud, y ahora están de viaje. El conde Zurla, el ministro del interior, ha ido en persona a las casas de cada uno de esos héroes desventurados y les ha dado a sus familiares o a sus amigos quince cequíes, con la orden de que digan que el difunto está de viaje y la explícita amenaza de cárcel si se les ocurriera insinuar que los han matado. Un funcionario de mi propio ministerio de asuntos exteriores ha sido enviado a Turín y a Milán con la misión de convencer a los periodistas para que no hablen del desafortunado acontecimiento, como se ha dado en llamarlo oficialmente. Ese funcionario debe ir luego a París y a Londres con objeto de desmentir en todos los periódicos, más o menos oficialmente, cuanto puedan informar de nuestros disturbios. A Bolonia y a Florencia también han enviado a otro agente. Yo me he encogido de hombros. Lo que no deja de ser divertido es que, a pesar de mi edad, me entusiasmé cuando me dirigí a los soldados de la guardia y cuando le arranqué los galones a ese cobarde del general P***. En aquellos momentos no hubiera vacilado en dar la vida por el príncipe. Ahora reconozco que hubiera sido un modo muy tonto de morir. Hoy por hoy, el príncipe, con todo lo buen chico que es, daría cien escudos con tal de que me muriera de alguna enfermedad. No se atreve a pedirme que dimita, y apenas nos hablamos; le envío multitud de pequeños informes por escrito, como hacía con el difunto príncipe tras el encarcelamiento de Fabricio. A propósito de Fabricio, no he hecho las pajaritas con la sentencia dictada contra él, por la sencilla razón de que ese sinvergüenza de Rassi no me la ha enviado. Ha hecho usted muy bien, pues, impidiéndole a Fabricio llegar aquí oficialmente. La sentencia sigue siendo ejecutoria; no creo, sin embargo, que se atreva a detener a nuestro sobrino hoy, pero sí es posible que se atreva a hacerlo dentro de quince días. Si Fabricio se empeña en volver a la ciudad, que venga a vivir a mi casa. —¿Y la causa de todo esto? —preguntó la duquesa asombrada. —Han convencido al príncipe de que me doy aires de dictador y de salvador de la patria, que pretendo manejarlo a él como a un niño, y, lo que es más, que, refiriéndome a él, yo habría pronunciado la fórmula fatal: ese niño. Y puede que haya sido así; aquel día yo estaba exaltado; por ejemplo, yo lo veía como un gran hombre, porque no había tenido demasiado miedo ante los primeros disparos que oía en su vida. No carece de inteligencia, y tiene mejor estilo que su padre. En fin, y no me cansaré de repetirlo, en el fondo de su corazón es honrado y bueno. Pero ese corazón sincero y joven se crispa en cuanto le cuentan alguna ruindad, y cree, además, que para poder darse cuenta de tales cosas también hay que tener un alma negra; ¡piense en la educación que ha recibido!… —Vuestra Excelencia debía haber pensado que un día iba a ser el soberano, y haber puesto a algún hombre inteligente junto a él. —En primer lugar, tenemos el ejemplo del abate de Condillac, que, llamado por el marqués de Felino, mi predecesor, hizo de su discípulo el rey de los necios. Iba a las procesiones y, en 1796, no supo tratar con el general Bonaparte, que hubiera triplicado la extensión de sus estados. En segundo lugar, nunca pensé que iba a ser ministro durante más de diez años seguidos. Ahora, desde hace un mes, estoy desengañado de todo y lo único que quiero es reunir un millón antes de dejar este pandemónium y que se las arreglen como mejor puedan. Yo salvé Parma, sin mí hubiera sido una república durante dos meses con el poeta Ferrante Palla al frente, de dictador. Al oír esta última frase, la duquesa se puso colorada; el conde no sabía nada. —Vamos a volver a la monarquía del siglo XVIII: el confesor y la amante. En el fondo, al príncipe lo único que le interesa es la mineralogía y, quizá, también usted, señora. Desde que tiene el poder, su ayuda de cámara —y acabo de hacer capitán a su hermano, un hombre que no llevaba más que nueve meses en el servicio—, su ayuda de cámara, decía, se ha encargado de meterle en la cabeza que tiene que ser más feliz que nadie porque su perfil estará en los escudos. Tras esta hermosa idea, el tedio ha hecho su aparición. Ahora necesita un ayuda de campo que ponga remedio a su aburrimiento. Pues bien, aun cuando me ofreciera ese famoso millón que necesitamos para vivir bien en Nápoles o en París, no querría ser su remedio al aburrimiento y pasar con Su Alteza cuatro o cinco horas todos los días. Además, como soy más listo que él, al cabo de un mes me tendría por un monstruo. El difunto príncipe era envidioso y mala persona, pero había hecho la guerra y mandado cuerpos de ejército, y eso le había conferido maneras. Tenía madera de príncipe y yo, mejor o peor, podía ser su ministro. Con este recatado hijo suyo, cándido y ciertamente bueno, me veo obligado a ser un intrigante. Hete aquí que me convierto en rival de la última mujercita de palacio, y rival muy inferior, pues a mí se me pasarían mil detalles necesarios. Hace tres días, sin ir más lejos, una de las muchachas que cambian las toallas de las habitaciones por las mañanas tuvo la mala ocurrencia de perderle al príncipe la llave de uno de sus escritorios ingleses. Con lo cual, Su Alteza se ha negado a ocuparse de ninguno de los asuntos cuyos papeles están guardados en ese escritorio. Pues bien, por más que desmontar los paneles del fondo no costaría ni veinte francos o que siempre se podrían utilizar llaves falsas, Ranucio Ernesto V me ha dicho que eso sería enseñarle malas costumbres al cerrajero de palacio. Hasta hoy, le ha sido absolutamente imposible mantener durante tres días la misma decisión. Si hubiera sido simplemente un marqués, con fortuna, este joven príncipe habría sido uno de los hombres más estimables de su corte, una especie de Luis XVI; pero con esa ingenuidad piadosa suya, ¿cómo va a sortear las sutiles trampas que lo rodean? El salón de su enemiga, la Raversi, tiene más poder que nunca. Allí han descubierto que yo (yo que he mandado disparar contra el pueblo y que estaba dispuesto a matar a tres mil hombres si hubiera sido necesario, antes que consentir que ultrajasen la estatua del príncipe que había sido mi señor) soy un liberal furibundo, que quería forzar la firma de una constitución y cien absurdos parecidos. Con tales planteamientos republicanos, los locos nos impedirían gozar de la mejor de las monarquías… En fin, señora, es usted la única persona del partido liberal actual (del que mis enemigos me hacen jefe) de quien el príncipe no ha hablado en términos molestos. El arzobispo, que sigue siendo el hombre intachable de siempre, ha caído en desgracia por haber hablado de lo que hice yo el desafortunado día en términos razonables. Al día siguiente del que no se llamaba todavía desafortunado, cuando aún era verdad que había existido la revuelta, el príncipe le dijo al arzobispo que, para que no fuera usted a tener un titulo inferior al que ya tenía casándose conmigo, me haría duque. Hoy, según parece, es Rassi, a quien yo ennoblecí cuando me vendía los secretos del difunto príncipe, el que va a ser hecho conde. Ante semejante progreso yo voy a parecer un majadero. —Y el pobre príncipe se manchará de caca. —Sin duda, pero, a fin de cuentas, él es el amo, y ésa es una condición que hace olvidar el ridículo en menos de quince días. Así que, mi querida duquesa, como se dice vulgarmente, ahuequemos el ala. —Pero no tendremos mucho dinero. —En el fondo, ni usted ni yo necesitamos el lujo. A mí en Nápoles una plaza en un palco en San Cario y un caballo me bastan para estar más que satisfecho. No será nunca el mayor o menor lujo lo que nos dé una posición a usted y a mí, sino el gusto que quizá encuentren las personas inteligentes en venir a tomar una taza de té a su casa. —¿Y qué habría pasado —insistió la duquesa— el desafortunado día si usted se hubiera mantenido al margen, como, según espero, hará en el futuro? —Las tropas habrían fraternizado con el pueblo, habría habido tres días de matanzas e incendios (aún le faltan cien años a este país para que la república no sea un absurdo), luego quince días de saqueo, hasta que dos o tres regimientos traídos del extranjero vinieran a poner orden. Ferrante Palla estaba en medio de la multitud, con el coraje y la furia de siempre; no hay la menor duda de que tenía una docena de amigos actuando de acuerdo con él —lo que Rassi convertirá en una inmensa conspiración—. Lo que es seguro es que, aunque iba vestido con unos andrajos increíbles, repartía oro a manos llenas. Maravillada con todas aquellas noticias, la duquesa se apresuró a ir a darle las gracias a la princesa. Nada más entrar en el aposento, la camarera le entregó la llavecita de oro que se coloca en la cintura y que es la insignia de autoridad suprema en la parte de palacio que corresponde a la princesa. Clara Paolina hizo salir rápidamente a todo el mundo; tras quedarse a solas con su amiga, siguió durante unos instantes hablando con medias palabras. La duquesa no entendía muy bien qué quería decir y le contestaba con la mayor reserva. Finalmente, la princesa rompió a llorar y, arrojándose a los brazos de la duquesa, exclamó: —¡Vuelven los malos tiempos para mí: mi hijo me va a tratar peor aún que su padre! —¡Yo me encargaré de impedirlo! —contestó con pasión la duquesa—. Pero, antes de nada —prosiguió—, quiero que Vuestra Alteza Serenísima tenga la bondad de aceptar todo mi agradecimiento y mi más profundo respeto. —¿Qué me quiere decir usted? —preguntó la princesa, sumamente inquieta, temiendo una dimisión. —Que cada vez que, con el permiso de Vuestra Alteza Serenísima, vuelva yo hacia la derecha la barbilla temblorosa de ese chino que está en la chimenea, me dé con ello, permiso para llamar a las cosas por su nombre. —¿No era más que eso, mi querida duquesa? —exclamó Clara Paolina levantándose, y yendo ella misma a poner el chino en la posición correcta—; hable, pues, con entera libertad, señora camarera mayor —siguió diciendo con un tono encantador. —Señora —prosiguió entonces la duquesa—, Vuestra Alteza ha visto perfectamente la situación; tanto usted como yo corremos los mayores peligros. La sentencia contra Fabricio no ha sido revocada; en consecuencia, el día en que convenga deshacerse de mí y ultrajar a Vuestra Alteza, bastará con meterlo en la cárcel. Nunca hemos estado en tan mala posición. Por lo que a mí respecta, me caso con el conde y nos instalamos en Nápoles o en París. La última muestra de ingratitud que se le ha dado al conde lo ha terminado de asquear de los asuntos políticos, y, salvo el interés de Vuestra Alteza Serenísima, yo no le aconsejaría que se quedara en este desbarajuste, a no ser que el príncipe le diera una suma enorme. Permítame Vuestra Alteza que le revele que el conde, que tenía ciento treinta mil francos cuando empezó a dedicarse a la política, apenas tiene hoy veintiocho mil libras de renta. En vano lo vengo apremiando, desde hace ya tiempo, para que piense en su patrimonio. Durante mi ausencia se ha enfrentado con los arrendatarios generales de las rentas del Estado, que eran unos bribones, y los ha sustituido por otros bribones que le han dado ochocientos mil francos. —¡Cómo! —exclamó la princesa asombrada—. ¡Dios mío, eso no me gusta nada! —¿Vuelvo a poner el chino, Señora —dijo la duquesa con mucha tranquilidad—, con la nariz hacia la izquierda? —¡No, por Dios! —exclamó la princesa—, pero me disgusta que un hombre con el carácter del conde haya pensado en semejante forma de ganar dinero. —Si no hubiera cometido ese robo, toda la gente bien lo hubiera despreciado. —¡Por Dios!; ¿es eso posible? —Salvo mi amigo, el marqués Crescenzi, que tiene trescientas o cuatrocientas mil libras de renta, aquí todo el mundo roba, señora —contestó la duquesa—; ¿y cómo no se iba a robar en un país en el que el agradecimiento a los más grandes servicios que puedan prestarse no dura ni un mes? Nada hay tan real, ni que permita sobrevivir a la caída en desgracia, como el dinero. Voy a permitirme, señora, decirle alguna verdad terrible. —Y yo voy a consentir que me las diga —dijo la princesa, con un profundo suspiro— aunque me resulten cruelmente desagradables. —Pues verá, señora, el príncipe, su hijo, que es un hombre absolutamente íntegro, puede darle muchos más disgustos de los que le dio su padre; el difunto príncipe tenía su carácter, más o menos como todo el mundo. Nuestro soberano actual no sabe bien si quiere la misma cosa tres días seguidos; de tal forma, para tener alguna seguridad con él, hay que estar continuamente encima y no dejar que hable con nadie. Como tales cosas son evidentes, el nuevo partido ultra, dirigido por esas dos preclaras cabezas de Rassi y la marquesa Raversi tratará de buscarle al príncipe una amante. A esa amante se le permitirá hacer fortuna y conceder algún cargo subalterno, pero tendrá que responder ante el partido de la aquiescencia constante del soberano. Mi seguridad en la corte de Vuestra Alteza depende de que Rassi sea desterrado y denigrado públicamente. Quiero, además, que Fabricio sea juzgado por los jueces más honrados que puedan encontrarse. Si, como espero, tales señores reconocen su inocencia, lo lógico será acceder a la voluntad del señor arzobispo de que sea su coadjutor y futuro sucesor. Si no consigo tales cosas, el conde y yo nos retiramos. En tal caso, aun yéndome, insisto en el consejo a Vuestra Alteza Serenísima: de ninguna manera debe perdonar a Rassi ni debe abandonar jamás los estados de su hijo; estando cerca de él, ese buen hijo no le hará ningún mal mayor. —He seguido el hilo de sus razonamientos con la debida atención —respondió la princesa sonriendo—; ¿será, entonces, conveniente que me encargue personalmente de buscarle una amante a mi hijo? —De ningún modo, señora, pero, lo primero de todo, haga de modo que sólo se divierta en su salón. La conversación se alargó infinitamente por aquellos derroteros; a la inteligente e ingenua princesa se le fue cayendo la venda de los ojos. Un correo de la duquesa fue a decirle a Fabricio que podía volver a la ciudad, pero que tendría que mantenerse oculto. Apenas se le vio: se pasaba la vida disfrazado de aldeano en la barraca de madera de un castañero, situada frente a la puerta de la ciudadela, bajo los árboles del paseo. Capítulo vigesimocuarto Aquel invierno, la duquesa organizó en palacio unas veladas deliciosas, nunca había habido allí una alegría semejante ni nunca había sido ella tan encantadora y, sin embargo, vivía en medio de peligros gravísimos. Tampoco en aquella temporada crítica pensó más de dos veces con disgusto en el extraño cambio de Fabricio. El joven príncipe acudía muy temprano a las agradables veladas de su madre, que siempre le decía: —Vaya usted a gobernar; apostaría cualquier cosa a que encima de su mesa hay más de veinte informes esperando un sí o un no; no quiero yo que Europa me acuse de que lo convierto a usted en un rey holgazán para reinar yo en su lugar. Aquellas advertencias tenían el inconveniente de que se las hacía siempre en los momentos más inoportunos, es decir, cuando Su Alteza, tras haber vencido su timidez, participaba en alguna charada que se estuviera representando y que le divirtiera especialmente. Dos veces por semana se hacían excursiones al campo, a las que, con el pretexto de ganar para el príncipe el afecto de su pueblo, la princesa invitaba a las mujeres más guapas de la burguesía. La duquesa, que era el alma de aquella corte feliz, esperaba de aquellas guapas burguesas —mortalmente envidiosas todas de la inmensa fortuna del burgués Rassi— que le contaran al príncipe alguna de las innumerables trapacerías del ministro. Pues, entre otros planteamientos infantiles, el príncipe pretendía tener un gobierno moral. Rassi era demasiado listo como para no darse cuenta de lo peligrosas que eran para él aquellas brillantes veladas de la corte de Aquel invierno, la duquesa organizó en palacio unas veladas deliciosas, nunca había habido allí una alegría semejante ni nunca había sido ella tan encantadora y, sin embargo, vivía en medio de peligros gravísimos. Tampoco en aquella temporada crítica pensó más de dos veces con disgusto en el extraño cambio de Fabricio. El joven príncipe acudía muy temprano a las agradables veladas de su madre, que siempre le decía: —Vaya usted a gobernar; apostaría cualquier cosa a que encima de su mesa hay más de veinte informes esperando un sí o un no; no quiero yo que Europa me acuse de que lo convierto a usted en un rey holgazán para reinar yo en su lugar. Aquellas advertencias tenían el inconveniente de que se las hacía siempre en los momentos más inoportunos, es decir, cuando Su Alteza, tras haber vencido su timidez, participaba en alguna charada que se estuviera representando y que le divirtiera especialmente. Dos veces por semana se hacían excursiones al campo, a las que, con el pretexto de ganar para el príncipe el afecto de su pueblo, la princesa invitaba a las mujeres más guapas de la burguesía. La duquesa, que era el alma de aquella corte feliz, esperaba de aquellas guapas burguesas —mortalmente envidiosas todas de la inmensa fortuna del burgués Rassi— que le contaran al príncipe alguna de las innumerables trapacerías del ministro. Pues, entre otros planteamientos infantiles, el príncipe pretendía tener un gobierno moral. Rassi era demasiado listo como para no darse cuenta de lo peligrosas que eran para él aquellas brillantes veladas de la corte de La respuesta del príncipe no podía dejar lugar a dudas. A los pocos días de aquello, Chekina informó a la duquesa de que le habían ofrecido una gran suma a cambio de que dejara que un orfebre examinara los diamantes de la duquesa. Ella se había negado indignada. La duquesa la riñó por aquella negativa, y, a los ocho días de aquello, Chekina tenía dos diamantes para mostrarlos. El día fijado para el examen, el conde Mosca puso a dos hombres de confianza a vigilar a cada uno de los orfebres de Parma, y a eso de las doce de la noche fue a decirle a la duquesa que el orfebre curioso no era otro que el hermano de Rassi. Aquella noche la duquesa estaba muy contenta (se representaba en palacio una comedia dell’arte, o sea una comedia en la que cada personaje improvisa su papel a medida que lo va diciendo, siguiendo un plan esquemático que está colgado entre bastidores); la duquesa tenía un papel en la comedia y su amante en la obra era el conde Baldi, el antiguo amante de la marquesa Raversi, que también estaba allí. El príncipe —el hombre más tímido de sus estados, aunque muy guapo y con un corazón muy tierno— estudiaba el papel del conde Baldi, pues quería representarlo en una segunda representación. —Tengo muy poco tiempo —le dijo la duquesa al conde—, salgo en la primera escena del segundo acto; vamos a la sala de guardias. Allí, rodeados de veinte guardias de corps, muy despabilados todos y muy atentos a la conversación del conde y la camarera mayor, le dijo entre risas la duquesa a su amigo: —Siempre me riñe usted por contar secretos inútilmente. A mí se debió la llegada al trono de Ernesto V; tenía que vengar a Fabricio a quien quería entonces mucho más que ahora, aunque siempre del modo más inocente. Ya sé que usted no se cree esa inocencia, pero poco importa porque usted me quiere igual a pesar de mis faltas. Pues bien, le contaré un auténtico crimen: le di todos mis diamantes a una especie de loco de lo más interesante que se llama Ferrante Palla, llegué incluso a abrazarlo para que hiciera perecer al hombre que quería que envenenaran a Fabricio. ¿Dónde está el mal? —¡Ése era, entonces, el origen del dinero de Ferrante para su levantamiento! —dijo el conde, con cierta estupefacción—; ¡y me lo cuenta usted en la sala de guardias! —Es que tengo prisa, y ya tenemos a Rassi tras las huellas del crimen. De todas formas, yo jamás he hablado de insurrección, pues detesto a los jacobinos. Piense en estas cosas que le he contado, y dígame lo que piensa de ello cuando termine la función. —Se lo digo ahora mismo: tiene que enamorar al príncipe… ¡Pero sólo en el sentido más inocente de la palabra! En aquel momento llamaron a la duquesa para su entrada a escena y se fue corriendo. Unos días después, la duquesa recibió por correo una larga y ridícula carta. Estaba firmada por una antigua doncella suya. Aquella mujer le pedía un empleo en la corte, pero al primer vistazo la duquesa se dio cuenta de que aquellos no eran ni su letra ni su estilo. Cuando abrió el pliego para leer la segunda página, cayó a sus pies una estampita milagrosa de la Madona, envuelta en la hoja impresa de un libro viejo. Tras echar una mirada a la imagen milagrosa, se puso a leer la vieja hoja impresa; a las pocas líneas se le iluminó la mirada, decía lo siguiente: El tribuno sólo ha cogido cien francos al mes, nada más; con el resto se ha intentado reavivar el fuego sagrado en las almas heladas por el egoísmo. El zorro está tras mis huellas; no he intentado, por ello, volver a ver al ser adorado una última vez. Me he dicho: ella no ama la república, ella que está muy por encima de mí tanto por su inteligencia como por sus dones y por su belleza. Además, ¿cómo construir una república sin republicanos?, ¿no estaré yo equivocado? Dentro de seis meses, recorreré, a pie, microscopio en mano, las pequeñas ciudades de América y comprobaré si debo seguir amando a la única rival que tiene usted en mi corazón. Si recibe usted esta carta, señora baronesa, y ningún ojo profano ha podido leerla antes que usted, mande romper uno de los fresnos que han plantado recientemente a veinte pasos del sitio en que me atreví a hablarle por primera vez. En tal caso, yo enterraré junto al gran boj del jardín, ese que usted me hizo ver en cierta ocasión durante mis días felices, una caja en la que habrá ciertas cosas de esas que dan pie a que se calumnie a la gente de mis ideas. Créame que me hubiera guardado mucho de escribirle si el zorro no hubiera estado tras mis pasos y me hubiera sido posible llegar hasta ese ser celestial. Vea el boj dentro de quince días. «Al parecer, dispone de una imprenta —se dijo la duquesa—, pronto tendremos un libro de sonetos, ¡sabe Dios qué nombre me dará!». La duquesa, en su coquetería, quiso hacer una prueba. Durante ocho días estuvo indispuesta; dejaron, entonces, de celebrarse en la corte aquellas amables veladas. La princesa, muy escandalizada por todo aquello que el miedo a su hijo le había obligado a hacer ya desde los primeros días de su viudedad, fue a pasar aquellos ocho días al convento anejo a la iglesia en que estaba inhumado el extinto príncipe. Aquella interrupción de las veladas arrojó a los brazos del príncipe una carga enorme de tiempo libre y supuso un notable hundimiento del crédito del ministro de justicia. Ernesto V se dio cuenta del aburrimiento que le esperaba si la duquesa abandonaba la corte o, simplemente, dejaba de irradiar en ella su alegría. Las veladas se reanudaron, y el príncipe se interesó más y más en las comedias dell’arte. Tenía el proyecto de interpretar un papel, pero no se atrevía a confesar aquel deseo. Un día, ruborizándose mucho, le dijo a la duquesa: —¿No podría actuar yo también? —Estamos todos a la disposición de Vuestra Alteza. En cuanto lo ordene, mandaré disponer un plan para una comedia; todas las escenas brillantes del papel de Vuestra Alteza serán conmigo, y como los primeros días todo el mundo se confunde un poco, si Vuestra Alteza quiere mirarme con atención, yo le diré las respuestas que tiene que darme. Se organizó todo extraordinariamente bien. Al príncipe, muy tímido, le daba vergüenza ser tímido, y los esfuerzos que la duquesa hizo para que no sintiera aquella timidez innata produjeron una profunda impresión en el joven soberano. El día de su debut, el espectáculo empezó media hora antes que de ordinario y, cuando se iba a pasar a la sala del espectáculo, no había en el salón más de ocho o diez damas de cierta edad. Aquellos rostros no asustaban al príncipe y, además, educadas en Munich, en los verdaderos principios monárquicos, dichas señoras aplaudían siempre. Haciendo uso de su autoridad como camarera mayor, la duquesa cerró con llave la puerta por la que se solía entrar al espectáculo. El príncipe, que tenía intuición literaria y era muy guapo, salió muy airoso en las primeras escenas; repetía con habilidad las frases que leía en los ojos de la duquesa, o que ella le indicaba a media voz. En un momento en que aquellas pocas espectadoras aplaudían con todas sus fuerzas, la duquesa hizo una señal para que abrieran la puerta principal y, al instante, la sala de espectáculos se llenó con todas las hermosas mujeres de la corte; a todas les pareció que el príncipe estaba encantador y que tenía un aspecto feliz; prorrumpieron en un aplauso cerrado; el príncipe enrojeció de felicidad. Representaba el papel de un enamorado de la duquesa. Y, lejos de tener que sugerirle las frases de su papel, ésta se vio obligada enseguida a sugerirle que abreviase las escenas, pues hablaba de amor con tal entusiasmo que, en más de una ocasión, turbaba a la actriz; sus réplicas duraban cinco minutos. La duquesa no tenía ya la deslumbrante belleza del año anterior; el encarcelamiento de Fabricio y, más aún, la temporada pasada en el lago Mayor con aquel Fabricio mohíno y silencioso habían echado diez años encima a la bella Gina. Tenía los rasgos más marcados, ahora revelaban más inteligencia y menos lozanía. Rara vez mostraban ya aquellas facciones el brillo de la primera juventud; pero en el escenario, con el colorete y todos los recursos que el arte proporciona a las actrices, seguía siendo la mujer más guapa de la corte. Los apasionados parlamentos del príncipe fueron una revelación para los cortesanos; el comentario general de aquella noche era: «Ya sabemos quién es la Balbi del nuevo reinado». El conde estaba irritado en su interior. Una vez terminada la función, la duquesa le dijo al príncipe delante de toda la corte: —Vuestra Alteza actúa demasiado bien; van a decir que se ha enamorado usted de una mujer de treinta y ocho años, y eso hará fracasar mi compromiso con el conde. No volveré, pues, a actuar con Vuestra Alteza, a menos que el príncipe me jure que se dirigirá a mí como se dirigiría a una mujer de cierta edad, a la señora marquesa Raversi, por ejemplo. Se repitió tres veces la misma representación; el príncipe estaba loco de contento; pero una noche pareció que estaba muy preocupado. —O mucho me equivoco —le dijo la camarera mayor a su princesa—, o Rassi intenta jugamos alguna mala pasada; permítame aconsejarle a Vuestra Alteza que anuncie una función para mañana; el príncipe actuará mal y, en su desazón, tal vez le diga algo. Efectivamente, el príncipe actuó muy mal; apenas se le oía y no sabía cómo terminar sus frases. Al acabar el primer acto, casi tenía lágrimas en los ojos. La duquesa estaba a su lado, pero fría e inmóvil. En un momento en que se quedaron solos en la salita de actores, él cerró la puerta. —Nunca podría —le dijo— hacer el segundo y tercer acto. No quiero de ningún modo que me aplaudan por educación. Los aplausos de antes se me clavaban en el corazón. Aconséjeme, ¿qué puedo hacer? —Me adelantaré hasta el proscenio, le haré una profunda reverencia a Su Alteza, otra al público, como un verdadero director de escena, y diré que el actor que interpreta el papel de Lelio se ha sentido súbitamente indispuesto y que el espectáculo terminará con unos números musicales. Al conde Rusca y la pequeña Ghisolfi les encantará poder lucir sus vocecitas chillonas. El príncipe tomó la mano de la duquesa y la besó con unción. —¿Por qué no será usted un hombre —le dijo— para darme un buen consejo? Rassi acaba de dejar en mi mesa ciento ochenta y dos alegaciones contra los presuntos asesinos de mi padre. Aparte de los testimonios, hay un acta de acusación de más de doscientas páginas; y tengo que leérmelo todo; le he dado, además, mi palabra de que no diré nada al conde. Todo esto acaba en torturas; ya quiere que haga secuestrar en Francia, cerca de Antibes, a Ferrante Palla, ese gran poeta a quien admiro tanto. Vive allí con el nombre de Poncet. —El día en que usted mande ahorcar a un liberal, Rassi quedará ligado al ministerio mediante cadenas de hierro; eso es lo que él busca por encima de todo, y Vuestra Alteza no podrá ya anunciar un paseo con dos horas de adelanto. Yo no les diré nada ni a la princesa ni al conde de ese grito de dolor que se le acaba de escapar. Pero como, por el juramento que le hice, no debo tener ningún secreto con la princesa, Vuestra Alteza me haría muy feliz si tuviera a bien decirle a su madre las mismas cosas que se le ha escapado contarme a mí. En medio del disgusto por el fracaso artístico que lo tenía mortificado, al príncipe le pareció divertida aquella idea. —¡Muy bien! Vaya y dígale a mi madre que yo me dirijo a su gabinete grande. El príncipe dejó los bastidores y cruzó el salón que había que atravesar para llegar al teatro; despidió con brusquedad al gran chambelán y al ayudante de campo de servicio que le seguían. Por su parte la princesa abandonó a toda prisa la sala de las representaciones. Cuando llegó al gabinete grande, la camarera mayor hizo una profunda reverencia a la madre y al hijo y los dejó solos. Imagínese el lector la agitación de la corte; tales cosas son las que la hacen tan divertida. Al cabo de una hora, el propio príncipe se asomó a la puerta del gabinete y llamó a la duquesa; la princesa tenía el rostro bañado en lágrimas, su hijo estaba visiblemente alterado. «Dos personas débiles y disgustadas —pensó la duquesa— a la búsqueda de un pretexto para enfadarse con alguien». Al principio, madre e hijo se quitaban la palabra para contarle el asunto a la duquesa, que puso el mayor cuidado en no aventurar ninguna idea en sus respuestas. Durante dos mortales horas, los tres actores de tan tediosa escena no se apartaron de los papeles que acabamos de indicar. El príncipe fue a buscar en persona las dos enormes carpetas que Rassi había dejado en su mesa; al salir del gabinete de su madre se encontró con toda la corte que estaba esperando. —¡Váyanse, déjenme en paz! —les gritó, en un tono muy descortés que hasta entonces nadie le había oído. No quería el príncipe que lo viera nadie llevando él mismo las dos carpetas. Un príncipe no tiene que llevar nada. Los cortesanos desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Cuando volvió, el príncipe no vio más que a los criados que estaban apagando las velas. Los despachó furioso, a ellos y al pobre Fontana, ayudante de campo de servicio, que había tenido la torpeza de quedarse, por celo. —Todo el mundo se ha empeñado en molestarme esta noche —le dijo de mal humor a la duquesa al entrar en el gabinete. El príncipe pensaba que ella era muy lista y le ponía furioso su evidente obstinación en no opinar. Y era verdad, estaba decidida a no decir nada mientras no se le pidiera de un modo explícito. Aún pasó una media hora larga antes de que el príncipe, que tenía un sentimiento muy vivo de la propia dignidad, se atreviera a decirle: —¿No dice usted nada, señora? —Yo estoy aquí para servir a la princesa y olvidar inmediatamente todo lo que se diga delante de mí. —Bien, señora —dijo el príncipe ruborizándose intensamente—, le ordeno que me diga qué piensa de todo esto. —Los crímenes se castigan para impedir que se vuelvan a cometer. ¿Ha sido envenenado el príncipe? Es más que dudoso. ¿Lo envenenaron los jacobinos? Eso es lo que a Rassi le gustaría probar, porque, en tal caso, se convertiría para siempre en un instrumento necesario a Vuestra Alteza; y, entonces, puede estar seguro Vuestra Alteza, ahora que empieza su reinado, de que gozará de muchas veladas como ésta de hoy. Sus súbditos en general dicen, y es absolutamente cierto, que Vuestra Alteza tiene un carácter bondadoso. Mientras no mande ahorcar a algún liberal gozará de esa reputación y podrá tener la seguridad de que a nadie se le ocurrirá envenenarlo. —Su conclusión es evidente —exclamó la princesa enfadada—, ¡usted no quiere que se castigue a los asesinos de mi marido! —Es que, al parecer, señora, me une a ellos una estrecha amistad. En la mirada del príncipe percibió la duquesa que estaba persuadido de que ella y su madre se habían puesto de acuerdo para dictarle un plan de conducta. Hubo una serie de réplicas y contrarréplicas ácidas entre las dos mujeres, hasta que la duquesa dijo enfadada que no volvería a pronunciar una palabra más, y fue fiel a su decisión. Pero el príncipe, tras una larga discusión con su madre, volvió a ordenarle que diera su opinión. —¡Eso, se lo juro a Vuestras Altezas, no pienso hacerlo de ninguna manera! —¡Eso es una auténtica chiquillada! —exclamó el príncipe. —Le ruego que hable, señora duquesa —dijo la princesa con aire digno. —Y yo le suplico que me dispense de hacerlo, señora; pero Vuestra Alteza —añadió la duquesa dirigiéndose al príncipe— lee perfectamente el francés; ¿tendría la bondad de leernos una fábula de La Fontaine para calmar nuestros ánimos agitados? A la princesa aquel nos le pareció muy insolente, pero en su rostro se pintó un gesto entre asombrado y divertido cuando su camarera mayor, que se había acercado a la librería con mucha tranquilidad, volvió con un volumen de las Fábulas de La Fontaine; lo hojeó unos momentos y luego le dijo al príncipe, ofreciéndoselo: —Suplico a Vuestra alteza que lea toda la fábula: LE JARDINIER ET SON SEIGNEUR Un amateur de jardinage Demi-bourgeois, demi-manant, Possédait en certain village Un jardín assez propre, et le clos attenant. Il avait de plant vif fermé cette étendue: La croissaient à plaisir l’oseille et la laitue, De quoi faire à Margot pour sa fête un bouquet, Peu de jasmin d’Espagne et force serpolet. Cette félicité par un lièvre troublée Fit qu’au seigneur du bourg notre homme se plaignit. Ce maudit animal vient prendre sa goulée Soir et matin, dit-il, et des pièges se rit; Les pierres, les bâtons y perdent leur crédit: Il est sorcier, je crois. —Sorcier! Je l’en défie, Repartit le seigneur: fût-il diable, Miraut, En dépit de ses tours, l’attrapera bientôt. Je vous en déferai, bonhomme, sur ma vie. —Et quand? —Et des demain, sans tarder plus longtemps. La partie ainsi faite, il vient avec ses gens. —Ça, déjeunons, dit-il; vos poulets sont-ils tendres? L’embarras des chasseurs succède au déjeuner. Chacun s’anime et se prépare; Les trompes et les cors font un tel tintamarre Que le bonhomme est étonné. Le pis fut que l’on mit en piteux équipage Le pauvre potager. Adieu planches, carreaux; Adieu chicorée et poireaux; Adieu de quoi mettre au potage. Le bonhomme disait: Ce sont là jeux de prince. Mais on le laissait dire; et les chiens et les gens Firent plus de dégát en une heure de temps Que n’en auraient fait en cent ans Tous les lièvres de la province. Petits princes, videz vos débats entre vous; De recourir aux rois vous seriez de grands fous. Il ne les faut jamais engager dans vos guerres, Ni les faire entrer sur vos terres.[37] A esta lectura siguió un largo silencio. Tras llevar él mismo el libro a su sitio, el príncipe se paseaba por el gabinete. —¡Bueno, señora! —dijo la princesa—, ¿se dignará usted decirnos algo? —¡No, ciertamente, señora! A no ser que Su Alteza me nombrara ministra. Si yo hablara aquí, correría el riesgo de perder mi puesto de camarera mayor. Hubo un nuevo silencio de más de un cuarto de hora. Luego, la princesa recordó el ejemplo de María de Médicis, la madre de Luis XIII. Precisamente en los días anteriores, la camarera mayor había ordenado a la lectora que leyera la excelente Historia de Luis XIII de M. Bazin. La princesa, aunque muy enfadada, temió que la duquesa decidiera abandonar el país; entonces Rassi, que le inspiraba un miedo atroz, podría muy bien imitar a Richelieu y hacer que su hijo la desterrara. En aquellos momentos, la princesa hubiera dado cualquier cosa con tal de humillar a su camarera mayor; pero no podía. Se levantó y, acercándose a la duquesa, con una sonrisa un poco exagerada, la tomó de la mano y le dijo: —¡Vamos, señora, demuéstreme su amistad, hábleme! —¡Está bien, dos frases nada más: quemar en esa chimenea de ahí todos los papeles reunidos por esa víbora de Rassi y no decirle nunca que han sido quemados! Y en voz baja, con un tono de familiaridad, añadió al oído de la princesa: —¡Rassi puede ser Richelieu! —¡Demonios! ¡Esos papeles me cuestan más de ochenta mil francos! —gritó el príncipe desabridamente. —¡Eso, mi príncipe —replicó la duquesa con energía—, es lo que cuesta emplear a traidores de origen plebeyo! ¡Quiera Dios que pudiera Su Alteza perder un millón y no dar nunca crédito a los indignos canallas que impidieron dormir a su padre en los seis últimos años de su reinado! La expresión origen plebeyo había complacido mucho a la princesa, que pensaba que el conde y su amiga apreciaban en exceso la inteligencia, siempre un poco prima hermana del jacobinismo. Siguió un breve silencio, durante el cual la princesa estuvo perdida en sus pensamientos; luego el reloj de palacio dio las tres. La princesa se levantó, hizo una profunda reverencia a su hijo y le dijo: —Mi salud no me permite prolongar por más tiempo esta discusión. ¡Nunca un ministro de origen plebeyo!; no podrá usted quitarme de la cabeza la idea de que Rassi se ha quedado con la mitad del dinero que le ha hecho gastar en esos espionajes. La princesa cogió dos velas de los candelabros y las puso en la chimenea con cuidado de que no se apagaran. Luego, acercándose a su hijo, añadió: —La enseñanza de la fábula de La Fontaine vale más en mi opinión que el justo deseo de vengar a un marido. ¿Me permite Vuestra Alteza quemar esos escritos? El príncipe estaba muy quieto. «La verdad es que tiene una cara estúpida —pensó la duquesa—; el conde tiene razón: el difunto príncipe no nos hubiera hecho estar despiertos hasta las tres de la mañana para tomar una decisión». La princesa, que seguía de pie, añadió: —Ese procuradorzuelo estaría muy orgulloso si supiera que sus papelotes, cargados de mentiras y preparados para su medro personal, les han dado la noche a las dos personas más importantes del Estado. El príncipe se arrojó sobre una de las carpetas como un poseso, y vació todo su contenido en la chimenea. El montón de papeles estuvo a punto de apagar las dos velas. El cuarto se llenó de humo. La princesa vio en los ojos de su hijo la tentación de coger una jarra de agua para salvar aquellos documentos que le costaban ochenta mil francos. —¡Abra la ventana! —gritó a la duquesa bruscamente. La duquesa se precipitó a obedecerla. Al instante, todos los papeles ardieron a la vez; hubo un fragor en la chimenea e inmediatamente empezó a quemarse la propia chimenea. El príncipe tenía un espíritu mezquino para las cosas del dinero. Vio su palacio envuelto en llamas y destruidas todas las riquezas que contenía; se precipitó a la ventana y llamó a la guardia con gritos destemplados. A la voz del príncipe los soldados corrieron hacia la sala tumultuosamente; el príncipe volvió a la chimenea que aspiraba el aire de la ventana abierta con un ruido realmente espantoso. Se impacientó, maldijo, dio dos o tres vueltas por el gabinete como un hombre fuera de sí y, finalmente, salió corriendo. La princesa y su camarera mayor permanecieron de pie, una frente a la otra, en un profundo silencio. «¿Un nuevo ataque de ira? —se preguntó la duquesa—; pero yo creo que mi pleito está ganado». Y ya se disponía a ser lo más impertinente que pudiera en sus contestaciones, cuando tuvo la perspicacia de observar algo más; vio la segunda carpeta intacta. «¡No, sólo ganado a medias!». Y le dijo a la princesa, con un tono más bien frío: —¿Me ordena la señora quemar el resto de los papeles? —¿Y dónde los quemará? —le preguntó la princesa con aspereza. —En la chimenea del salón; echándolos de uno en uno, no hay peligro. La duquesa se puso bajo el brazo la carpeta rebosante de papeles, cogió una vela y pasó al salón de al lado. Se entretuvo en comprobar que contenía las declaraciones, se metió bajo el chal cinco o seis legajos y quemó el resto con mucho cuidado; luego se fue sin despedirse de la princesa. «Ésta sí que es una buena impertinencia —se dijo, riéndose—; aunque ella con su afectación de viuda inconsolable ha estado a punto de hacerme perder la cabeza en un patíbulo». Cuando oyó el ruido del coche de la duquesa, la princesa se puso fuera de sí contra su camarera mayor. Pese a lo intempestivo de la hora, la duquesa mandó llamar al conde; había acudido al fuego de palacio, pero llegó enseguida con la noticia de que ya estaba apagado. —La verdad es que ese principito ha estado muy valiente; lo he felicitado efusivamente. —Mire cuanto antes estas declaraciones, y quemémoslas inmediatamente. Las leyó el conde y se puso pálido. —¡Dios Santo, qué cerca estaban de la verdad! Este procedimiento está muy bien hecho, andan muy cerca de Ferrante Palla; si éste hablara, estaríamos en un aprieto. —Pero no hablará —exclamó la duquesa—; es un hombre de palabra. ¡Quemémoslas, quemémoslas! —Aún no. Déjeme que copie los nombres de doce o quince testigos peligrosos, que me permitiré secuestrar, si un día Rassi decide volver a las andadas. —Le recuerdo a Vuestra Excelencia que el príncipe ha dado su palabra de que no le dirá nada de nuestra expedición nocturna a su ministro de justicia. —Y la mantendrá, por poquedad y por miedo a una escena, pero la mantendrá. —¿Se ha dado cuenta, amigo mío, de que ésta ha sido una noche que adelanta mucho nuestro matrimonio? Nunca hubiera querido llevar como dote al matrimonio un proceso criminal y, mucho menos, por una falta que me hubiera hecho cometer mi interés por otro hombre. El conde, muy enamorado, le tomó la mano y prorrumpió en exclamaciones con el rostro bañado en lágrimas. —Antes de irse, aconséjeme sobre cuál debe ser mi conducta con la princesa; estoy sumamente cansada; he actuado una hora de comedia en el teatro, y cinco horas en el gabinete. —Con la impertinencia de su salida ya está suficientemente vengada de las frases desagradables de la princesa, que estaban dictadas sólo por debilidad. Mañana trátela con el mismo tono con que la trataba esta mañana; piense que Rassi no está todavía ni en la cárcel, ni desterrado, y que todavía no hemos roto la sentencia de Fabricio. Usted le pedía a la princesa que tomara una decisión y eso siempre pone de mal humor a los príncipes e, incluso, a los primeros ministros. Y usted no es más que su camarera mayor, o sea, su criadita. Por una de esas veleidades que nunca dejan de darse entre los débiles, dentro de tres días Rassi gozará de más favor que nunca, y tratará de ahorcar a alguien, pues mientras no haya comprometido al príncipe, no tiene la menor seguridad. »En el incendio de esta noche ha habido un herido: un sastre, que ha mostrado un valor extraordinario. Mañana invitaré al príncipe a que se apoye en mi brazo y venga conmigo a visitar al sastre. Yo iré armado hasta los dientes y tendré el ojo avizor; aunque todavía no hay nadie que odie a este príncipe. Quiero que se acostumbre a pasear por las calles, es una jugarreta que le hago a Rassi, que nunca podrá permitirse tales imprudencias cuando, con toda seguridad, me suceda. Al volver de casa del sastre, llevaré al príncipe hasta la estatua de su padre; verá roto a pedradas el juboncillo romano que le puso el estúpido del escultor; y muy tonto será si no comenta algo así como: “Eso es lo que se gana ahorcando a jacobinos”, a lo que yo contestaré: “O no se cuelga a nadie o se cuelga a diez mil; la noche de San Bartolomé acabó con los protestantes en Francia”. »Mañana, amiga mía, antes de que yo dé ese paseo, hágase anunciar al príncipe y dígale: “Ayer por la noche le presté un servicio de ministro: le aconsejé a usted. Y, por seguir sus órdenes, la princesa se ha enfadado conmigo; debe usted compensarme”. Pensará que va a hacerle usted una petición de dinero y fruncirá el ceño. Usted lo dejará sumido en tan desdichada idea todo el tiempo que le sea posible. Luego le dice: “Ruego a Vuestra Alteza que Fabricio sea juzgado contradictoriamente (lo que quiere decir estando él presente) por los doce jueces más respetados de sus estados”. Y, sin más dilación, le presenta usted una orden escrita por su preciosa mano que le voy a dictar ahora mismo. Naturalmente incluiré una cláusula derogatoria de la sentencia anterior. A esto le puede poner una objeción, pero si usted lleva el asunto con calor, al príncipe no se le ocurrirá. Él podría decirle: “Es necesario que Fabricio se entregue como prisionero en la ciudadela”. A lo que usted contestaría: “Se entregará como prisionero en la cárcel de la ciudad” (ya sabe usted que es de mi jurisdicción, o sea, que todas las noches irá su sobrino a verla). Sí el príncipe le respondiera: “No, su fuga ha quebrantado el honor de mi ciudadela y quiero, para salvar las formas, que vuelva a la celda en que estaba”, usted le contestaría entonces: “No, porque allí estaría a disposición de mi enemigo Rassi” y, echando mano de una de esas frases femeninas que tan bien sabe usted utilizar, podría darle a entender que, para imponerse a Rassi, usted podría llegar a contarle el auto de fe de esta noche; y, si insiste, le anuncia usted que se va a pasar quince días al castillo de Sacca. »Debe usted llamar a Fabricio y consultarle sobre este asunto, que podría llevarlo a la cárcel. Hay que preverlo todo y, si estando él en la cárcel, Rassi se impacienta y me envenena, Fabricio puede correr peligro. Aunque la cosa es poco probable; pues no sé si sabe que he mandado traer a un cocinero francés, un hombre de lo más alegre, que hace juegos de palabras, y —como a nadie se le oculta— el juego de palabras y el asesinato son incompatibles. Ya le he comentado a Fabricio que he encontrado a todos los testigos de su acción, una acción gallarda y valiente, en realidad, pues es evidente que fue Giletti quien intentó asesinarlo a él. No le he hablado a usted de esos testigos, porque quería darle una sorpresa, pero ese plan se ha frustrado; el príncipe no ha querido firmar. También le he comentado a Fabricio que le conseguiré un alto cargo eclesiástico, pero me será muy difícil si sus enemigos pueden objetar en la corte de Roma una acusación de asesinato. »¿Se da usted cuenta, señora, de que si no es juzgado solemnemente, el nombre de Giletti le supondrá una preocupación de por vida? Sería una cobardía no aceptar un juicio cuando se tiene la seguridad de ser inocente. Por otra parte, si fuera culpable, yo conseguiría la absolución. Cuando le hablé del asunto a Fabricio —ya sabe usted lo ardiente que es— no me dejó terminar, cogió el anuario oficial y, entre los dos, elegimos a los doce jueces más íntegros y más sabios del país. Con la lista hecha, quitamos seis de esos nombres y los intentamos sustituir por seis jurisconsultos que fueran enemigos personales míos; no dimos más que con dos, así que para los otros cuatro elegimos a unos sinvergüenzas amigos de Rassi». La propuesta del conde produjo a la duquesa una inquietud mortal, y no le faltaba razón. Finalmente admitió su oportunidad y, al dictado del conde, escribió la orden que nombraba a los jueces. El conde dejó a la duquesa a las seis de la mañana; trató ella de dormir, pero fue en vano. A las nueve desayunó con Fabricio, a quien encontró ardiendo en deseos de ser juzgado. A las diez intentó ser recibida por la princesa, que no estaba visible; a las once vio al príncipe, que se levantaba entonces, y que firmó la orden sin poner la menor objeción. La duquesa envió aquella orden al conde y se fue a la cama. Quizá resultara divertido contar la furia de Rassi cuando el conde, en presencia del príncipe, le obligó a confirmar con su rúbrica la orden firmada por éste aquella misma mañana, pero es más acuciante el relato de otros acontecimientos. El conde discutió el mérito de cada uno de los jueces, y ofreció cambiar algunos nombres. Pero quizá el lector esté ya un poco cansado de todos estos detalles del procedimiento y, no menos, de todas estas intrigas de corte. De todo ello cabe abstraer esta sentencia de orden moral: quien se acerca a la corte, si era dichoso, compromete su dicha y, en cualquier caso, pone su futuro a merced de las intrigas de alguna criada. Claro que, en América, en la república, tienes que pasarte el día adulando concienzudamente a mediocres tenderos, para convertirte en un tonto como ellos, y allí no hay ópera. Cuando se levantó por la tarde, la duquesa tuvo un momento de gran inquietud; no se encontraba a Fabricio por ninguna parte. Finalmente, a eso de las doce de la noche, mientras tenía lugar el espectáculo de la corte, recibió una carta suya. En vez de entregarse como prisionero en la cárcel de la ciudad, bajo la jurisdicción del conde, había ido a recuperar su antigua celda de la ciudadela, muy contento de ir a vivir a unos pasos de Clelia. Era éste un acontecimiento que podía acarrear consecuencias muy graves: en aquel lugar estaba, más que nunca, expuesto al veneno. Esta locura arrojó a la duquesa a la desesperación; perdonaba la causa, el loco amor por Clelia, porque definitivamente, a los pocos días, ésta iba a casarse con el rico marques Crescenzi. Aquella locura devolvió a Fabricio toda la influencia que habla tenido en el alma de la duquesa. «¡Ha sido el maldito papel que yo misma he llevado a firmar el que lo llevará a la muerte! ¡Están locos estos hombres con sus ideas de honor! ¡Como si se pudiera pensar en el honor en los gobiernos absolutos; en países donde un Rassi es ministro de justicia! Lo que teníamos que haber hecho era aceptar el perdón que el príncipe hubiera firmado con la misma facilidad que la constitución de ese tribunal extraordinario. ¡Qué importa, después de todo, que un hombre de la condición de Fabricio esté más o menos acusado de haber matado con sus propias manos, espada en mano, a un histrión como Giletti!» Nada más recibir la nota de Fabricio, la duquesa corrió a casa del conde, al que encontró lívido. —¡Dios mío! Amiga mía, no hago más que equivocarme con este chico, va usted a enfadarse otra vez conmigo. Puedo probarle que ayer llamé al carcelero de la prisión de la ciudad; su sobrino hubiera ido todos los días a tomar el té con usted. Lo más espantoso del caso es que ni usted ni yo podemos decirle al príncipe que tememos el veneno, el veneno de Rassi; tal sospecha le parecería el colmo de la inmoralidad. De todas formas, si usted me lo exige, yo estoy dispuesto a ir a palacio, aunque estoy seguro de la respuesta. Y, más aún, le propongo algo que no haría ni por mí mismo. Desde que tengo el poder en este país, no he mandado matar a nadie, usted sabe bien que soy tan mojigato a ese respecto que algunas veces, a últimas horas del día, vuelvo a pensar en los dos espías que con cierta ligereza mandé fusilar en España. Pues bien, ¿quiere usted que la libere de Rassi? Con él, Fabricio corre un peligro inmenso; con ello Rassi tiene un medio seguro para hacer que me vaya. Aquella proposición complació sumamente a la duquesa; pero no la aceptó. —No quiero —le dijo al conde— que, en nuestro retiro, bajo el hermoso cielo de Nápoles, tenga usted pensamientos negros al anochecer. —Pero, amiga mía, me parece que no tenemos otra opción que la de los pensamientos negros. ¿Qué será de usted, qué será de mí, si a Fabricio lo mata alguna enfermedad? Siguió una discusión encendida sobre el asunto, y la duquesa la concluyó diciendo: —Rassi debe la vida a que yo lo quiero a usted más que a Fabricio. No, no quiero envenenar todas las veladas de la vejez que vamos a pasar juntos. La duquesa corrió a la fortaleza. Y el general Fabio Conti tuvo la satisfacción de poder oponer a sus deseos el texto formal de las leyes militares: nadie puede penetrar en una prisión del Estado sin una orden firmada del príncipe. —¿No vienen el marqués Crescenzi y sus músicos todas las noches? —Porque he obtenido para ellos un permiso del príncipe. La pobre duquesa no conocía toda la dimensión de su desventura. El general Fabio Conti había considerado la fuga de Fabricio como un agravio a su persona y, así, cuando lo vio volver a la ciudadela, aunque no hubiera debido admitirlo porque no tenía ninguna orden en tal sentido, se dijo: «El cielo me lo envía para desagraviar mi honor mancillado y salvarme del ridículo que menoscabaría mi carrera militar. No hay que desaprovechar la ocasión; lo van a perdonar, sin duda, y yo tengo muy pocos días para vengarme». Capítulo vigesimoquinto La llegada de nuestro héroe sumió a Clelia en la desesperación. La pobre muchacha, virtuosa y sincera consigo misma, no podía dejar de reconocerse a sí misma que jamás sería feliz lejos de Fabricio; pero, con ocasión del medio envenenamiento de su padre, había prometido a la Madona que por él haría el sacrificio de casarse con el marqués Crescenzi. Había hecho la promesa de no volver a ver a Fabricio, y ahora sentía unos remordimientos espantosos por la confesión que se había sentido obligada a hacerle en la carta que le había escrito la víspera de su evasión. ¿Cómo describir lo que sucedió en aquel triste corazón, cuando, melancólicamente ocupada en contemplar el revoloteo de sus pájaros, al levantar los ojos, dulcemente y por costumbre, hacia la ventana desde donde en otro tiempo Fabricio la miraba, lo vio allí, otra vez, saludándola con un respeto lleno de ternura? Creyó que era una visión que el cielo permitía para castigarla. Luego, la atroz realidad se impuso en su razón. «¡Lo han vuelto a coger —se dijo—, está perdido!». Recordaba las cosas que había oído en la fortaleza tras la fuga; hasta el último carcelero se consideraba mortalmente ofendido. Clelia miró a Fabricio, y, muy a su pesar, aquella mirada expresó por entero la pasión que la llevaba a la desesperación. ¿Cree usted —parecía estar diciéndole a Fabricio— que encontraré la felicidad en ese suntuoso palacio que preparan para mí? Mi padre repite hasta la saciedad que usted es tan pobre como nosotros; y, ¡Dios mío!, ¡qué feliz me haría compartir esa pobreza! Pero ¡ay! No debemos volver a vemos nunca más. Clelia no tuvo fuerzas para utilizar los alfabetos. Al ver a Fabricio se sintió mal y cayó en una silla que estaba junto a la ventana. Su cara reposaba en el alféizar y, como había querido verlo hasta el momento de caer, tenía el rostro vuelto hacia Fabricio, que podía perfectamente contemplarlo. Cuando a los pocos instantes abrió ella los ojos, su primera mirada fue para Fabricio, y lo vio arrasado en lágrimas, pero eran lágrimas de felicidad extrema, las de la constatación de que su ausencia no había hecho que lo olvidara. Los dos pobres jóvenes quedaron algún tiempo como hechizados por la mutua visión. Fabricio se puso a cantar, como si estuviera acompañándose con una guitarra, algunas frases improvisadas que decían: —Si he vuelto a la cárcel ha sido para verla: van a juzgarme. Estas palabras despertaron, al parecer, toda la virtud de Clelia. Se levantó rápidamente, se tapó los ojos y, mediante gestos vivísimos, trató de decirle que no debía volver a verlo. Se lo había prometido a la Madona y, si lo había mirado hacía un momento, había sido por descuido. Cuando Fabricio se atrevió a volver a expresarle su amor, Clelia se fue indignada, jurándose a sí misma que no volvería a verlo jamás, pues tales eran los términos de su promesa a la Madona: Mis ojos no lo volverán a ver jamás. Había escrito estas palabras en un papelito que su tío César le había dejado quemar en el altar en el momento del ofertorio, cuando decía la misa. Pero, pese a todas sus juras y promesas, la presencia de Fabricio en la torre Farnesio renovó en Clelia todas las viejas formas de actuar. Por lo común pasaba los días sola en su habitación. Apenas repuesta de la imprevista conmoción que le supuso ver a Fabricio, se puso a recorrer el palacio y, por decirlo así, a renovar las relaciones con todos sus amigos subalternos. Una vieja muy charlatana que trabajaba en la cocina le dijo con aire misterioso: —Esta vez el señor Fabricio no saldrá de la ciudadela. —No cometerá el delito de saltar los muros —contestó Clelia—, pero saldrá por la puerta si es absuelto. —Le digo a Vuestra Excelencia, porque puedo decírselo, que sólo saldrá de la ciudadela con los pies por delante. Clelia se puso lívida, lo que, observado por la vieja, puso un brusco fin a su locuacidad. Se dijo que había cometido una imprudencia hablando en aquellos términos delante de la hija del gobernador, que, en cumplimiento de su deber, tendría que decir a todo el mundo que Fabricio había muerto de enfermedad. Al subir a su habitación, Clelia se encontró con el médico de la prisión, un buen hombre tímido que, con un semblante extremadamente alarmado, le dijo que Fabricio estaba muy enfermo. Al oír aquello apenas pudo sostenerse; buscó por todas partes a su tío, el bueno de don César, el capellán, y lo encontró en la capilla, rezando fervorosamente. También tenía el rostro demudado. Sonó la llamada a la cena. En la mesa, los dos hermanos mantuvieron silencio. Hacia el final de la comida, el general le dirigió unas palabras muy agrias a su hermano. Éste miró hacia los criados, que salieron de la habitación. —General —le dijo don César al gobernador—, debo anunciarle que voy a dejar la ciudadela, le presento mi dimisión. —¡Bravo! ¡Bravísimo! ¡Para que todo el mundo sospeche de mí…! ¿Y cuáles son sus razones, si tiene la bondad? —Mi conciencia. —¡Ande, ande, si usted no es más que un beatuco!, usted no tiene ni idea de lo que es el honor. «Fabricio está muerto —pensó Clelia—, o lo han envenenado con la cena, o lo envenenan mañana». Corrió a la pajarera, con la idea de cantar acompañándose con el piano. «Ya me confesaré —pensó—; si rompo mi promesa me será perdonado, porque es para salvar la vida de un hombre». Su consternación fue tremenda cuando, al llegar a la pajarera, vio que acababan de sustituir las pantallas por unas tablas atadas a los barrotes. Desesperada, trató de avisar al prisionero gritando, más que cantando, unas cuantas frases. No hubo respuesta de ningún tipo. En la torre Farnesio reinaba un silencio de muerte. Todo ha terminado —pensó—. Bajó fuera de sí y volvió a subir a coger algún dinero que tenía y unos pendientes con diamantes; también cogió, al pasar, el pan que había sobrado de la cena y que habían dejado en un aparador. Si aún vive, mi deber es salvarlo. Entró con ademán altivo por el portillo de la torre; aquella puerta estaba abierta; acababan de situar ocho soldados en la sala de columnas de la planta baja. Miró desafiante a los soldados; había pensado dirigirse al sargento que tendría que estar al frente de aquel destacamento, pero se había marchado. Se lanzó por la escalera de hierro que subía abrazando en una espira una de las columnas. Los soldados la miraron asombrados, pero, al parecer, más por el chal de puntilla y el sombrero que llevaba que por otra cosa. No le dijeron nada. En el primer piso no había nadie. Al llegar al segundo, a la entrada del corredor que, como recordará el lector, estaba cerrado por tres puertas de barrotes de hierro y llevaba a la celda de Fabricio, se encontró con un centinela a quien no conocía y que le dijo con un tono medroso: —No ha cenado todavía. —Ya lo sé —dijo Clelia con arrogancia—. El hombre no se atrevió a detenerla. Veinte pasos más allá, sentado en el primero de los seis escalones de madera que llevaban a la celda de Fabricio, estaba otro centinela, muy viejo y colorado, que le preguntó con firmeza: —¿Tiene usted una orden del gobernador, señorita? —¿Es que no sabe quién soy? En aquel momento, Clelia se sentía animada por una fuerza sobrenatural, estaba fuera de sí. «Voy a salvar a mi marido» —se decía. Perseguida por los gritos del viejo centinela: «Mi deber no me permite…», Clelia subió raudamente los seis escalones. Se precipitó hacia la puerta. Había una llave enorme en la cerradura y necesitó de todas sus fuerzas para hacerla girar. En aquel momento, el viejo centinela, medio borracho, agarró los bajos de su falda; ella entró velozmente en la celda y cerró la puerta desgarrándose la falda. El centinela empujaba para entrar tras ella, pero Clelia pudo correr un candado que tenía justo al alcance de la mano. Miró al interior de la celda y vio a Fabricio sentado ante una mesita sumamente pequeña donde tenía la cena puesta. Se precipitó hacia la mesa, la volcó y, cogiéndole el brazo, le dijo: —¿Has comido? Aquel tuteo encantó a Fabricio. En su consternación, Clelia olvidaba por primera vez el recato femenino, y dejaba ver su amor. Fabricio no había empezado todavía aquella comida fatal: la cogió en sus brazos y la cubrió de besos. «Esta comida está envenenada —pensó—; si le digo que no la he tocado, la religión recuperará su jurisdicción y Clelia huirá. Si, en cambio, me ve como un moribundo, conseguiré que no me deje. A Clelia le gustaría encontrar un medio para romper su execrable boda, el azar nos lo presenta: se juntarán los carceleros, echarán la puerta abajo y habrá tal escándalo que quizá el marqués Crescenzi se asuste y rompa el compromiso». En aquel instante de silencio que Fabricio dedicó a estas reflexiones, notó que ya Clelia trataba de librarse de su abrazo. —Aún no siento los dolores —le dijo—, aunque muy pronto me arrojarán a tus pies: ayúdame a morir. —¡Ay! ¡Mi único amigo! ¡Moriré contigo! —exclamó ella, estrechándolo entre sus brazos convulsivamente. Estaba tan guapa, medio desnuda, en aquel estado de apasionamiento extremo, que Fabricio no pudo resistirse a un impulso casi involuntario. No encontró ninguna resistencia. En el entusiasmo de pasión y de generosidad que sigue a una felicidad suma, Fabricio cometió la torpeza de decirle: —No es bueno que una indigna mentira empañe los primeros instantes de nuestra felicidad. Si no llega a ser por tu valentía, no sería más que un cadáver, o me estaría debatiendo en medio de atroces dolores; pero, en realidad, iba a empezar a cenar cuando has entrado, no he tocado los platos. Fabricio se entretuvo en las imágenes espantosas para conjurar la indignación que leía ya en los ojos de Clelia. Ella se quedó mirándolo durante unos instantes, debatiéndose entre dos sentimientos tan intensos como opuestos; luego se arrojó a sus brazos. Se oyó un estruendo en el corredor, abrían y cerraban violentamente las tres puertas de hierro, hablaban a gritos. —¡Ay! ¡Si al menos tuviese armas! —exclamó Fabricio—; me obligaron a entregarlas para dejarme entrar. ¡Vienen a matarme, no hay duda! ¡Adiós, Clelia mía! Bendigo mi muerte porque ha sido ocasión de mi felicidad. Clelia lo abrazó y le dio un puñalito con mango de marfil y una hoja que no era más larga que la de un cortaplumas. —No te dejes matar —le dijo—; defiéndete hasta el último momento; si mi tío el capellán oye el ruido, te salvará; es valiente y bueno; voy a buscarlo —y, dicho esto, se precipitó hacia la puerta. Tenía ya la manija del cerrojo en la mano, cuando volvió la cabeza hacia él y prosiguió exaltada—: Si no te matan, déjate morir de hambre antes de probar nada. No dejes de llevar este pan encima. El ruido se acercaba, Fabricio la cogió por la cintura y la apartó de la puerta; la abrió con furia y se lanzó por la escalerilla de los seis peldaños. Llevaba en la mano el puñalito del mango de marfil, y a punto estuvo de atravesar con él el chaleco del general Fontana, el ayudante de campo del príncipe, que se echó hacia atrás rápidamente y gritó espantado: —¡Pero si vengo a salvarle, señor del Dongo! Fabricio volvió a subir los seis peldaños y dijo hacia el interior de la celda: —¡Viene Fontana a salvarme! Luego, volviendo a donde estaba el general en la escalerilla de madera, habló con él muy tranquilamente. Le rogó muy cumplidamente que le perdonara aquel arrebato de cólera. —Han intentado envenenarme; esa comida de ahí, que han puesto para que me la comiera, está envenenada; he tenido la prudencia de no tocar nada, aunque he de confesarle que ese proceder me ha indignado. Cuando le he oído subir a usted, he pensado que venían a matarme a puñaladas… Señor general, le ruego que ordene que no entre nadie en la celda, pues retirarían el veneno y nuestro buen príncipe debe saberlo todo. El general, muy pálido y desconcertado, transmitió las órdenes de Fabricio a los escogidos carceleros que lo seguían. Aquellos hombres, inquietos ante el descubrimiento del veneno, se apresuraron a bajar. Se adelantaron a toda prisa, aparentemente para no estorbar al ayuda de campo del príncipe en una escalera tan estrecha, pero, de hecho, para escapar de allí y desaparecer. Para gran extrañeza del general Fontana, Fabricio se entretuvo un cuarto de hora largo en la escalerita de hierro que se ceñía a la columna de la planta baja. Quería darle tiempo a Clelia para esconderse en el primer piso. Había sido la duquesa quien, tras varias tentativas, a cual más loca, había conseguido que el general Fontana fuera enviado a la ciudadela. Lo había logrado por casualidad. Al dejar al conde Mosca, que estaba tan asustado como ella, había corrido a palacio. La princesa, que sentía una manifiesta repugnancia por la energía, que consideraba una vulgaridad, pensó que estaba loca, y no pareció dispuesta a dar un solo paso que se saliera de lo habitual en su favor. La duquesa, fuera de sí, lloraba amargamente; no hacía más que repetir: —¡Pero, señora, antes de que pase un cuarto de hora Fabricio habrá muerto envenenado! Al ver la perfecta indiferencia de la princesa, la duquesa se volvió loca de dolor. En ningún momento se hizo la reflexión moral que se hubiera hecho cualquier mujer educada en una de esas religiones del Norte que admiten el examen personal: «Yo he sido la primera en emplear el veneno y muero envenenada». En Italia, las reflexiones de este tipo en momentos apasionados se consideran propias de una inteligencia roma, como se consideraría en París un juego de palabras hecho en circunstancias similares. La duquesa, desesperada, fue a ver quién había en el salón; se encontró allí al marqués Crescenzi, que estaba de servicio aquel día. Al regreso de la duquesa a Parma el marqués le había agradecido efusivamente el cargo de caballero de honor al que, sin su intervención, no hubiera podido nunca aspirar. No habían faltado entonces las promesas de sometimiento absoluto. La duquesa lo abordó sin preámbulos: —Rassi va a envenenar a Fabricio, que está en la ciudadela. Métase en el bolsillo el chocolate y la botella de agua que le voy a dar; suba a la ciudadela, y devuélvame la vida diciéndole al general Fabio Conti que, si no le permite a usted darle en persona a Fabricio esta agua y este chocolate, rompe con su hija. El marqués se puso pálido; no sólo no se sintió aguijoneado con estas palabras, sino que se le puso una cara de apuro absolutamente necia. No podía creer que fuera a cometerse un crimen tan espantoso en una ciudad tan moral como Parma, donde reinaba un príncipe tan grande, etcétera. Todas estas simplezas las iba diciendo lentamente. En suma, la duquesa había dado con un buen hombre, pero débil a más no poder e incapaz de actuar. Tras veinte frases semejantes interrumpidas por los gritos de impaciencia de la señora Sanseverina, dio con la excelente idea de que el juramento que había hecho como caballero de honor le impedía mezclarse en maniobras contra el gobierno. Imposible describir la ansiedad y la desesperación de la duquesa, que veía que el tiempo volaba. —¡Al menos, vaya a ver al gobernador y dígale que perseguiré hasta el infierno a los asesinos de Fabricio!… La desesperación aumentaba la natural elocuencia de la duquesa, pero todo aquel ardor no servía más que para asustar cada vez más al marqués y multiplicar su indecisión. Al cabo de una hora estaba aún menos dispuesto a actuar que al principio. Aquella mujer desventurada, que había llegado al límite de la desesperación, y que estaba convencida de que el gobernador no se opondría a nada que le propusiera un yerno rico, llegó a ponerse de rodillas; entonces la pusilanimidad del marqués pareció hacerse aún mayor; ante aquel extraño espectáculo llegó a pensar que él mismo estaba comprometido sin saberlo y pasó algo singular: el marqués, que en el fondo era un buen hombre, se conmovió con las lágrimas y la posición, a sus pies, de una mujer tan guapa y, sobre todo, tan poderosa. «Yo mismo, incluso —pensó—, por noble y rico que sea, puedo verme un día de rodillas ante un republicano cualquiera». El marqués se puso a llorar. Finalmente, la duquesa lo convenció de que ella, en su condición de camarera mayor, lo llevaría ante la princesa para que ésta le permitiera llevar a Fabricio un cestillo cuyo contenido declararía ignorar. El día anterior por la noche, antes de que la duquesa se enterase de la locura de Fabricio de ir a la ciudadela, se había representado en la corte una comedia dell’arte; y el príncipe, que siempre se reservaba para sí los papeles de enamorado que hubiera que compartir con la duquesa, había estado tan apasionado hablándole de la ternura que sentía, que hubiera caído en el ridículo, si fuera posible el ridículo en Italia para un hombre o un príncipe apasionados. El príncipe, que era muy tímido, pero que se tomaba muy en serio las cosas del amor, se encontró en uno de los corredores de palacio con la duquesa cuando arrastraba al muy turbado marqués Crescenzi a los aposentos de la princesa. Se quedó tan sorprendido y tan deslumbrado por la belleza cargada de emoción que la desesperación confería a la camarera mayor, que, por primera vez en su vida, se mostró enérgico. Con un gesto más que autoritario despidió al marqués y se dispuso a hacer una declaración de amor a la duquesa en toda regla. Sin duda alguna la tenía preparada desde mucho tiempo atrás, pues había en lo que dijo cosas bastante razonables. —En la medida en que las conveniencias de mi posición me impiden alcanzar la suprema felicidad de casarme con usted, yo le juraré sobre la santa hostia consagrada que no me casaré sin un permiso suyo por escrito. Me doy perfecta cuenta —añadió— de que deshago su boda con un primer ministro, hombre inteligente y amabilísimo; pero, a fin de cuentas, él tiene cincuenta y seis años y yo no he cumplido todavía los veintidós. La injuriaría a usted, creo yo, y me haría merecedor de su rechazo si le hablara de intereses ajenos al amor; aunque todos los que valoran el dinero en mi corte hablan con admiración de la prueba de amor que le hace el conde al convertirla en depositaría de cuanto le pertenece. Me haría muy feliz imitarlo en este aspecto. Usted hará mucho mejor uso de mis bienes que yo mismo, tendrá la entera disposición de la suma anual que mis ministros envían al intendente general de la corona; de manera que será usted, duquesa, quien decida qué dinero pueda gastar al mes. A la duquesa le parecía que todos aquellos detalles se alargaban demasiado, mientras se le desgarraba el corazón con los peligros que corría Fabricio. —¡Pero entonces no sabe usted, mi príncipe —exclamó—, que en este preciso momento están envenenando a Fabricio en su ciudadela! ¡Sálvele! Le creo todo. La frase no podía ser más torpe. Ante la mera mención de la palabra veneno, todo el abandono, toda la buena fe con que aquel pobre príncipe honrado había abordado la conversación desaparecieron de golpe. La duquesa no se dio cuenta de su descuido hasta que no tuvo remedio; entonces su desesperación fue aún mayor, lo que le parecía imposible. «Si no hubiera hablado de veneno —pensó—, me habría concedido la libertad de Fabricio. ¡Ay, Fabricio —siguió pensando—, debe de estar escrito que sea yo quien te parta el alma con mis estupideces!». La duquesa necesitó bastante tiempo y bastante coquetería para llevar de nuevo al príncipe a sus proposiciones de amor apasionado; pero él seguía estando muy afectado. Era sólo su mente la que hablaba; su alma se había quedado helada, primero con la idea de veneno, después con una segunda idea que le producía tanto desasosiego como horror le producía la primera: «Se envenena en mis estados. ¡Y sin decirme nada! ¡Rassi quiere deshonrarme a los ojos de Europa! ¡Sabe Dios qué leeré el mes que viene en los periódicos de París!». Súbitamente, tras acallarse el alma de aquel joven tímido, se abrió paso una idea en su mente. —¡Mi querida duquesa! Usted sabe cuánto la quiero. Prefiero creer que esas atroces ideas suyas de veneno no tienen fundamento; aunque no dejan de inquietarme. Por un instante, casi me hacen olvidar la pasión que me inspira usted, la única que he tenido en mi vida. Ya me doy cuenta de que no soy capaz de inspirar amor. No soy más que un niño muy enamorado; pero, por favor, póngame a prueba. El príncipe volvía a animarse con aquellos conceptos. —¡Salve a Fabricio y le creeré todo! Es muy probable que me esté dejando arrebatar por temores absurdos de un alma de madre; pero mande inmediatamente que vayan a buscar a Fabricio a la ciudadela, deje que lo vea. Si aún vive, enviadlo del palacio a la cárcel de la ciudad donde permanecerá meses enteros, si Vuestra Alteza lo exige, hasta que sea juzgado. La duquesa vio con desesperación que el príncipe, en vez de concederle con una simple palabra algo tan sencillo, ponía un gesto hosco; se había puesto muy colorado, miraba a la duquesa, luego bajó los ojos y sus mejillas empalidecieron. La idea de veneno, tan inoportunamente planteada, le había sugerido otra idea digna de su padre o de Felipe II, aunque no se atrevía a exponerla. —Yo creo, señora —dijo finalmente, como forzándose y con un tono descompuesto—, que usted me desprecia como a un niño y además como a alguien carente de gracia. Bueno, pues voy a decirle algo terrible que se me ha ocurrido ahora mismo y que me lo ha dictado la pasión honda y verdadera que usted me inspira. Si por un instante hubiera creído eso del veneno, habría actuado ya, mi sentido del deber me habría obligado a ello, como obliga una ley; pero en su petición no veo más que una fantasía apasionada, cuyo sentido último —permítame decírselo— no acabo de entender. Usted quiere que yo actúe sin consultar a mis ministros, ¡yo que no hace ni tres meses que reino!; me pide usted que haga una excepción a mi modo ordinario de obrar, que —se lo confieso— me parece sumamente razonable. Usted es, señora, aquí y ahora, el soberano absoluto, me da usted esperanzas en una pretensión que lo es todo para mí; pero, dentro de una hora, cuando esa fantasía del veneno, esa pesadilla, se haya desvanecido, mi presencia volverá a parecerle inoportuna, volveré a estar en desgracia ante usted, señora. Pues bien; necesito un juramento. Jure usted, señora, que si Fabricio le es devuelto sano y salvo, yo obtendré de usted, de aquí a tres meses, toda la dicha que mi amor pueda desear; usted asegurará la felicidad de toda mi vida poniendo a mi disposición una hora de la suya, y usted será mía. En aquel momento el reloj del palacio dio las dos. «¡Ay, quizá es ya demasiado tarde!» —pensó la duquesa. —¡Lo juro! —exclamó con la mirada perdida. Al instante, el príncipe se convirtió en otro hombre. Corrió hasta el final de la galería donde se encontraba la sala de los ayudantes de campo. —General Fontana, vaya inmediatamente a la ciudadela, suba sin perder un instante a la celda donde está encerrado el Sr. del Dongo y tráigalo a mi presencia, tengo que hablar con él antes de veinte minutos, quince, si es posible. —¡Ah!, General —gritó la duquesa, que había seguido al príncipe—, un minuto puede decidir mi vida. Cierta información, falsa sin duda, me hace temer que quieren envenenar a Fabricio. Grítele, en cuanto esté al alcance de su voz, que no coma nada. Si ha tocado la comida, hágale vomitar; dígale que soy yo quien lo quiere así. Emplee la fuerza, si hace falta. Dígale que yo llego inmediatamente después de usted; y, créame, le estaré agradecida de por vida. —Señora duquesa, mi caballo está ensillado; paso por saber manejar un caballo; parto a galope; estaré en la ciudadela ocho minutos antes que usted. —Y yo, duquesa —exclamó el príncipe—, le pido cuatro de esos ocho minutos. El ayudante de campo había ya desaparecido, era un hombre que no tenía otro mérito en la vida que el de montar a caballo. Apenas hubo cerrado éste la puerta, el joven príncipe, que parecía ahora un hombre de carácter, cogió la mano de la duquesa: —Le ruego, señora —le dijo con vehemencia—, que venga conmigo a la capilla. La duquesa, desconcertada por una vez en su vida, le siguió sin decir nada. El príncipe y ella recorrieron en toda su extensión, a la carrera, la gran galería del palacio, pues la capilla estaba en el otro extremo. Nada más llegar a la capilla, el príncipe se puso de rodillas, tanto ante el altar como ante la duquesa. —Repita el juramento —le dijo con vehemencia—; si usted hubiera sido justa, si esta malhadada condición mía de príncipe no hubiera jugado en mi contra, usted me hubiera concedido, por compasión a mi amor, lo que ahora me debe por juramento. —Si vuelvo a ver a Fabricio sin que lo hayan envenenado, si aún vive dentro de ocho días, si Su Alteza lo nombra coadjutor y futuro sucesor del arzobispo Landriani, mi honor, mi dignidad femenina, todo, lo pisotearé, y seré de Su Alteza. —Mi querida amiga —dijo el príncipe con una mezcla muy graciosa de tímida ansiedad y de ternura—, me temo alguna añagaza que no puedo comprender y que podría destruir mi felicidad. Me moriría si así fuera. ¿Qué sería de mí si el arzobispo opone alguna de esas razones eclesiásticas que alargan las cosas años enteros? Usted puede ver que yo actúo con entera buena fe, ¿va usted a ser conmigo un pequeño jesuíta? —No; de buena fe: si Fabricio se salva, si usted despliega todo su poder para hacerlo coadjutor y futuro arzobispo, yo me deshonro y soy suya. Vuestra alteza se compromete a poner aprobado en el margen de una petición que monseñor el arzobispo le presentará de aquí a ocho días. —Yo le firmo a usted un papel en blanco, reine en mí y en mis estados —exclamó el príncipe, poniéndose rojo de felicidad, realmente fuera de sí. Aún le exigió un segundo juramento. Estaba tan emocionado que olvidaba la timidez que le era tan natural y, en aquella misma capilla en que estaban solos, le dijo a la duquesa en voz baja cosas tales, que oídas por ella tres días antes le hubieran cambiado la opinión que sobre él tenía. Pero su desesperación por la suerte de Fabricio no dejaba lugar al horror por la promesa que le había sido arrancada. La duquesa estaba desquiciada con lo que acababa de hacer. Si aún no tenía clara conciencia de toda la espantosa amargura que encerraba la palabra que acababa de pronunciar era porque toda su atención estaba puesta en saber si el general Fontana podría llegar a tiempo a la ciudadela. Para librarse de las alocadamente dulces palabras de aquel niño y cambiar un poco de asunto, ella elogió un cuadro famoso del Parmigiano que estaba en el altar mayor de la capilla. —Tenga usted la bondad de permitirme que se lo envíe —dijo el príncipe. —Acepto —contestó la duquesa—, pero déjeme que vaya al encuentro de Fabricio. Con aire de desconcierto, le dijo a su cochero que pusiera los caballos al galope. En el puente levadizo de la ciudadela se encontró con el general Fontana y con Fabricio que salían andando. —¿Has comido? —No, de milagro. La duquesa corrió a abrazar a Fabricio y sufrió un desvanecimiento que duró una hora e hizo temer primero por su vida, y después por su razón. El gobernador Fabio Conti se había puesto lívido de ira cuando vio al general Fontana. Se tomó tanto tiempo para obedecer la orden del príncipe, que el ayudante de campo, que suponía que la duquesa iba a ocupar el puesto de amante oficial, había acabado por enfadarse. El gobernador contaba con hacer durar la enfermedad de Fabricio dos o tres días, y «Mira por dónde —se dijo—, el general, un cortesano, se va a encontrar a ese insolente debatiéndose en los dolores que me vengan de su fuga». Fabio Conti, muy pensativo, se detuvo en el cuerpo de guardia de la planta baja de la torre Farnesio y ordenó a los soldados que desalojaran el lugar, no quería testigos de la escena que iba a ofrecerse. Cinco minutos más tarde, cuando oyó hablar a Fabricio y lo vio vivo y despierto, describiéndole al general Fontana la prisión, se quedó petrificado de asombro. Desapareció de allí. En su encuentro con el príncipe, Fabricio se mostró como un perfecto gentleman. Antes que nada, no quería en absoluto dar la imagen de un niño que se asusta por cualquier insignificancia. Cuando el príncipe le preguntó amablemente cómo se encontraba, le contestó: —Como un hombre, Alteza Serenísima, que se muere de hambre, pues, afortunadamente, ni he comido ni he cenado. Tras manifestar que era para él un honor dar las gracias al príncipe, pidió permiso para ver al arzobispo antes de presentarse en la cárcel de la ciudad. En aquel instante, en la infantil inteligencia del príncipe se abrió paso la idea de que la del veneno no había sido más que una quimérica imaginación de la duquesa; se puso mortalmente pálido. Absorto en aquel pensamiento cruel, no respondió enseguida a la petición de ver al arzobispo que le hacía Fabricio; luego, sintiéndose obligado a reparar su distracción, le concedió multitud de gracias. —Salga solo, señor, vaya por las calles de mi capital sin vigilancia alguna. A eso de las diez o las once, preséntese en la cárcel, donde espero que no esté usted mucho tiempo. Al día siguiente de aquella gran jornada, la más memorable de su vida, el príncipe se creía un pequeño Napoleón. Había leído que el gran hombre había tenido el favor de algunas de las mujeres más guapas de su corte. Tras sentirse Napoleón por aquella clase de fortuna, se acordó de que también se había enfrentado a las balas. Tenía el corazón aún encandilado con la firmeza de su comportamiento con la duquesa. La conciencia de haber hecho algo muy difícil lo convirtió en otro hombre durante quince días; mostró una especial sensibilidad a los razonamientos generosos; fue un hombre enérgico. Empezó el día quemando el título de conde extendido a favor de Rassi, que tenía encima de la mesa desde hacía un mes. Destituyó al general Fabio Conti y le pidió al coronel Lange, su sucesor, un informe sobre el asunto del veneno. Lange, un valiente militar polaco, presionó a los carceleros, e informó al príncipe de que habían querido envenenar el almuerzo del Sr. del Dongo, pero para ello hubiera hecho falta que estuvieran en el secreto muchas personas; para la cena se tomaron más hábiles medidas y, sin la llegada del general Fontana, el Sr. del Dongo hubiera estado perdido. El príncipe quedó consternado; pero, como estaba muy enamorado, supuso para él cierto consuelo la posibilidad de decirse: «La realidad es que, a fin de cuentas, le he salvado la vida del Sr. del Dongo, y la duquesa no se atreverá a faltar a la palabra que me ha dado». Aún se le ocurrió esta otra idea: «Este oficio mío es mucho más difícil de lo que pensaba; todo el mundo piensa que la duquesa tiene una inteligencia excepcional, y ello hace que coincidan la conveniencia política y mi corazón. Para mí sería divino que ella quisiera ser mi primer ministro». Por la noche, el príncipe estaba tan irritado con los horrores que había descubierto que no quiso intervenir en la comedia. —Me haría muy feliz —le dijo a la duquesa— que aceptara usted reinar en mis estados como reina en mi corazón. Para empezar, le contaré qué he hecho a lo largo de la jornada —y le contó su día minuciosamente: cómo había quemado el título de conde de Rassi, el nombramiento de Lange, su informe sobre el envenenamiento, etcétera, etcétera—. Creo que tengo muy poca experiencia para reinar. El conde me ofende con sus bromas; bromea hasta en el consejo, y en sociedad afirma cosas cuya veracidad usted misma puede negar; dice que soy un crío y que me lleva por donde quiere. No por ser príncipe, señora, soy menos hombre, y esas cosas molestan. Para desmentir esos comentarios del Sr. Mosca, me han hecho nombrar ministro a ese peligroso indeseable de Rassi y, mire por dónde, el general Conti lo cree tan poderoso que no se atreve a confesar que ha sido él o la Raversi quienes le han ordenado dar muerte a su sobrino; me dan ganas de llevar, sin más, a los tribunales al general Fabio Conti, ya dirán los jueces si es culpable de una tentativa de envenenamiento. —¿Pero, príncipe, tiene usted jueces? —¿Cómo? —preguntó el príncipe asombrado. —Tiene usted sabios jurisconsultos que pasean gravemente por las calles; aparte de eso, siempre juzgarán como guste el partido dominante de su corte. Mientras el joven príncipe, escandalizado, profería frases que, más que sagacidad alguna, dejaban ver todo su candor, la duquesa se decía a sí misma: «¿Me conviene a mí que se deshonre a Conti? No, ciertamente, pues en tal caso, la boda de su hija con ese buen tontorrón del marqués Crescenzi sería imposible». El príncipe y la duquesa mantuvieron una interminable charla sobre este asunto. El príncipe se quedó deslumbrado de admiración. Con objeto de no entorpecer la boda de Clelia Conti con el marqués Crescenzi, y con tal condición expresa, por él mismo planteada no sin cólera al exgobernador, le perdonó su intento de envenenamiento; aunque, por consejo de la duquesa, lo desterró hasta el momento de la boda. La duquesa pensaba que ya no estaba enamorada de Fabricio, pero seguía deseando apasionadamente aquel matrimonio de Clelia Conti con el marqués; albergaba la vaga esperanza de que con ello desapareciera poco a poco la inquietud de Fabricio. El príncipe, radiante de alegría, quería destituir aquella misma noche, y con la mayor publicidad, al ministro Rassi. La duquesa le dijo riéndose: —¿Recuerda aquella frase de Napoleón que dice «Quien ocupa un puesto elevado y es blanco de todas las miradas no puede permitirse gestos bruscos»? Hoy es ya muy tarde, dejemos el asunto para mañana. Quería darse tiempo para poder consultar al conde, a quien contó minuciosamente todo el diálogo de aquella velada, callándose, no obstante, las frecuentes alusiones del príncipe a la promesa que envenenaba su vida. La duquesa presumía que llegaría a ser tan imprescindible que podría conseguir un aplazamiento indefinido diciéndole al príncipe: «Si es usted tan bárbaro como para querer someterme a semejante vejación, que no le perdonaría jamás, al día siguiente abandono sus estados». Consultado por la duquesa sobre la suerte de Rassi, el conde se mostró muy cauto. El general Fabio Conti y él se fueron de viaje al Piamonte. En el proceso de Fabricio se suscitó una extraña dificultad: los jueces querían declararlo inocente por aclamación ya en la primera sesión. El conde tuvo, incluso, que llegar a las amenazas para que el proceso durara ocho días por lo menos, y para que los jueces se tomaran el trabajo de oír a todos los testigos. «Esta gente siempre será igual» —pensó. Al día siguiente de su absolución, Fabricio del Dongo tomó posesión de su cargo de vicario general del buen arzobispo Landriani. Aquel mismo día, el príncipe firmó los despachos necesarios para que Fabricio fuera nombrado coadjutor y futuro sucesor, y, antes de que hubieran transcurrido dos meses, obtuvo dicha plaza. Todo el mundo felicitaba a la duquesa por la seriedad de su sobrino; en realidad, Fabricio estaba desesperado. Coincidiendo con la altísima privanza de la duquesa, al día siguiente de su liberación, a la que siguió la destitución y el destierro del general Fabio Conti, Clelia se refugió en casa de su tía, la condesa Contarini, una mujer muy rica y muy vieja que sólo se ocupaba de su salud. Aunque Clelia habría podido ver a Fabricio, cualquiera que hubiera conocido sus compromisos anteriores y que la viera actuar ahora habría podido pensar que, con los peligros de su amante, su amor por él se había terminado. Fabricio no sólo pasaba cuantas veces podía, dentro de unos límites, por delante del palacio Contarini, sino que, incluso, había conseguido, tras ímprobos esfuerzos, alquilar un pequeño apartamento frente a las ventanas del primer piso del palacio. Un día, Clelia, que atolondradamente se había asomado a la ventana para ver pasar una procesión, se apartó al instante, espantada. Había visto a Fabricio, muy pobremente vestido de negro, con ropas de obrero, mirándola desde una de las ventanas de aquel cuchitril cuyas ventanas cerraban con papel aceitado, como la celda de la torre Farnesio. A Fabricio le hubiera gustado estar convencido de que Clelia lo rehuía a causa de la desgracia de su padre, que todo el mundo atribuía a la duquesa; pero él sabía muy bien que la causa de aquel alejamiento era otra y nada podía distraerlo de su melancolía. Había sido indiferente a la absolución y a su destino en tan importantes funciones, las primeras que desempeñaría en su vida; tampoco le afectaba su alta posición en la sociedad, ni la asidua corte que le hacían todos los eclesiásticos y todos los devotos de la diócesis. Las bonitas habitaciones que tenía en el palacio Sanseverina no fueron suficientes. Encantada con ello, la duquesa se había visto obligada a cederle entero el segundo piso de su palacio y dos hermosos salones del primero, que estaban constantemente llenos de personajes haciendo antesala para mostrar sus respetos al joven coadjutor. La cláusula de futura sucesión había producido un efecto sorprendente en el país; ahora se consideraban virtudes todas aquellas cualidades firmes de su carácter que no hacía mucho tanto escandalizaban a los pobres y necios cortesanos. Para Fabricio supuso una gran lección de filosofía sentirse perfectamente insensible a todos aquellos honores, sentirse mucho más desgraciado en aquellos magníficos aposentos, con diez lacayos de librea, que en su celda de madera de la torre Farnesio, rodeado de diez siniestros carceleros y temiendo constantemente por la vida. Su madre y su hermana, la duquesa V***, que fueron a Parma para verlo en su gloria, se quedaron impresionadas con su profunda tristeza. La marquesa del Dongo, ahora la menos novelera de las mujeres, se alarmó tanto que llegó a creer que en la torre Farnesio le habían dado algún veneno lento. Aunque era extremadamente discreta, creyó su deber hablarle de tan rara tristeza, y Fabricio no pudo contestarla porque rompió a llorar. La multitud de ventajas, que se siguieron a su brillante posición, no le sirvieron sino de disgusto. Su hermano, aquella alma vanidosa y gangrenada por el egoísmo más vil, le escribió una carta de felicitación casi oficial, y, con la carta, un envío de cincuenta mil francos, con objeto de que pudiera —decía el nuevo marqués— comprar caballos y un coche dignos de su nombre. Fabricio le envió aquella suma a su hermana pequeña, que estaba mal casada. El conde Mosca había mandado hacer una bella traducción al italiano de la genealogía de la familia Valserra del Dongo, publicada antaño en latín por aquel otro Fabricio, arzobispo de Parma. La hizo imprimir magníficamente con el texto latino junto al italiano; los grabados habían sido reproducidos con soberbias litografías hechas en París. Por deseo de la duquesa, enfrentado al del antiguo arzobispo, se había colocado un hermoso retrato de Fabricio. La traducción se publicó como obra de Fabricio llevada a efecto durante su primer encarcelamiento. Pero para nuestro héroe nada tenía ningún valor; ni siquiera la vanidad, tan natural al hombre, lo afectaba. No se dignó ni leer una página de aquella obra que se le atribuía. Su posición social le obligó a regalarle un ejemplar magníficamente encuadernado al príncipe, quien creyéndose en el deber de compensarle en algo por la muerte cruel que había tenido tan cercana, le concedió el privilegio de entrada en su cámara, distinción que lleva aparejado el tratamiento de excelencia[38]. Capítulo vigesimosexto Los únicos momentos en que Fabricio podía salir de su profunda tristeza eran los que pasaba escondido tras el vidrio con que había sustituido el papel aceitado de la ventana de su apartamento, situado justo enfrente del palacio Contarini, donde, como se sabe, se había refugiado Clelia. Las pocas veces que la había visto, después de haber salido de la ciudadela, se había quedado sumamente preocupado por el extraño cambio que se había operado en ella y que no auguraba nada bueno para él. Desde que incurriera en su falta, la cara de Clelia había tomado un aire de nobleza y seriedad verdaderamente notable. Se hubiera dicho que tenía treinta años. En aquel cambio tan extraordinario, Fabricio creyó ver el reflejo de alguna firme resolución. «A cada instante del día —se decía— se jura a sí misma ser fiel a la promesa que le hizo a la Madona y no volver a verme nunca». Sólo en parte adivinaba Fabricio las desdichas de Clelia. Consciente ésta de que su padre, definitivamente caído en desgracia, no podía volver a Parma ni presentarse en la corte (sin lo cual no podía vivir) hasta el día en que se casara con el marqués Crescenzi, le había escrito diciéndole que deseaba aquella boda. El general estaba entonces en Turín, enfermo del disgusto. Como consecuencia de tan importante resolución, Clelia había envejecido diez años. Se había dado cuenta perfectamente de que Fabricio tenía una ventana enfrente del palacio Contarini; pero sólo había tenido la desgracia de mirarlo una vez; en cuanto creía ver un rostro o una figura masculina que le recordara a la suya, cerraba los ojos. No tenía ahora otros recursos que su piedad profunda y su confianza en la ayuda de la Madona. Tenía el pesar de no sentir afecto por su padre; el carácter de su futuro marido le parecía perfectamente insustancial, muy a la medida del modo de ver las cosas de la alta sociedad. Y, por último, adoraba a un hombre al que no debía volver a ver jamás, y que, sin embargo, tenía derechos sobre ella. El futuro en su conjunto se le presentaba como una desgracia completa, y hemos de confesar que no se engañaba. Le hubiera convenido irse a vivir a doscientas leguas de Parma tras su boda. Fabricio conocía la sincera modestia de Clelia; sabía muy bien que cualquier acto extraordinario que pudiera convertirse en comidilla en caso de ser descubierto la disgustaría con toda seguridad. Aun así, empujado por aquella extremada melancolía suya y por aquellas miradas de Clelia sistemáticamente apartadas de él, intentó ganarse a dos criados de la señora Contarini, la tía de Clelia. Un día, a la caída de la tarde, Fabricio, vestido de labrador rico, se presentó en la puerta del palacio, donde le esperaba uno de los criados sobornados. Se anunció como procedente de Turín y portador de dos cartas del padre de Clelia. El criado lo condujo a una inmensa antesala del primer piso del palacio y fue a llevar el recado. Probablemente fue en aquella estancia donde Fabricio pasó el cuarto de hora de mayor ansiedad de toda su vida. Si Clelia lo rechazaba, ya no habría nunca esperanza ni tranquilidad para él. «Cortaré de raíz con las inoportunas cargas con que me agobia mi nueva dignidad y libraré a la iglesia de un mal sacerdote; me refugiaré en una cartuja con un nombre supuesto». Finalmente volvió el criado y le anunció que la señorita Clelia Conti lo recibiría Nuestro héroe perdió completamente el valor; a punto estuvo de caerse de miedo cuando subía las escaleras del segundo piso. Clelia estaba sentada ante una mesita, sin otra luz que la de una vela. En cuanto reconoció a Fabricio tras su disfraz, corrió a esconderse al fondo del salón. —¿Así es como vela usted por mi salvación? —le gritó, tapándose la cara con las manos—. Sabe muy bien que; cuando mi padre estuvo a punto de morir envenenado, prometí a la Madona no volver a verlo. Sólo he faltado a mi promesa un día, el más desdichado de mi vida, cuando creí en conciencia que debía arrebatarlo a usted a la muerte. Ya es mucho, si, por una interpretación forzada y, sin duda, inicua, consiento en oírle a usted. Esta última frase sorprendió de tal modo a Fabricio que necesitó unos segundos para alegrarse con ella. Se había esperado un estallido de ira y la huida de Clelia. Finalmente recuperó la presencia de ánimo y apagó aquella única vela. Aunque creía haber interpretado bien los deseos de Clelia, temblaba como un azogado mientras se acercaba al fondo del salón donde se había escondido ella tras un canapé. Vacilaba pensando si la ofendería besándole la mano, cuando ella, estremecida de amor, se arrojó en sus brazos. —¡Fabricio querido! —le dijo—, ¡cuánto has tardado en venir! Sólo puedo hablar contigo un instante, porque estoy convencida de que esto es un pecado muy grande; estoy segura de que cuando prometí no verte nunca estaba prometiendo también no hablar contigo en absoluto. ¿Cómo has podido perseguir con tanta saña la idea de venganza que tuvo mi pobre padre si, a fin de cuentas, fue a él a quien casi envenenan para facilitar con ello tu huida? ¿No te parece que tendrías tú que hacer algo por mí, después de que he expuesto tanto mi buen nombre para salvarte? Además, ahora ya estás totalmente vinculado a las órdenes sagradas; no podrías casarte conmigo, aun cuando yo encontrara un modo de alejar a ese odioso marqués. ¿Y cómo te atreviste a verme a plena luz, la tarde de la procesión, violando del modo más escandaloso la santa promesa que había hecho yo a la Madona? Fabricio, estrechándola entre sus brazos, no cabía en sí de asombro y felicidad. Un encuentro que empezaba con tal cantidad de cosas que decirse tenía que durar mucho tiempo. Fabricio le contó la verdad exacta del destierro de su padre. La duquesa no se había inmiscuido en absoluto en aquel asunto, por la sencilla razón de que en ningún momento había creído que la idea del veneno fuera del general Fabio Conti; siempre había pensado que aquella había sido una argucia estratégica de la facción Raversi con el propósito de expulsar al conde Mosca. Esta verdad histórica, minuciosamente desarrollada, dejó a Clelia muy contenta; la apenaba tener que odiar a alguien que fuera tan cercano a Fabricio. Ya no tenía celos de la duquesa. La felicidad que obró aquella velada sólo duró unos pocos días. Don César, aquel excelente sacerdote, volvió de Turín y, sacando coraje de la absoluta honestidad de su corazón, se atrevió a presentarse ante la duquesa. Tras haberle pedido que no abusara de la confidencia que le iba a hacer, le confesó que su hermano, engañado por un falso concepto del honor, habiéndose creído desafiado y deshonrado por la evasión de Fabricio, había creído que era su deber vengarse. No había hablado dos minutos don César, y ya tenía ganada la causa. Su virtud sin fisuras había emocionado a la duquesa, nada acostumbrada a un espectáculo semejante. Aquella novedad le encantó. —Adelante usted la boda de la hija del general con el marqués Crescenzi, y yo le doy mi palabra de que haré cuanto esté en mi mano para que el general sea recibido como si volviera de un viaje. Lo invitaré a cenar, ¿le parece a usted bien? Indudablemente habrá cierta frialdad al principio, y el general no deberá tener prisa en pedir su cargo de gobernador de la ciudadela. Pero ya sabe usted que tengo amistad con el marqués y no voy a guardarle ningún rencor a su suegro. Armado con estas palabras, don César fue a decirle a su sobrina que tenía en sus manos la vida de su padre, enfermo de desesperación. Llevaba varios meses sin aparecer por ninguna corte. Clelia fue a ver a su padre, que se había refugiado en una aldea de las proximidades de Turín con un nombre supuesto, pues se había imaginado que la corte de Parma pedirla su extradición a la de Turín para juzgarlo. Se lo encontró enfermo y casi loco. Aquella misma noche escribió a Fabricio una carta de ruptura definitiva. Cuando recibió la carta, Fabricio, que iba teniendo un carácter sumamente parecido al de su amante, se retiró al convento de Velleja, en el monte, a diez leguas de Parma. Clelia le había enviado una carta de diez páginas; anteriormente le había jurado que nunca se casaría con el marqués Crescenzi sin su consentimiento, ahora se lo pedía. Fabricio, desde su recóndito retiro en Velleja, se lo concedió en una carta impregnada de la más pura amistad. Cuando recibió esta carta, de la que, preciso es admitirlo, aquello de la amistad la irritó, la propia Clelia fijó la fecha de su boda, cuyas fiestas aumentaron aún más el esplendor con que brilló aquel invierno la corte de Parma. Ranucio Ernesto V, que era un hombre avaro en el fondo, pero que estaba perdidamente enamorado y esperaba retener a la duquesa en su corte, rogó a su madre que aceptara una suma muy considerable para fiestas. La camarera mayor supo sacar un excelente partido de tal incremento de fondos; las fiestas de Parma de aquel invierno hicieron recordar los buenos días de la corte de Milán, los días de aquel amable príncipe Eugenio, virrey de Italia, cuya bondad dejó tan largo recuerdo. Los deberes del coadjutor lo habían llamado a Parma; pero declaró que, por motivos de piedad, continuaría su retiro en el pequeño apartamento que monseñor Landriani, su protector, le había obligado a tomar en el arzobispado. Y allí fue a encerrarse, acompañado únicamente de un criado. De manera que no asistió a ninguna de aquellas fiestas tan brillantes de la corte, lo que le valió en Parma y en su futura diócesis una extraordinaria reputación de santidad. Como efecto inesperado de aquel retiro, inspirado únicamente por su honda tristeza y su desesperanza, el buen arzobispo Landriani, que siempre había querido a Fabricio —de hecho, había sido él quien había tenido la idea de hacerlo su coadjutor—, empezó a tener celos de él. El arzobispo creía atinadamente que debía asistir a todas las fiestas de la corte, como es costumbre en Italia. En tales ocasiones se ponía sus ropajes de gran ceremonia, que eran, poco más o menos, los mismos que se le podían ver en el coro de la catedral. Los centenares de criados, reunidos en la antecámara de las columnas del palacio, no dejaban de levantarse y pedir la bendición a monseñor, que se complacía en detenerse e impartirla. En uno de aquellos momentos de solemne silencio, monseñor Landriani oyó una voz que decía: «¡Nuestro arzobispo se va al baile, y monsignore del Dongo no sale de su cuarto!». A partir de aquel momento, se acabó para Fabricio el inmenso favor que había tenido en el arzobispado, pero él podía volar ya con sus propias alas. Todo aquel proceder suyo, exclusivamente debido a la desesperación en que lo sumía la boda de Clelia, fue tomado como manifestación de una piedad sencilla y sublime; y las devotas leían, como si se tratara de una lectura edificante, la traducción italiana de la genealogía de su familia, en la que rezumaba la vanidad más extravagante. Los libreros editaron una litografía con su retrato, que se agotó a los pocos días, comprada sobre todo por la gente del pueblo. El grabador, por ignorancia, había reproducido en torno a la efigie de Fabricio ciertos ornamentos que sólo podían figurar en los retratos de los obispos y nunca en los de un coadjutor. Cuando el arzobispo vio uno de aquellos grabados su furor no tuvo límites. Mandó llamar a Fabricio y le dirigió las invectivas más duras, en unos términos que la pasión convirtió a veces en muy groseros. Como cabe imaginar, no tuvo Fabricio que hacer ningún esfuerzo para reaccionar como lo hubiera hecho Fénelon en una circunstancia parecida; escuchó al arzobispo con la mayor humildad y respeto posibles y, cuando el prelado terminó de hablar, le contó toda la historia de la traducción de la genealogía, hecha por orden del conde Mosca en la época de su primer encarcelamiento. Había sido publicada con una finalidad mundana que en ningún momento le había parecido a él conveniente para un hombre de su condición. En cuanto al retrato, él había estado absolutamente al margen tanto de la segunda edición, como de la primera. Cuando aún estaba en su retiro, el librero le había remitido al arzobispado veinticuatro ejemplares de la segunda edición; él había enviado a su criado a comprar el que haría el número veinticinco, para enterarse, así, de que el retrato se vendía a franco y medio el ejemplar; tras lo cual, había mandado al librero cien francos como pago de los veinticuatro ejemplares. Todas estas razones, si bien expuestas en el más razonable de los tonos y por un hombre que tenía un disgusto de muy distinta índole en el corazón, no hicieron sino incrementar hasta el paroxismo la cólera del arzobispo, que llegó, incluso, a acusar a Fabricio de hipocresía. «Así son los de las clases bajas —pensó Fabricio—, aun cuando sean inteligentes». Tenía por entonces una preocupación más seria: unas cartas de su tía, exigiéndole perentoriamente que volviera a sus habitaciones del palacio Sanseverina, o que, por lo menos, fuera a visitarla alguna vez. Fabricio estaba seguro de que en casa de su tía oiría hablar de las fiestas espléndidas que daba el marqués Crescenzi con ocasión de su boda y no tenía ninguna seguridad de que fuera capaz de oír aquello sin dar un espectáculo. Ya desde ocho días antes de la ceremonia del matrimonio, Fabricio se había entregado al silencio más absoluto, tras haber ordenado a su criado y a las otras personas del arzobispado con que se relacionaba que no le dirigieran la palabra de ninguna manera. Cuando monseñor se enteró de aquella nueva genialidad hizo llamar a Fabricio con mucha más frecuencia que de ordinario, y se empeñó en mantener con él largas conversaciones. Le obligó, incluso, a entrevistarse con ciertos canónigos rurales, que pretendían que el arzobispado había actuado en contra de sus privilegios. Fabricio se tomó todo aquello con la indiferencia de quien tiene el pensamiento en otra parte. «Más me valdría —pensaba— hacerme cartujo; sufriría menos entre las peñas de Velleja». Fue a ver a su tía y no pudo contener las lágrimas cuando la abrazó. Ella lo encontró sumamente cambiado; le pareció que sus ojos, agrandados por efecto de su extremada delgadez, se le iban a salir de las órbitas; toda su persona tenía una apariencia enfermiza y desdichada, con su hábito negro y ajado de simple cura, hasta el punto de que, en un primer momento, tampoco la duquesa pudo contener las lágrimas. Un momento después, cuando se hubo dicho que todo aquel cambio en la apariencia de aquel joven tan guapo se debía a la boda de Clelia, experimentó unos sentimientos casi tan vehementes como los del arzobispo, aunque ella tuvo más habilidad para contenerse; sí tuvo la crueldad de extenderse detenidamente en los detalles pintorescos que habían distinguido las encantadoras fiestas dadas por el marqués Crescenzi. Fabricio no decía nada, pero sus ojos se entrecerraron como en un movimiento convulsivo y, lo que hubiera parecido imposible, se puso aún más pálido de lo que estaba. En aquellos momentos de intensísimo dolor, su palidez tomaba un tono verde. En aquel momento llegó el conde Mosca y lo que vio, que le pareció increíble, lo curó definitivamente de los celos que hasta entonces le había inspirado Fabricio. Aquel hombre inteligente recurrió a los comentarios más delicados e ingeniosos para tratar de devolver a Fabricio algún interés por las cosas de este mundo. Siempre lo había apreciado mucho y sentido por él bastante afecto; ahora, aquel afecto, que había dejado de estar contrarrestado por los celos, se convirtió casi en devoción. «Muy cara le ha costado tan alta posición», se decía, pensando en sus desdichas. Con el pretexto de enseñarle el cuadro del Parmigiano que el príncipe le había regalado a la duquesa, el conde se lo llevó aparte. —¡Vamos, vamos, amigo mío! Hablemos de hombre a hombre: ¿puedo hacer algo por usted? No tema de mí preguntas indiscretas; pero si el dinero o el poder pueden servirle de algo, no dude en decírmelo; estoy a sus órdenes, y si prefiere escribirme, escríbame. Fabricio lo abrazó afectuosamente y se puso a hablar del cuadro. —Su comportamiento es una obra maestra de alta política —le dijo el conde volviendo al tono trivial de la conversación—; está usted creándose un futuro muy agradable, el príncipe lo respeta, el pueblo lo venera y su hábito negro y ajado le quita el sueño a monseñor Landriani. Yo sé un poco de estas cosas, créame, y puedo jurarle que no sabría qué consejo darle para mejorar lo que veo. El primer paso que da usted en el mundo, a los veinticinco años, lo lleva a conseguir la perfección. Se habla mucho de usted en la corte, ¿y sabe usted a qué debe esta distinción única a su edad? A esas ropillas negras y ajadas que lleva. Como sabe, la duquesa y yo disponemos de la casa de Petrarca que se alza en una deliciosa colina, en medio de un bosque, muy cerca del Po; he pensado que, si en algún momento se cansa usted de las pequeñas mezquindades de la envidia, podría convertirse en el sucesor de Petrarca con cuya fama aumentaría usted la suya. Por más que el conde se rompió la cabeza para conseguir que apareciera una sonrisa en aquel rostro de anacoreta, no lo pudo conseguir. Aquel cambio era más sorprendente por cuanto, si anteriormente la cara de Fabricio tenía algún defecto, era el de ofrecer a veces expresiones de gozo y alegría sin que viniera a cuento. El conde no lo dejó marchar sin decirle que, aun estando de retiro, podría parecer una excentricidad no acudir a la corte el sábado siguiente, que era el cumpleaños de la princesa. Aquella última frase fue como una puñalada para Fabricio. «Dios mío —pensó—, ¿qué se me habrá perdido a mí en esta casa?». Cada vez que pensaba en el encuentro que podría tener si acudía a palacio, se estremecía. Aquel pensamiento se impuso a todos los demás; se le ocurrió que su única posibilidad era llegar a palacio en el preciso momento en que se abrieran las puertas de los salones. Y, en efecto, el nombre de monsignore del Dongo fue uno de los primeros que se anunciaron en la recepción de gran gala. La princesa lo recibió con la mayor consideración. Fijó la mirada en el reloj y en el mismo instante en que marcó el vigésimo minuto de su presencia en aquel salón, se levantó para despedirse; en aquel preciso momento, entraba el príncipe en los salones de su madre. Tras haberle presentado sus respetos durante unos instantes, iniciaba ya Fabricio una sabia maniobra de aproximación a la puerta, cuando una de las naderías de la corte, que la duquesa sabía disponer con tanto acierto, estalló en su contra: el chambelán de servicio corrió tras él para decirle que había sido escogido para formar parte de la mesa de whist del príncipe. Era éste en Parma un honor muy distinguido y muy por encima del rango que el coadjutor tenía en la sociedad. Formar parte de la mesa del whist hubiera sido un honor muy señalado incluso para el arzobispo. Cuando oyó al chambelán, Fabricio sintió que le atravesaban el corazón y, aunque enemigo mortal de toda escena, estuvo a punto de decirle que se sentía súbitamente indispuesto, pero también pensó que entonces se expondría a preguntas y atenciones aún más intolerables que el juego. Tenía horror a hablar aquel día. Felizmente, entre los grandes personajes que habían ido a presentar sus respetos a la princesa, estaba el general de los franciscanos. Este fraile, un sabio, digno émulo de los Fontana y los Duvoisin[39], se había quedado en un rincón retirado del salón. Fabricio se había colocado de pie ante él, con objeto de no ver la puerta de entrada, y había entablado una conversación de teología. No pudo evitar, no obstante, que llegara a sus oídos el anuncio de la entrada del señor marqués y la señora marquesa Crescenzi. Fabricio, en contra de lo que él mismo hubiera esperado, sintió que una ira violenta crecía en él. «Si yo fuera Borso Valserra —se dijo— (uno de los generales del primer Sforza), apuñalaría ahora mismo a ese estúpido marqués, precisamente con el puñalito de mango de marfil que Clelia me dio aquel bendito día, y le enseñaría a tener la desfachatez de presentarse con esa marquesa en el mismo sitio en que esté yo». Su cara cambió de tal modo, que el general de los franciscanos le dijo: —¿Le ha incomodado algo a Vuestra Excelencia? —Tengo un terrible dolor de cabeza… esta luz me molesta mucho… me quedo porque me han elegido para la partida de whist del príncipe. Esta última frase desconcertó al general de los franciscanos, que era de origen burgués, y, sin saber bien qué hacer, se puso a felicitar a Fabricio, quien, por su parte, con una alteración de índole muy diferente a la del general de los franciscanos, se lanzó a hablar con extraña volubilidad. Hubo un momento en que notó que se hacía un gran silencio detrás de él, pero no quiso mirar. Luego un arco de violín golpeó un atril; se oyó un ritornelo, y la célebre señora P*** cantó aquel aria de Cimarosa que fue tan célebre: ¡Quelle pupille tenere![40] Fabricio aguantó bien los primeros compases; luego, súbitamente, su cólera se desvaneció y sintió unas ganas incontenibles de llorar. «¡Dios mío —pensó—, qué escena más ridícula!; ¡y más con este hábito!». Le pareció más prudente ponerse a hablar de sí mismo. —Estos terribles dolores de cabeza, cuando, como esta noche, no consigo aliviarlos —le dijo al general de los franciscanos—, acaban siempre en crisis de lágrimas, que en un hombre de nuestro estado podrían dar pábulo a la maledicencia. Ruego, pues, a Vuestra Reverencia Ilustrísima que me permita llorar mirando en su dirección y que no haga caso de ello. —Nuestro padre provincial de Catanzara está aquejado del mismo mal —dijo el general de los franciscanos. Y se puso a contar en voz baja una historia interminable. Los aspectos ridículos de aquella historia, que había discurrido hasta por los detalles de las cenas de aquel padre provincial, hizo sonreír a Fabricio, lo que no le había pasado desde hacía mucho tiempo; pero dejó enseguida de escuchar al general de los franciscanos. En aquel momento la señora P*** estaba cantando, con un talento divino, un aria de Pergolese (a la princesa le gustaba la música pasada de moda). Sonó un leve ruido a tres pasos de Fabricio y, por primera vez en la noche, volvió la cabeza. La butaca que acababa de producir aquel crujido en la tarima era la de la marquesa Crescenzi, y sus ojos arrasados en lágrimas se encontraron de lleno con los de Fabricio, que apenas estaban en mejor estado. La marquesa bajó la cabeza; Fabricio siguió mirándola unos segundos: escrutaba aquella cabeza cuajada de diamantes, y su mirada expresaba cólera y desdén. Luego, diciéndose a sí mismo y mis ojos no te volverán a ver jamás, se volvió a su padre general y le dijo: —Fíjese que este mal mío me ataca ahora más fuerte que nunca. Y, en efecto, Fabricio estuvo llorando amargamente durante más de media hora. Afortunadamente, una sinfonía de Mozart, ferozmente degollada, como es habitual en Italia, vino en su auxilio y contribuyó a que se le secaran las lágrimas. Se mantuvo firme y no volvió la cabeza a la marquesa Crescenzi. Luego la señora P*** cantó otra vez, y el alma de Fabricio, aliviada por el llanto, alcanzó un estado de calma perfecta. Se imaginó la vida bajo una nueva luz. «¿Cómo puedo pretender —se dijo— olvidarla de golpe? ¿Acaso es posible?». Y concluyó en la siguiente idea: «¿Podría ser más desgraciado de lo que he sido en los dos últimos meses? Y, si nada puede aumentar mi angustia, ¿por qué negarme el placer de verla? Ha olvidado sus juramentos, es ligera; ¿no lo son todas las mujeres? Pero ¿puede negársele una belleza celestial? Mientras que mirar a las mujeres con fama de ser las más bellas me cuesta un verdadero esfuerzo, su mirada me lleva al éxtasis. Pues bien, ¿por qué no permitirme a mí mismo esa maravilla? Al menos, será un momento de alivio». Fabricio tenía algún conocimiento de los hombres, pero ninguna experiencia de las pasiones. Si la hubiera tenido habría sabido que aquel placer momentáneo que iba a permitirse, iba a convertir en inútiles todos sus esfuerzos de dos meses por olvidar a Clelia. La pobre joven había ido a la fiesta obligada por su marido. Hubiera preferido retirarse a la media hora, pretextando que no se encontraba bien, pero el marqués dijo que sacar el coche para salir cuando aún estuvieran entrando muchos coches sería algo completamente fuera de lo normal, que incluso podría interpretarse como una crítica indirecta a la fiesta de la princesa. —En mi calidad de caballero de honor —añadió el marqués— debo quedarme en el salón a disposición de la princesa hasta que todo el mundo se haya ido. Puede haber —seguro que habrᗠórdenes que dar a los criados, ¡son tan negligentes!, ¡y no querrá usted que me usurpe tal honor algún simple caballerizo de la princesa! Clelia se resignó. No había visto a Fabricio y tenía la esperanza de que no asistiera a aquella recepción. Pero en el momento en que el concierto iba a empezar, cuando ya la princesa había dado permiso a sus damas para que se sentaran, Clelia, muy despistada para todas aquellas cosas, se dejó quitar todos los sitios buenos, cerca de la princesa, y tuvo que ir a buscar uno al fondo de la sala, precisamente en el rincón retirado en que se había refugiado Fabricio. Al llegar a su silla, le llamó la atención el hábito del general de los franciscanos, tan singular en un sitio como aquel, y no reparó en el hombre delgado y vestido con un simple traje negro que hablaba con él; pero una corazonada extraña hizo que detuviera su mirada en aquel hombre. «Aquí todo el mundo lleva uniformes o trajes ricamente bordados, ¿quién será ese joven vestido de negro con tanta sencillez?». Lo estaba mirando con mucha atención, cuando una señora, que se estaba sentando, movió su butaca. Fabricio volvió la cabeza. Había cambiado tanto que no lo reconoció. Lo primero que pensó fue: «Se le parece, será su hermano mayor, aunque yo creía que sólo tenía unos años más que él y ese hombre tendrá unos cuarenta». De repente, en un gesto de la boca, lo reconoció. «¡Cuánto ha sufrido el desdichado!» —se dijo, y bajó la cabeza abrumada por el dolor, y no para ser fiel a su promesa. Tenía el corazón estremecido por la compasión. «¡Qué aspecto tan diferente tenía tras nueve meses de cárcel!». Pensó y dejó de mirarlo; pero aun sin dirigir los ojos a donde él estaba, veía todos sus movimientos. Cuando terminó el concierto, vio que se acercaba a la mesa de juego del príncipe, colocada a unos pasos del trono. Respiró cuando lo vio tan lejos de ella. Pero el marqués Crescenzi, que se había sentido muy molesto al ver a su mujer relegada a un sitio tan alejado del trono, había estado toda la noche tratando de convencer a una señora, cuyo marido le debía dinero y que estaba sentada tres lugares más allá de la princesa, de que le cambiara el sitio a la marquesa. Como es natural, la pobre señora se resistía, así que el marqués fue en busca del marido deudor, quien hizo escuchar a su cara mitad la triste voz de la razón; finalmente, el marqués tuvo la satisfacción de consumar el cambio y fue a buscar a su esposa. —¿Por qué tiene que ser usted siempre tan modesta? —le dijo—. ¿Por qué ir con la mirada baja? Acabarán por tomarla por una de esas burguesas asombradas de encontrarse aquí y que, a su vez, asombran a todo el mundo con su presencia. ¡Esa loca de camarera mayor no hace otra cosa que traerlas! ¡Y luego dicen que hay que detener los avances del jacobinismo! Debe usted pensar que su marido tiene el más alto rango que pueda tener un hombre en la corte de la princesa; y aun en el caso de que los republicanos llegaran a suprimir la corte e incluso la nobleza, su marido sería el hombre más rico de este país. Es una idea que no llega a meterse en la cabeza. El sillón en que el marqués se dio el gusto de instalar a su esposa estaba a unos seis pasos de la mesa de juego del príncipe; Clelia sólo podía ver a Fabricio de perfil, pero lo encontró tan delgado y, sobre todo, le pareció que tenía tal aspecto de estar tan por encima de cualquier cosa que pudiera ocurrir —él que antes no dejaba pasar el menor incidente sin dar su opinión—, que terminó por concluir que había cambiado completamente, que se había olvidado de ella y que, si había adelgazado tanto, era por culpa de los severos ayunos a que le había sometido su piedad. Clelia vio confirmada tan triste idea en las conversaciones de todos sus vecinos. El nombre del coadjutor estaba en todas las bocas. Todo el mundo se preguntaba la causa del insigne favor de que estaba siendo objeto: ¡Tan joven y admitido a la mesa del príncipe! Todo el mundo admiraba la indiferencia cortés y el aire altivo con que se descartaba, incluso cuando quien cortaba era el príncipe. «¡Es increíble! —exclamaban los viejos cortesanos—, la privanza de su tía lo ha trastornado…, menos mal que esto no puede durar. A nuestro soberano no le gusta que se le trate con esos airecillos de superioridad». La duquesa se acercó al príncipe; los cortesanos, que estaban a una distancia muy respetuosa de la mesa de juego, de forma que no podían oír más que algunas palabras sueltas de la conversación del príncipe, observaron que Fabricio se ponía muy colorado. «Su tía le habrá leído la cartilla a propósito de esos aires suyos de indiferencia» —se dijeron. Fabricio acababa de oír la voz de Clelia; estaba ésta contestando a la princesa, que en su vuelta por el salón de baile, había llegado a donde estaba la esposa de su caballero de honor y le había dirigido la palabra. Luego llegó el momento en que Fabricio tuvo que cambiar de sitio en la mesa de whist y quedó justo enfrente de Clelia. Se entregó, entonces, varias veces, a la dicha de contemplarla. La pobre marquesa, cuando se sentía mirada por él, perdía todo el dominio de sí misma. En distintos momentos olvidó su promesa y, en su deseo de adivinar qué pasaba en el corazón de Fabricio, fijó su mirada en él. Una vez que terminó la partida del príncipe, las señoras se levantaron para pasar al comedor. Hubo cierta confusión. Fabricio se encontró muy cerca de Clelia; aún estaba muy firme en su postura, pero le llegó el tenue perfume que ella ponía en su ropa y aquella sensación trastrocó todo lo que se había prometido. Se acercó y, a media voz, como hablando consigo mismo, le dijo dos versos del soneto de Petrarca que le había enviado impreso en un pañuelo desde el lago Mayor: «¡Qué ventura la mía cuando todo el mundo me creía desdichado! ¡Cómo ha cambiado ahora mi suerte!». «No, no me ha olvidado —pensó Clelia arrobada de felicidad— ¡Esta alma bellísima no es inconstante!» No, vos no me veréis nunca cambiar, hermosos ojos que me habéis enseñado a amar. Y Clelia se atrevió a repetirse a sí misma estos versos de Petrarca[41]. La princesa se retiró muy pronto después de la cena; el príncipe, que la había seguido a sus habitaciones, no volvió ya a las salas de recepción. Cuando se supo que iba a ser así, todo el mundo se quiso ir a la vez. Hubo un desorden absoluto en las antesalas; Clelia se encontró al lado de Fabricio. La profunda desventura pintada en su cara la conmovió. —Olvidemos el pasado; guarde este recuerdo de amistad —le dijo, y puso delante de él su abanico de tal forma que pudiera cogerlo él. Todo cambió para Fabricio. En un instante, se convirtió en otro hombre. Al día siguiente anunció que su retiro había terminado y se volvió a sus magníficas dependencias del palacio Sanseverina. El arzobispo dijo —y se lo creyó— que la gracia que le había hecho el príncipe admitiéndole en su mesa de juego había hecho perder completamente la cabeza a aquel nuevo santo. La duquesa comprendió que se había reconciliado con Clelia. Esta reflexión contribuyó a aumentar la desazón que le producía el recuerdo de una promesa fatal y todo ello terminó por decidirla a marcharse; aquella locura causó admiración. ¿A quién se le ocurría semejante cosa? ¡Alejarse de la corte cuando el favor de que gozaba parecía no tener límites! El conde, a quien la comprobación de que entre Fabricio y la duquesa no existía ni un asomo de amor lo tenía contentísimo, le decía a su amiga: —Este nuevo príncipe es la virtud hecha hombre, pero yo me he referido a él llamándolo este niño: ¿Me perdonará alguna vez? No se me ocurre más que un medio para reconciliarme definitivamente con él: marcharme. Me mostraré perfectamente amable y respetuoso con él, para después aducir que estoy enfermo y pedirle mi cese. Usted me lo permitirá, toda vez que el porvenir de Fabricio ha quedado asegurado. ¿Pero hará usted por mí, señora, el inmenso sacrificio —añadió, riendo— de cambiar el título sublime de duquesa por otro muy inferior? Por pura diversión, dejo todos los asuntos en un desorden inextricable; tenía cuatro o cinco hombres laboriosos en cada uno de los distintos ministerios de mi responsabilidad; pues bien, hace dos meses he mandado que los jubilaran a todos por leer periódicos franceses, y los he sustituido por unos perfectos inútiles. Cuando nos hayamos ido, el príncipe se encontrará con unos problemas tales que, pese al horror que le inspira el carácter de Rassi, se verá obligado a llamarlo de nuevo —estoy seguro de ello—; y yo no espero más que una orden del tirano que dispone de mi suerte para escribirle una carta cariñosa a mi amigo Rassi diciéndole que tengo poderosas razones para creer que muy pronto se hará justicia a sus méritos[42]. Capítulo vigesimoséptimo Esta seria conversación tuvo lugar al día siguiente del regreso de Fabricio al palacio Sanseverina; la duquesa estaba aún irritada por la alegría que brillaba en todo lo que hacía Fabricio. «¡De modo —se decía— que esa piadosita me ha engañado! ¡No ha sabido resistir a su amante ni tres meses!». Al príncipe, que era un ser sumamente pusilánime, la certeza de un desenlace feliz le había dado valor para amar. Cuando se enteró de los preparativos de viaje que se hacían en el palacio Sanseverina, su ayuda de cámara francés, que creía poco en la virtud de las grandes señoras, lo animó en lo concerniente a la duquesa. Ernesto V se atrevió a dar un paso que fue severamente criticado por la princesa y por todas las personas sensatas de la corte, mientras que el pueblo vio en ello la confirmación oficial del asombroso favor que tenía la duquesa: fue a visitarla en su palacio. —Se marcha usted —le dijo con un tono serio que le pareció odioso a la duquesa—; se marcha; ¡me traiciona, incumple su juramento!, mientras que, si yo hubiera tardado diez minutos en concederle la merced de Fabricio, ahora estaría muerto. ¡Me deja usted desconsolado! ¡Si no hubiera sido por su juramento, no hubiera tenido valor para amarla como la amo! ¡Carece usted de honor! —Considere las cosas con sensatez, mi señor. ¿Ha sido alguna vez tan feliz en toda su vida como en estos cuatro últimos meses? Ni su gloria como soberano, ni su felicidad como hombre digno de ser amado —me atrevería yo a creer— han rayado nunca a tal altura. Le voy a proponer lo siguiente: si usted tiene a bien consentirlo, yo no seré su amante de un momento fugaz, en virtud de un juramento robado bajo la presión del miedo; a cambio, yo consagraré todos los instantes de mi vida a su felicidad, seré para siempre la que he sido durante estos cuatro meses, y, ¿quién sabe?, quizá el amor venga a coronar esa amistad; yo no podría jurar que tal cosa fuera imposible. —¿Y por qué no asume usted un nuevo papel? —argüyó el príncipe entusiasmándose—; vaya más allá: reine usted sobre mí y también sobre mis Estados, sea mi primer ministro; le ofrezco el único matrimonio que permiten las tristes conveniencias de mi rango. Tenemos un ejemplo cerca, el rey de Nápoles acaba de casarse con la duquesa de Partana. Le ofrezco todo lo que está en mi mano, un casamiento de ese mismo tipo. Y añadiré una consideración de triste política para demostrarle que ya no soy un niño y que lo he pensado todo: jamás le echaré en cara la circunstancia que me impongo de ser el último soberano de mi estirpe, jamás le reprocharé a usted el disgusto de ver, viviendo aún, a las grandes potencias disponer mi sucesión. Bendigo tales amarguras, nada imaginarias, porque me sirven para demostrarle mi estima y mi pasión. A la duquesa no se le ocurrió dudar ni un solo instante; el príncipe la hastiaba, mientras el conde le parecía perfectamente digno de ser amado. Con una sola excepción, no había otro hombre en el mundo a quien preferir. Además, ella reinaba en el conde, mientras el príncipe, sometido a las exigencias de su rango, acabaría por reinar en ella de un modo u otro. Podía volverse frívolo, además, y tomar amantes; en muy pocos años, la diferencia de edad parecería darle derecho a ello. En ningún momento había albergado la menor duda; la perspectiva del aburrimiento la había decidido absolutamente; sin embargo la duquesa, que no quería dejar de parecer agradable, le pidió permiso para pensárselo. Se haría muy largo reproducir aquí los matices de las frases, casi tiernas, y los términos, infinitamente delicados, con que supo envolver su negativa. El príncipe se enfureció, veía que toda su felicidad se le iba de las manos. ¿Qué sería de él cuando la duquesa se hubiera ido de la corte? Además, ¡qué humillación, ser rechazado! «¿Qué dirá, en fin, mi ayuda de cámara francés, cuando le cuente mi fracaso?». La duquesa tuvo la habilidad de calmar al príncipe y de llevar, poco a poco, la negociación a sus verdaderos términos. —Si Vuestra Alteza tiene a bien ceder y no precipitar el cumplimiento de una promesa, para mí fatal y horrible —pues hará que me desprecie a mí misma—, pasaré el resto de mis días en su corte, que será para siempre lo que ha sido este invierno. Consagraré todos los instantes de mi vida a contribuir a su felicidad como hombre y a su gloria como soberano. Ahora bien, si Vuestra Alteza exige que cumpla mi juramento, habrá envilecido el resto de mi vida y me verá abandonar inmediatamente sus estados para no volver jamás. El día en que pierda mi honra también será el último en que vea a Vuestra Alteza. El príncipe, como todos los seres pusilánimes, era obstinado; además su orgullo de hombre y de soberano estaba ofendido por el rechazo de su ofrecimiento de matrimonio; pensaba en todas las dificultades que hubiera tenido que superar para hacerse aceptar aquel matrimonio y que él, no obstante, se había propuesto vencer. A lo largo de tres horas, uno y otro repitieron los mismos argumentos, sembrados, aquí y allá, de palabras vehementes. El príncipe exclamó: —¿Quiere que crea, señora, que carece usted de honor? Si yo hubiera dudado tanto tiempo el día en que el general Fabio Conti envenenaba a Fabricio, ahora estaría usted dedicada a construirle una tumba en alguna de las iglesias de Parma. —Seguro que en Parma no, en este país de envenenadores seguro que no. —¡Está bien! Váyase, señora duquesa —replicó el príncipe irritado—, y llévese consigo todo mi desprecio. Cuando se iba, la duquesa le dijo en voz baja: —¡En fin! Venga usted aquí a las diez de la noche, en el más riguroso incógnito, y hará usted un mal negocio. Me habrá visto por última vez, cuando yo hubiera dedicado mi vida a hacerlo tan feliz como pueda serlo un príncipe absoluto en este siglo de jacobinos. Y piense qué será de su corte cuando no esté yo en ella para sacarla de su sandez y de su maldad naturales. —¿Y usted? Usted rechaza la corona de Parma, y más que la corona, porque usted no hubiera sido una princesa al uso, casada por razones políticas, y a la que no se ama. Mi corazón es todo suyo, y usted hubiera sido para siempre la dueña absoluta tanto de mis actos como de mi gobierno. —Sí, pero la princesa, su madre, hubiera tenido razones para despreciarme como una vulgar intrigante. —Hubiera desterrado a la princesa con una pensión. Aún siguieron durante tres cuartos de hora lanzándose réplicas acres. El príncipe, que tenía delicadeza de espíritu, no era capaz de decidirse ni a hacer uso de su derecho ni a dejarla marchar. Le habían dicho que tras haber logrado una primera ocasión, las mujeres siempre vuelven. Tras ser echado por la duquesa indignada, se atrevió a volver tembloroso y desventurado a las diez menos tres minutos. A las diez y media, la duquesa subía al coche, y partía hacia Bolonia. En cuanto estuvo fuera de los estados del príncipe, escribió al conde: El sacrificio se ha consumado. Durante un mes no me pida que esté contenta. No volveré a ver a Fabricio. Lo espero en Bolonia y, cuando usted quiera, seré la condesa Mosca. Sólo le ruego una cosa: no me obligue nunca a volver al país que ahora abandono, tampoco deje de considerar que en vez de ciento cincuenta mil libras de renta, no verá usted más que treinta o cuarenta mil, y eso en el mejor de los casos. Antes, todos los idiotas lo miraban a usted con la boca abierta; a partir de ahora, no gozará de otra consideración que la que consiga rebajándose a escuchar sus ideíllas. ¡Tú lo has querido, George Dandin[43]! A los ocho días, se casaron en Perusa, en una iglesia donde están los enterramientos de los antepasados del conde. El príncipe estaba desesperado. La duquesa había recibido tres o cuatro correos suyos y se los había devuelto sin abrir las cartas. Ernesto V le había concedido al conde unos magníficos emolumentos y a Fabricio la gran cruz de su orden. —Lo que más me ha gustado de su despedida ha sido eso —le decía el conde a la nueva condesa Mosca della Rovere—, que nos hayamos separado como los mejores amigos del mundo; me ha concedido una gran cruz española y me ha regalado unos diamantes que valen tanto como la condecoración. Me ha dicho que me habría hecho duque, si no hubiera sido porque se guardaba esa baza para hacerla volver a usted a sus estados. Quedo encargado de comunicarle a usted, ¡bonita misión para un marido!, que si se dignara volver a Parma, aunque no fuera más que por un mes, a mí me haría duque con el nombre que usted eligiera y a usted le regalaría una hermosa heredad. La duquesa rechazó todo aquello con una especie de horror. Después de la escena del baile de palacio —de la que hubiera cabido pensar que era bastante decisiva—, pareció como si Clelia hubiera olvidado el amor que habría compartido durante un instante. Los más violentos remordimientos se habían apoderado de aquella alma virtuosa y creyente. Fabricio comprendía esto muy bien y, pese a todas las esperanzas que él mismo trataba de forjarse, una sombría desventura se apoderó de su alma. Esta vez, sin embargo, la infelicidad no lo indujo al retiro, como con ocasión de la boda de Clelia. El conde le había rogado a su sobrino que le informara con exactitud de cuanto ocurriera en la corte, y Fabricio, que empezaba a darse cuenta de todo lo que le debía, se había propuesto llevar a cabo aquella misión con la mayor puntualidad. Como todo el mundo en la ciudad y en la corte, Fabricio estaba convencido de que su amigo pensaba volver al gobierno, y con más poder que nunca. Las previsiones del conde no tardaron en cumplirse; no había pasado un mes y medio de su marcha, cuando Rassi ya era primer ministro; Fabio Conti, ministro de la guerra, y las cárceles, que el conde había casi vaciado, estaban otra vez llenas. Cuando el príncipe llamó a estas personas al gobierno, creyó vengarse de la duquesa. Estaba loco de amor y, sobre todo, odiaba al conde Mosca como a un rival. Fabricio estaba muy ocupado. Monseñor Landriani, que tenía setenta y dos años, había caído en un estado de profunda postración y casi no salía de su palacio; era su coadjutor quien se ocupaba de casi todos sus quehaceres. La marquesa Crescenzi, torturada por los remordimientos y aterrorizada por su director espiritual, había encontrado un medio muy oportuno para evitar las miradas de Fabricio. Usando como pretexto el final de su primer embarazo, se había encerrado en su palacio como en una cárcel. Pero el palacio tenía un jardín inmenso y Fabricio halló el medio de entrar en él y, en el paseo que más le gustaba a Clelia, puso ramilletes de flores, dispuestos de forma que tuvieran una significación, en la misma clave que ella había utilizado cuando también le hacía llegar flores todas las noches en los últimos días de su encarcelamiento en la torre Farnesio. A la marquesa le irritó mucho aquella tentativa. Los impulsos de su alma oscilaban entre los remordimientos y la pasión. Durante varios meses no se permitió ni una sola vez salir al jardín del palacio; sentía, incluso, escrúpulos de echarle una mirada. Fabricio empezaba a pensar que ya no la iba a volver a ver jamás, y de nuevo la desesperación amenazaba a su espíritu. La alta sociedad en que se movía lo irritaba muchísimo; si no hubiera estado convencido de que el conde no podía encontrar la paz del espíritu fuera del gobierno, se habría retirado a su pequeño apartamento del arzobispado. Le habría gustado vivir entre sus pensamientos, sin oír otras voces humanas que las que requiriera el ejercicio de sus funciones oficiales. «Pero —se decía— nadie puede sustituirme en la atención a los intereses del conde y de la condesa Mosca». El príncipe seguía tratándolo con una consideración que lo situaba en la categoría más alta de aquella corte y este favor se lo debía en gran parte a sí mismo. Su extremada reserva, que provenía de una indiferencia rayana en el asco por los apetitos o pequeñas pasiones que llenan la vida de los hombres, había picado la vanidad del joven príncipe, quien a menudo decía de él que era tan inteligente como su tía. El alma cándida del príncipe captaba sólo a medias el hecho cierto de que nadie se acercaba a él con la misma disposición de ánimo que Fabricio. Y ni al más vulgar de los cortesanos se le podía escapar que la consideración en que era tenido Fabricio no era la de un simple coadjutor, iba más allá incluso que la que se daba al arzobispo. Fabricio le escribió al conde informándole de que si algún día el príncipe conseguía darse cuenta del caos al que los ministros Rassi, Fabio Conti, Zurla y otros del mismo jaez estaban llevando sus asuntos, él, Fabricio, sería el canal natural para hacer alguna gestión que no comprometiera mucho su amor propio. Y a la condesa Mosca: Si no fuera por el recuerdo de aquella expresión fatal, este niño, dicha por un hombre de genio a una augusta persona, esa augusta persona habría ya rogado: «Vuelva pronto y écheme a todos estos muertos de hambre». Incluso hoy, si la mujer de ese hombre genial adoptara alguna iniciativa al respecto, por mínima que fuera, el conde sería llamado con entusiasmo. Aunque, si quiere esperar a que el fruto esté maduro, volverá por la puerta grande. Por lo demás, los salones de la princesa están mortalmente aburridos; la única diversión que hay es la locura de Rassi que, desde que es conde, se ha hecho un maniático de la nobleza. Acaba de ordenar severamente que quien no pueda probar ocho cuarteles de nobleza se abstenga de volver a presentarse en las veladas de la princesa (cito textualmente la orden). Quienes tienen ya el derecho a acceder por las mañanas a la gran galería para asistir al paso del soberano cuando acude a misa seguirán gozando de tal privilegio, pero quienes quieran acceder a ti por primera vez tendrán que probar los ocho cuarteles. Se hacen chistes con ello; se dice que la guerra de Rassi es sin cuartel. Naturalmente tales cartas no las enviaba por la posta. En su contestación, la condesa Mosca decía desde Nápoles: Tenemos concierto los jueves, y tertulia los domingos; apenas cabe un alfiler en nuestros salones. El conde está encantado con sus excavaciones, les dedica mil francos mensuales; acaba de traer obreros de la sierra de los Abrazos que sólo le salen a un franco quince por jornal. Deberías venir a visitarnos. Ya son más de veinte las veces que te lo he dicho, ¡señor descastado! Fabricio no pensaba obedecerla. Sólo la carta que todos los días le escribía al conde o a la condesa le parecía ya un gaje insoportable. No será difícil perdonarle tal actitud cuando se sepa que pasó un año entero sin poder dirigirle ni una palabra a la marquesa. Todos sus intentos de establecer alguna forma de correspondencia habían sido rechazados con horror. El silencio que, por su aburrimiento de la vida, mantenía Fabricio en todo momento, salvo en el ejercicio de sus funciones y en la corte, junto con la pureza sin mácula de sus costumbres, lo habían convertido en objeto de una veneración tan extraordinaria que finalmente se decidió a obedecer los consejos de su tía. El príncipe tiene por ti tal veneración —le había escrito ésta—, que debes esperar caer en desgracia de un momento a otro; te prodigará desaires y a éstos les seguirán los desprecios atroces de los cortesanos. Esos pequeños déspotas, por honrados que sean, son cambiantes como las modas y por la misma razón que lo son las modas, por el hastío. Sólo en la predicación encontrarás fuerzas contra el capricho del soberano. ¡Improvisas tan bien en verso! Trata de hablar durante media hora de religión; al principio dirás herejías; lo mejor es que pagues a un teólogo experto y discreto para que vaya a tus sermones y te dé cuenta de tus errores; al día siguiente los corregirás. La desazón que un amor contrariado causa en el alma convierte en una tarea insoportable todo aquello que exija acción y cuidado. Pero Fabricio se dijo que si conseguía prestigio entre el pueblo, algún día esa reputación podría serles útil a su tía y al conde, a quien de día en día, a medida en que los asuntos mundanos le iban enseñando a conocer la maldad de los hombres, veneraba más. Se decidió a predicar, y su éxito, auspiciado por su delgadez y sus hábitos raídos, no tuvo precedentes. Había en sus sermones un aroma de honda tristeza que, unido a su rostro encantador y a las habladurías sobre el alto favor de que gozaba en la corte, arrebató todos los corazones de las mujeres. Ellas fueron quienes inventaron que había sido uno de los más valientes capitanes del ejército de Napoleón. Inmediatamente tan absurda anécdota fue considerada fuera de toda duda. Había que reservar el sitio en las iglesias en que iba a predicar; y allá iban los menesterosos desde las cinco de la mañana para especular con los sitios. Tal fue el éxito, que Fabricio acabó por concebir una idea que lo cambió todo en su alma; consistía ésta en que, quizá, aunque sólo fuera por pura curiosidad, la marquesa Crescenzi asistiera un día a alguno de sus sermones. De súbito el público observó entusiasmado que su talento se acrecentaba. Cuando se emocionaba, se permitía imágenes tan atrevidas que habrían estremecido a los oradores más experimentados; en ocasiones, olvidándose de sí, se dejaba llevar por una inspiración apasionada y todo el auditorio se deshacía en lágrimas. Pero en vano su ojo aggrottato[44] buscaba, entre tantos rostros vueltos hacia el púlpito, aquella cara cuya presencia hubiera constituido para él tan gran acontecimiento. «Si un día tengo esa dicha —se decía—, o me pondré malo o me quedaré mudo sin saber qué decir». Y para conjurar esa última contingencia, había compuesto una especie de oración tierna y apasionada que colocaba siempre en el púlpito, en un taburete. Tenía previsto leer aquel fragmento si en algún momento la presencia de la marquesa lo turbara tanto que no supiera qué decir. Un día, los criados del marqués que Fabricio había sobornado le informaron de que se habían dado órdenes para que al día siguiente se preparara el palco de la Casa Crescenzi del gran teatro. Hada un año que la marquesa no había apareado en ningún espectáculo. La sacaba de tales costumbres la actuación de un tenor famosísimo que llenaba el teatro todas las noches. La primera reacción de Fabricio fue de alegría infinita. «¡Por fin podré verla durante toda una velada! Dicen que está muy pálida». Y trataba de representarse aquella preciosa cabeza con el color casi perdido por los combates del alma. Su amigo Ludovico, consternado por lo que él llamaba la locura de su amo, encontró, con muchas dificultades, un palco en el cuarto piso, casi enfrente del de la marquesa. A Fabricio se le ocurrió una idea: «Espero inspirarle la idea de venir al sermón; elegiré una iglesia muy pequeña para poder verla bien». Ordinariamente predicaba a las tres. El día en que la marquesa iba a ir al teatro, ya desde por la mañana, hizo anunciar que, excepcionalmente, en razón de un cometido de su ministerio que lo retendría en el arzobispado durante todo el día, predicaría a las ocho y media de la tarde en Santa María de la Visitación, una pequeña iglesia situada precisamente frente a una de las alas del palacio Crescenzi. Ludovico les llevó a las monjas de la Visitación, de su parte, una enorme cantidad de velas, con el ruego de que iluminaran su iglesia de un modo especial. Se envió una compañía entera de granaderos de la guardia y delante de cada capilla se colocó un centinela con la bayoneta calada para evitar los robos. El sermón estaba anunciado a las ocho y media; a las dos, la iglesia estaba completamente llena; es fácil imaginar la barahúnda que se formó en aquella calle solitaria que dominaba la noble arquitectura del palacio Crescenzi. Fabricio había hecho anunciar que, en honor de Nuestra Señora de la Piedad, predicaría sobre la piedad que el desventurado, aun siendo culpable, debe inspirar en un alma generosa. Disfrazado con todo cuidado, Fabricio llegó a su palco del teatro en el momento en que se abrieron las puertas; aún no se habían encendido las luces. El espectáculo empezó a eso de las ocho; unos minutos después, vio abrirse la puerta del palco Crescenzi y tuvo esa alegría que ningún espíritu puede concebir si no la ha experimentado antes; poco después, entró la marquesa Crescenzi; no había podido verla tan bien desde el día en que ella le había dado su abanico. Fabricio creyó que tanta alegría lo iba a asfixiar; era tan intensa su emoción que pensó: «¡Quizá muera! ¡Qué modo tan maravilloso de concluir esta vida tan triste! ¡Quizá me desplome en este palco y los fieles de la Visitación esperen en vano mi llegada; mañana se enterarán de que su futuro arzobispo se ha desmayado en un palco de la Ópera, y, para mayor ignominia, vestido de criado con librea! ¡Adiós mi reputación! ¡Y qué me importa mi reputación!». Sin embargo, hacia las nueve menos cuarto, Fabricio se sobrepuso y dejó su palco del cuarto piso. Tuvo que hacer todos los esfuerzos del mundo para llegar a pie al sitio en que tenía que desprenderse de su uniforme de media librea y cambiarlo por una ropa más adecuada. Serían las nueve cuando llegó a la Visitación, tan pálido y en un estado de tal debilidad, que inmediatamente se corrió la voz por el templo de que el señor coadjutor no podría predicar aquella noche. Cabe imaginar los cuidados que le prodigaron las monjas, en cuyo locutorio, tras la reja, se había refugiado. Aquellas mujeres hablaban mucho; Fabricio pidió que lo dejaran solo unos instantes y, enseguida, se fue al púlpito. Uno de sus ayudantes le había informado, a eso de las tres, de que la iglesia de la Visitación estaba totalmente llena, aunque de gente de la clase baja, probablemente atraída por el espectáculo de la iluminación. Al subir al púlpito, Fabricio se sintió agradablemente sorprendido al ver todas las sillas ocupadas por los jóvenes de moda y la gente más distinguida de la sociedad. Empezó su sermón con unas palabras de excusa, que fueron recibidas con exclamaciones reprimidas de admiración. Siguió, luego, con la apasionada descripción del desventurado de quien hay que apiadarse para honrar dignamente a la Madona de la Piedad, que tanto sufrió en esta tierra. El orador estaba muy emocionado; había momentos en que apenas podía pronunciar las palabras con voz suficiente para ser oído en toda aquella iglesia tan pequeña. Tal era su palidez, que para todas las mujeres, y buena parte de los hombres, él mismo encamaba al desventurado de quien hay que apiadarse. Unos minutos después de aquellas palabras de excusa con que había empezado su plática, pudo percibirse que aquella noche no tenía el talante de siempre; tenía una tristeza más honda y más dulce que de costumbre. Hubo, en un momento, lágrimas en sus ojos, e inmediatamente se alzó de la congregación un sollozo general tan clamoroso, que el sermón se interrumpió del todo. Esta primera interrupción fue seguida de diez más. Se alzaban exclamaciones admiradas, hubo crisis de llanto; a cada instante, se oían gritos como «¡Ay, santa Madona!», «¡Ay, Dios mío!». En aquel público selecto era tan general la emoción y tan irreprimible que a nadie le daba vergüenza lanzar aquellos gritos y tampoco les parecían ridículas a sus vecinos las personas que se veían arrebatadas a tal estado. En el descanso que suele tener lugar a mitad del sermón, le dijeron a Fabricio que todo el mundo había abandonado la ópera, salvo una señora que aún podía verse en su palco, la marquesa Crescenzi. También durante aquel descanso se oyó mucho ruido en la sala; eran los fieles que decidían por votación elevar una estatua al señor coadjutor. Tan loco fue el éxito de la segunda parte de su discurso, fue tan mundano, hasta tal punto los arranques de contrición cristiana se trocaron en exclamaciones de admiración absolutamente profanas, que, cuando abandonaba el púlpito, Fabricio se creyó en el deber de dirigir una especie de reprimenda a sus oyentes. Con lo cual salieron todos en un estado de ánimo que era a un tiempo singular y afectado; y nada más llegar a la calle, se pusieron a aplaudir furiosamente y a gritar: ¡E viva del Dongo! Fabricio miró su reloj con impaciencia y corrió a una ventanita enrejada que iluminaba el estrecho paso del órgano en el interior del convento. Por deferencia a la muchedumbre insólita e increíble que llenaba la calle, el portero del palacio Crescenzi había puesto una docena de antorchas en esas manos de hierro que se ven salir de los muros de fachada de los palacios construidos en la Edad Media. Tras unos minutos, mucho antes aún de que cesaran las aclamaciones, tuvo lugar el acontecimiento que con tanta ansiedad esperaba Fabricio: apareció en la calle el coche de la marquesa, de vuelta del teatro. El cochero tuvo que parar y sólo a fuerza de gritos y muy poco a poco pudo llegar a la puerta. A la marquesa le había conmovido la música sublime —como suele sucederles a los corazones desdichados—, pero también, y mucho más cuando supo la causa, el absoluto vacío de la sala. En medio del segundo acto, con el admirable tenor en escena, hasta el público del patio de butacas había abandonado su sitio de repente para ir a intentar entrar en la iglesia de la Visitación. Cuando la marquesa se vio detenida por la multitud delante de su puerta, se echó a llorar. «¡No había sido mala mi elección!» —se dijo. Este momento de ternura fue precisamente la causa de que se resistiera con firmeza ante la insistencia del marqués y de los amigos de la casa, que no entendían que no quisiera ir a oír a un predicador tan extraordinario. «¡Pero si le quita el público al mejor tenor de Italia!» —le decían—, «¡Si lo veo, estoy perdida!» —pensaba la marquesa. En vano Fabricio, cuyo talento parecía brillar más de día en día, predicó aún unas cuantas veces en aquella misma iglesita junto al palacio Crescenzi; nunca vio a Clelia, y ésta acabó por enfadarse con aquel loco empeño de ir a alterar su solitaria calle tras haberla echado de su jardín. Hacía ya tiempo que, al recorrer los rostros de las mujeres que le escuchaban, se había fijado Fabricio en una cara pequeña, morena, muy bonita y con unos ojos ardientes. Normalmente aquellos ojos soberbios estaban arrasados en lágrimas ya desde la octava o décima frase del sermón. Cuando Fabricio se veía obligado a decir cosas largas y tediosas, incluso para él mismo, dejaba descansar su mirada en aquella cabeza cuya juventud le agradaba. Acabó por enterarse de que la joven se llamaba Anetta Marini, que era hija única y heredera del comerciante de paños más rico de Parma, muerto unos meses antes. Muy pronto, el nombre de esta Anetta Marini, la hija del pañero, estuvo en boca de todo el mundo. Estaba locamente enamorada de Fabricio. Cuando empezaron los famosos sermones, tenía concertado matrimonio con Giacomo Rassi, el hijo mayor del ministro de justicia, un joven que a la muchacha le gustaba. Pero bastó que oyera dos veces a monsignore Fabricio para que dijera que ya no quería casarse. Y cuando le preguntaron por la causa de aquel cambio tan singular, contestó que no era digno de una chica honrada casarse con un hombre estando perdidamente enamorada de otro. La familia buscó en vano, al principio, quién podía ser aquel otro. Pero las ardientes lágrimas que Anetta vertía en los sermones les pusieron en la senda de la verdad. Cuando su madre y sus tíos le preguntaron si estaba enamorada de monsignore Fabricio, ella contestó valientemente que, puesto que habían descubierto la verdad, no iba ella a envilecerse con una mentira. Añadió que, ya que no tenía ninguna esperanza de casarse con el hombre al que adoraba, no quería, al menos, que le ofendiera la vista la ridícula cara del contino[45] Rassi. El hecho de que ridiculizara al hijo de un hombre envidiado por toda la burguesía se convirtió inmediatamente en la comidilla general. La respuesta de Anetta Marini tuvo éxito y estaba en boca de todo el mundo. También en el palacio Crescenzi, como en todas partes, se habló de la ocurrencia. Clelia se guardó mucho de abrir la boca sobre aquel asunto en su salón, pero interrogó a propósito de ello a su doncella y, el domingo siguiente, tras oír misa en la capilla de su palacio, mandó a la doncella que subiera al coche con ella y se fue a oír una segunda misa a la parroquia de la señorita Marini. Estaban allí reunidos todos los petimetres de la ciudad atraídos por el mismo motivo. Aquellos caballeros estaban de pie, cerca de la puerta. Muy pronto, por el bullicio que se suscitó entre ellos, supo la marquesa que aquella señorita Marini entraba en la iglesia. Estaba en una situación muy buena para poderla observar y, pese a su piedad, apenas prestó atención a la misa. A Clelia le pareció que aquella belleza burguesa tenía cierto aire atrevido que, en su opinión, le hubiera convenido más a una mujer que llevara ya algunos años casada. Por lo demás, aun siendo de poca estatura, tenía una figura admirable, y sus ojos parecían conversar con las cosas que miraban, como dicen en Lombardía. La marquesa se fue antes de que acabara la misa. Al día siguiente los amigos de los Crescenzi, que iban todas las noches a pasar la velada a su casa, contaron una nueva anécdota ridícula de Anetta Marini. Su madre, que temía que cometiera alguna locura, apenas dejaba dinero a su disposición. Anetta, no obstante, había ido a ver al célebre Hayez, que se encontraba entonces en Parma decorando los salones del palacio Crescenzi, para ofrecerle un magnífico anillo con diamantes que le había regalado su padre, y encargarle el retrato del señor del Dongo; le pidió que no lo figurara vestido de sacerdote sino sencillamente de negro. Pues bien, el día anterior, la madre de la pequeña Anetta se había quedado atónita, escandalizada más bien, cuando descubrió en el cuarto de su hija un magnífico retrato de Fabricio del Dongo en el más hermoso marco que se hubiera dorado en Parma desde hacía veinte años. Capítulo vigesimoctavo Arrastrados por los acontecimientos, no hemos tenido tiempo para hacer ni siquiera un esbozo de la cómica raza de los cortesanos que pululaban por la corte de Parma y que no dejaban de hacer comentarios divertidos sobre los acontecimientos que hemos contado. Lo que en aquel país convertía a un miembro de la pequeña nobleza, adornado de tres o cuatro mil libras de renta, en digno de asistir, enfundado en sus medias negras, al ceremonial del despertar del príncipe era, en primer lugar, no haber leído nunca ni a Voltaire ni a Rousseau, condición nada difícil de cumplir. Tenía también que saber hablar con devoción del catarro del soberano o de la última caja de minerales que hubiera recibido de Sajonia. Si, además de todo esto, no faltaba a misa ni un solo día en todo el año y si entre sus amigos figuraban dos o tres frailes gordos, el príncipe se dignaba dirigirle la palabra una vez al año, quince días antes o quince días después del primero de enero, lo que le daba al sujeto en cuestión un gran prestigio en su parroquia y la tranquilidad de que, si se retrasaba en el pago de los cien francos anuales con que se cargaba su modesto peculio, el recaudador de impuestos no lo humillaría demasiado. El señor Gonzo era un pobre sujeto de aquellas características, muy linajudo, y que, además de tener alguna propiedad gracias a las influencias del marqués Crescenzi, había conseguido un cargo magnífico que le producía mil ciento cincuenta francos al año. Aquel hombre hubiera podido cenar en su casa, pero tenía una pasión: no estaba a gusto ni era feliz salvo en el salón de algún gran personaje que de vez en cuando le dijera «Cállese, Gonzo, es usted un imbécil». Y solía ser éste un juicio fruto de la irritación, pues normalmente Gonzo era más inteligente que el personaje. Hablaba de todo y con bastante gracia. Además, siempre estaba dispuesto a cambiar de opinión a la menor mueca del dueño de la casa. A decir verdad, aunque muy hábil para gestionar sus intereses, no tenía una sola idea en la cabeza y, en ocasiones, si el príncipe no estaba acatarrado, entraba en los salones con cierto azoramiento. En realidad la reputación de Gonzo en Parma se debía a un magnífico sombrero de tres picos, adornado con una pluma negra, un poco sobada ya, que se ponía incluso con el frac. Era de ver cómo llevaba aquella pluma, ya fuera en la cabeza, ya fuera en la mano; aquello era verdadero talento, auténtica importancia. Preguntaba con ansiedad sobre el estado de salud del gozquecillo de la marquesa; y si el fuego hubiera hecho presa del palacio Crescenzi, habría expuesto la vida para salvar alguno de los preciosos sillones de brocado de oro, en los que desde hacía tantos años se enganchaba el calzón de seda negra cuando casualmente se atrevía a sentarse un instante en alguno de ellos. Todas las tardes, a eso de las siete, llegaban al salón de la marquesa Crescenzi siete u ocho personajes de la misma laya. Nada más sentarse, un lacayo, magníficamente vestido con una librea gualda, enteramente cubierta de galones de plata al igual que la chaqueta roja que completaba la magnificencia de su indumentaria, iba a recoger los sombreros y los bastones de aquellos pobres diablos. Inmediatamente llegaba un camarero con unas tacitas de café minúsculas en unos pies de filigrana de plata; cada media hora, un mayordomo, con espadín y magnífico atuendo a la francesa, servía helados. Media hora después de aquellos cortesanos pobretones, llegaban cinco o seis oficiales hablando en voz muy alta y en tono marcial, generalmente sobre el número y clase de botones de la guerrera del soldado necesarios para que el general en jefe gane las batallas. En aquel salón no hubiera sido prudente citar un periódico francés y ello hasta el extremo de no poder dar la noticia más agradable posible —cincuenta liberales fusilados en España, por ejemplo—, pues darla hubiera implicado revelar que el narrador había leído un periódico cisalpino. Para todos ellos la suma habilidad, su obra maestra, estribaba en conseguir cada diez años un aumento en la pensión de ciento cincuenta francos. Tal es la forma en que el príncipe comparte con su nobleza el placer de reinar sobre campesinos y burgueses. Indiscutiblemente, la persona más importante del salón Crescenzi era el caballero Foscarini, un hombre absolutamente honrado, como lo demostraba el hecho de que hubiera pasado algún tiempo en la cárcel bajo todos los regímenes. Era uno de los miembros de la famosa cámara de los diputados que, en Milán, rechazó la ley de registro presentada por Napoleón, un gesto sorprendente en la historia. El caballero Foscarini, tras haber sido veinte años el amigo de la madre del marqués, había seguido siendo el hombre influyente en la casa. Siempre tenía alguna anécdota divertida que contar, y nada se escapaba a su perspicacia; la joven marquesa, que en el fondo del corazón se sentía culpable, temblaba en su presencia. Del mismo modo que a Gonzo lo dominaba la pasión por los grandes señores que le dijeran groserías y le hicieran llorar una o dos veces al año, lo dominaba la manía de tratar de hacerles pequeños servicios, y si no lo hubieran tenido paralizado las costumbres que impone la extrema pobreza, hubiera alcanzado algún éxito, pues, junto a no carecer de cierto ingenio, disponía de una gran desfachatez. Como será fácil colegir tras nuestra descripción, a Gonzo le inspiraba bastante desprecio la marquesa Crescenzi, pues jamás le había dirigido una sola palabra descortés. Pese a ello, era la esposa del famoso marqués Crescenzi, caballero de honor de la princesa y que, una o dos veces al mes, le decía: «¡Cállate, Gonzo, eres un animal!». Gonzo se dio cuenta de que en cuanto se contaba algo de la pequeña Anetta Marini, la marquesa salía por un instante del estado de ensueño y ensimismamiento en que habitualmente estaba sumida hasta que sonaban las once, momento en que preparaba té y lo servía a cada uno de los presentes llamándolo por su nombre. Después, en el momento de retirarse, parecía recuperar unos instantes de alegría; era el momento que alguno de los visitantes aprovechaba para recitarle sonetos satíricos. En Italia son excelentes tales sonetos; es el único género literario que aún alienta un poco, probablemente porque no está sometido a censura. Los cortesanos de la casa Crescenzi anunciaban siempre el soneto con las mismas palabras: «¿Marquesa, tiene la bondad de permitirme recitar ante su presencia un soneto muy malo?». Y si el soneto hacía reír y llegaba a repetirse dos o tres veces, siempre había algún oficial que exclamaba: «¡El señor ministro de policía tendría que ocuparse de ahorcar un poco a los autores de semejantes infamias!». La sociedad burguesa, no obstante, acoge estos sonetos con la admiración más franca y los oficiales de los procuradores venden copias de los mismos. Dada la curiosidad que mostraba la marquesa, Gonzo se imaginó que se había celebrado demasiado la belleza de la pequeña Marini, que además tenía una fortuna de un millón, o sea, que estaba celosa. Y como, con su sonrisa fija y su absoluta desfachatez con quien no fuera noble, Gonzo entraba en todas partes, al día siguiente se presentó en el salón de la marquesa, con el sombrero de plumas colocado del modo triunfal que sólo cuando el príncipe le había dicho «Adiós, Gonzo», o sea, una o dos veces al año, podía vérsele. Tras saludar respetuosamente a la marquesa, Gonzo no se retiró, como era costumbre, para ir a sentarse a la butaca que acababan de adelantarle. Se puso en mitad del círculo y exclamó brutalmente: —He visto el retrato de monseñor del Dongo. Clelia se quedó tan sorprendida que tuvo que apoyarse en el brazo de la butaca. Trató de enfrentarse a aquel temporal, pero muy pronto se vio obligada a abandonar la estancia. —Hay que reconocer, mi pobre Gonzo, que posee usted una extraña torpeza —exclamó desdeñosamente un oficial que iba ya por su cuarto helado—. ¿No sabe usted que el coadjutor —por cierto, uno de los coroneles más valientes de Napoleón— le jugó tiempo atrás una malísima pasada al padre de la marquesa, marchándose de la ciudadela que mandaba el general Fabio Conti como si se marchara de la Steccata (la principal iglesia de Parma)? —Es verdad, mi querido capitán, ignoro muchísimas cosas, no soy más que un pobre imbécil que me paso el día metiendo la pata. Esta réplica, tan italiana, hizo que todos se rieran a costa del brillante oficial. La marquesa regresó enseguida; se había armado de valor, no sin cierta esperanza de poder admirar también ella aquel retrato de Fabricio, que, según decían, era magnífico. Habló elogiosamente del talento de Hayez, que lo había pintado. Sin darse cuenta, le dirigía a Gonzo sonrisas encantadoras y éste, a su vez, miraba socarronamente al oficial. Como el resto de los cortesanos de la casa se dedicaba al mismo placer, el oficial optó por marcharse, no sin jurarle un odio mortal a Gonzo; éste triunfaba, y, por la noche, cuando se despidió, fue invitado a comer al día siguiente. Y al día siguiente, después de comer, tras retirarse los criados, Gonzo exclamó: —¡Aún hay más que contar! ¡Pues no va nuestro coadjutor y se enamora de la pequeña Marini!… No será difícil imaginar la consternación que atenazó el corazón de Clelia cuando oyó algo tan extraordinario. Hasta el propio marqués se quedó muy sorprendido. —¡Pero Gonzo, amigo mío, está usted diciendo un disparate, como de costumbre! ¡Tendría que hablar con un poco más de respeto de un señor que ha tenido el honor de jugar al whist con Su Alteza once veces! —Pues verá, señor marqués —contestó Gonzo con la grosería que caracteriza a la gente de su clase—, yo puedo jurarle que también le gustaría jugar con la Marini. Pero basta que a usted le molesten tales pormenores para que dejen de existir para mí, que lo último que querría sería ofender a mi adorable marqués. Todos los días, después de comer, el marqués se retiraba a dormir la siesta. Aquel día no lo hizo; y, aunque Gonzo se habría dejado cortar la lengua antes de decir una sola palabra más sobre la pequeña Marini, a cada instante le daba a su conversación algún giro que le hiciera esperar al marqués que iba a referirse otra vez a los amores de la rica muchacha. Gonzo poseía en grado sumo esa habilidad italiana de demorar con gracias lo que el interlocutor espera oír. El pobre marqués, que se moría de curiosidad, se vio obligado a lisonjearle un poco: le dijo a Gonzo que, cuando tenía el placer de comer con él comía dos veces más. Gonzo no se dio cuenta, y se puso a describir una magnífica colección de pintura que estaba reuniendo la marquesa Balbi, la amante del difunto príncipe; en tres o cuatro ocasiones se refirió a Hayez, con lentitud inspirada en la admiración más honda. El marqués pensaba «¡Vaya! ¡Parece que va a llegar al retrato de la Marini!», pero Gonzo no tenía la menor intención de hacerlo. Dieron las cinco, y el marqués se puso de muy mal humor, pues a las cinco y media, después de la siesta, tenía la costumbre de ir al Corso en coche. —¡Mire lo que ha conseguido con sus tonterías! —le dijo destempladamente a Gonzo—, voy a llegar al Corso después que la princesa, y seguro que tiene órdenes que darme a mí, a su caballero de honor. ¡Vamos, vamos! Cuénteme en pocas palabras, si es que puede, qué hay de esos pretendidos amores de monseñor el coadjutor. Pero Gonzo tenía reservado aquel relato para los oídos de la marquesa, que le había invitado a comer; así que ventiló en muy pocas palabras la historia reclamada, y el marqués, medio traspuesto, se fue corriendo a dormir su siesta. Gonzo adoptó una actitud muy distinta con la pobre marquesa. Seguía siendo tan joven e ingenua, aun en su alta posición, que se creyó en la obligación de reparar la grosería con que el marqués había tratado a Gonzo. Entusiasmado con aquella honra, recuperó toda su elocuencia, y fue para él un placer, no menos que un deber, descender a infinidad de detalles de la historia. La pequeña Anetta Marini llegaba a dar un cequí por que le guardaran sitio para oír el sermón. Iba siempre con dos de sus tías y el antiguo cajero de su padre. Los sitios, que reservaba desde la víspera, estaban en general enfrente del púlpito, aunque un poco desplazados hacia el lado del altar mayor, pues había observado que el coadjutor se volvía a menudo hacia aquel altar. Pues bien, lo que también había observado el público era que, no pocas veces, aquellos ojos tan expresivos del joven predicador se detenían complacidamente en la joven heredera de sugestiva belleza, y al parecer con alguna emoción, porque en cuanto fijaba sus ojos en ella su sermón se hacía erudito, proliferaban las citas, desaparecían los transportes que partían el corazón, y las señoras, para quienes el interés cesaba entonces casi de inmediato, se ponían a mirar a la Marini y a maldecirla. Clelia hizo que le repitiera hasta tres veces tan sorprendentes detalles. A la tercera se quedó ensimismada; pensaba que hacía exactamente catorce meses que no había visto a Fabricio. «¿Seria tan grave —se decía— pasar una hora en una iglesia, no para ver a Fabricio, sino para oír a un predicador famoso? Además, me pondré lejos del púlpito y no miraré a Fabricio más que una vez cuando entre y otra cuando termine el sermón… ¡No —seguía diciéndose—, no voy a ver a Fabricio, voy a oír a un predicador asombroso! Pese a todos estos razonamientos, la marquesa tenía remordimientos». ¡Había sido tan hermosa su conducta desde hacía catorce meses! «Bueno —acabó por decirse, para darse alguna paz a sí misma—, si la primera mujer que venga esta noche ha oído predicar a monsignore del Dongo, yo también iré, y, si no ha ido, tampoco iré yo». Una vez tomada esta decisión, la marquesa hizo feliz a Gonzo diciéndole: —Procure enterarse de cuál es el próximo día en que va a predicar el coadjutor y en qué iglesia. Quizá esta noche, antes de que se vaya, le haga un encargo. Nada más irse Gonzo al Corso, Clelia se fue a tomar el aire al jardín del palacio. No se argumentó a sí misma que hacía seis meses que no ponía allí los pies. Estaba viva, animada; le había salido el color. Por la noche, cada vez que entraba uno de sus aburridos visitantes, su corazón palpitaba emocionado. Finalmente anunciaron a Gonzo, a quien le bastó un vistazo para darse cuenta de que durante ocho días iba a ser el hombre imprescindible. «La marquesa está celosa de la Marini, y aquí vamos a tener una buena comedia —se dijo—; ¡la marquesa tendrá el primer papel; la joven Anetta, el de criadita joven, y monsignore del Dongo, el de enamorado! La verdad es que a dos francos no seria muy cara una entrada». No cabía en sí de gozo, y, durante toda la velada, estuvo quitándole la palabra a todo el mundo, contando anécdotas picantes (como la de la actriz célebre y el marqués de Pequigny, que le había oído la víspera a un viajero francés). Por su parte, la marquesa no podía estarse quieta; o se paseaba por el salón, o pasaba a una galería que estaba al lado del salón, donde el marqués no había dejado que colgaran ningún cuadro que costara menos de veinte mil francos. Aquellos cuadros le decían tantas cosas aquella noche a la marquesa, le transmitían tantas emociones que le extenuaban el corazón. Finalmente oyó que se abrían los dos batientes de la puerta, acudió deprisa al salón, ¡era la marquesa Raversi! Cuando le dirigía las atenciones de rigor, Clelia sentía que le faltaba la voz. La marquesa le hizo repetir dos veces la pregunta que le había dirigido y que no había conseguido oír: —¿Qué me dice usted del predicador de moda? —Lo tenía por un pequeño intrigante, digno sobrino de la ilustre condesa Mosca; pero en su último sermón en la iglesia de la Visitación, delante de su casa precisamente, estuvo tan sublime que se me olvidó todo el odio que pudiera tenerle y lo considero el hombre más elocuente que haya oído jamás. —Entonces, ¿ha ido usted a uno de sus sermones? —preguntó la marquesa, temblando de gozo. —¿Pero es que no me escucha usted? —dijo la marquesa riéndose—. No me los perdería por nada del mundo. Dicen que está enfermo del pecho y que muy pronto dejará de predicar. Nada más salir la marquesa, Clelia llamó a Gonzo a la galería. —Estoy casi decidida a oír a ese predicador tan celebrado, ¿cuándo predicará? —El próximo lunes, o sea, dentro de tres días; y es como si le hubiera adivinado las intenciones a Vuestra Excelencia, porque predica en la Visitación. Aún no estaba todo dicho, pero Clelia se había quedado sin voz; dio cinco o seis vueltas por la galería, sin decir palabra. Gonzo se decía: «Eso es la venganza que la consume. ¡Hace falta ser insolente para escaparse de la cárcel, sobre todo si se tiene el honor de estar custodiado por un héroe como el general Fabio Conti!». —Pues hay que darse prisa —añadió Gonzo con fina ironía—; porque está enfermo del pecho. Le he oído decir al doctor Rambo que no le queda ni un año de vida. Es un castigo de Dios por haber quebrantado su sentencia escapándose a traición de la ciudadela. La marquesa se sentó en el diván de la galería y le hizo seña a Gonzo para que la imitase. A los pocos instantes, ella le dio una bolsita en la que había metido unos cequíes. —Haga que me reserven cuatro sitios. —¿Le será permitido al pobre Gonzo deslizarse tras Vuestra Excelencia? —¿Cómo no? Mande reservar cinco plazas… No tengo el menor interés —añadió— en estar cerca del púlpito; pero sí me gustaría poder ver a la señorita Marini, que dicen que es tan guapa. En los tres días que faltaban para el famoso lunes, día del sermón, la marquesa no vivió. Gonzo, para quien ser visto en público entre los acompañantes de una señora tan importante era un señalado honor, lucía su traje francés, con espada, y esto no fue todo: aprovechando la proximidad del palacio, hizo llevar a la iglesia un magnífico sillón dorado para la marquesa, lo que pareció a los burgueses una insolencia intolerable. Es fácil imaginar lo qué sintió la pobre marquesa cuando vio aquel sillón, que habían colocado precisamente frente al púlpito. Clelia estaba tan abochornada, refugiada en una esquina del sillón y con los ojos bajos, que ni siquiera tuvo valor para mirar a la Marini, a quien Gonzo le señalaba con el dedo, con un descaro que confundía aún más a la marquesa. Para aquel cortesano nadie que no fuera noble existía realmente. Apareció Fabricio en el púlpito. Estaba tan delgado, tan pálido, tan consumido, que los ojos de Clelia se arrasaron en lágrimas al instante. Fabricio dijo algunas palabras; luego se detuvo, como si de repente se hubiera quedado sin voz; en vano trató de empezar alguna frase; se volvió y cogió un papel escrito. —Queridos hermanos —dijo—, un alma desventurada y muy digna de vuestra compasión os ruega, por mi boca, que recéis para que acabe su tormento, que no cesará sino con su vida. Fabricio leyó el resto de su papel muy despacio; pero el tono de su voz era tal, que, a mitad de la oración, todo el mundo lloraba, incluido Gonzo. «Por lo menos no llamaré la atención» —pensaba la marquesa anegada en lágrimas. Mientras leía el papel, a Fabricio se le ocurrieron dos o tres ideas sobre la situación de aquel hombre desdichado para quien acababa de pedir las oraciones de los fieles. E inmediatamente se le agolparon otras muchas más. Aunque aparentemente se dirigía al público, no hablaba más que para la marquesa. Terminó su plática un poco antes que de costumbre, porque, intentara lo que intentase, le sobrevenía el llanto de tal forma que no podía hablar de forma inteligible. A los entendidos aquel sermón les pareció raro, pero de un patetismo igual, por lo menos, al del famoso sermón del día de las luces. A Clelia, por su parte, antes de haber oído las diez primeras líneas de la oración leída por Fabricio, le parecía ya un crimen atroz haber pasado catorce meses sin verlo. Al llegar a casa, se metió en la cama para poder pensar libremente en Fabricio; y al día siguiente, muy temprano, Fabricio recibió una nota que decía así: Confiando en su honor, busque cuatro valientes, de cuya discreción esté usted seguro, y mañana, cuando den las doce en la Steccata, vaya junto a una puertecilla que tiene el número 19 de la calle San Pablo. Piense que pueden atacarle, no vaya usted solo. Cuando Fabricio reconoció aquella letra divina, cayó de rodillas y se deshizo en lágrimas. «¡Por fin —exclamó—, después de catorce meses y ocho días! ¡Se acabaron los sermones!». Seria muy largo describir todas las locuras a que se entregaron aquel día los corazones de Fabricio y de Clelia. La puertecilla indicada en la nota no era otra que la del invernadero de los naranjos del palacio Crescenzi; hasta diez veces se le ocurrieron a Fabricio pretextos para ir a verla. Un poco antes de las doce cogió sus armas y, solo, con paso rápido, se dirigió al lugar indicado. Estaba ya cerca de la puerta cuando, para inexpresable alegría suya, oyó aquella voz tan bien conocida que le decía en un tono muy bajo: —Entra por aquí, amigo de mi corazón. Fabricio entró con precaución y se encontró en el invernadero, aunque frente a una ventana enrejada, que estaba a un metro, o poco más, del suelo. Estaba muy oscuro. Había oído algún ruido en aquella ventana y la estaba palpando con la mano, cuando sintió que otra mano, desde el otro lado de la reja, le cogía la suya y la llevaba a unos labios que le besaron. —Soy yo —le dijo aquella voz amada—, que he venido aquí a decirte que te amo y a preguntarte si estás dispuesto a obedecerme. Imagínese la respuesta, el gozo, el asombro de Fabricio. Tras los primeros arrebatos, Clelia le dijo: —Ya sabes que le he prometido a la Madona que no te vería; por eso te recibo en esta oscuridad tan cerrada. Tienes que saber que si en algún momento me obligaras a verte a la luz del día, todo habría acabado entre nosotros. Antes de nada, he de decirte que no quiero que vuelvas a predicar delante de Anetta Marini, y no vayas a creer que he sido yo quien ha hecho la tontería de mandar que llevaran un sillón a la casa de Dios. —Ángel mío, no volveré a predicar delante de nadie; sólo predicaba movido por la esperanza de verte un día. —No hables así, piensa que a mí no me está permitido verte. Llegados a este punto, hemos de pedir permiso para dar un salto de tres años sin decir ni una sola palabra. En el momento en que continúa nuestro relato, hacía ya mucho tiempo que el conde Mosca había vuelto a Parma en calidad de primer ministro, más poderoso que nunca. Tras estos tres años de felicidad divina, en el alma de Fabricio brotó un capricho, inspirado por el cariño, que lo cambió todo. La marquesa tenía un precioso niño de dos años, Sandrino, que era la alegría de su madre; se pasaba el día con ella o en las rodillas del marqués Crescenzi. Fabricio, en cambio, no lo veía casi nunca. Y no quería que se acostumbrara a querer a otro padre. Concibió, entonces, la idea de raptar al niño antes de que fraguaran sus primeros recuerdos. En las largas horas del día en que la marquesa no podía ver a su amante, la presencia de Sandrino la consolaba. A este propósito, hemos de confesar algo que parecerá increíble al norte de los Alpes, y es que, a pesar de todas sus faltas, Clelia había sido fiel a su promesa. Como probablemente recordará el lector, le había prometido a la Madona no ver nunca a Fabricio, tales habían sido sus palabras exactas; en consecuencia, sólo lo recibía de noche, y nunca había luz en sus habitaciones. Todas las noches, él era recibido por su amiga. Y lo que no deja de ser sorprendente, en aquella corte devorada por la curiosidad y por el hastío, es que, gracias a las precauciones de Fabricio, muy hábilmente urdidas, nadie llegó a sospechar nunca tal amicizia, como dicen en Lombardía. Aquel amor era demasiado intenso como para que no hubiera riñas en él; Clelia era muy celosa, pero las querellas procedían casi siempre de otra causa. En más de una ocasión, Fabricio había aprovechado alguna ceremonia pública para estar en el mismo sitio que la marquesa y mirarla, entonces ella pretextaba cualquier cosa para irse inmediatamente, luego desterraba a su amante por una buena temporada. En la corte de Parma, a todo el mundo le extrañaba no conocer la menor intriga de una mujer como aquella, de belleza e inteligencia tan extraordinarias; inspiró pasiones que generaron muchas locuras y, muy a menudo, también Fabricio sintió celos. Hacía mucho tiempo que había muerto el buen arzobispo Landriani, y la piedad, las costumbres ejemplares y la elocuencia de Fabricio habían hecho que fuera olvidado; también su hermano mayor había muerto, y todo el patrimonio familiar estaba ahora en sus manos. A partir de entonces, todos los años, los ciento y pico mil francos que rentaba el arzobispado de Parma los distribuía entre los vicarios y los curas de su diócesis. Hubiera sido difícil imaginar una vida más honrada, más honorable y más útil que la que Fabricio se había construido, hasta que aquel desdichado capricho, suscitado por la ternura, lo trastornó todo. —Esa promesa tuya, que yo respeto, aunque el hecho de que no quieras verme de día es la desventura de mi vida —le dijo un día—, me obliga a vivir constantemente solo; no tengo más distracción que el trabajo, y ni aun el trabajo me sirve. En medio de este duro y triste pasar las interminables horas de mis días, se me ha ocurrido una idea que me atormenta y con la que en vano me enfrento desde hace seis meses: mi hijo no me querrá; no oye nunca hablar de mí. Educado en el lujo amable del palacio Crescenzi, apenas me conoce. Las pocas veces que lo veo, me hace pensar en su madre, pues me recuerda aquella belleza divina suya que no puedo contemplar. Debe verme una cara seria en esas ocasiones, lo que para los niños equivale a triste. —¿Adónde quieres ir a parar con todas esas cosas que me espantan? —A recuperar a mi hijo; quiero que viva conmigo; quiero verlo todos los días; quiero que se acostumbre a quererme, y también quiero poder quererlo yo sin trabas. Puesto que una insólita fatalidad me priva de la dicha que tantas almas sensibles tienen, y me veo obligado a pasar la vida apartado de lo que adoro, quiero, por lo menos, tener cerca de mí a un ser que le traiga a mi corazón tu imagen, que te reemplace, en cierto modo. En mi forzada soledad, las personas que trato y los asuntos de que me ocupo me resultan insufribles; sabes muy bien que la palabra ambición ha carecido de sentido para mí desde el momento en que tuve la suerte de que Barbone me registrara como prisionero, y, en la melancolía en que lejos de ti estoy sumido, todo, salvo las sensaciones del alma, me parece ridículo. No es difícil imaginar el dolor que la desazón de su amigo llevó al alma de la pobre Clelia. Su tristeza fue tanto más honda, cuanto que comprendía que, en cierto modo, Fabricio tenía razón. Llegó hasta a considerar la posibilidad de romper su promesa; entonces podría recibir a Fabricio a la luz del día como a cualquier otro miembro de la sociedad, y su reputación de sensatez estaba lo suficientemente fundada como para que ello no suscitara habladurías. Se decía a sí misma que podría hacerse perdonar su promesa a cambio de una buena cantidad de dinero; pero inmediatamente se daba cuenta de que un arreglo tan mundano no tranquilizaría su conciencia, e imaginaba que quizá el cielo, enojado, la castigara por aquel nuevo pecado. Por otra parte, si accedía a aquel deseo tan natural de Fabricio, si trataba de no causar la desgracia a aquella alma sensible que ella conocía tan bien, y cuyo sosiego quedaba tan extrañamente comprometido por su promesa inusitada, ¿cómo simular el rapto del único hijo de uno de los más grandes señores de Italia sin que el engaño fuera descubierto? El marqués Crescenzi gastaría sumas enormes, él mismo dirigiría las operaciones de búsqueda, y tarde o temprano se descubriría el secuestro. Sólo había un medio de salvar aquel peligro, había que enviar al niño lejos, a Edimburgo, por ejemplo, o a París, pero aquello era algo que su amor de madre le vedaría. La otra posibilidad propuesta por Fabricio, más razonable al efecto, tenía algo de augurio siniestro y resultaba casi más espantosa para aquella madre atribulada; había que fingir —decía Fabricio— una enfermedad; el niño empeoraría irremediablemente y acabaría por morir aprovechando alguna ausencia del marqués. La repugnancia que aquel plan causaba en Clelia rayaba en el terror y acabó por ser la causa de una ruptura poco duradera. Decía Clelia que no había que tentar a Dios; que aquel hijo tan querido era fruto de un pecado, y que si se enconaba más la cólera del cielo, Dios acabaría por reclamarlo para sí. Fabricio volvía a hablar de su destino singular: —El estado que me ha asignado el azar —le decía a Clelia— y mi amor me imponen una soledad eterna; no puedo, como la mayoría de mis cofrades, gozar de las dulzuras de la intimidad en compañía, pues usted no me quiere recibir si no es en la oscuridad, lo que limita a unos instantes, por decirlo así, la parte de mi vida que puedo pasar con usted. Derramaron muchas lágrimas. Clelia cayó enferma; pero amaba demasiado a Fabricio como para seguir negándose al terrible sacrificio que le pedía. Sandrino cayó enfermo aparentemente; el marqués llamó inmediatamente a los médicos más célebres y, a partir de aquel momento, Clelia se vio en un terrible aprieto que no había previsto; tenía que impedir que el niño adorado tomara ninguna de las medicinas recetadas por los médicos. Y no era nada fácil. El niño, mantenido en la cama durante mucho más tiempo de lo tolerable para la salud, cayó verdaderamente enfermo. ¿Y cómo informarle al médico de la verdadera causa de aquella enfermedad? Desgarrada por dos intereses contrarios e igualmente queridos, Clelia estuvo a punto de perder la razón. ¿Debía admitir una curación aparente, y sacrificar, así, el posible fruto de una simulación tan larga y tan penosa? Fabricio, por su parte, no podía perdonarse la violencia que estaba ejerciendo en el corazón de su amada, pero tampoco podía renunciar a su proyecto. Había encontrado el medio para introducirse todas las noches en la habitación del niño enfermo, lo que había supuesto una nueva complicación. La marquesa iba a cuidar a su hijo y a veces Fabricio no podía evitar verla a la luz de las velas, lo que al pobre corazón enfermo de Clelia le parecía un pecado horrible que presagiaba la muerte de Sandrino. En vano los más celebres casuistas, consultados sobre la conveniencia de cumplimiento de una promesa en el caso de que su observancia fuera evidentemente nociva, habían contestado que romper la promesa no podía considerarse pecado, siempre que las razones para abstenerse de cumplir tal promesa hecha a la divinidad estuvieran fundadas en la evitación de un mal evidente y no en procurarse el vano placer de los sentidos. La marquesa no dejó por ello de desesperarse, y Fabricio sintió vivamente que su extravagante idea iba causar la muerte de Clelia y la de su hijo. Recurrió a su amigo íntimo, el conde Mosca, quien, aun siendo un ministro tan experimentado como era, se conmovió con aquella historia de amor, que ignoraba en gran parte. —Yo le puedo conseguir que el marqués esté fuera cinco o seis días, por lo menos. ¿En qué fechas le interesa? Al poco tiempo, Fabricio fue a decirle al conde que todo estaba ya dispuesto para poder aprovechar la ausencia del marqués. Dos días después, cuando el marqués volvía a caballo de una de sus propiedades de los alrededores de Mantua, unos bandidos, aparentemente pagados para ejecutar una venganza particular, lo secuestraron sin hacerle el menor daño y lo embarcaron en un bote, que tardó tres días en descender por el Po haciendo el mismo recorrido que había efectuado Fabricio en otro tiempo tras el famoso incidente con Giletti. Al cuarto día, los bandidos abandonaron al marqués en una isla desierta, tras haberse tomado el trabajo de robarle todo el dinero y sus efectos personales, hasta los de menor valor. Al marqués le costó aún dos días enteros llegar a su palacio de Parma, que encontró lleno de colgaduras negras y con todos sus moradores sumidos en la desolación. Este secuestro, muy hábilmente ejecutado, tuvo un final funesto. Sandrino, instalado en secreto en una gran casa, muy bonita, adonde la marquesa iba a verlo casi todos los días, murió a los pocos meses. Clelia pensó que aquello era un justo castigo por haber sido infiel a su promesa a la Madona: ¡había visto tantas veces a Fabricio a la luz de las velas durante la enfermedad de Sandrino, incluso dos veces a plena luz del día, y con arrobamientos tan dulces! Sólo sobrevivió unos meses a aquel hijo tan querido, aunque tuvo la ventura de morir en los brazos de su amado. Fabricio estaba demasiado enamorado y era demasiado creyente como para recurrir al suicidio; esperaba encontrarse con Clelia en otro mundo mejor, pero comprendía que tenía mucho que reparar. Pocos días después de la muerte de Clelia, firmó varios documentos mediante los cuales aseguraba una pensión de mil francos a cada uno de sus criados y se reservaba para él mismo otra igual; a la condesa Mosca le hacía donación de unas tierras que rentaban unas cien mil libras; a su madre, la marquesa del Dongo, le daba una cantidad parecida, y el resto de la fortuna paterna se lo cedía a una de sus hermanas, que estaba mal casada. Al día siguiente, tras haber enviado a la autoridad competente su dimisión del arzobispado y de todos los cargos que el favor de Ernesto V y la amistad del primer ministro le habían procurado, se retiró a la Cartuja de Parma, a dos leguas de Sacca, en medio de los bosques que riega el Po. En su momento, la condesa Mosca había apoyado con firmeza el retorno de su marido al gobierno, aunque ella no había consentido en volver a los estados de Ernesto V. Tenía su corte en Vignano, a un cuarto de legua de Casal-Maggiore, en la orilla izquierda del Po, o sea, en territorio austríaco. En el magnífico palacio que el conde había construido en Vignano recibía los jueves a la mejor sociedad de Parma, y todos los días a sus muchos amigos. Por nada del mundo hubiera faltado Fabricio ni un solo día de acudir a Vignano. En una palabra, la condesa reunía toda la apariencia de la felicidad, pero sobrevivió muy poco tiempo a Fabricio, a quien adoraba y que sólo pasó un año en su Cartuja. Las cárceles de Parma estaban vacías, el conde era inmensamente rico, a Ernesto V lo adoraban sus súbditos que comparaban su gobierno con el de los grandes duques de la Toscana. TO THE HAPPY FEW[46] Notas [1] Recuérdese, al mismo respecto, la dicotomía que pone Cervantes en boca del perro Cipión, en La novela y coloquio que pasó entre Cipión y Berganza: «Los cuentos unos encierran y tienen la gracia en ellos mismos; otros, en el modo de contarlos; quiero decir que algunos hay que aunque se cuenten sin preámbulos y ornamentos de palabras, dan contento; otros hay que es menester vestirlos de palabras, y con demostraciones del rostro y de las manos y con mudar la voz se hacen algo de nonada, y de flojos y desmayados se vuelven agudos y gustosos» y que tan al pelo viene a propósito del arte de Stendhal. << [2] Aquí yace Arrigo Beyle, Milanés. Vivió, escribió, amó. Se fue a los…, en 18… Amó a Cimarosa, Shakespeare, Mozart, Correggio. Amó apasionadamente a V… M… A… Ange, M… C…, y aunque no tuvo nada de guapo, fue amado por cuatro o cinco de esas iniciales. Sólo respetó a un hombre: NAPOLEÓN. << [3] También la de Jean Paul Sartre, quien en Carnets de la drôle de guerre —Gallimard, pág. 491— dice de estas páginas: «He releído con una admiración profunda las sesenta primeras páginas de La cartuja de Parma. La naturalidad, el encanto, la vivacidad de la imaginación de Stendhal no tienen igual. Este sentimiento de admiración, tan raro en mí, lo he experimentado plenamente, ¡qué arte de novelar!, ¡qué unidad de movimiento!». << [4] Antaño los lugares amenos fueron para mí dulces invitaciones a llenar papeles. << [5] Zambajon, en el original; el zabaione italiano es un ponche elaborado con yema de huevo, azúcar y marsala, u otro vino generoso, y cocido al baño de María. Stendhal confiesa en muchas ocasiones su gusto por este ponche al que achaca sus trastornos de salud, recrudecidos precisamente en 1815. Pedroti es deformación de Pedrochi, un hostelero muy apreciado por Stendhal (citado en su Diario de 1815). << [6] Aparte de lo que el aspecto del pelo empolvado pudiera sugerir a la joven Gina, tal hábito tenía un claro valor simbólico. Y con ese mismo valor vuelve a aparecer en varias ocasiones en La cartuja. Se empolvaban el pelo los ultras, y despreciaban tal uso los liberales. << [7] Se pronuncia marquesino. Según las costumbres del país, traídas de Alemania, ese título se les da a todos los hijos del marqués; el de contino a todos los hijos del conde, el de contessina a todas las hijas del conde, etcétera. [Nota de Stendhal.] << [8] Cuando Véspero se acerca a nublar nuestros ojos, / ávido de futuro, contemplo los cielos, / donde Dios nos escribe, mediante notas no oscuras, / las suertes y los destinos de todas las criaturas. / Pues Él, al mirar desde el fondo de los cielos a un humano, / movido, a veces, a piedad, le muestra el camino; / mediante los astros del cielo, que son sus caracteres, / nos predice las cosas, tanto las buenas como las malas; / pero los hombres cargados de tierra y de muerte, / desprecian tal escrito, y no lo leen. << [9] Referencia a las posesiones de una antigua familia, los Sfondrati, que poseyeron la villa Sfondrata, en las proximidades del lago. << [10] El napoleón era una moneda de oro, de veinte francos. << [11] Quien nos habla es un personaje apasionado, y aquí traslada a prosa unos versos del célebre Monti. [Nota de Stendhal.] Vicenzo Monti fue un poeta italiano, que vivió entre 1754 y 1828; sus primeros libros fueron antirrevolucionarios. Su admiración por Napoleón le llevó a una poesía de tinte decididamente democrático y anticatólico (Prometeo, 1797). A la caída de Napoleón, Monti volvió a la fidelidad austriaca e hizo una poesía de circunstancias y tono neoclasicista. [Nota del traductor.] << [12] Napoleones. << [13] Para v. P. y E. 15 x 38. [Nota literal de Stendhal, que el historiador de la literatura y de las ideas Paul Hazard (1878-1944) descifró (y reproduzco literalmente): Para usted Paquita y Eugenia, 15 décembre 1838.] Como es sabido, no han quedado ni manuscrito, ni borradores, ni esquemas u otros materiales previos a la redacción de la novela. No obstante, en tres ejemplares de la primera edición (los llamados ejemplar Chaper, ejemplar Lingay y ejemplar Crozet-Paul Royer) Stendhal anotó posibles correcciones. En el ejemplar Chaper, Stendhal anotó a propósito de esta nota: «Hice esta anotación para Eouk (enia), el 15 de diciembre de 1838». Se trata de Paquita y Eugenia de Montijo, a quienes Beyle había tratado mucho en París entre 1836 y 1838. Tomo estos datos de la edición de Henri Martineau en la colección de la Pléiade, que cito en el prólogo, págs. 1391-1392. [N. del traductor.] << [14] Monsieur Pellico ha convertido en europeo este nombre. Es el de la calle de Milán en que se encuentran los palacios y las prisiones de la policía. (N. de Stendhal.] Silvio Pellico (1789-1854), escritor italiano de ideas enciclopedistas, fue condenado a muerte, acusado de carbonaro. Le fue conmutada la pena por la de prisión rigurosa en Brno. Escribió un libro que se hizo popular en toda Europa, Mis prisiones (Le mie prigioni, 1832), que aunque decepcionó a sus correligionarios lo convirtió en símbolo de patriota martirizado por el despotismo extranjero. [N. del traductor.] << [15] «Pesado, pelmazo», en italiano en el original. << [16] Véanse las curiosas Memorias del Sr. Andryane, divertidas como un cuento y que perdurarán tanto como Tácito. [N. de Stendhal.] Spielberg es un castillo de Brno, Moravia. Fue prisión estatal hasta 1850 (la cárcel de Pellico y de Andryane) y prisión de la Gestapo. [N. del traductor.] << [17] Personaje de la Comedia del Arte italiana; se trata de un viejo, que en ocasiones roza el ridículo, y que acaba enamorándose. En La finta semplice - Opera buffa, de Mozart, inspirada en una obra del mismo nombre de Carlo Goldoni, el personaje adquiere singular importancia. << [18] Jugada que más habitualmente se llama «chelem», que equivale al término inglés «slam». En español podría emplearse el término «abatir», utilizado en algunos juegos como la canasta, para indicar la baza en que un jugador gana sin haber dado ninguna opción al adversario. << [19] El 20 de enero de 1793, la Convención Nacional condenó a muerte a Luis XVI. Fue ejecutado al día siguiente en la plaza de la Révolution, hoy Concorde. << [20] Es ya una tradición editorial anotar que el personaje, bien que ficticio, pudo estar inspirado en el Dr. Rasori, al que conoció Stendhal tras ser liberado de la cárcel, acusado de conspirar para la liberación de Italia. Henri Martineau también cita a un Ferrante Pallavicino, decapitado en Avignon en 1644, acusado de conspirar contra el papa; a un Pallavicino, personaje bastante vil, mencionado por Benvenuto Cellini en sus Memorias, que estuvo en la cárcel con el escultor. El primer duque de Parma fue asesinado por cuatro conjurados, uno de los cuales se llamaba Pallavicino. Sea cual fuere la inspiración de Stendhal, es importante destacar la maestría artística stendhaliana para convertir en espejo de vida (novela) tales posibles modelos. << [21] Eran canonesas las muchachas que tenían una prebenda en una Iglesia Colegiata. << [22] Según define el Nouveau petit Robert (Dictionnaire de la langue française), eran paneles de material sutil, generalmente pintados, detrás de los cuales se colocaban luces para producir un efecto decorativo por transparencia. << [23] En Italia los jóvenes protegidos o sabios se convierten en monsignor y prelado, que no quiere decir obispo; entonces, llevan medias moradas. Para ser monsignor no es necesario hacer votos, se pueden abandonar las medias moradas y casarse [N. de Stendhal.] << [24] La marquesa de San Felice fue un personaje real, cuya historia relata Stendhal en Roma, Nápoles y Florencia. En tiempos de la república napolitana, por una denuncia, más bien una indiscreción, de la marquesa, los hermanos Backer, conspiradores monárquicos, fueron arrestados y ejecutados. Cuando los monárquicos entraron en Nápoles en 1799, su jefe, el cardenal Ruffo, detuvo a la marquesa, que estaba embarazada, y la condenó a muerte. La ejecución, aplazada hasta después del parto, tuvo lugar en julio de 1800. El príncipe se equivoca haciéndola redactora de el Monitore: también en Roma, Nápoles y Florencia, cuenta Stendhal la historia de Eleonora Fonseca, una mujer inteligente y bella que había sido dama de honor de la reina Carolina, que cayó en desgracia por sus ideas y que, a partir de entonces, se dedicó a la literatura y a la ciencia. Cuando entraron los franceses en Nápoles abrazó fervientemente las nuevas ideas y fue, prácticamente, la única redactora de Il Monitore della Repubblica Napoletana una, ed indivisibile. También la ahorcó Ruffo, el 20 de agosto de 1799. << [25] Pedro Luis, el primer soberano de la familia Farnesio, tan célebre por sus virtudes, era, como es sabido, hijo natural de su santidad el papa Pablo III. [Nota de Stendhal.] << [26] La cita no reproduce exactamente la frase de la novela: «Con tales planteamientos republicanos, los locos nos impedirían gozar de la mejor de las monarquías». Cabe pensar que Stendhal corrigió la frase sobre el texto del capítulo XXIII y olvidó corregir la cita; o, también, que citara de memoria, reproduciendo únicamente el espíritu de la cita. << [27] Guido Reni (Bolonia, 1575-Bolonia, 1642), pintor y grabador. El representante más brillante e imitado de la escuela boloñesa. En su muy abundante obra religiosa hay una tendencia al sentimentalismo y a la suavidad; así mismo, sobre todo en su pintura mitológica, revela una exaltación del cuerpo humano, que representa dotado de una belleza ideal en una figuración elegante y vigorosa, no exenta de sensualidad. << [28] Stendhal se inspira en Giovanni Rasori (Parma, 1766-Milán, 1837), un médico muy prestigiado que ejerció, sobre todo, en Milán, donde lo conoció Stendhal que habla de él en su correspondencia. De ideas liberales y espíritu innovador, fue expulsado de Parma en 1795 y más tarde perseguido por los austríacos y encarcelado (1814-1818). Es autor de numerosas obras sobre medicina. << [29] Personaje de una tragedia lírica de Lully, con libreto de Quinault (Armide et Renaud, estrenada en París en 1686) tomado de la Jerusalén liberada, de Tasso (1575). Partiendo del libreto de Quinault, Gluck compuso la ópera Armide, estrenada en París en 1777; también Rossini compuso una Armida, estrenada en Nápoles en 1817. Se trata de una hechicera, una mujer feroz y sensual, que utiliza sus oscuros saberes para satisfacer sus objetivos amorosos. Seguramente Stendhal sitúa la referencia de Rassi (y el príncipe) en la obra de Gluck, extraordinariamente celebrada a lo largo del siglo XIX. << [30] Moneda de oro acuñada en 1795. << [31] Agüita de Perusa, el «opio de Perusa», veneno ya mencionado en el capítulo anterior. << [32] Véase la nota 1 del capitulo sexto (pág. 133). [Nota 17 de este libro electrónico compartido en ePubLibre.org. N. del e. d.] << [33] Véase la nota 5 del capítulo sexto (pág. 149). [Nota 22 de este libro electrónico compartido en ePubLibre.org. N. del e. d.] << [34] Comenta Martineau que la expresión «no ser una muñeca de corte o de salón» es muy característica de Stendhal. Con ella expresa una cualidad poco habitual. La empleó para referirse a su amiga Alberthe de Rubempré en Recuerdos de egotismo y con ella encomia Julián Sorel la entereza de Mathilde de la Mole en Rojo y Negro. << [35] Tr. J. F. M. 31. [N. de Stendhal.] Nota literal de Stendhal, que suele interpretarse así: Trieste, janvier, février, mars, 1831 —o sea, Trieste, enero, febrero, marzo, 1831—. También, con más acierto, seguramente: Troubles, janvier, février, mars, 1831 —o sea, Disturbios (los de Módena), enero…—. En Módena, pero también en Parma, en Bolonia y en la Romaña, estalló la protesta contra el poder absoluto y contra el papa; la impulsaron los liberales (el rico empresario Ciro Menotti, entre otros), que pretendían una Italia independiente y unida bajo una monarquía representativa. [N. del traductor.] << [36] He aquí otra nota obligada en la mayoría de las ediciones de La cartuja. La fórmula —tan citada— era muy del agrado de Stendhal, que ya la había colocado, casi literalmente, en Armancia, cap. XIV, y en Rojo y Negro, cap. XXII. << [37] Se reproduce en el texto el poema francés, pues, como indica la duquesa, en esa lengua lo lee el príncipe. Curiosamente, aunque la duquesa le pide que lea «toda» la fábula, se salta dos fragmentos que reproduzco entre corchetes y cursiva en la traducción que sigue: El horticultor y su señor / Un aficionado a la horticultura / entre burgués y labriego, / tenía en cierto pueblo / un huerto bien dispuesto, con su viñedo al lado. / Había cerrado la propiedad con seto vivo: / crecían allí en abundancia acederas y lechugas / con que hacerle a Margot, por su cumpleaños, un buen ramo, / un poco de jazmín de España y mucho tomillo. / Tanta dicha fue turbada por una liebre / y nuestro hombre fue a quejarse al señor del lugar. / «Ese maldito animal viene a comerse su ración / por la mañana y por la tarde —le dijo— y se ríe de las trampas; / de nada valen con ella piedras ni palos; / yo creo que es bruja». «¡Una bruja!, acabaré con ella / —le dijo el señor—: Aunque fuera el mismo diablo, Miraut, / pese a todas sus artimañas, la atrapará enseguida. / Le libraré de ella, buen hombre, por mi vida». / «¿Y cuándo?» «Mañana mismo, sin más tardar». / Una vez decidida la partida, allá fue el señor con sus hombres. / «Está bien, comamos algo —dijo—; ¿son tiernos los pollos? / [¡La hija de la casa!, acércate, muchacha, que te vea./ ¿Cuándo la casamos?, ¿cuándo tendremos un yerno? / Lo único que hace falta, buen hombre, usted ya me entiende, / es aflojar la bolsa». / Y con estas palabras, para conocer mejor a la muchacha, / la hace sentarse junto a él. / Le coge una mano, le coge el brazo, le levanta un poco la pañoleta, / simplezas todas, que la guapa / rechaza con respeto, / aunque al padre acaban por impacientarlo. / Pero, a fin de cuentas, están comiendo de aquí y de allí, han tomado por asalto la cocina. / «¿Están bien curados esos jamones? Tienen buena pinta». / «Suyos son, señor». «Cierto es —dijo el señor— / y los acepto de muy buen grado». / Come muy bien y, con él, su familia, / sus perros, sus caballos y sus criados, todos ellos de buen diente. / Manda y ordena en la casa de su huésped, se toma libertades, / se bebe su vino, acaricia a su hija.] /A la comida sucede la algarabía de los cazadores. / Todos se animan y se preparan; / las trompas y los cuernos hacen un estruendo tal, / que el buen hombre se espanta. / Pero lo peor de todo es que dejan en un estado lamentable / el pobre huerto. ¡Adiós tablas y cuadros; / adiós achicorias y puerros; / adiós nada que echar al puchero! /[La liebre tenía su madriguera bajo una señora col. /La buscan; la levantan: se escapa por un agujero, / pero no fue agujero, sino brecha, tremenda y gran herida / la que hicieron en el pobre seto / por orden del señor; pues no hubiera estado bien / que no hubiera podido salir a caballo del jardín.] / El pobre hombre decía: «Éstos deben ser los juegos de los príncipes»; / dijera lo que dijese, entre hombres y perros / hicieron más destrozo en una hora / que el que hubieran hecho en cien años / todas las liebres de la provincia. / Príncipes pequeños, resolved vuestras querellas entre vosotros; / si recurrierais a los reyes estaríais locos. / No los dejéis participar en vuestras guerras, / ni los dejéis entrar en vuestras tierras. << [38] 4. 9. 38. 26. x. fir. s. 6. last 26 m. 39. 3 Ri d. f. g. D, ha. s. so. P. [N. de Stendhal.] Hasta ahora, sólo se ha podido descifrar la primera linea de esta nota de Stendhal, en la que los eruditos leen: 4 de noviembre de 1838 a 26 de diciembre de 1838; primera página (fir[st] s[heet]); 6 de febrero hasta 26 de marzo de 1839. Tales son las fechas de escritura de La cartuja, del 4 de noviembre al 26 de diciembre de 1838, y de la corrección de pruebas, de las que la primera hoja (first sheet) le llegaría a Stendhal el 6 de febrero y la última (last), el 26 de marzo de 1839. Respecto de la segunda línea, anota Henri Martineau (op. cit., págs. 1430-1431) que con ella pudo Stendhal recordar una situación personal semejante a la de los últimos momentos pasados por Fabricio y Clelia en la celda, en la que con tanta discreción se nos ha contado que la muchacha deja de ser virgen. Dice Martineau, agradeciéndole la información a Maurice Parturier, que ocho páginas más adelante, en el llamado ejemplar Chaper (un ejemplar de la primera edición que perteneció a Stendhal y que está profusamente anotado de su puño y letra con vistas a una futura nueva edición), escribe Stendhal: «Después de la hermosa toma de la virginidad (puc[elage]) que he leído hoy, pienso en la historia de otra toma de la virginidad (puc[elage]), Riccardi». Riccardi era el palacio de Florencia donde Stendhal, durante su consulado de Civita Vecchia, tuvo múltiples encuentros con Giulia Rinieri. De tal suerte, la segunda línea de la nota de Stendhal podría leerse (y la razón de que reproduzca aquí lo esencial de la nota de Martineau es por su valor de testimonio —otro más— de la estrecha relación que en lo puramente argumental tenía la vida real de Beyle en su novelística): «3 Ri[ccardi] (o Ri[nieri]) di fortunata Giulia. Dominique has s[ecured] son p[ucelage]». Con lo que Stendhal se referiría a la «toma de la virginidad» que él (Dominique) habría vivido con Giulia Rinieri. [N. del traductor.] << [39] Duvoisin fue obispo de Nantes, y Fontana, general de la congregación de San Pablo (barnabitas). Ambos fueron miembros de la comisión eclesiástica constituida por Napoleón para dirimir las diferencias entre el Imperio y la Iglesia en el conflicto que mantuvo con Pío VII a propósito del poder terrenal de ésta. << [40] «¡Aquellas dulces pupilas!», aria de la ópera Gli Orazi e i Curiazi de Cimarosa, estrenada en el Teatro Fenice de Venecia el 26 de diciembre de 1796. En su Correspondencia, II, 52, dice Stendhal de esta aria que es «le plus bel air serio que peutêtre existe» («quizá el aria más bella que existe»). Admiraba esta ópera casi tanto como Matrimonio segreto, también de Cimarosa, estrenada en Viena en 1792, y que, en una escena muy parecida, también hace llorar a Julián Sorel, el protagonista de Rojo y Negro. << [41] Estos versos que Stendhal reproduce en francés («Non, vous ne me verrez jamais changer, / Beaux yeux qui m’avez appris à aimer») son en realidad de Metastasio. Anota Martineau que Pierre Martino, uno de los estudiosos clásicos de La cartuja de Parma, los ha encontrado en J. J. Rousseau, La Nouvelle Héloise, I, carta 34. << [42] P. y E in Olo. [N. de Stendhal.] Nota literal de Stendhal, descifrada por uno de los fundadores (seguramente el más importante) de los estudios stendhalianos, Paul Arbelet, que debe leerse: «Paca y Eugenia en Olorón». Efectivamente, anota Martineau documentándose en una carta de Mérimée, cuando Stendhal estaba corrigiendo las últimas páginas de las pruebas de La cartuja, Paca y Eugenia de Montijo, de viaje a España, se vieron detenidas en Olorón. Stendhal anotó el hecho en la página que estaba corrigiendo. [N. del traductor.] << [43] Cita de la escena 7.a del primer acto de la obra de Molière, George Dandin, ou le mari confondu, en que Dandin, el campesino que ha querido ascender socialmente mediante el matrimonio, reconoce su error. Si bien el argumento de la obra sólo en sus líneas de fuerza tiene que ver con el lance de la novela, su espíritu, descarnadamente individualista, es muy stendhaliano. << [44] En italiano en el original. Podría traducirse por «entrecerrado», «fruncido» y, más propiamente, «a cegarritas» (generalmente por inquietud, amenaza ira…; aquí; claramente, por la tensión de ver mejor). << [45] Diminutivo de conde, véase la nota de Stendhal del capítulo primero, pág. 38. [Nota 7 de este libro electrónico compartido en ePubLibre.org. N. del e. d.] << [46] Con esta dedicatoria, literalmente «a los pocos felices», conocida por los lectores de Stendhal, pues ya había aparecido en Paseos por Roma y en Rojo y Negro, Stendhal plantea que su obra sólo será apreciada por unas pocas almas sensibles. En una carta de 1816 a su amigo de la infancia Louis Crozet, comenta que muy bien podría ser la dedicatoria de Historia de la pintura en Italia, en sustitución de la proyectada, a Napoleón —quizá comprometedora—: «Ése ha sido mi proyecto durante dos años. Ello explica todo el libro. Lo dedico a las almas sensibles. Las personas como Mgr. Z (Daru) no comprenderán nada, les parecerá odioso». <<

Compartir en redes sociales

Esta página ha sido visitada 208 veces.